McKittrick dejó que el barco fuera a la deriva por los bajíos de Little Sarasota Bay mientras Bosch le contaba la historia. El ex policía no formuló ninguna pregunta. Se limitó a escuchar. En un momento en que Bosch hizo una pausa, abrió la nevera que su mujer le había preparado y sacó dos cervezas. Le pasó una a Bosch. La lata estaba helada.
Bosch no abrió la lata hasta que terminó de contar la historia. Le había relatado a McKittrick todo lo que sabía, incluso la parte no esencial de su disputa con Pounds. Tenía una corazonada, basada en la rabia y en el comportamiento extraño de McKittrick, de que se había equivocado con el policía retirado. Había viajado a Florida creyendo que iba a encontrarse a un poli corrupto o estúpido, y no estaba seguro de qué le desagradaría más. Sin embargo, McKittrick era un hombre atormentado por los recuerdos y por los demonios de elecciones mal hechas hacía muchos años. Bosch pensó que la piedrecita todavía tenía que salir del zapato y que su propia honradez era la mejor forma de sacarla.
—Bueno, ésta es mi historia —dijo al final—. Espero que tu mujer haya puesto más de dos cervezas.
Abrió la lata y se bebió más de la tercera parte de un trago. Sentida resbalar por la garganta en el sol de la tarde era una sensación deliciosa.
—Ah, hay muchas más —replicó McKittrick—. ¿Quieres un sándwich?
—Todavía no.
—No, ahora lo que quieres es mi historia.
—Para eso he venido.
—Bueno, vamos a pescar.
McKittrick volvió a poner en marcha el motor y siguieron un sendero de boyas a través de la bahía en dirección sur. Al final, Bosch recordó que tenía gafas de sol en el bolsillo de la americana y se las puso.
El viento le golpeaba desde todas las direcciones y ocasionalmente su calidez se veía interrumpida por una brisa fría que se levantaba de la superficie del agua. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Bosch había salido en barco o incluso desde que había ido a pescar. Teniendo en cuenta que veinte minutos antes había estado encañonado por un arma, se sentía bastante bien.
Cuando la bahía se estrechaba hasta convertirse en un canal, McKittrick volvió a tirar hacia sí de la palanca del acelerador y moderó la velocidad. Saludó a un hombre que estaba en el puente de un yate gigante anclado a un restaurante de la orilla. Bosch no podía saber si conocía al hombre o se trataba de un saludo de buena vecindad.
—Llévalo en línea con el farol del puente.
—¿Qué?
—Llévalo.
McKittrick se retiró del timón y se dirigió a la proa del barco. Bosch rápidamente se situó tras el timón, avistó el farol rojo que colgaba en el punto medio de un puente levadizo situado media milla más adelante, y ajustó el timón para alinear el barco. Miró por encima del hombro y vio que McKittrick sacaba una bolsa de plástico llena de morralla de un compartimiento que había en la cubierta.
—A ver a quién tenemos aquí hoy —dijo.
Fue a un lado del barco y se inclinó por encima de la borda.
Bosch vio que empezaba a palmear en el costado del Trophy. McKittrick se levantó, observó el agua durante unos diez segundos y repitió el palmoteo.
—¿Qué pasa? —preguntó Bosch.
Justo cuando lo dijo, un delfín saltó del agua por la popa de babor y volvió a zambullirse a menos de un metro y medio del lugar en el que estaba McKittrick. Fue como un borrón gris resbaladizo, y en un primer momento Bosch no supo con exactitud lo que había ocurrido. Sin embargo, el delfín no tardó en volver a emerger al lado del barco, con el morro fuera del agua y castañeteando. Sonaba como si se estuviera riendo. McKittrick lanzó dos de los pescaditos de morralla a su boca abierta.
—Éste es Sargento, mírale las cicatrices.
Bosch echó un rápido vistazo al puente de mando para asegurarse de que seguían razonablemente en ruta y retrocedió hasta la popa. El delfín continuaba allí. McKittrick señaló al agua por debajo de la aleta dorsal del animal. Bosch vio tres listas blancas que acuchillaban su suave lomo gris.
—Una vez se acercó demasiado y le hirió una hélice. La gente de Mote Marine lo cuidó, pero le quedaron esos galones de sargento.
