Bosch estaba tan aturdido que apenas registró lo que ocurría a su alrededor. Después de que llegaron al Parker Center lo escoltaron al despacho de Irving en la sexta planta y lo sentaron en una silla en la sala de conferencias anexa. Estuvo allí solo durante media hora antes de que entraran Brockman y Toliver. Brockman se sentó enfrente de Bosch. Toliver a la derecha de Harry. Por el hecho de que estuvieran en la sala de conferencias de Irving en lugar de en una sala de interrogatorios de asuntos internos, resultaba obvio que Irving quería mantener un estrecho control. Si el caso resultaba ser el de un policía muerto a manos de otro policía, iba a necesitar el máximo control para contenerlo. Podía ser una debacle publicitaria que rivalizara con las de los días del caso Rodney King.
A través de su aturdimiento y del mazazo de que Pounds estuviera muerto, un pensamiento presionó para captar la atención de Bosch: él mismo se hallaba en una grave situación. Se dijo que no podía retraerse en una coraza. Debía mantenerse alerta. Al hombre que estaba sentado enfrente de él nada le gustaría más que colgarle a Bosch un crimen y estaba dispuesto a llegar a cualquier sitio para hacerlo. No bastaba con que Bosch supiera que, al menos físicamente, él no había matado a Pounds. Tenía que defenderse. Así que resolvió que no le mostraría nada a Brockman. Iba a ser tan duro como el resto de los que estaban en la sala. Se aclaró la garganta y empezó antes de que Brockman tuviera ocasión de hacerlo.
—¿Cuándo ocurrió?
—Soy yo quien nace las preguntas.
—Puedo ahorrarle tiempo, Brockman. Dígame cuándo ocurrió y le diré dónde estaba. Acabemos con esto. Entiendo por qué soy sospechoso. No se lo tendré en cuenta, pero está perdiendo el tiempo.
—Bosch, ¿no siente nada en absoluto? Un hombre ha muerto. Usted trabajaba con él.
—Lo que yo sienta no importa. Nadie merece ser asesinado, pero no voy a echarle de menos, y desde luego no voy a echar de menos trabajar con él.
—Dios. —Brockman sacudió la cabeza—. El hombre estaba casado, tenía un hijo en el instituto.
—Puede que ellos tampoco lo echen de menos, nunca se sabe. El tío era un capullo en el trabajo. No hay motivo para esperar que fuera distinto en casa. ¿Qué piensa su mujer de usted, Brockman?
—Ahórreselo, Bosch. No voy a caer en ninguna de sus…
—¿Cree en Dios, Brockman?
—No se trata de mí ni de lo que yo crea, Bosch. Estamos hablando de usted.
—Es verdad, estamos hablando de mí. Así que le diré lo que pienso. No estoy seguro de lo que pienso. He gastado más de la mitad de mi vida y todavía no me he hecho una idea. Pero la teoría hacia la que me encamino es que todo el mundo en este planeta tiene alguna clase de energía que le hace ser lo que es. Todo es cuestión de energía. Y cuando mueres la energía simplemente se va a otra parte. ¿Y Pounds? Tenía mala energía, y ahora esa energía se ha ido a otra parte. Así que, respondiendo a su pregunta, no me siento muy mal porque haya muerto. Lo que me gustaría saber es adónde ha ido esa mala energía. Espero que no reciba usted una parte, Brockman. Ya tiene bastante.
Guiñó un ojo a Brockman y vio la momentánea confusión en el rostro del detective de asuntos internos mientras trataba de interpretar el significado de la pulla. Pareció sacudírsela y continuar.
—Ya basta de gracias. ¿Por qué se enfrentó al teniente Pounds en su despacho el jueves? Sabe que no puede ir a comisaría cuando está de baja.
—Bueno, es una situación paradójica. No podía ir allí, pero Pounds, mi superior, me llamó y me dijo que tenía que devolver el coche. ¿Lo ve?, era esa energía negativa en acción. Yo ya estaba de baja involuntaria, pero él no estaba satisfecho. También tenía que retirarme el coche. Así que le llevé las llaves. Era mi supervisor y me había dado una orden. De manera que ir allí rompía una de las normas, pero no ir también habría roto otra.
—¿Por qué lo amenazó?
