Bosch llegó al despacho de Carmen Hinojos temprano para su sesión de la tarde. Esperó hasta exactamente las tres y media y llamó a la puerta. Hinojos le sonrió mientras entraba en el despacho y Bosch se fijó en que el sol de media tarde se colaba por la ventana y derramaba su luz sobre el escritorio de la psiquiatra. Se dirigió a la silla que ocupaba habitualmente, pero en el último instante se detuvo y se sentó en la silla situada a la izquierda de la mesa. Hinojos se fijó en la maniobra y puso cara de enfado como si Bosch fuera un colegial.
—Si cree que me importa en qué silla se sienta, se equivoca.
—¿Ah, sí? Bueno.
Se levantó y se sentó en la otra silla. Le gustaba estar cerca de la ventana.
—Puede que no llegue a tiempo a la sesión del lunes —dijo después de acomodarse.
Hinojos torció el gesto otra vez, en esta ocasión con más seriedad.
—¿Por qué no?
—Me voy fuera. Trataré de volver a tiempo.
—¿Fuera? ¿Qué ha ocurrido con su investigación?
—Forma parte de ella. Voy a Florida para buscar a uno de los investigadores originales. Uno está muerto, y el otro en Florida. Así que tengo que localizarlo.
—¿No podría simplemente llamar?
—No quiero llamar. No quiero darle la oportunidad de que se deshaga de mí.
Hinojos asintió con la cabeza.
—¿Cuándo se va?
—Esta noche. Voy en vuelo nocturno a Tampa.
—Harry, fíjese en usted. Casi parece un zombi. Podría dormir un poco y coger un avión por la mañana.
—No, he de estar allí antes de que llegue el correo.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Es una larga historia. De todos modos quería pedirle algo. Necesito su ayuda.
Hinojos estudió la propuesta durante varios segundos, aparentemente sopesando hasta dónde quería avanzar en la cueva sin conocer su profundidad.
—¿Qué quiere?
—¿Alguna vez ha trabajado para el departamento?
La psiquiatra entrecerró los ojos, sin darse cuenta de adónde conduciría la petición de Bosch.
—Alguna cosa. De vez en cuando me traen algo, o me piden que elabore el perfil de un sospechoso. Pero por lo general el departamento usa personal externo, psiquiatras forenses que tienen experiencia en esto.
—Pero ¿ha estado en escenas de crímenes?
—En realidad, no. Sólo he trabajado a partir de fotos que me traían.
—Perfecto.
Bosch se colocó el maletín en el regazo y lo abrió. Sacó el sobre de la escena del crimen y las fotos de la autopsia y las colocó suavemente en el escritorio de Hinojos.
—Éstas son de mi caso. No quiero mirarlas. No puedo mirarlas. Pero necesito que alguien lo haga y me diga lo que hay. Probablemente no hay nada, pero me gustaría tener otra opinión. La investigación del caso que hicieron estos dos tipos fue…, bueno, prácticamente no hubo investigación.
—Oh, Harry. —Hinojos sacudió la cabeza—. No estoy segura de que sea sensato. ¿Por qué yo?
—Porque usted sabe lo que estoy haciendo. Y porque confío en usted. No creo que pueda fiarme de nadie más.
—¿Se fiaría de mí si yo no estuviera éticamente obligada a no revelar a otros el contenido de lo que hablamos aquí?
Bosch examinó el rostro de la psiquiatra.
—No lo sé —dijo finalmente.
—Ya me lo parecía.
Hinojos deslizó el sobre a un lado de la mesa.
—Dejemos esto aparte por ahora y continuemos con la sesión. Tengo que pensarlo.
—De acuerdo, puede guardarlas. Pero dígamelo, ¿vale? Sólo quiero saber su impresión acerca de ellas. Como psiquiatra y como mujer.
—Ya veremos.
—¿De qué quiere que hablemos?
—¿Qué está pasando con la investigación?
—¿Es una pregunta profesional, doctora Hinojos? ¿O sólo tiene curiosidad por el caso?
