Por la mañana, Bosch se levantó el primero. Se duchó y usó el cepillo de dientes de Jasmine sin pedirle permiso. Después se puso la ropa del día anterior y fue a buscar la bolsa de viaje al coche. Una vez vestido con ropa limpia se aventuró hasta la cocina a preparar café, pero lo único que encontró fue una caja de bolsitas de té.
Renunciando a la idea, caminó por el apartamento; sus pisadas sonaban en el suelo de pino viejo. La sala de estar era tan austera como el dormitorio. Había un sofá con una colcha color hueso extendida por encima, una mesita de café y un viejo equipo de música sin reproductor de cedés. No había televisión. De nuevo las paredes estaban desnudas, salvo por la reveladora indicación de lo que había habido en ellas. Encontró dos clavos en la pared. No estaban oxidados ni pintados encima. No llevaban mucho tiempo así.
A través de unas puertas cristaleras, la sala de estar se abría a un porche cerrado con ventanas. Había muebles de ratán y varias plantas en macetas, incluido un naranjo enano con fruta. Todo el porche tenía una fragancia a algo. Bosch se acercó a las ventanas y al mirar al sur vio la bahía por el callejón de detrás de la propiedad. El sol de la mañana que se reflejaba en él era puro en su luz blanca.
Cruzó de nuevo la sala de estar hasta otra puerta que se hallaba en la pared opuesta a la puerta cristalera. En cuanto la abrió percibió el olor penetrante de óleo y trementina. Allí era donde ella pintaba. Bosch dudó un momento, pero entró.
La primera cosa en la que reparó fue que la sala tenía una ventana con una vista directa de la bahía más allá de los patios traseros y los garajes de tres o cuatro de las casas del callejón. Era hermoso y sabía por qué ella había elegido esa habitación para desarrollar su arte. En el centro de la estancia, en un trapo manchado con gotas de pintura, había un caballete, pero ninguna banqueta. Jasmine pintaba de pie. No vio ninguna lámpara ni otra fuente de luz artificial en la habitación. Pintaba sólo con luz natural.
Bosch caminó en torno al caballete y vio que el lienzo estaba inmaculado. En una de las paredes había un estante metálico con diversos tubos de pintura, paletas y latas de café con pinceles. Al extremo del estante había un lavadero.
Bosch vio más lienzos apoyados contra la pared, debajo del estante. Estaban de cara adentro y parecían sin usar, como el que permanecía en el caballete esperando la mano de la artista. Pero Bosch sospechaba que no era así después de ver los clavos expuestos en las paredes de las otras habitaciones del apartamento. Metió el brazo debajo del estante y extrajo algunos de los lienzos. Al hacerlo se sintió casi como si estuviera trabajando en un caso, resolviendo algún misterio.
Los tres retratos que sacó estaban pintados en tonos oscuros. Ninguno estaba firmado, pero era obvio que todos eran obra de una misma mano. Y esa mano era la de Jasmine. Bosch reconoció el estilo de la pintura que había visto en el apartamento del padre. Líneas firmes, colores oscuros. El primero que miró era el desnudo de una mujer con la cara apartada y sumida en las sombras. Bosch sintió que la oscuridad arrastraba a la mujer, no que ella se volvía a la oscuridad. La boca de la figura se hallaba completamente en sombra. Como si fuera muda. La mujer, Bosch lo sabía, era Jasmine.
La segunda pintura parecía parte del mismo estudio que la primera. Era el mismo desnudo en la sombra, aunque en esta ocasión de cara al espectador. Bosch se fijó en que en el retrato Jasmine se había pintado pechos más grandes de los que tenía en realidad y se preguntó si lo había hecho a propósito y tenía algún significado, o quizá era una mejora subliminal hecha por la artista. Se fijó en que debajo de la pátina de sombra gris había trazos rojos en la mujer. Bosch entendía poco de arte, pero sabía que era un retrato oscuro.