—No lo hice.
—Él presentó una adenda a la denuncia por agresión de dos semanas antes.
—No me importa lo que presentara. No hubo ninguna amenaza. El tipo era un cobarde. Probablemente se sintió amenazado. Pero no hubo amenaza. Es diferente.
Bosch miró al otro detective, Toliver. Parecía que iba a quedarse todo el tiempo en silencio. Era su papel. Se limitaba a mirar a Bosch como si éste fuera una pantalla de televisión.
Bosch observó el resto de la sala y por primera vez se fijó en el teléfono que estaba en el banco de la izquierda de la mesa. La luz verde mostraba que se estaba celebrando una llamada de conferencia. La entrevista se estaba trasmitiendo fuera de la sala. Probablemente a una grabadora, seguramente a la oficina de Irving en la puerta de al lado.
—Hay un testigo —dijo Brockman.
—¿De qué?
—De la amenaza.
—Mire, teniente, ¿por qué no me dice exactamente cuál fue la amenaza para que yo sepa de qué estamos hablando? Al fin y al cabo, si cree que la hice, ¿qué hay de malo en que sepa qué fue lo que dije?
Brockman se lo pensó un momento antes de responder.
—Muy sencilla, como la mayoría, le dijo que si alguna vez, y cito, «le volvía a joder» lo mataría. No es demasiado original.
—Pero de lo más condenatoria, ¿no? Bueno, jódase, Brockman, yo nunca dije eso. No dudo de que ese gilipollas lo escribiera en una adenda, ése era su estilo, pero sea quien sea su testigo miente.
—¿Conoce a Henry Korchmar?
—¿Henry Korchmar?
Bosch no sabía de quién estaba hablando. Entonces cayó en la cuenta de que Brockman se refería al viejo Henry de la brigada del sí. Bosch no había oído su apellido y oírlo en ese contexto lo había confundido.
—¿El viejo? No estaba en la sala. No es ningún testigo. Le dije que saliera y lo hizo. Sea lo que sea lo que le dijo, probablemente apoyó a Pounds porque estaba asustado. Pero no estaba presente. Si sigue adelante con eso, Brockman, yo llevaré a doce personas de esa sala de brigada que presenciaron todo el asunto a través del cristal. Y le dirán que Henry no estuvo allí, le dirán que Pounds era un mentiroso y que todo el mundo lo sabía, así que ¿dónde queda esa amenaza?
Brockman no dijo nada en la pausa, de modo que Bosch continuó.
—¿Ve como no hace su trabajo? Supongo que sabe que todos los que trabajan en aquella sala de brigada saben que ustedes son los carroñeros de este departamento. Tienen más respeto por la gente que meten entre rejas. Y lo sabe, Brockman, por eso estaba demasiado intimidado para acudir a ellos. En cambio, se fía de la palabra de un viejo que probablemente no sabía que Pounds estaba muerto cuando usted habló con él.
Bosch supo por la forma en que Brockman apartaba la vista que había dado en el clavo. Fortalecido por la victoria, Harry se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde va?
—A buscar agua.
—Acompáñale, Jerry.
Bosch se detuvo en la puerta y miró atrás.
—¿Cree que voy a huir, Brockman? Si cree eso es que no me conoce en absoluto. Si cree eso, no está preparado para esta entrevista. ¿Por qué no vuelve a Hollywood algún día? Yo le enseñaré a interrogar a sospechosos de asesinato. Gratis.
Bosch salió y Toliver fue tras él. En la fuente que había al fondo del pasillo, tomó un buen trago de agua y luego se limpió la boca con la mano. Estaba nervioso, crispado. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que Brockman pudiera ver a través de la fachada que estaba aparentando.
Cuando volvió a la sala de conferencias, Toliver se quedó tres pasos detrás de él.
—Todavía eres joven —dijo Bosch por encima del hombro—. Puede que aún tengas alguna oportunidad, Toliver.
Bosch volvió a entrar en la sala de conferencias justo cuando Brockman accedía a través de una puerta situada al otro lado de la sala. Bosch sabía que era una entrada directa al despacho de Irving. En una ocasión había trabajado en la investigación de unos asesinatos en serie en esa sala y bajo el control de Irving.
Ambos hombres volvieron a sentarse el uno enfrente del otro.
