Bosch había estacionado en un aparcamiento público cerca de Hill Street. Le costó doce dólares. Se metió en la 101 y se dirigió al norte, hacia las colinas. Mientras conducía, miró ocasionalmente a la caja azul que tenía en el asiento de al lado. Pero no la abrió. Sabía que tenía que hacerlo, pero esperaría a llegar a casa.

Encendió la radio y escuchó al locutor que presentaba una canción de Abbey Lincoln. Bosch nunca la había oído, pero inmediatamente le gustó la letra y la voz ahumada de la mujer.

Ave solitaria que vuela en lo alto,

volando entre un cielo de nubes

canta su lamento conmovedor

planeando sobre suelos turbulentos.

Después de meterse en Woodrow Wilson y seguir su rutina habitual de aparcar a media manzana de su casa, Bosch entró y puso la caja en la mesa del comedor. Encendió un cigarrillo y caminó por la estancia, mirando ocasionalmente la caja. Tenía la lista de pruebas en el expediente, pero no podía superar la sensación de que al abrir la caja estaría invadiendo un secreto íntimo, cometiendo un pecado que no comprendía.

Finalmente sacó las llaves. Había una navajita en el aro y la usó para cortar la cinta roja que precintaba la caja. Dejó la navajita y sin pensárselo más levantó la tapa de la caja.

Las ropas y otras pertenencias de la víctima estaban envueltas individualmente en bolsas de plástico, que Bosch fue sacando una por una y dejándolas en la mesa. El plástico estaba amarillento, pero podía ver a través de él. No sacó nada de las bolsas, sino que se limitó a levantar cada una de las pruebas y examinarlas a través del plástico.

Abrió el expediente del caso por la lista de pruebas y se aseguró de que no faltaba nada. Estaba todo ahí. Levantó a la luz la bolsita que contenía los pendientes. Eran como lágrimas congeladas. Volvió a bajar la bolsa y en el fondo de la caja vio la blusa, pulcramente doblada en el plástico, con la mancha de sangre exactamente en el sitio indicado en la hoja de pruebas, en el pecho izquierdo, a unos cinco centímetros del botón del centro.

Bosch pasó el dedo por encima del plástico. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no había más sangre. Sabía que era lo que había estado inquietándole cuando había leído el expediente, pero entonces no había conseguido captar la idea. Esta vez sí. La sangre. No había sangre en la ropa interior, ni en la falda ni en las medias o zapatos. Sólo en la blusa.

Bosch sabía también que la autopsia había descrito un cadáver sin laceraciones. Entonces, ¿de dónde había salido la sangre? Quería mirar la escena del crimen y las fotos de la autopsia, pero sabía que no podría hacerla. Bajo ningún concepto iba a abrir ese sobre.

Bosch sacó de la caja la bolsa que contenía la blusa y leyó la etiqueta de la prueba y otras anotaciones. En ningún sitio mencionaba ni daba código de referencia de que se hubiera realizado ningún análisis de sangre.

Esto lo animó. Había una posibilidad razonable de que la sangre fuera del asesino, y no de la víctima. No tenía idea de si todavía podía determinarse el tipo sanguíneo en sangre tan vieja o practicarse un análisis de ADN, pero iba a averiguarlo. Sabía que el problema sería la comparación. No importaba si la sangre todavía podía ser analizada si no había nada con que compararla. Para obtener sangre de Conklin o de Mittel, o de quien fuera, necesitaría una orden judicial. Y para conseguirla necesitaba pruebas, no sólo sospechas o corazonadas.

Había reunido las bolsas de pruebas para volver a guardarlas en la caja cuando se detuvo para examinar una que antes no había observado de cerca. Contenía el cinturón que se había utilizado para estrangular a la víctima.

Bosch lo examinó unos segundos, como si se tratara de una serpiente que él debía identificar, antes de poner la mano en la caja para cogerla cautelosamente. Vio la etiqueta atada a través de uno de los agujeros del cinturón. En la suave concha plateada había polvo negro. Parte de las líneas curvas de la huella dactilar de un pulgar permanecía allí.