Bosch asintió mientras McKittrick alimentaba otra vez al delfín. Sin levantar la mirada para ver si seguían en ruta, McKittrick dijo:
—Será mejor que cojas el timón.
Bosch se volvió y advirtió que se habían apartado notablemente del rumbo. Regresó al timón y corrigió la derrota. Se quedó allí mientras McKittrick permaneció en la parte de popa, lanzando peces al delfín, hasta que pasaron por debajo del puente. Bosch decidió que lo esperaría. No importaba si McKittrick contaba su historia en el trayecto de ida o en el de vuelta, la cuestión era que no iba a marcharse sin haberla escuchado.
Diez minutos después de pasar bajo el puente llegaron a un canal que los llevó al golfo de México. McKittrick puso cebo en dos de las cañas y desenredó un centenar de metros de sedal en cada una. Después volvió a situarse al timón y gritó por encima del sonido del viento y del ruido del motor.
—Quiero ir a los arrecifes. Iremos en motor hasta que lleguemos allí y después haremos un poco de pesca a la deriva en los bajíos. Entonces hablaremos.
—Suena como un plan —respondió Bosch en otro grito.
No pescaron nada y a unas dos millas de la costa McKittrick paró motores y le pidió a Bosch que se ocupara de una caña mientras él cogía la otra. Bosch, que era zurdo, tardó unos momentos en coordinarse en el carrete para diestros, pero enseguida sonrió.
—Creo que no había hecho esto desde que era niño. En McClaren de vez en cuando nos metían en un autobús y nos llevaban al muelle de Malibú.
—Joder, ¿ese muelle sigue allí?
—Sí.
—Ahora debe de ser como pescar en una cloaca.
—Supongo.
McKittrick rió y sacudió la cabeza.
—¿Por qué te quedas allí, Bosch? No parece que te tengan demasiado aprecio.
Bosch pensó un momento antes de contestar. El comentario era adecuado, pero se preguntó si correspondía a McKittrick o a la fuente a la que él había llamado.
—¿A quién has llamado para preguntar por mí?
—No te lo voy a decir. Por eso habla conmigo, porque sabe que yo no voy a decírtelo.
Bosch asintió para dar a entender que no iba a insistir en la cuestión.
—Bueno, tienes razón —dijo—. No creo que me aprecien particularmente allí. Pero no sé. Es como si cuanto más me empujan en un sentido más ganas tengo yo de empujar en el otro. Creo que si dejaran de presionarme probablemente decidiría irme.
—Creo que entiendo lo que quieres decir.
McKittrick guardó las dos cañas que habían usado y empezó a preparar las otras dos con anzuelos y plomos.
—Vamos a usar salmonete.
Bosch asintió. No tenía ni idea de pesca, pero observaba a McKittrick de cerca. Se le ocurrió que podía ser un buen momento para empezar.
—Así que entregaste la placa después de veinte años en Los Angeles. ¿Qué hiciste después?
—Lo estás viendo. Me mudé aquí, yo soy de Palmetto, costa arriba. Me compré un barco y me convertí en guía de pesca. Hice eso durante otros veinte años, me jubilé y ahora pesco sólo para mí.
Bosch sonrió y observó mientras McKittrick abría una bolsa con tiras de salmonete y las colocaba en los anzuelos. Después de coger dos cervezas frescas, se colocaron en lados separados del barco y se sentaron a esperar en la borda.
—¿Entonces cómo terminaste en Los Angeles? —preguntó Bosch.
—¿Cómo es eso que dicen de rejuvenecerse viajando al oeste? Bueno, después de que se rindió Japón, yo pasé por Los Angeles de camino a casa y vi esas montañas que iban del mar al cielo… Maldición, cené en el Derby la primera noche que pasé en la ciudad. Estaba a punto de vaciar mi cartera y ¿sabes quién estaba allí y pagó mi cuenta? El mismísimo Clark Gable. No bromeo. Joder, me enamoré de ese sitio y tardé casi treinta años en ver la luz… Mary es de Los Angeles, ¿sabes? Nació y se crió allí. Pero le gusta vivir aquí.
McKittrick asintió para darse confianza a sí mismo. Bosch esperó unos segundos y el ex policía seguía mirando a sus recuerdos distantes.
—Era un buen tipo.
—¿Quién?
—Clark Gable.
Bosch aplastó la lata vacía de cerveza en la mano y fue a buscar otra.