—No, tengo curiosidad por usted. Y estoy preocupada. Todavía no estoy convencida de que lo que está haciendo sea seguro, ni psicológica ni físicamente. Está tonteando con las vidas de gente poderosa. Y yo estoy pillada en medio. Sé lo que se propone, pero apenas puedo hacer nada para detenerle. Me temo que me ha engañado.
—¿Engañado?
—Me ha arrastrado a esto. Apuesto a que quería enseñarme estas fotos desde el momento en que me dijo lo que estaba haciendo.
—Tiene razón. Pero no es ningún engaño. Creía que éste era un lugar en el que podía hablar de todo. ¿No es eso lo que dijo?
—De acuerdo, no me engañó, sólo me engatusó. Debería haberlo visto venir. Sigamos adelante. Quiero que hablemos del aspecto emocional de lo que está haciendo. Quiero entender por qué encontrar a este asesino es tan importante después de tantos años.
—Debería ser obvio.
—Hágamelo más obvio.
—No puedo. No puedo expresarlo con palabras. Lo único que sé es que toda mi vida cambió después de la desaparición de mi madre. No sé cómo habrían sido las cosas si no la hubieran matado, pero… todo cambió.
—¿Entiende lo que está diciendo y lo que eso significa? Está contemplando su vida en dos partes. La primera parte es con ella, y parece que la ha imbuido con una felicidad que estoy segura de que no siempre estaba presente. La segunda parte es su vida después de ese momento, y reconoce que no ha cubierto las expectativas o que de algún modo no es satisfactoria. Creo que ha sido infeliz durante mucho tiempo, posiblemente durante todo ese tiempo. Esta relación reciente podría haber sido un rayo de luz, pero usted seguía siendo, y creo que lo ha sido siempre, un hombre infeliz.
La psiquiatra descansó un momento, pero Bosch no habló. Sabía que Hinojos no había terminado.
—Tal vez los traumas de los últimos años (tanto los suyos personales como los de la comunidad) han provocado que hiciera balance de su vida. Y me temo que cree, de manera inconsciente o no, que si retrocede y le da cierta forma de justicia a lo que le ocurrió a su madre, enderezará su vida. Y ése es el problema. Pase lo que pase con esta investigación suya, no va a cambiar las cosas. No se pueden cambiar.
—¿Me está diciendo que no puedo culpar a lo que ocurrió entonces de lo que soy ahora?
—No, escúcheme, Harry. Lo único que le estoy diciendo es que usted es la suma de muchas partes, no la suma de una. Es como el dominó. Hay que unir muchas piezas diferentes para llegar, al final, al lugar en el que está ahora. No salta de la primera ficha a la última.
—¿Entonces debería rendirme? ¿Dejarlo estar?
—No estoy diciendo eso. Pero me cuesta ver el beneficio emocional o terapéutico que obtendrá con esto. De hecho, creo que existe la posibilidad de que se haga más daño que bien. ¿Tiene algún sentido?
Bosch se levantó y se acercó a la ventana. Miró a la calle, pero no vio nada. Sintió el calor del sol. Cuando se decidió a hablar lo hizo sin mirar a Hinojos.
—No sé lo que tiene sentido. Lo único que sé es que a todos los niveles creo que tiene sentido que yo haga esto. De hecho, me siento… No sé cuál es la palabra, quizá avergonzado. Me siento avergonzado de no haberlo hecho mucho antes. Han pasado muchos años y yo simplemente lo he dejado estar. Siento que de algún modo la he decepcionado…, que me he decepcionado a mí mismo.
—Eso es compren…
—¿Recuerda lo que le dije el primer día? Todos cuentan o no cuenta nadie. Bueno, durante mucho tiempo ella no ha contado. Ni para este departamento, ni para esta sociedad, ni siquiera para mí. Hasta que esta semana abrí ese expediente y comprendí que su muerte simplemente había sido apartada. La enterraron igual que la enterré yo. Alguien la aparcó porque no contaba. Lo hicieron porque pudieron. Y entonces, cuando pienso en cuánto tiempo lo he dejado pasar…, me da ganas de…, no lo sé, simplemente ocultar la cara o algo.