Levantó el cinturón para verlo a la luz. Le dolía mirarlo, pero lo hizo. El cinturón tenía dos centímetros y medio de ancho y estaba hecho de piel negra. La hebilla de concha era el adorno más grande, pero había otras conchitas plateadas adheridas a lo largo de la correa. La contemplación despertó el recuerdo. En realidad no lo había elegido él. Meredith Roman lo había llevado al May Co. de Wilshire. La amiga de su madre había visto el cinturón en un colgador, con muchos otros, y le dijo que a su madre le gustaría. Ella lo compró y le dejó que se lo diera a su madre por su cumpleaños. Meredith tenía razón. Su madre se ponía el cinturón a menudo, sin ir más lejos cada vez que iba a visitarlo después de que el tribunal le retirara la custodia. E incluida la noche en que fue asesinada.

Bosch leyó la etiqueta de la prueba, pero sólo ponía el número de caso y el nombre de McKittrick. Se fijó en que los agujeros segundo y cuarto de la correa eran círculos imperfectos, ensanchados por la punta de la hebilla. Supuso que tal vez su madre lo llevaba más ajustado en ocasiones, para impresionar a alguien, o más suelto otras veces, encima de ropa más voluminosa. Lo sabía todo del cinturón, salvo quién lo había usado por última vez para asesinarla.

Se dio cuenta entonces de que quien hubiera utilizado ese cinturón, esa arma, ante la policía había sido responsable de llevarse una vida y cambiar indeleblemente la suya propia.

Cuidadosamente volvió a dejarlo en la caja y lo cubrió con el resto de la ropa. Por último cerró la caja con la tapa.

Después de examinar el contenido de la caja, Bosch no podía quedarse en casa. Sentía la necesidad de salir. No se molestó en cambiarse de ropa. Se limitó a entrar en el Mustang y empezar a conducir. Ya estaba oscuro y tomó por Cahuenga hasta Hollywood. Se dijo a sí mismo que no sabía adónde iba y que no le importaba, pero era mentira. Lo sabía. Cuando llegó a Hollywood Boulevard dobló hacia el este.

El coche lo llevó a Vista, donde viró hacia el norte y después se desvió en el primer callejón. Los faros cortaban la oscuridad y Bosch vio un pequeño campamento de vagabundos. Un hombre y una mujer se acurrucaban en un cobertizo de cartón. Cerca de allí yacían otros dos cuerpos, envueltos en mantas y periódicos, y del aro de un cubo de basura llegaba el brillo tenue de las llamas agonizantes. Bosch pasó despacio, con la mirada fija en un punto más adentrado del callejón, el lugar de la escena del crimen esbozado en el expediente.

La tienda de recuerdos de Hollywood era ahora una tienda de libros y vídeos para adultos. Había un acceso por el callejón para los clientes tímidos y varios coches aparcados en la parte posterior del edificio. Bosch se detuvo cerca de la puerta y apagó las luces. Se quedó sentado en el Mustang, sin experimentar ninguna necesidad de salir. Nunca antes había estado en el callejón, en el lugar del crimen. Sólo quería quedarse sentado durante un rato y ver qué sentía.

Encendió un cigarrillo y observó a un hombre que salía apresurado de la tienda para adultos con una bolsa en la mano y se metía en un coche estacionado al fondo del callejón.

Bosch pensó en cuando aún era niño y seguía a cargo de su madre. Tenían un pequeño apartamento en Camrose y en verano, las noches que ella no trabajaba o los domingos por la tarde, se sentaban en el patio de atrás y escuchaban la música que subía a la colina desde el Hollywood Bowl. El sonido era malo, agredido por el tráfico y el bullicio de la ciudad antes de que les llegara, pero las notas altas se percibían con claridad. Lo que le gustaba a Bosch no era la música, sino la presencia de su madre. Era el momento de estar juntos. Ella siempre le decía que un día lo llevaría al Bowl a escuchar Scheherezade. Era su favorita. Nunca tuvieron la ocasión. El tribunal le retiró la custodia y la asesinaron antes de que pudiera recuperarla.

