En el aeropuerto, Bosch pagó a la taxista y se abrió paso en la terminal principal con su bolsa de viaje y la caja llena de carpetas y otras cosas. Compró una bolsa de lona barata en una de las tiendas de la terminal principal y guardó allí todo lo que había cogido del despacho de Eno. Era lo bastante pequeña para no tener que facturarla. En un lado de la bolsa estaba impresa la leyenda: «Las Vegas: tierra del sol y la diversión.» Había un logo que mostraba un sol detrás de dos dados.

Llegó a su puerta de embarque media hora antes de que embarcaran el vuelo, de manera que buscó una sección de asientos libres lo más lejos posible de la algarabía de las filas de tragaperras que ocupaban el centro de la terminal circular.

Empezó a revisar los archivos de la bolsa. El que más le interesaba era el de los registros robados del expediente del caso de Marjorie Lowe. Miró los documentos, pero no encontró nada inusual ni inesperado.

El resumen de la entrevista de McKittrick y Eno con Johnny Fox ante la presencia de Arno Conklin y Gordon Mittel estaba allí, y Bosch logró sentir la rabia contenida de McKittrick en su escritura. En el último párrafo la rabia ya no era contenida.

La entrevista con el sospechoso se considera infructuosa por el abajo firmante debido a la actitud intrusiva de A. Conklin y G. Mittel. Ambos «fiscales» se negaron a permitir que «su» testigo contestara las preguntas por completo o en opinión del abajo firmante con toda la verdad. J. Fox sigue siendo sospechoso en este momento hasta que se verifique su coartada y se comparen sus huellas dactilares.

No había ninguna otra cosa destacable en los documentos y Bosch se dio cuenta de que probablemente Eno sólo los había retirado del expediente porque mencionaban la implicación de Conklin en el caso. Eno estaba protegiendo a Conklin. Cuando Bosch se preguntó por la motivación de Eno, inmediatamente pensó en los extractos bancarios que habían estado en la caja de seguridad junto con los documentos robados. Eran registros del acuerdo.

Bosch sacó los sobres y, guiándose por los matasellos, fue colocándolos en orden cronológico. El primero que pudo encontrar fue enviado al apartado postal de McCage Inc. en noviembre de 1962. Eso fue un año después del asesinato de Marjorie Lowe y dos meses después de la muerte de Johnny Fox. Eno había estado asignado al caso Lowe y después, según McKittrick, había investigado el asesinato de Fox.

Bosch sabía de manera visceral que tenía razón. Eno había exprimido a Conklin. Y tal vez a Mittel. De algún modo él sabía lo que no sabía McKittrick, que Conklin había estado involucrado con Marjorie Lowe. Tal vez sabía incluso que Conklin la había matado. Tenía lo suficiente para que Conklin le pagara mil dólares al mes durante el resto de su vida. No era una fortuna. Eno no era avaricioso, aunque, a principios de los sesenta, mil al mes eran tanto como ganaba en su nómina. No obstante, a Bosch la cantidad no le importaba. El pago sí. Era un reconocimiento. Si podía rastrearse hasta Conklin sería una prueba sólida. Bosch sintió que se entusiasmaba. Los registros atesorados por un policía corrupto muerto hacía cinco años podrían ser cuanto necesitaba para enfrentarse cara a cara con Conklin.

Pensó en algo y miró a su alrededor para buscar los habituales teléfonos públicos. Echó un vistazo al reloj y hacia la puerta de embarque. La gente se concentraba, ansiosa por subir al avión. Bosch volvió a poner el archivo y los sobres en la bolsa y cargó con sus cosas hasta el teléfono.

Usando su tarjeta ATT marcó el número de información de Sacramento y después el de las oficinas estatales y preguntó por el registro mercantil. En tres minutos averiguó que McCage Inc. no era una empresa de California y nunca lo había sido, al menos según los registros que se remontaban a 1971. Colgó y siguió de nuevo el mismo proceso, esta vez llamando a las oficinas estatales de Nevada en Carson City.

La administrativa que le atendió le dijo que la empresa McCage Inc. había cerrado y le preguntó si aun así le interesaba la información de que disponía el estado. Bosch respondió que sí animadamente y la administrativa le dijo que tenía que pasar a microficha y que tardaría unos minutos. Mientras esperaba, Bosch sacó una libreta y se preparó para tomar notas. Vio que la puerta de embarque había abierto y que la gente empezaba a subir al avión. No le importó, si era necesario lo perdería. Estaba demasiado excitado para hacer otra cosa que no fuera esperar al teléfono.