—Bueno, háblame del caso —dijo después de abrirla—. ¿Qué ocurrió?
—Ya sabes lo que ocurrió si has leído el expediente. Estaba todo allí. Me jodieron. Un día tenía una investigación y al día siguiente estaba escribiendo: «No hay pistas en este momento.» Era una broma. Por eso recuerdo tan bien el caso. No deberían haber hecho lo que hicieron.
—¿Quién?
—Ya sabes, los peces gordos.
—¿Qué hicieron?
—Nos quitaron el caso y Eno les dejó que lo hicieran. Llegó a un acuerdo con ellos. Mierda. —Sacudió la cabeza con amargura.
—Jake —probó Bosch. Esta vez él no protestó porque lo llamara por el nombre—. ¿Por qué no empiezas por el principio? Necesito que me cuentes todo lo que puedas.
McKittrick permaneció en silencio mientras enrollaba el sedal. Nadie había mordido su anzuelo. Lo colocó de nuevo, puso la caña en otro de los agujeros de la borda y sacó otra cerveza. Cogió una gorra de Tampa Bay Lightning de debajo de la consola y se la puso. Se apoyó en la borda con su cerveza y miró a Bosch.
—Vale, chico, escucha. No tenía nada contra tu madre. Voy a contártelo como lo sentía, ¿sí?
—Es lo único que pido.
—¿Quieres una gorra? Te vas a quemar.
—Estoy bien.
McKittrick asintió con la cabeza y finalmente empezó.
—Vale, así que recibimos la llamada en casa. Era un sábado por la mañana. Uno de los chicos de a pie la había encontrado. No la habían matado en aquel callejón. Eso estaba muy claro. La habían dejado allí. Cuando llegué desde Tujunga, la investigación de la escena del crimen ya estaba en marcha. Mi compañero también estaba allí, Eno. Él estaba al mando y llegó primero. Se hizo cargo de la escena.
Bosch puso la caña en un agujero y fue a buscar su americana.
—¿Te importa si tomo notas?
—No, no me importa. Supongo que había estado esperando a que alguien se preocupara por este caso desde que yo tuve que dejarlo.
—Continúa. Eno estaba al mando.
—Sí, él era el jefe. Tienes que entender que entonces sólo llevábamos tres o cuatro meses de compañeros. No estábamos muy unidos. Y después de este caso nunca lo estuvimos. Cambié de compañero al cabo de un año. Pedí el traslado. Me pusieron con los detectives de homicidios de Wilshire. Después de eso nunca tuve mucho que ver con él. Ni él conmigo.
—Muy bien, ¿qué ocurrió con la investigación?
—Bueno, fue como cabía esperar. Estábamos siguiendo la rutina. Teníamos una lista de personas conocidas (en su mayor parte nos las dieron los de antivicio) y estábamos abriéndonos camino a través de eso.
—¿Entre las personas conocidas estaban sus clientes? No había ninguna lista en el expediente.
—Creo que había algunos clientes. Y la lista no se puso en el expediente porque lo dijo Eno. Recuerda que él mandaba.
—Vale. ¿Johnny Fox estaba en la lista?
—Sí, estaba en el primer lugar. Él era su…, eh, su manager y…
—Quieres decir su macarra.
McKittrick miró a Bosch.
—Sí, era su macarra. No estaba seguro de si tú, eh…
—Olvídalo. Continúa.
—Sí. Johnny Fox estaba en la lista. Hablamos con todo el mundo que la conocía y todos describieron a ese tipo como alguien amenazador. Tenía su reputación.
Bosch pensó en la historia de Meredith Roman de que le había pegado.
—Habíamos oído que ella quería desembarazarse de él. No sé si quería establecerse por su cuenta o tal vez ir por el buen camino. ¿Quién sabe? Oímos que…
—Ella quería ser una buena ciudadana —le interrumpió Bosch—. De esa forma podría sacarme del reformatorio.
Se sintió estúpido por su comentario, sabedor de que por decirlo no iba a convencer a su interlocutor.
—Sí, bueno —dijo McKittrick—. La cuestión es que Fox no estaba muy contento con eso. Eso lo puso en lo alto de nuestra lista.
—Pero no pudisteis encontrarlo. El cronológico dice que vigilasteis su casa.