Bosch finalmente oyó a la Filarmónica interpretando Scheherezade. El año que estuvo con Sylvia. Cuando ella vio que se le acumulaban las lágrimas en la comisura de los ojos, pensó que se debía a la extraordinaria belleza de la música. Harry nunca llegó a decirle a Sylvia que se trataba de otra cosa.

Captó un movimiento con el rabillo del ojo y alguien golpeó con el puño la ventana del conductor. Bosch se llevó la mano izquierda a la cintura en un acto reflejo, pero no llevaba ninguna pistola bajo la americana. Se volvió y miró el rostro de una anciana con los años marcados como galones en la piel. Parecía que llevara tres conjuntos de ropa. Cuando terminó de golpear la ventana, la mujer abrió la mano y extendió la palma. Bosch, todavía sobresaltado, buscó rápidamente en el bolsillo y sacó un billete de cinco. Encendió el motor para poder bajar la ventanilla y le dio el dinero. Ella no dijo nada, sólo lo cogió y se alejó. Bosch la observó marcharse y se preguntó cómo había terminado ella en ese callejón. ¿Y él?

Salió del callejón y regresó a Hollywood Boulevard. Empezó a circular de nuevo a velocidad lenta. Primero sin destino, pero pronto encontró un propósito. Todavía no estaba preparado para enfrentarse a Conklin o Mittel, pero sabía dónde residían y quería ver sus casas, sus vidas, los lugares donde habían terminado ellos.

Siguió por Hollywood Boulevard hasta llegar a Alvarado y tomó ésta hasta la Tercera, donde dobló hacia el oeste. El viaje lo llevó a la zona de pobreza tercermundista de Little Salvador, más allá de las mansiones apagadas de Hancock Park y después a Park La Brea, un enorme complejo de apartamentos, condominios y residencias de ancianos.

Bosch encontró Ogden Drive y la recorrió lentamente hasta que vio el Park La Brea Lifecare Center. Era un edificio de doce plantas de hormigón y cristal. Bosch vio, a través de la fachada de cristal del vestíbulo, a un vigilante de seguridad junto a un poste. En Los Angeles ni siquiera los ancianos y enfermos estaban seguros. Miró hacia arriba y advirtió que la mayoría de las ventanas estaban a oscuras. Sólo eran las nueve y el lugar ya estaba muerto. Alguien hizo sonar el claxon detrás de él y Bosch aceleró y se alejó, pensando en Conklin y en cómo sería su vida. Se preguntó, si al cabo de tantos años el anciano que ocupaba una habitación allí pensaba alguna vez en Marjorie Lowe.

La siguiente parada de Bosch fue en Mount Olympus, el chabacano afloramiento de casas modernas de estilo romano que se extendía por encima de Hollywood. Se suponía que la imagen debería ser neoclásica, pero había oído que la llamaban «meoclásica». Las enormes y caras mansiones estaban apiñadas una junto a otra como los dientes. Había columnas ornadas y estatuas, pero lo único que parecía clásico del lugar era el kitsch. Bosch subió por Mount Olympus Drive desde Laurel Canyon, dobló por Electra y después tomó por Hercules. Estaba conduciendo despacio, fijándose en si la dirección de las casas coincidía con la que había anotado esa mañana en su libreta.

Cuando encontró el domicilio de Mittel, se detuvo en la calle, petrificado. Era una casa que conocía. Nunca había estado en su interior, pero todo el mundo la conocía. Era una mansión circular que se alzaba en lo alto de uno de los promontorios más reconocibles de las colinas de Hollywood. Bosch miró la casa sobrecogido, imaginando las dimensiones del interior y sus vistas desde el océano a la montaña. Con las paredes redondeadas iluminadas desde el exterior con luces blancas, parecía una nave espacial que se hubiera posado en lo alto de la montaña y que se disponía a elevarse de nuevo. No era kitsch. Era una casa que hablaba del poder y la influencia de su propietario.