Se detuvo, incapaz de expresar con palabras lo que quería decir. Miró a la calle y se fijó en que no había patos en la ventana de la carnicería china.
—¿Sabe? —dijo—. Ella podría ser lo que era, pero a veces siento que yo ni siquiera merecía… Supongo que tengo lo que me merezco en la vida.
Continuó mirando por la ventana. Pasaron unos segundos hasta que la psiquiatra habló.
—Supongo que éste es el punto en que debería decirle que está siendo demasiado duro consigo mismo, pero no creo que eso le ayudara mucho.
—No.
—¿Puede volver a sentarse, por favor?
Bosch hizo lo que le pidieron. Finalmente, después de haberse sentado, sus ojos se encontraron con los de la psiquiatra. Hinojos fue la primera en hablar.
—Lo que quiero decir es que está mezclando las cosas. Está empezando la casa por el tejado. Si alguien enterró este caso no es culpa suya. En primer lugar, usted no tuvo nada que ver en ello, y en segundo lugar, ni siquiera lo supo hasta que leyó el expediente esta semana.
—¿No se da cuenta? ¿Por qué no lo miré antes? No soy ningún novato. Hace veinte años que soy policía. Tendría que haber empezado antes. Tendría que haber estado allí antes de esto. O sea, qué importa que no conociera los detalles. Sabía que la habían asesinado y que nunca se hizo nada al respecto. Eso era suficiente.
—Mire, Harry, piense en ello, ¿quiere? Esta noche, en el avión, piénselo un poco. Se ha metido en una búsqueda noble, pero tiene que protegerse para no hacerse daño. La conclusión es que no vale la pena. No merece el precio que podría pagar.
—¿No lo vale? Hay un asesino suelto que durante años, durante décadas, ha creído que goza de impunidad. Y yo voy a cambiar eso.
—No me está entendiendo. No quiero que ninguna persona culpable quede impune, y menos de un asesinato. Pero de lo que estoy hablando es de usted. Usted es aquí mi única preocupación. Es una ley básica de la naturaleza. Ningún ser vivo se sacrifica o se hiere innecesariamente. Es el instinto de supervivencia, y temo que las circunstancias de su vida podrían haber afectado a su propia capacidad de supervivencia. Podría tirar por la borda ese instinto de supervivencia, despreocuparse de lo que le ocurre emocionalmente, físicamente, en todos los sentidos, en esta búsqueda. No quiero verle herido.
La psiquiatra se tomó un respiro. Bosch no dijo nada.
—He de decir —continuó Hinojos con voz pausada— que estoy muy nerviosa con esto. Nunca me he encontrado con una situación semejante y he tratado a muchos policías en los nueve años que llevo aquí.
—Bueno, tengo una mala noticia para usted. —Bosch sonrió—. Anoche me cargué una fiesta en casa de Mittel. Creo que podría haberlo asustado. Al menos, yo me asusté.
—¡Mierda!
—¿Es un nuevo término psiquiátrico? No estoy familiarizado con él.
—No tiene gracia. ¿Por qué lo hizo?
Bosch pensó un momento.
—No lo sé. Fue como un antojo. Sólo estaba pasando con el coche por su casa y había una fiesta. Fue como… Me enfadé por alguna razón. Él dando una fiesta y mi madre…
—¿Habló del caso con él?
—No, ni siquiera le dije mi nombre. Sólo hablamos un momento, pero después le dejé algo. ¿Recuerda el recorte de periódico que le enseñé el miércoles? Se lo dejé. Vi que lo leía. Creo que di en el clavo.
Hinojos exhaló sonoramente.
—Ahora, apártese de usted mismo y vea lo que hizo como un observador no implicado. Si puede. ¿Fue una acción inteligente, meterse allí de esa manera?
—Ya lo he pensado. No, no fue inteligente. Fue un error. Probablemente advertirá a Conklin. Los dos sabrán que hay alguien que viene a por ellos. Cerrarán filas.