—Veamos, pues —empezó Brockman—. Voy a leerle sus derechos, detective Bosch.
Sacó una tarjeta de la cartera y procedió a leerle a Bosch las advertencias Miranda. Bosch estaba seguro de que la línea telefónica iba a una grabadora. Eso era algo que querrían tener grabado.
—Veamos —dijo Brockman cuando hubo terminado—. ¿Quiere renunciar a esos derechos y hablar con nosotros de esta situación?
—Ahora es una situación, ¿eh? Pensaba que era un asesinato. Sí, renunciaré.
—Jerry, ve a buscar un formulario. No tengo ninguno aquí.
Jerry se levantó y salió por la puerta del pasillo. Bosch oyó sus pasos apresurados sobre el linóleo y después que se abría una puerta. Iba a bajar por la escalera a asuntos internos, en la quinta planta.
—Eh, empecemos por…
—¿No quiere esperar hasta que vuelva su testigo? ¿O está grabando esto secretamente sin mi consentimiento?
Eso inmediatamente puso nervioso a Brockman.
—Sí, Bosch, se está grabando se…, se está grabando. Pero no secretamente. Antes de que empezáramos le he dicho que estábamos grabándolo.
—Buena maniobra, teniente. Esa última frase ha sido muy buena. Tendré que recordarla.
—Ahora empecemos con…
La puerta se abrió y Toliver entró con una hoja de papel. Se la dio a Brockman, quien la examinó un momento para asegurarse de que era el formulario correcto y se lo pasó a Bosch. Harry lo cogió y rápidamente garabateó una firma en el lugar apropiado. Conocía el formulario. Se lo devolvió a Brockman y éste lo dejó en un lado de la mesa sin mirarlo. Así que no se fijó en que lo que Bosch había escrito era «capullo».
—De acuerdo, vamos a empezar, Bosch. Díganos dónde ha estado en las últimas setenta y dos horas.
—¿No quiere registrarme antes? ¿Y tú, Jerry?
Bosch se levantó, abriendo la americana para que vieran que estaba desarmado. Pensaba que si los provocaba de esta manera harían justo lo contrario y no lo registrarían. Llevar encima la placa de Pounds era una prueba que probablemente lo condenaría si lo descubrían.
—¡Siéntese, Bosch! —espetó Brockman—. No vamos a registrarle. Estamos tratando de concederle el beneficio de la duda, pero lo está poniendo muy difícil.
Bosch volvió a sentarse, aliviado por el momento.
—Veamos, díganos dónde estuvo, no tenemos todo el día.
Bosch pensó en ello. Le sorprendía la horquilla horaria que le pedían. Setenta y dos horas. Se preguntó qué le había ocurrido a Pounds y por qué no habían estrechado la hora de la muerte a un periodo más breve.
—Hace setenta y dos horas. Bueno, hace setenta y dos horas era viernes por la tarde y yo estaba en Chinatown, en el edificio Cincuenta y uno cincuenta. Lo que me recuerda que tendría que estar allí dentro de diez minutos, así que si me disculpan… —Se levantó.
—Siéntese, Bosch. Ya nos hemos ocupado de eso. ¡Siéntese!
Bosch se sentó y no dijo nada. No obstante, se sintió decepcionado de perderse la sesión con Carmen Hinojos.
—Vamos, Bosch, díganoslo. ¿Qué ocurrió después de eso?
—No recuerdo todos los detalles. Pero cené esa noche en el Red Wind, y también paré en el Epicentre a tomar unas copas. Después fui al aeropuerto a eso de las diez. Tomé un vuelo nocturno a Florida, a Tampa, pasé el fin de semana allí y volví aproximadamente una hora y media antes de que ustedes entraran ilegalmente en mi casa.
—No fue ilegal. Teníamos una orden.
—A mí no me mostraron ninguna orden.
—No importa, ¿qué quiere decir que estuvo en Florida?
—Supongo que significa que estuve en Florida. ¿Qué cree que significa?
—¿Puede probarlo?
Bosch buscó en el bolsillo, sacó una carpetita de la línea aérea con el recibo y la deslizó por la mesa.
—Para empezar éste es el recibo. Creo que dentro hay otro del coche de alquiler.