Una verja de hierro protegía un largo sendero que conducía a la casa. Pero esa noche la verja estaba abierta y Bosch vio varios coches y al menos tres limusinas aparcadas a un lado del camino. Otros vehículos estaban estacionados en la rotonda del fondo. Bosch sólo cayó en la cuenta de que se celebraba una fiesta cuando un destello rojo pasó la ventanilla del coche y de pronto la puerta se abrió del todo. Bosch se volvió y vio el rostro de un hombre latino de tez morena vestido con camisa blanca y chaleco rojo.

—Buenas tardes, señor. Nosotros nos ocupamos del coche. Si sube por el camino de la izquierda, le recibirán los relaciones públicas.

Bosch miró al hombre sin moverse, pensando.

—¿Señor?

Bosch salió del Mustang y el hombre del chaleco le entregó un papel con un número. Después se metió en el coche y arrancó. Bosch se quedó a pie, consciente de que estaba a punto de dejar que los acontecimientos lo controlaran, pese a que sabía que debería evitarlo. Vaciló y contempló las luces traseras del Mustang que se alejaba. Dejó que la tentación lo venciera.

Bosch se abrochó el último botón de la camisa y se ajustó la corbata mientras subía por el sendero. Pasó un pequeño ejército de hombres con chalecos rojos y, cuando llegó hasta arriba tras rebasar las limusinas, contempló una asombrosa vista de la ciudad iluminada. Se detuvo y por un momento se limitó a mirar. Veía desde el Pacífico iluminado por la luna en una dirección hasta los rascacielos de la ciudad en la otra. Sólo la vista valía el precio de la casa, no importaba los millones que costara.

El rumor de la música suave, las risas y la conversación llegaba desde su izquierda. Siguió el sonido por un sendero de piedras que se curvaba según la forma de la casa. La caída a las casas de debajo de la colina era mortalmente empinada. Finalmente llegó a un patio llano que estaba iluminado y lleno de gente que pululaba bajo una carpa de lona tan blanca como la luna. Bosch supuso que habría al menos ciento cincuenta invitados bien vestidos tomando cócteles y probando canapés de las bandejas que llevaban chicas jóvenes con vestidos negros cortos, medias y delantales blancos. Se preguntó dónde meterían los de los chalecos rojos todos los coches.

Bosch se sintió inmediatamente mal vestido y estaba seguro de que en cuestión de segundos lo identificarían como a un colado. Sin embargo, la escena tenía algo tan de otro mundo que se mantuvo firme.

Se le acercó un surfista de traje. Tendría unos veinticinco anos, pelo corto decolorado por el sol y un intenso bronceado.

Llevaba un traje hecho a medida con aspecto de costar más que todo lo que Bosch tenía en el armario. El traje era marrón claro aunque su portador probablemente diría que era de color cacao. Sonrió a Bosch de la manera en que sonríen los enemigos.

—Hola, señor, ¿qué tal esta noche?

—Bien. No nos han presentado.

El surfista trajeado sonrió de manera un poco más brillante.

—Soy el señor Johnson y soy el responsable de seguridad de esta fiesta. ¿Puedo preguntarle si ha traído su invitación?

Bosch dudó sólo un instante.

—Oh, lo lamento. No pensé que tuviera que traerla. No pensaba que Gordon necesitara seguridad en una fiesta como ésta.

Esperaba que dejar caer el nombre de pila de Mittel diera que pensar al surfista antes de que tomara medidas de manera precipitada. El surfista torció el gesto sólo un momento.

—Entonces ¿puedo pedirle que firme?

—Por supuesto.

Bosch fue conducido a una mesa situada al lado de la zona de entrada. Había allí una pancarta azul, roja y blanca con el eslogan: «Ahora, Robert Shepherd.» Era cuanto Bosch necesitaba saber acerca del asunto.

En la mesa había un registro de invitados y detrás una mujer que lucía un vestido de cóctel de terciopelo negro que apenas camuflaba sus pechos. El señor Johnson parecía más concentrado en esos dos elementos que en Bosch mientras éste escribía el nombre de Harvey Pounds en el registro.