—Sí. Era nuestro hombre. Teníamos huellas que habíamos sacado del cinturón (el arma homicida), pero no hubo forma de compararlas con las suyas. A Johnny lo habían detenido algunas veces en el pasado, pero nunca lo ficharon. Nunca le tomaron las huellas. Así que necesitábamos detenerle.
—¿Qué pensaste de que lo hubieran detenido, pero no le hubieran tomado las huellas nunca?
McKittrick se acabó su cerveza, la aplastó en la mano y echó la vacía a un gran cubo que estaba en la esquina de cubierta.
—Para ser sincero, en ese momento no caí. Ahora, por supuesto, es obvio. Tenía un ángel de la guarda.
—¿Quién?
—Bueno, uno de los días que estábamos vigilando la casa de Fox, esperando a que apareciera, recibimos un mensaje por radio para que llamáramos a Arno Conklin. Quería hablar del caso lo antes posible. Era una llamada de mierda. Por dos razones. Primero, entonces Arno iba viento en popa. Dirigía los comandos morales de la ciudad y tenía controlada la fiscalía para las elecciones del año siguiente. La otra razón era que sólo hacía unos días que teníamos el caso y no nos habíamos acercado a la fiscalía con nada. Y de repente, el hombre más poderoso de la fiscalía quería vernos. Estoy pensando… No sé bien en qué estaba pensando, simplemente lo supe, eh, ¡tienes uno!
Bosch miró su caña y vio que se doblaba por un violento tirón. El hilo empezó a desenrollarse a medida que el pez pugnaba por liberarse. Bosch sacó la caña del agujero y tiró de ella hacia atrás. El anzuelo estaba bien enganchado. Harry empezó a accionar el carrete, pero el pez tenía mucha fuerza y desenrollaba más hilo del que él podía enrollar. McKittrick se acercó y fijó el carrete, lo cual de inmediato puso una curva más pronunciada en la caña.
—Mantén la caña levantada, la caña levantada —le aconsejó McKittrick.
Bosch hizo lo que le pidieron y pasó cinco minutos batallando con el pez. Empezaban a dolerle los brazos. Sentía tensión en los riñones. McKittrick se puso guantes y cuando el pez se rindió por fin y Bosch lo tuvo al lado del barco, se dobló y lo agarró por las agallas para subirlo a bordo. Bosch vio un pez de color azul brillante que aparecía hermoso a la luz del sol.
—Wahoo —dijo McKittrick.
—¿Qué?
McKittrick sostuvo el pez en horizontal.
—Wahoo. En los restaurantes finos de Los Angeles lo llaman ono. Aquí lo llamamos wahoo. La carne cocinada es blanca como la del halibut. ¿Quieres quedártelo?
—No. Devuélvelo al mar, es precioso.
McKittrick quitó el anzuelo de la boca nerviosa del pez y después le pasó la presa a Bosch.
—¿Quieres cogerlo? Debe de pesar unos cinco kilos.
—No, no necesito cogerlo.
Bosch se acercó y pasó el dedo por la piel resbaladiza del animal. Casi podía verse reflejado en sus escamas. Le hizo una señal con la cabeza a McKittrick y el pez fue arrojado de nuevo al mar. Durante varios segundos el wahoo permaneció quieto, medio metro por debajo de la superficie. Síndrome de estrés postraumático, pensó Bosch. Al final, el pez pareció espabilarse y se sumergió en las profundidades. Bosch puso el anzuelo en uno de los ojetes de su caña y volvió a poner ésta en su funda. Ya había terminado de pescar. Sacó otra cerveza de la nevera.
—Eh, si quieres un sándwich, adelante —dijo McKittrick.
—No, gracias.
Bosch lamentó que el pez los hubiera interrumpido.
—Me estabas diciendo que recibisteis la llamada de Conklin.
—Sí, Arno. Pero me equivocaba. La cita era sólo para Claude. No para mí. Eno fue solo.
—¿Por qué Eno solo?
—Nunca lo supe y él actuó como si tampoco lo supiera. Yo supuse que era porque él y Arno tenían una relación previa de alguna clase.
—Pero tú no sabías de qué tipo.
—No. Claude Eno tenía unos diez años más que yo. Llevaba tiempo.
—¿Y qué ocurrió?
—Bueno, no puedo decirte qué ocurrió. Sólo puedo decirte lo que mi compañero dice que ocurrió, ¿entiendes?