—Ve, está dándome la razón. Quiero que me prometa que no volverá a cometer otra estupidez semejante.
—No puedo.
—Bueno, entonces he de decirle que nuestra relación médico-paciente puede romperse si el terapeuta considera que el paciente se está poniendo en peligro a sí mismo o a los demás. Le dije que me sentía impotente para detenerle. Pero no completamente impotente.
—¿Va a acudir a Irving?
—Lo haré si creo que actúa de manera temeraria.
Bosch sintió rabia al darse cuenta de que ella tenía el control último sobre él y sobre lo que estaba haciendo. Se tragó la rabia y levantó las manos en ademán de rendición.
—De acuerdo. No volveré a colarme en ninguna fiesta.
—No, quiero algo más que eso. Quiero que se mantenga apartado de esos hombres que cree que podrían estar implicados.
—Lo que le prometo es que no acudiré a ellos hasta que lo tenga todo atado.
—Lo digo en serio.
—Yo también.
—Eso espero.
Se quedaron en silencio durante casi un minuto. Era un periodo para enfriar los ánimos. Hinojos se acomodó ligeramente en la silla, sin mirarlo, probablemente pensando qué decir a continuación.
—Sigamos adelante —dijo al fin—. ¿Entiende que todo este asunto, esta persecución suya, ha eclipsado lo que supuestamente estamos haciendo aquí?
—Lo sé.
—De manera que está prolongando mi evaluación.
—Bueno, eso ya no me preocupa tanto. Necesito el tiempo libre para este otro asunto.
—Bueno, mientras sea feliz —dijo Hinojos con sarcasmo—. Muy bien. Quiero que volvamos al incidente que le trajo aquí. El otro día fue muy general y muy breve en su descripción de lo que ocurrió. Entiendo el motivo. Creo que todavía nos estábamos conociendo en ese momento. Pero ahora ya hemos pasado esa fase. Me gustaría disponer de una historia más completa. Dijo el otro día que el teniente Pounds puso las cosas en movimiento.
—Así es.
—¿Cómo?
—En primer lugar, es un jefe de detectives que nunca ha sido detective. Bueno, técnicamente, probablemente pasó unos meses en alguna mesa, de manera que puede ponerlo en su currículum, pero básicamente es un administrador. Es lo que llamamos un Robocrat. Un burócrata con placa. No tiene ni idea de cómo se resuelven los casos. Lo único que sabe es cómo hacer una marca en un caso en ese gráfico que tiene colgado en su despacho. No tiene ni idea de la diferencia entre una entrevista y un interrogatorio. Y no pasa nada, el departamento está lleno de gente como él. Que hagan su trabajo y que me dejen hacer el mío. El problema es que Pounds no se da cuenta de en qué es bueno y en qué es malo. Eso ya ha provocado conflictos antes. Confrontaciones. Y finalmente llevó al incidente, como se empeña en llamarlo.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Tocó a mi sospechoso.
—Explíqueme qué significa eso.
—Cuando estás en un caso y llevas a alguien a comisaría es todo tuyo. Nadie se le acerca, ¿lo entiende? Una palabra inadecuada o una pregunta inadecuada pueden arruinar un caso. Ésa es la regla de oro: no toques al sospechoso de otro. No importa si tú eres teniente o el jefe en persona, te quedas al margen hasta que hablas con los que lo han traído.
—Entonces ¿qué ocurrió?
—Como le dije el otro día, mi compañero Edgar y yo llevamos a ese sospechoso. Habían matado a una mujer. Una de esas que se anuncia en las revistas que venden en el bulevar. La llamaron a un motel cutre de Sunset, tuvo relaciones con el tipo y terminó acuchillada. Ése es el resumen. La puñalada fue en la parte superior del pecho derecho. Pero el putero actuó con sangre fría. Llamó a la policía y dijo que el cuchillo era de ella y que trató de atracarle con él. Dijo que él le dobló la mano y se lo clavó. Defensa propia. Entonces fue cuando aparecimos Edgar y yo, y enseguida vimos que algunas cosas no cuadraban.