Bosch observó la tercera pintura que había sacado y descubrió que no tenía relación con las otras dos, salvo por el hecho de que de nuevo era un retrato desnudo de Jasmine. Sin embargo, esta obra la reconoció claramente como una reinterpretación de El grito de Edvard Munch, una obra que siempre había fascinado a Bosch, a pesar de que sólo la había visto en libros. En la imagen que tenía ante sí, la figura de la persona aterrorizada era Jasmine. El escenario se había cambiado del terrorífico y arremolinado paisaje onírico de Munch, al puente de Skyway. Bosch reconoció claramente los tubos amarillos del arco de soporte del puente.
—¿Qué estás haciendo?
Bosch saltó como si le hubieran acuchillado por la espalda.
Era Jasmine, que estaba en el umbral del estudio. Llevaba una bata de seda que se cerraba con los brazos. Tenía los ojos hinchados. Acababa de levantarse.
—Estoy mirando tu trabajo, ¿te molesta?
—Esta puerta estaba cerrada.
—No.
Ella se estiró hacia el pomo de la puerta y lo giró como si desaprobara su alegato.
—No estaba cerrada, Jazz. Lo siento. No sabía que no querías que entrara.
—¿Puedes dejarlos donde estaban, por favor?
—Claro. Pero ¿por qué los has quitado de las paredes?
—No lo he hecho.
—¿Era porque eran desnudos o por lo que significan?
—No quiero hablar de esto. vuelve a guardarlos.
Jasmine se apartó del umbral y Bosch volvió a poner las pinturas donde las había encontrado. Salió de la habitación y la encontró en la cocina, llenando la tetera con agua del grifo. Le estaba dando la espalda y Bosch se acercó y le puso suavemente una mano en el hombro. Aun así, ella reaccionó ligeramente ante el contacto.
—Jazz, mira, lo siento. Soy poli. Tengo curiosidad.
—Vale.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura. ¿Quieres un té?
Jasmine había cerrado el grifo, pero no había hecho ningún movimiento para poner el recipiente en el fuego.
—No, estaba pensando que tal vez podía invitarte a desayunar fuera.
—¿A qué hora te vas? Pensaba que decías que el avión salía esta mañana.
—Eso era la otra cosa en la que estaba pensando. Podría quedarme otro día, irme mañana, si tú quieres. Quiero decir si me invitas. Me gustaría quedarme.
Jasmine se volvió y lo miró.
—Yo también quiero que te quedes.
Ambos se abrazaron y se besaron, pero ella enseguida se apartó.
—No es justo, tú te has lavado los dientes. Yo tengo un aliento horroroso.
—Sí, pero yo he usado tu cepillo de dientes, así que estamos empatados.
—Cochino. Ahora tendré que comprar otro.
—Sí.
Ambos rieron y ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó. El incidente del estudio aparentemente estaba olvidado.
—Llama a la compañía aérea mientras yo me preparo. Ya sé adónde podemos ir.
Cuando ella se apartó, Bosch la retuvo. Quería volver a sacar el tema. No pudo evitado.
—Quiero preguntarte algo.
—¿Qué?
—¿Cómo es que esas pinturas no están firmadas?
—No están preparadas para que las firme.
—La de la casa de tu padre estaba firmada.
—Ésa era para él, por eso la firmé. Esas otras son para mí.
—La del puente… ¿La mujer va a saltar?
Ella lo miró largo tiempo antes de responder.
—No lo sé. A veces cuando la miro creo que sí. Creo que la idea está presente, pero nunca se sabe.
—Eso no puede ocurrir, Jazz.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Voy a arreglarme.
Jasmine se apartó de Bosch y salió de la cocina.