Le estaba diciendo a Bosch que no se fiaba de su propio compañero. Bosch había tenido esa misma sensación en ocasiones y asintió con la cabeza.
—Adelante.
—Volvió de la reunión diciendo que Conklin le había pedido que dejaran a Fox, porque Fox estaba limpio en este caso y era confidente en una de las investigaciones del comando. Dijo que Fox era importante para él y no quería que lo comprometieran o lo intimidaran, sobre todo en relación con un crimen que no había cometido.
—¿Por qué estaba tan seguro Conklin?
—No lo sé, pero Eno me contó que le dijo a Conklin que los ayudantes del fiscal, no importaba quiénes fueran, no decidían si alguien estaba limpio o no para la policía y que no íbamos a retirarnos hasta que habláramos con Fox nosotros mismos. Al verse enfrentado a esto, Conklin dijo que podía entregarnos a Fox para que lo interrogáramos y le tomáramos las huellas, pero sólo si lo hacíamos en su terreno.
—¿Que era…?
—Su despacho en el viejo tribunal. Ahora ya no existe. Construyeron ese cubo enorme justo antes de que yo me fuera. Tiene un aspecto espantoso.
—¿Qué pasó en ese despacho? ¿Estuviste presente?
—Sí, estuve allí, pero no pasó nada. Lo entrevistamos. Fox estaba allí con Conklin y con el nazi.
—¿El nazi?
—El poli de Conklin, Gordon Mittel.
—¿Estaba allí?
—Sí. Supongo que estaba cuidando de Conklin mientras Conklin cuidaba de Fox.
Bosch no mostró sorpresa.
—Vale, ¿qué os dijo Fox?
—Como he dicho, no mucho. Al menos, así es como lo recuerdo. Nos dio una coartada y los nombres de la gente que podía corroborarla. Yo le tomé las huellas.
—¿Qué dijo de la víctima?
—Más o menos lo que ya sabíamos por la amiga.
—¿Meredith Roman?
—Sí, creo que se llamaba así. Fox contó que fue a una fiesta, que la contrataron como una especie de elemento decorativo para ir del brazo de un tipo. Dijo que fue en Hancock Park. No dio la dirección. Dijo que no tenía nada que ver con aquella cita. Eso no tenía sentido para nosotros. Vamos, un macarra que no sabe dónde… que no sabe dónde está una de sus chicas. Era lo único que teníamos y cuando empezamos a ir a por él con eso, Conklin se interpuso como un árbitro.
—No quería que le preguntaras.
—Era lo más absurdo que había visto. Allí estaba el siguiente fiscal del distrito, todo el mundo sabía que iba a ganar. Y estaba poniéndose de parte de aquel hijo de puta… Perdón.
—No importa.
—Conklin estaba intentando que nos sintiéramos fuera de lugar, mientras todo el tiempo ese montón de mierda de Fox estaba allí sentado con un palillo en la boca. Han pasado, ¿cuántos?, treinta y tantos años y aún me acuerdo de ese palillo. Me sacaba de quicio. Bueno, para resumir, nunca pudimos presionarle para que nos dijera si había preparado la cita a la que asistió ella.
El barco se balanceó en una ola alta y Bosch miró en torno, pero no vio ningún otro barco. Era extraño. Miró aguas adentro y por primera vez se dio cuenta de lo distinto que era del Pacífico. El Pacífico era frío y de un azul imponente, el golfo era de un verde cálido que te invitaba.
—Nos fuimos —continuó McKittrick—. Supuse que tendríamos otra oportunidad con él. Así que nos fuimos y empezamos a investigar su coartada. Resultó que era buena. Y no digo que era buena porque lo dijeran sus propios testigos. Encontramos a gente independiente. Gente que no lo conocía a él. Por como la recuerdo era sólida como una roca.
—¿Recuerdas dónde estuvo?
—La mayor parte de la noche en un bar de Ivar, un sitio que frecuentaban los macarras. No recuerdo el nombre. Después se fue a Ventura, pasó varias horas jugando a cartas hasta que lo llamaron por teléfono y se fue. La otra cosa importante es que no era una coartada preparada para esa noche en particular. Era su rutina. Lo conocían bien en todos esos sitios.
—¿Cuál fue la llamada telefónica?