—¿Como qué?
—En primer lugar, ella era mucho más pequeña que él. No me la imagino atacándole con un cuchillo. Después está el cuchillo en sí. Era un cuchillo de sierra de cortar carne, de unos veinte centímetros, y ella tenía uno de esos bolsitos sin asas.
—Un portamonedas.
—Sí, supongo. La cuestión es que ese cuchillo ni siquiera cabía en el bolso, así que ¿cómo lo trajo? Como dicen en la calle, la ropa le venía tan ajustada como los condones en el bolso, así que tampoco lo llevaba oculto en el cuerpo. Y había más. Si su intención era desplumarlo, ¿por qué tener relaciones sexuales antes? ¿Por qué no sacar el cuchillo, acojonarlo y largarse? Pero no ocurrió así. La versión del putero era que primero lo hicieron y después ella le agredió, lo cual explica que la mujer estuviera todavía desnuda. Y eso, por supuesto, plantea otro interrogante. ¿Por qué robar al tipo cuando estás desnuda? ¿Cómo iba a escaparse así?
—El tipo estaba mintiendo.
—Parecía obvio. Después encontramos algo más. En su bolso (el portamonedas) había un trozo de papel en el que ella había escrito el nombre del motel y el número de la habitación. La escritura era de una persona diestra. Como he dicho, la puñalada fue en la parte superior derecha del pecho de la víctima. Eso no encajaba. Si ella le amenazó, lo lógico era que el cuchillo estuviera en su mano derecha. Si entonces el putero lo giró hacia ella, lo más probable es que la herida fuera en la parte izquierda del pecho, no en la derecha.
Bosch hizo ademán de mover la mano derecha hacia su propio pecho, mostrando el movimiento antinatural necesario para acuchillarse en el costado derecho.
—Había todo tipo de detalles que no encajaban —continuó—. Era una herida de arriba abajo, lo cual tampoco encajaba con que el cuchillo estuviera en la mano de la víctima. Tendría que haber sido de abajo arriba.
Hinojos asintió con la cabeza para mostrar que lo entendía.
—El problema era que no teníamos indicios físicos que contradijeran su versión. Nada. Sólo nuestra sensación de que ella no habría hecho lo que él decía. La cuestión de la herida no era suficiente. Y además, a favor de él, estaba el cuchillo. Lo encontramos en la cama y vimos que tenía huellas marcadas en la sangre. No me cabía duda de que serían de ella. Eso no es difícil de lograr una vez muerta la chica. Pero aunque no me impresionó, eso no contaba. Lo que contaba era lo que pensara el fiscal y en última instancia un jurado. La duda razonable es un enorme agujero negro que se traga casos como ése. Necesitábamos más.
—¿Qué ocurrió?
—Es lo que llamamos un «él dijo, ella dijo». La palabra de una persona contra la de otra, sólo que en este caso la otra persona estaba muerta. Lo complicaba más. No teníamos nada más que la versión de él. Lo que haces en un caso así es apretar al tipo. Lo vences. Y hay muchas maneras de hacerlo. Pero, básicamente, lo vences en las salas.
—¿Las salas?
—Las salas de interrogatorios. En comisaría. Lo metimos en una sala. Como testigo. No lo detuvimos formalmente. Le preguntamos si podía venir, le dijimos que teníamos que ordenar unas cuantas cosas acerca de lo que ella había hecho. Él dijo que no había problema. Ya sabe, Don Colaborador. Seguía tranquilo. Lo metimos en una sala y Edgar y yo fuimos a la oficina de guardia para conseguir algo de café. Tienen buen café allí, una de esas cafeteras grandes. La donó un restaurante que quedó destrozado por el terremoto. Todo el mundo va allí a buscar el café. El caso es que nos estábamos tomando nuestro tiempo, hablando de cómo íbamos a abordar a ese tipo, quién de nosotros iba a empezar, y todo eso. Mientras tanto el puto Pounds (disculpe) ve al tipo en la sala por la ventanita y entra y le informa. Y…
—¿Qué quiere decir que le informa?