Bosch fue al teléfono que había en la pared, junto a la nevera, y llamó a la compañía aérea. Mientras hacía los preparativos para volar el lunes por la mañana, decidió en un capricho preguntarle a la agente de la aerolínea si era posible redirigir su vuelo a Los Angeles pasando por Las Vegas. Ella dijo que no sin una escala de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Bosch aceptó. Tuvo que pagar cincuenta dólares, además de los setecientos que ya había desembolsado, para realizar los cambios necesarios. Recurrió a la tarjeta de crédito.
Pensó en Las Vegas en el momento de colgar. Claude Eno podía estar muerto, pero su mujer todavía cobraba los cheques. Podría merecer los cincuenta dólares adicionales.
—¿Listo?
Era Jasmine que lo llamaba desde la sala de estar. Bosch salió de la cocina y la encontró esperándolo con tejanos cortados y un top debajo de una camisa que se dejó desabrochada y atada por encima de la cintura. Ya llevaba gafas de sol.
Jasmine lo llevó a un sitio donde vertían miel encima de los bollos y servían huevos con sémola de maíz y mantequilla. Bosch no había comido sémola de maíz desde la academia de Benning. El desayuno era delicioso. Ninguno de los dos habló mucho. No se mencionaron ni las pinturas ni la conversación que habían mantenido antes de dormirse la noche anterior. Parecía que lo que habían dicho era mejor dejarlo para las sombras de la noche, y tal vez los cuadros también.
Cuando terminaron de tomar café, ella insistió en pagar. Bosch puso la propina. Pasaron la tarde circulando en el Volkswagen con el techo abierto.
Jasmine lo llevó por toda la ciudad, desde Ybor City a St. Petersbourg Beach, consumiendo un depósito de gasolina y dos paquetes de cigarrillos. A última hora de la tarde estaban en un lugar llamado Indian Rock Beach, contemplando la puesta de sol en el golfo.
—He estado en muchos sitios —le dijo Jasmine—. Pero la luz que más me gusta es la de aquí.
—¿Has estado alguna vez en California?
—No, todavía no.
—A veces la puesta de sol parece lava vertida sobre la ciudad.
—Tiene que ser hermoso.
—Te hace perdonar muchas cosas, olvidar muchas cosas… Es lo que tiene Los Angeles. Hay muchas piezas rotas, pero las que todavía funcionan, funcionan de verdad.
—Creo que te entiendo.
—Tengo curiosidad por algo.
—Ya estamos otra vez. ¿Qué?
—Si no muestras tus pinturas a nadie, ¿de qué vives?
La pregunta estaba fuera de lugar, pero Bosch había estado pensando en eso todo el día.
—Tengo dinero de mi padre. Incluso de mucho antes de que muriera. No es mucho, pero no necesito gran cosa. Es suficiente. Si no tengo la necesidad de vender mis obras cuando están acabadas no me siento comprometida mientras las hago. Serán puras.
A Bosch le sonó a forma conveniente de explicar el temor a exponerse, pero lo dejó estar. Ella no.
—¿Siempre eres poli? ¿Siempre estás haciendo preguntas?
—No, sólo cuando me preocupo por alguien.
Después de parar en casa de ella para cambiarse, cenaron en un steak house de Tampa, donde la lista de vinos era un libro tan grueso que venía con su propio pedestal. El restaurante en sí parecía obra de algún decorador italiano un poco delirante: una mezcla de rococó dorado, terciopelo rojo chillón y pinturas y esculturas clásicas. Era el tipo de sitio que esperaba que ella le propusiera. Mencionó que el dueño de ese palacio de comedores de carne era vegetariano.
—Será alguien de California.
Jasmine sonrió y se quedó un rato en silencio después del comentario. La mente de Bosch vagó al caso. Había pasado todo el día sin pensar en él. De pronto, sintió una punzada de culpa. Era casi como si estuviera cambiando de vía, alejándose de su madre para perseguir el placer egoísta de la compañía de Jasmine. Jasmine pareció leerle el pensamiento y supo que estaba debatiéndose por algo.
—¿Puedes quedarte otro día, Harry?
Bosch sonrió, pero negó con la cabeza.