Al firmar, Bosch se fijó en una pila de tarjetas de promesas electorales y una copa de champán llena de lápices. Cogió una hoja de información y empezó a leer acerca del candidato en ciernes. Johnson finalmente apartó la vista de la azafata de mesa y comprobó el nombre que había escrito Bosch.

—Gracias, señor Pounds. Disfrute de la fiesta.

Acto seguido, el surfista desapareció entre la multitud, probablemente para comprobar si había un Harvey Pounds en la lista de invitados. Bosch decidió quedarse sólo unos minutos para ver si podía localizar a Mittel y luego irse antes de que el surfista viniera a buscarlo.

Se alejó de la entrada y del entoldado. Después de cruzar un breve tramo de césped hasta un muro de contención, trató de actuar como si simplemente estuviera admirando la panorámica. Y menuda panorámica; para tener una vista desde más alto habría tenido que subirse a un avión procedente del LAX. Pero desde el avión no habría tenido esa amplitud de visión, la brisa fresca ni los sonidos de la ciudad debajo.

Bosch se volvió y miró a la multitud que se congregaba bajo el toldo. Examinó los rostros, pero no localizó a Gordon Mittel. No había rastro de él. La gente se agolpaba en el centro de la carpa y Bosch cayó en la cuenta que era un grupo de personas que trataba de estrechar la mano del candidato en ciernes, o al menos del hombre que Bosch supuso que era Shepherd. Harry se fijó en que si bien la multitud parecía homogénea en términos de riqueza, era de todas las edades. Supuso que muchos estaban allí para ver a Mittel tanto como a Shepherd.

Una de las mujeres vestidas de blanco y negro salió de debajo del toldo blanco y caminó hacia él con una bandeja de copas de champán. Bosch cogió una, le dio las gracias y volvió a concentrarse en el paisaje. Bebió y supuso que era de gran calidad, aunque en realidad no era capaz de apreciar la diferencia. Resolvió que tenía que bebérselo y marcharse justo cuando una voz procedente de su izquierda interrumpió sus pensamientos.

—Preciosa vista, ¿no? Mejor que una película. Podría quedarme aquí durante horas.

Bosch se volvió para no despreciar al hombre que le hablaba, pero no lo miró. No quería implicarse.

—Sí, es bonita. Pero prefiero mis montañas.

—¿De veras? ¿Dónde vive?

—Al otro lado de la colina, en Woodrow Wilson.

—Ah, ahí. Hay algunas propiedades bonitas allí.

No la mía, pensó Bosch. A no ser que a uno le gustara el estilo neoterremoto clásico.

—Las montañas de San Gabriel brillan al sol —dijo el conversador—. Miré allí, pero después me compré ésta.

Bosch se volvió. Estaba mirando a Gordon Mittel. El anfitrión le tendió la mano.

—Gordon Mittel.

Bosch vaciló, pero después supuso que Mittel estaría acostumbrado a que la gente tropezara o tartamudeara en su presencia.

—Harvey Pounds —dijo Bosch, estrechándole la mano.

Mittel llevaba un esmoquin negro. Estaba tan vestido de más, en comparación con los asistentes, como Bosch lo estaba de menos. Llevaba el cabello gris muy corto y lucía un bronceado de rayos UVA. Era alto y de complexión atlética, y aparentaba tener cinco o diez años menos de los que en realidad tenía.

—Me alegro de conocerle, me alegro de que haya venido —dijo—. ¿Ya ha visto a Robert?

—No, está en medio de aquel grupo.

—Sí, es cierto. Bueno, él tendrá mucho gusto en conocerle cuando tenga ocasión.

—Supongo que también tendrá mucho gusto en aceptar mi cheque.

—Eso también. —Mittel sonrió—. Ahora en serio, espero que nos ayude. Es un buen hombre y necesitamos gente como él en el gobierno.

Su sonrisa parecía tan falsa que Harry se preguntó si Mittel ya lo había calado. Bosch le devolvió la sonrisa y se dio unos golpecitos en el bolsillo del pecho de la americana.

—Tengo el talonario aquí.