Brockman abrió rápidamente la carpetita del pasaje y empezó a leer.
—¿Qué estuvo haciendo allí? —preguntó sin levantar la cabeza.
—La doctora Hinojos, la psiquiatra del departamento, dijo que creía que debería irme. Y pensé, ¿por qué no a Florida? Nunca he estado allí y toda mi vida me ha gustado el zumo de naranja. Pensé, ¡qué diablos!, me voy a Florida.
Brockman estaba crispado de nuevo. Bosch se dio cuenta de que no se esperaba nada semejante. La mayoría de los polis nunca se dan cuenta de lo importante que es para la investigación la entrevista inicial con un sospechoso o un testigo.
Influía en todas las otras entrevistas e incluso en los testimonios en juicios que seguían. Tenías que estar preparado. Como los abogados, tenías que conocer la mayoría de las respuestas antes de formular las preguntas. El Departamento de Asuntos Internos confiaba tanto en su presencia como factor intimidatorio que la mayoría de los detectives asignados a la división no tenían que prepararse de verdad para las entrevistas. Y cuando se topaban con un callejón sin salida como ése no sabían qué hacer.
—De acuerdo, Bosch, eh, ¿qué hizo en Florida?
—¿Ha oído esa canción que cantaba Marvin Gaye antes de que lo mataran? Se llama…
—¿De qué está hablando?
—… terapia sexual. Dice que es buena para el alma.
—La he oído —dijo Toliver.
Tanto Bosch como Brockman lo miraron.
—Perdón —dijo Toliver.
—Le repito, Bosch —dijo Brockman—. ¿De que está hablando?
—Estoy hablando de que pasé la mayor parte del tiempo con una mujer que conocí allí. Y el tiempo que no pasé con ella estuve en un barco, con un guía de pesca en el golfo de México. De lo que estoy hablando, capullo, es de que estuve acompañado casi cada minuto. Y las veces que no lo estuve no alcanzaban para volar de vuelta aquí y matar a Pounds. Ni siquiera sé cuándo lo mataron, pero ahora mismo ya le digo que no tiene caso, Brockman, porque no hay caso. Está buscando en la dirección equivocada.
Bosch había elegido sus palabras cuidadosamente. No estaba seguro de qué conocían de su investigación privada, si es que sabían algo, y no iba a darles nada si podía evitarlo. Tenían el expediente del caso y la caja de pruebas, pero pensó que podría explicar todo eso de otra manera. También tenían su libreta porque la había metido en el bolso de viaje en el aeropuerto. En ella, junto con los nombres, números y direcciones de Jasmine y McKittrick, estaba la dirección del domicilio de Eno en Las Vegas y otras notas sobre el caso. Aunque quizá no lograran entender qué significaban. Si tenía suerte.
Brockman sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo interior de su americana.
—Bueno, Bosch, dígame el nombre de la mujer y del guía de pesca. También necesito sus números. Todo.
—No lo creo.
Los ojos de Brockman se abrieron como platos.
—No me importa lo que crea. Dígame los nombres.
Bosch no dijo nada, se limitó a mirar la mesa que tenía ante sí.
—Bosch, nos ha contado dónde ha estado, ahora tenemos que comprobarlo.
—Yo sé dónde estuve, es lo único que necesito.
—Si no ha hecho nada, deje que lo comprobemos, lo descartemos y pasemos a otras cosas y otras posibilidades.
—Tiene la compañía aérea y el alquiler de coche. Empiece por ahí. No voy a meter en esto a gente que no lo necesita. Son buena gente y, a diferencia de usted, me aprecian. No voy a dejar que usted lo estropee, entrando como un elefante en una cristalería y pisoteando las relaciones.
—No tiene alternativa, Bosch.
—Ya lo creo que sí. Ahora mismo. Si quiere acusarme, hágalo. Si llegamos a ese punto, recurriré a esa gente y su caso se irá a la mierda, Brockman. ¿Cree que tiene problemas de relaciones públicas en el departamento por mandar a Bill Connors al armario? Acabará este caso con más problemas de relaciones públicas que Nixon. No le voy a decir los nombres. Si quiere escribir algo en su libreta, escriba que le he dicho: «A la mierda.» Con eso bastará.