—Le lee sus derechos. Era nuestro testigo y Pounds, que no tiene ni puta idea de lo que está haciendo, cree que puede entrar ahí y soltarle al tío la perorata. Se cree que nos hemos olvidado o yo qué sé.
Bosch miró a Hinojos con el rostro encendido de rabia, pero inmediatamente vio que ella no lo había entendido.
—¿No era lo que había que hacer? —preguntó la psiquiatra—. ¿No se les exige que informen a la gente de sus derechos?
Bosch tuvo que esforzarse para contener su rabia, recordándose que Hinojos, por más que trabajara para el departamento, era una outsider. Sus percepciones de la policía probablemente estaban más basadas en los medios que en la realidad.
—Deje que le dé una rápida lección de qué es la ley y qué es la realidad. Nosotros (los polis) tenemos la baraja marcada en contra. Lo que la ley Miranda y otras normativas suponen es que tenemos que coger a un tipo que sabemos, o al menos creemos, que es culpable y básicamente decirle: «Oye, mira, creemos que el Tribunal Supremo y todos los abogados del planeta te aconsejarían que no hablaras con nosotros, pero, ¿qué te parece si hablas con nosotros?» No funciona. Hay que dar un rodeo. Hay que usar la astucia y algún engaño, y hay que ser taimado. Las leyes de los tribunales son como una cuerda por la que has de caminar. Hay que ir con mucho cuidado, pero existe una posibilidad de cruzar al otro lado. Así que cuando algún capullo que no tiene ni idea entra y le lee los derechos a tu sospechoso, te arruina el día, por no hablar del caso.
Bosch se detuvo y estudió a la psiquiatra. Todavía veía su escepticismo. Comprendió que sólo era otra ciudadana que se llevaría un susto de muerte si recibiera una dosis de la realidad de la calle.
—Cuando le leen los derechos a alguien, se acabó —dijo—. Fin. Edgar y yo volvimos de tomar café y el putero está allí sentado y nos suelta que quiere un abogado. Yo digo: «¿Qué abogado, quién está hablando de abogados? Usted es un testigo, no un sospechoso.» Y él nos dice que el teniente acaba de leerle sus derechos. En ese momento no supe a quién odiaba más si a Pounds por haber jodido el caso o a ese tipo por matar a la chica.
—Bueno, dígame una cosa, ¿qué habría ocurrido si Pounds no hubiera hecho lo que hizo?
—Nos habríamos hecho amigos del tipo, le habríamos pedido que contara la historia con el máximo detalle posible con la esperanza de que hubiera inconsistencias cuando se comparara con lo que les dijo a los agentes de uniforme. Entonces le habríamos dicho: «Las inconsistencias en sus declaraciones le convierten en sospechoso.» Entonces sí le habríamos leído sus derechos, y con un poco de suerte le habríamos vencido con las inconsistencias y con los problemas que encontramos en la escena del crimen. Habríamos tratado de obtener una confesión, y tal vez la habríamos conseguido. La mayor parte de lo que hacemos consiste en hacer que la gente hable. No es como en la tele. Es cien veces más duro y más sucio. Pero, igual que usted, lo que hacemos es lograr que la gente hable… Al menos ésa es mi opinión. Ahora, por culpa de Pounds, nunca sabremos lo que habría ocurrido.
—Bueno, ¿qué pasó después de que usted descubrió que le habían leído los derechos a su sospechoso?
—Salí de allí y me fui derecho al despacho de Pounds. Él supo que algo iba mal porque se levantó. Eso lo recuerdo. Le pregunté si había informado a mi sospechoso y cuando dijo que sí discutimos. Los dos, a gritos… Después no recuerdo exactamente lo que sucedió. No estoy tratando de negar nada. Simplemente no recuerdo los detalles. Debí de agarrarle y empujarle. Y rompió el cristal con la cara.
—¿Qué hizo cuando ocurrió eso?