Al hacerlo, Bosch recordó lo que de verdad llevaba en el bolsillo y se le ocurrió una idea. El champán, aunque sólo había sido una copa, lo había envalentonado. De repente se dio cuenta de que quería asustar a Mittel y tal vez echar un vistazo a su verdadero color.

—Dígame —dijo—. ¿Shepherd es el hombre?

—No le entiendo.

—¿Va a llegar un día a la Casa Blanca? ¿Es el que va a llevarle?

Mittel se deshizo en un fugaz brillo de irritación.

—Supongo que ya lo veremos. Primero tenemos que llevarlo al Senado. Eso es lo importante.

Bosch asintió y contempló a la multitud de manera teatral.

—Bueno, parece que tiene a la gente adecuada aquí. Pero, ¿sabe?, no veo a Arno Conklin. ¿Todavía son íntimos? Era su primera opción, ¿no?

El entrecejo de Mittel se arrugó marcando una profunda grieta.

—Bueno… —Mittel parecía incómodo, pero se le pasó enseguida—. A decir verdad hace mucho tiempo que no hablamos. Ahora está jubilado, es un anciano en silla de ruedas. ¿Conoce a Arno?

—No he hablado con él en mi vida.

—Entonces dígame qué provoca esa pregunta de historia antigua.

Bosch se encogió de hombros.

—Supongo que sólo soy un estudiante de historia.

—¿A qué se dedica, señor Pounds? ¿O es estudiante a tiempo completo?

—Lo mío son las leyes.

—Entonces tenemos algo en común.

—Lo dudo.

—Me licencié en Stanford. ¿Y usted?

Bosch pensó un momento.

—En Vietnam.

Mittel volvió a torcer el gesto y Bosch vio que el interés escapaba de su mirada como el agua por un sumidero.

—Bueno, tengo que seguir circulando. Cuidado con el champán, y si decide que no quiere conducir, uno de los chicos de la entrada puede llevarle a casa. Pregunte por Manuel.

—¿El del chaleco rojo?

—Ah, sí, uno de ellos.

Bosch levantó la copa.

—No se preocupe, sólo es la tercera.

Mittel asintió y desapareció entre la multitud. Bosch observó cómo cruzaba la zona cubierta por el toldo. Mittel se detuvo para estrechar unas cuantas manos, pero finalmente entró a través de una puerta cristalera en lo que parecía una sala de estar o algún tipo de zona mirador. Caminó hasta un sofá y se inclinó para hablar pausadamente a un hombre de traje. El hombre parecía de la misma edad de Mittel, pero tenía una apariencia más dura. Tenía un rostro afilado y, aunque estaba sentado, estaba claro que tenía un cuerpo más pesado. De joven probablemente había usado su fuerza y no su cerebro. Mittel se enderezó y el otro hombre se limitó a asentir. A continuación Mittel se adentró en lugares más ocultos de la casa.

Bosch se terminó la copa de champán y empezó a avanzar hacia la casa a través de la multitud que había bajo el entoldado. Al acercarse a la puerta cristalera, una de las mujeres de blanco y negro le preguntó si buscaba algo. Le dijo que buscaba el baño y ella lo dirigió a otra puerta de la izquierda. Fue hacia donde le dijeron y encontró la puerta cerrada. Esperó unos segundos y la puerta finalmente se abrió y salieron un hombre y una mujer. Se rieron tontamente al ver a Bosch esperando y se dirigieron de nuevo a la carpa.

En el interior del cuarto de baño, Bosch se desabrochó la americana y extrajo un trozo de papel del bolsillo interior izquierdo. Era una fotocopia del artículo sobre Johnny Fox que le había dado Keisha Russell. Lo desdobló y sacó un boli. Rodeó los nombres de Johnny Fox, Arno Conklin y Gordon Mittel. Debajo del artículo, escribió: «¿Qué experiencia laboral previa le valió el trabajo a Johnny?»

Volvió a doblar la hoja dos veces y pasó los dedos con fuerza por los pliegues. En la parte exterior escribió: «¡Sólo para Gordon Mittel!»

De nuevo bajo la carpa, Bosch encontró a una mujer de blanco y negro y le dio el papel doblado.