—Nunca lo supimos. No supimos de ella hasta que empezamos a comprobar su coartada y alguien la mencionó. Nunca llegamos a preguntarle a Fox. Pero a decir verdad nunca nos preocupó demasiado. Como he dicho, su coartada era sólida y no recibió la llamada hasta la madrugada. Las cuatro o las cinco. La víc… Tu madre llevaba horas muerta para entonces. La hora de la defunción se fijó en la medianoche. La llamada no importaba.
Bosch asintió, pero era la clase de detalle que él no habría dejado abierto si la investigación hubiera sido suya. Era un detalle demasiado curioso. ¿Quién llama a una sala de póquer a esas horas? ¿Qué clase de llamada habría hecho que Fox abandonara la partida?
—¿Y las huellas?
—Las comprobé de todos modos y no coincidían con las del cinturón. Estaba limpio. El capullo estaba limpio.
A Bosch se le ocurrió algo.
—Comprobaron que las huellas del cinturón no eran las de la víctima, ¿verdad?
—Oye, Bosch. Ya sé que vosotros sois unos pomposos que os creéis más listos que nadie, pero entonces no nos chupábamos el dedo.
—Lo siento.
—Había algunas huellas en la hebilla que eran de la víctima. Nada más. El resto eran indudablemente del asesino por su localización. Teníamos varias buenas directas y parciales en otros dos lugares y estaba claro que habían cogido el cinturón con toda la mano. No coges el cinturón así para ir a ponértelo. Lo coges así cuando vas a estrangular a alguien.
Después de eso ambos se quedaron en silencio. Bosch no podía imaginar lo que McKittrick le estaba diciendo. Se sentía desinflado. Había pensado que si lograba que McKittrick se sincerara, el viejo policía habría señalado a Fox o Conklin o a alguien. Pero no estaba haciendo nada de eso. En realidad no le estaba ofreciendo nada a Bosch.
—¿Cómo es que recuerdas tantos detalles, Jake? Han pasado muchos años.
—He tenido mucho tiempo para pensar en eso. Cuando te retires, Bosch, verás que siempre hay un caso que te atrapa. Éste es el que yo no he olvidado.
—Entonces ¿cuál es tu percepción final de él?
—¿Mi opinión final? Bueno, nunca superé esa reunión en el despacho de Conklin. Supongo que tenías que estar allí, pero… parecía que el que estaba a cargo de esa reunión era Fox. Él manejaba el cotarro.
Bosch asintió. Vio que McKittrick estaba pugnando por explicar sus sentimientos.
—¿Alguna vez has interrogado a un sospechoso con su abogado interrumpiendo constantemente la conversación? —preguntó McKittrick—. Ya sabes: «No conteste esto, no conteste lo otro.» Mierdas así.
—Constantemente.
—Bueno, era algo por el estilo. Era como si Conklin, por el amor de Dios, el próximo fiscal del distrito, fuera el abogado de ese mierda, objetando constantemente nuestras preguntas. La cuestión es que si no hubiéramos sabido quién era ni dónde estábamos, habríamos jurado que trabajaba para Fox. Los dos. Mittel también. Así que estoy convencido de que Fox tenía pillado a Arno de alguna manera. Y tenía razón. Todo se confirmó después.
—¿Te refieres a cuando murió Fox?
—Sí. Lo mataron en un atropello cuando trabajaba en la campaña de Conklin. Recuerdo que el artículo del diario no decía nada de sus antecedentes de macarra, de matón de Hollywood Boulevard. No, habían atropellado a Joe el Inocente. Te aseguro que ese artículo debió de costarle sus buenos dólares a Arno y algún periodista se hizo un poco más rico.
Bosch sabía que había algo más, por eso no dijo nada.
—Yo estaba en Wilshire —continuó McKittrick—, pero cuando lo oí me entró la curiosidad. Así que llamé a Hollywood y pregunté quién se ocupaba del caso. Era Eno. Menuda sorpresa. Y nunca imputó a nadie. Eso también me ratificó en la opinión que tenía de él.
McKittrick miró hacia el lugar donde el sol empezaba a bajar en el cielo. Arrojó al cubo su cerveza vacía. Falló y la lata rebotó y cayó al agua.
—Mierda —dijo—. Creo que tendríamos que empezar a volver.
Comenzó a enrollar hilo.