—Bueno, algunos de los chicos llegaron corriendo y me sacaron de allí. El jefe de comisaría me envió a casa. Pounds tuvo que ir al hospital a que le curaran la nariz. Asuntos internos le tomó declaración y a mí me suspendieron. Y entonces intervino Irving y lo cambió por una baja involuntaria por estrés. Y aquí estoy.
—¿Qué ocurrió con el caso?
—El putero nunca habló. Consiguió su abogado y salió. El viernes pasado Edgar acudió a la fiscalía con lo que teníamos y lo rechazaron. Dijeron que no iban a ir a juicio en un caso sin testigos con unas pocas inconsistencias menores… Las huellas de la chica estaban en el cuchillo. Menuda sorpresa. Lo que resultó fue que ella no contó. Al menos no lo suficiente para que corrieran el riesgo de perder.
Ninguno de los dos habló durante unos segundos. Bosch supuso que ella estaba pensando en las similitudes entre este caso y el de su madre.
—Así que lo que tenemos —dijo Bosch al fin— es un asesino en la calle y al tipo que permitió que saliera libre de nuevo sentado en su despacho. Ya le han arreglado el cristal, todo ha vuelto a la normalidad. Así es nuestro sistema. Me enfurecí por eso y mire lo que me costó. Una baja por estrés y tal vez la pérdida de mi trabajo.
Hinojos se aclaró la garganta antes de abordar su valoración de la historia.
—Tal y como ha expuesto las circunstancias de lo que ocurrió es muy fácil comprender su rabia. Pero no la acción última que tomó. ¿Alguna vez ha oído hablar del «momento de locura»?
Bosch negó con la cabeza.
—Es una forma de describir un arrebato violento que tiene sus raíces en diversas presiones que sufre un individuo. Crece y se desata en un momento, normalmente de manera violenta y con frecuencia contra un objetivo que no es completamente responsable de la presión.
—Si necesita que diga que Pounds es una víctima inocente, no voy a decirlo.
—No necesito eso. Sólo necesito que examine esta situación y cómo pudo ocurrir.
—No lo sé. Joder, ocurrió y punto.
—Cuando agrede físicamente a alguien, ¿no siente que se rebaja al mismo nivel que el hombre que quedó en libertad?
—Ni de lejos, doctora. Deje que le diga algo. Puede usted mirar todas las partes de mi vida, puede agregar los terremotos, los incendios, las inundaciones, los disturbios e incluso Vietnam, pero cuando se trata de mí y de Pounds en esa sala acristalada, nada de eso importaba. Puede llamarlo un momento de locura o como le parezca. A veces, el momento es lo único que importa y en ese momento hice lo que debía. Y si el objetivo de estas sesiones es que comprenda que me equivoqué, olvídelo. Irving me acorraló el otro día en el vestíbulo y me pidió que pensara en escribir una carta de disculpa. A la mierda. Hice lo que debía.
Hinojos asintió con la cabeza, se acomodó en su silla y pareció más incómoda de lo que había estado durante la larga diatriba de Bosch. Al final, Hinojos miró su reloj y Bosch el de él. Se le había acabado el tiempo.
—Bueno —dijo Bosch—. Supongo que he hecho retroceder un siglo la causa de la psicoterapia, ¿eh?
—No, en absoluto. Cuanto más se conoce a una persona y más se conoce su historia, más entiende uno las cosas que pasan. Por eso disfruto con mi trabajo.
—Yo también.
—¿Ha hablado con el teniente Pounds tras el incidente?
—Lo vi cuando fui a dejarle las llaves de mi coche. Consiguió que me lo retiraran. Fui a su despacho y casi se puso histérico. Es un hombre muy pequeño y creo que lo sabe.
—Normalmente lo saben.
Bosch se inclinó hacia adelante, preparado para levantarse e irse, y se fijó en el sobre que Hinojos había apartado a un lado de la mesa.
—¿Y las fotos?
—Sabía que volvería a sacar el tema. —La psiquiatra miró el sobre y torció el gesto—. Necesito pensar en ello. A varios niveles. ¿Puedo guardármelas mientras usted se va a Florida? ¿O va a necesitarlas?
—Puede quedárselas.