Bosch examinó las filas de tragaperras del centro de la terminal. Estaban llenas de gente que apuraba su última oportunidad con la fortuna antes de irse o la primera después de haber bajado de aviones procedentes de todo el país y de todo el mundo. A Bosch nunca le había atraído jugar contra las máquinas. No lo entendía.

Observando a los que se hallaban ante las tragaperras le resultaba fácil descubrir quiénes estaban ganando y quiénes no. No hacía falta ser detective para interpretar las caras. Una mujer con un oso de peluche bajo el brazo estaba jugando en dos máquinas al mismo tiempo, y Bosch vio que lo único que estaba logrando era doblar sus pérdidas. A su izquierda había un hombre con un sombrero vaquero negro que estaba llenando la máquina con monedas y tirando de la palanca lo más rápido que podía. Bosch se fijó en que estaba jugando en una máquina de monedas de un dólar y que iba al máximo de cinco dólares en cada jugada. Calculó que, en los pocos minutos que lo había observado, el hombre había gastado sesenta dólares sin obtener nada a cambio. Al menos no llevaba ningún animal de peluche.

Bosch volvió a fijarse en la puerta. La cola de gente que quería embarcar había quedado reducida a unos pocos rezagados. Harry sabía que iba a perderlo. Pero no le importaba. Esperó y permaneció calmado.

De repente se escuchó un grito y Bosch miró y vio al hombre del sombrero vaquero agitando éste mientras la máquina entregaba el bote. La mujer del animal de peluche se retiró de las máquinas y observó solemnemente el pago. Cada clinc metálico de los dólares que caían en la bandeja debía de sonarle como un martillazo en el cráneo. Un recordatorio constante de que ella estaba perdiendo.

—¡Mírame ahora, pequeña! —gritó el vaquero.

No parecía que la exclamación estuviera dirigida a nadie en particular. El tipo se agachó y empezó a guardarse las monedas en el sombrero. La mujer del oso de peluche volvió a lo suyo en la tragaperras.

Justo cuando estaban cerrando la puerta, la administrativa volvió a ponerse al teléfono. Le dijo a Bosch que los registros inmediatamente disponibles mostraban que McCage se había constituido en noviembre de 1962 y fue disuelta por el estado veintiocho años después, cuando pasó un año sin que pagaran las tarifas de renovación y las tasas para mantener la empresa abierta. Bosch sabía que eso había ocurrido porque Eno había muerto.

—¿Quiere los cargos? —preguntó la empleada.

—Sí.

—Bien, presidente y CEO es Claude Eno. Es E-N-O. El vicepresidente es Gordon Mittel, con dos tes y el tesorero es Arno Conklin. El nombre se escribe…

—Ya lo tengo. Gracias.

Bosch colgó el teléfono, cogió su bolso de viaje y la bolsa de lona y corrió a la puerta.

—Justo a tiempo —dijo la azafata con tono de enfado—. No puede pasar sin esos bandidos de un solo brazo, ¿eh?

—No —dijo Bosch, sin preocuparse.

La azafata le abrió la puerta y Bosch recorrió el pasillo y se metió en el avión. Sólo iba medio lleno. No hizo caso de su número de asiento y buscó una fila vacía. Mientras ponía su equipaje en el compartimiento superior, pensó en algo. Una vez sentado sacó la libreta y la abrió por la página donde acababa de tomar notas de su conversación telefónica. Miró las anotaciones abreviadas.

Pres. CEO - CE

VP - GM

Tesor. - AC

A continuación escribió sólo las iniciales en una línea.

CE GM AC

Miró un momento la línea y sonrió. Vio el anagrama y lo escribió en la siguiente línea.

MC CAGE

Bosch sintió que la sangre le fluía a borbotones por las venas. Era la sensación de saber que estaba cerca. Sentía que estaba en racha de una manera en que la gente que jugaba en las tragaperras y en todos los casinos del desierto nunca entendería. Era un subidón que ellos no sentirían nunca, no importaba cuántos sietes salieran en los dados o cuántos black jacks consiguieran. Bosch se estaba acercando a un asesino y eso le hacía sentirse más eufórico que ningún ganador de lotería del planeta.