—Tiene que encontrar al señor Mittel enseguida —le dijo—. Déle esta nota. La está esperando.

Bosch vio cómo la mujer se alejaba y él atravesó de nuevo la multitud para regresar a la mesa de firmas de la entrada. Se inclinó rápidamente sobre el registro de invitados y anotó el nombre de su madre. La azafata de la mesa argumentó protestando que ya había firmado antes.

—Esto es por otra persona —dijo.

En la dirección escribió Hollywood y Vista. Dejó en blanco la casilla del número de teléfono.

Bosch volvió a examinar la multitud, pero no vio ni a Mittel ni a la mujer a la que le había dejado la nota. Entonces miró a la sala que se hallaba más allá de la puerta cristalera y vio a Mittel con la nota en la mano. Se adentraba lentamente en la sala. Bosch supo por la dirección de su mirada que estaba leyendo la nota garabateada en la parte inferior. Incluso con su falso bronceado, a Bosch le pareció que palidecía.

Bosch dio un paso atrás y observó. Sentía que se le aceleraba el pulso. Se sentía como si estuviera observando una representación secreta en el escenario.

El rostro de Mittel mostraba una expresión de ira y perplejidad. Bosch vio que le pasaba la hoja al hombre duro que todavía estaba sentado en el mullido sofá. A continuación Mittel se volvió hacia los paneles de cristal y observó a la gente que estaba bajo la carpa. Dijo algo y Bosch creyó que pudo leerle los labios: «Hijo de puta.»

Entonces empezó a hablar más deprisa, ladrando órdenes. El hombre de la silla se levantó y Bosch supo de manera instintiva que era el momento de irse. Caminó con rapidez de vuelta al sendero de entrada y trotó hasta el grupo de hombres con chalecos rojos. Le pasó el resguardo del aparcacoches y un billete de diez dólares a uno de ellos y le dijo en español que tenía mucha prisa.

Aun así, le pareció que tardaba una eternidad. Mientras esperaba con nerviosismo, Bosch mantuvo los ojos en la casa, esperando que apareciera el tipo duro. Había observado en qué dirección había ido el aparcacoches y estaba preparado para salir hacia allí si era necesario.

Empezó a lamentar no llevar la pistola. Si iba a necesitarla o no era algo que no importaba. En ese momento sabía que le daba una sensación de seguridad, que se sentía desnudo sin ella.

El surfista trajeado apareció en lo alto del sendero y corrió hacia Bosch. Al mismo tiempo, Bosch vio que se aproximaba su Mustang. Salió a la calle, listo para cogerlo. El surfista llegó antes.

—Eh, amigo, espere un seg…

Bosch se volvió del coche que se aproximaba y le dio un puñetazo en la mandíbula, enviándolo al suelo. El hombre gimió y rodó sobre su costado, llevándose ambas manos a la mandíbula. Bosch estaba seguro de que si no se la había roto como mínimo se la había dislocado. Se sacudió el dolor que sentía en la mano al tiempo que el Mustang chirriaba al detenerse.

El hombre del chaleco rojo tardó en salir. Bosch lo arrastró por la puerta abierta y saltó al interior del vehículo. Mientras se situaba tras el volante miró por el sendero y vio que se aproximaba el tipo duro. Al ver al surfista en el suelo, echó a correr, pero sus pasos eran inseguros en la bajada del sendero. Bosch vio que sus muslos pesados presionaban la tela de sus pantalones y de repente resbaló y se cayó. Dos de los hombres de chaleco rojo acudieron a ayudarle, pero él los ahuyentó con malos modos.

Bosch aceleró y se alejó. Subió por Mulholland y dobló al este en dirección a su casa. Sentía que la adrenalina corría por sus venas. No sólo había escapado, sino que estaba claro que había pinchado donde dolía. Que Mittel pensara un rato en eso, se dijo. Que sufriera. Entonces gritó en el interior del coche, aunque nadie más que él podía oírlo.

—¡Te has asustado, cabrón!

Descargó la mano en el volante en un gesto de triunfo.