—No puedo. Tengo que irme. Pero volveré lo antes posible.
Bosch pagó la cena con una tarjeta de crédito que supuso que estaba llegando a su límite y ambos se dirigieron al apartamento. Sabiendo que se les acababa el tiempo de estar juntos, fueron derechos a la cama e hicieron el amor.
A Bosch la sensación del cuerpo de ella, su sabor y su aroma le parecieron perfectos. No quería que el momento terminara. Había sentido atracciones inmediatas por mujeres con anterioridad e incluso las había llevado a cabo. Pero ninguna experiencia había sido tan seductora y completa. Supuso que era por todo lo que no conocía de ella. Ése era el anzuelo. Jasmine era un misterio.
Físicamente, no podría sentirse más cerca de ella de lo que estaba en esos momentos, sin embargo, había mucho de ella oculto, inexplorado. Hicieron el amor a ritmo lento y se besaron profundamente al final.
Después, Bosch se tumbó al lado de Jasmine, con el brazo encima del abdomen plano de ella. Una de sus manos trazó círculos en su pelo. Empezó la hora de las confesiones.
—Harry, ¿sabes?, no he estado con muchos hombres en mi vida.
Bosch no respondió porque no sabía cuál podía ser la respuesta apropiada. Había superado lo de preocuparse por el historial sexual de una mujer por otras razones que no fueran de salud.
—¿Y tú? —preguntó ella.
Bosch no pudo resistirse.
—Yo tampoco he estado con muchos hombres. De hecho, que yo sepa no he estado con ninguno.
Ella le pellizcó en el hombro.
—Ya sabes a qué me refiero.
—La respuesta es que no. No he estado con muchas mujeres en mi vida. Al menos, no las suficientes.
—No sé. La mayoría de los hombres con los que he estado… Es como si quisieran algo de mí que no les daba. No sé lo que era, pero simplemente no lo tenía para darlo. Entonces o me iba demasiado pronto o me quedaba demasiado.
Bosch se incorporó sobre un codo y la miró.
—A veces creo que conozco a los desconocidos mejor que a nadie, mejor que a mí mismo. Aprendo mucho de la gente en mi trabajo. A veces pienso que ni siquiera tengo vida. Sólo tengo la vida de los demás… No sé de qué estoy hablando.
—Creo que sí. Te entiendo. Tal vez todo el mundo es así.
—No lo sé. No lo creo.
Se quedaron en silencio. Bosch se inclinó y le besó los pechos, sosteniendo un pezón entre los labios durante un buen rato. Ella levantó las manos y le sostuvo la cabeza en su pecho. Bosch podía oler a jazmín.
—Harry, ¿alguna vez has tenido que usar tu pistola?
Bosch levantó la cabeza. La pregunta parecía fuera de lugar, pero a través de la oscuridad Bosch vio los ojos de Jasmine fijos en él, observando y aguardando una respuesta.
—Sí.
—Has matado a alguien. —No era una pregunta.
—Sí.
Ella no dijo nada más.
—¿Qué ocurre, Jazz?
—Nada, sólo me preguntaba cómo sería eso. Como seguirías adelante.
—Bueno, lo único que puedo decir es que duele. Incluso cuando no hay alternativa, duele. Simplemente hay que seguir adelante.
Jasmine se quedó en silencio. Bosch esperaba que hubiera obtenido lo que fuera que quería escuchar de él. Estaba confundido. No sabía por qué le había hecho estas preguntas y se planteó si de algún modo lo estaba poniendo a prueba. Volvió a apoyarse en la almohada y esperó que le llegara el sueño, pero la confusión no le dejaba pegar ojo. Al cabo de un rato ella se volvió en la cama y le pasó un brazo por encima.
—Creo que eres un buen hombre —le susurró al oído.
—¿Lo soy? —respondió él en otro susurro.
—Y vas a volver, ¿verdad?
—Sí, voy a volver.