—¿Qué crees que obtuvo Eno de todo esto?
—No lo sé exactamente. Puede que sólo estuviera intercambiando favores. No digo que se hiciera rico, pero creo que sacó algo del trato. No lo habría hecho por nada. Pero no sé lo que es.
McKittrick empezó a sacar las cañas de los agujeros y a guardarlas en unos ganchos a tal fin que había a lo largo de la popa.
—En mil novecientos setenta y dos sacaste de los archivos el expediente del caso, ¿cómo es eso?
McKittrick lo miró con curiosidad.
—Yo firmé el mismo recibo hace unos días —explicó Bosch—. Tu nombre seguía allí.
McKittrick asintió con la cabeza.
—Sí, eso fue justo después de presentar mis papeles. Me iba, estaba revisando mis archivos y mis cosas. Me había quedado las huellas que sacamos del cinturón. Me quedé con la tarjeta. Y con el cinturón.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué. No creía que fuera a estar seguro en ese archivo ni en la sala de pruebas. No con Conklin como fiscal del distrito ni con Eno haciéndole favores. Así que me quedé el material. Después pasaron unos años y todo seguía allí cuando estaba recogiendo para irme a Florida. Así que justo antes de irme volví a poner la tarjeta de huellas en el expediente del caso y bajé a devolver el cinturón a la caja de pruebas. Eno ya se había retirado y estaba en Las Vegas. Conklin estaba quemado y alejado de la política. El caso se había olvidado hacía mucho. Devolví las cosas. Supuse, o tal vez fue sólo un deseo, que alguien lo investigaría algún día.
—¿Y tú? ¿Miraste el expediente cuando devolviste la tarjeta?
—Sí, y vi que había hecho lo correcto. Alguien lo había revisado. Sacaron la entrevista de Fox. Probablemente fue Eno.
—Como segundo hombre del caso, tenías que llevar el papeleo, ¿no?
—Sí. La burocracia era cosa mía. En su mayor parte.
—¿Qué escribiste del interrogatorio de Fox para que Eno quisiera eliminarlo?
—No recuerdo nada específico, sólo que pensaba que el tipo estaba mintiendo y que Conklin estaba fuera de lugar. Algo por el estilo.
—¿Recuerdas si faltaba algo más?
—No, nada importante, sólo eso. Creo que Eno sólo quería eliminar del archivo el nombre de Conklin.
—Sí, bueno, se le pasó algo. Tú habías anotado su primera llamada en el informe cronológico. Por eso lo supe.
—¿Sí? Vaya, bien por mí. Y aquí estás.
—Sí.
—Bueno, vamos de vuelta. Lástima que no hayan picado mucho hoy.
—Yo no me quejo. Yo tuve mi pez.
McKittrick se situó detrás del timón y estaba a punto de poner en marcha el motor cuando pensó en algo.
—Ah, ¿sabes qué? —Fue a la nevera y la abrió—. No quiero decepcionar a Mary.
Sacó las bolsas de plástico que contenían los sándwiches que había preparado su mujer.
—¿Tienes hambre?
—La verdad es que no.
—Yo tampoco.
Abrió las bolsas y echó los sándwiches por la borda. Bosch lo observó.
—Jake, cuando has sacado esa pistola, ¿quién creías que era?
McKittrick no dijo nada mientras doblaba cuidadosamente las bolsas de plástico y volvía a meterlas en la nevera. Cuando se enderezó, miró a Bosch.
—No lo sé. Lo único que sé es que pensé que tal vez tendría que traerte aquí y lanzarte como esos sándwiches. Parece que haya estado escondiéndome aquí toda mi vida, esperando que mandaran a alguien.
—¿Crees que iban a llegar tan lejos en tiempo y distancia?
—No tengo ni idea. Cuanto más tiempo pasa, más lo dudo. Pero los viejos hábitos son difíciles de superar. Siempre tengo un arma cerca. No importa que muchas veces ni siquiera recuerde por qué.
Volvieron del golfo con el motor rugiendo y con la suave salpicadura del agua en sus rostros. No hablaron. Ya habían dicho todo lo que tenían que decir. Ocasionalmente, Bosch miraba a McKittrick. Su viejo rostro estaba bajo la sombra de la visera de su gorra. Pero Bosch veía sus ojos desde allí, mirando a algo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que ya no podía cambiarse.