El rostro de Brockman se llenó de manchas rosas y blancas. Se quedó un momento en silencio antes de hablar.
—¿Sabe lo que creo? Todavía creo que lo hizo. Creo que contrató a alguien para que lo hiciera y se fue de fiesta a Florida para estar lejos. Un guía de pesca. Si eso no suena a montaje que me digan qué. ¿Y la mujer? ¿Quién era? ¿Una puta que recogió en un bar? ¿Qué era, una coartada de cincuenta dólares? ¿O llegó a los cien?
En un movimiento explosivo, Bosch empujó la mesa contra Brockman, cogiéndolo completamente por sorpresa. La mesa resbaló por debajo de sus brazos y le impactó en el pecho. La silla del detective de asuntos internos chocó con la pared de atrás. Bosch mantuvo la presión, apretó a Brockman contra la pared y empujó su propia silla hacia atrás hasta que ésta se apoyó en la otra pared. Levantó la pierna izquierda y puso el pie en la mesa para mantener la presión. Vio que las manchas de color en el rostro de Brockman se hacían más intensas a medida que le faltaba el aire. Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas, pero no tenía ningún punto para hacer palanca y no podía apartar la mesa por sí solo.
Toliver fue lento de reflejos. Aturdido, pareció mirar a Brockman demasiado tiempo, como si esperara órdenes antes de levantarse de un salto y contener a Bosch. Bosch logró repeler su primer intento, empujando al hombre más joven a una palmera que estaba en un tiesto, en una esquina de la sala. Al hacerlo, Bosch vio en su visión periférica que una figura entraba en la sala por la otra puerta. Al momento su silla fue volcada abruptamente y se encontró en el suelo con un peso pesado encima de él. Al volver ligeramente la cabeza vio que era Irving.
—¡No se mueva, Bosch! —le gritó Irving junto a su oído—. ¡Cálmese ahora mismo!
Bosch dejó de resistirse para dar a entender que obedecía e Irving se levantó. Harry se quedó quieto unos segundos y después apoyó una mano en la mesa para levantarse. Al hacerlo, vio a Brockman tosiendo y tratando de meter aire en los pulmones mientras se llevaba ambas manos al pecho. Irving puso una mano en el pecho de Bosch como gesto apaciguador y como medio de impedir que volviera a arremeter contra Brockman. Con la otra mano, señaló a Toliver, que estaba tratando de poner de pie la palmera. Se había arrancado de raíz y no se sostenía. Al final, el joven agente la apoyó contra la pared.
—Usted —le soltó Irving—, fuera.
—Pero, señor, el…
—¡Salga!
Toliver salió rápidamente por la puerta del pasillo mientras Brockman estaba empezando a recuperar la voz.
—Bosch, hijoputa, va a… va a ir a la cárcel. Es…
—Nadie va a ir a la cárcel —dijo Irving con severidad—. Nadie va a ir a la cárcel.
Irving se detuvo para coger aire. Bosch se fijó en que el subdirector parecía tan falto de aliento como el resto de los presentes en la sala.
—No habrá cargos por esto —dijo finalmente Irving—. Teniente, usted lo provocó y consiguió lo que consiguió.
El tono de Irving no admitía réplica. Brockman, cuyo pecho todavía oscilaba, puso los codos en la mesa y empezó a peinarse con los dedos, tratando de aparentar que le quedaba cierta compostura, aun cuando era la viva expresión de la derrota. Irving se volvió hacia Bosch, con los músculos de la mandíbula hinchados por la ira.
—Y usted, Bosch, no sé cómo ayudarle. Siempre es el bala perdida. Sabía lo que Brockman estaba haciendo, lo ha hecho usted antes. Pero no podía quedarse sentado y tragárselo. ¿Qué clase de hombre es?
Bosch no dijo nada y dudaba que Irving esperara una respuesta verbal. Brockman empezó a toser e Irving lo miró.
—¿Está bien?
—Creo.
—Cruce la calle y que le mire uno de los médicos.
—No, estoy bien.
—Bien, entonces vaya a su oficina y tómese un descanso. Tengo a alguien más que quiero que hable con Bosch.
—Quiero continuar la entre…
—La entrevista ha terminado, teniente. Se la ha cargado. —Después miró a Bosch y añadió—: Los dos lo han hecho.