Mientras esperaba el ascensor, Bosch supuso que su esfuerzo para persuadir a Hirsch había caído en saco roto. Hirsch era el tipo de hombre cuyas cicatrices externas ocultaban otras internas más profundas. En el departamento había muchos como él. Hirsch había crecido intimidado por su propio rostro. Probablemente era la última persona que se atrevería a franquear los límites de su trabajo o a saltarse las normas. Un autómata departamental más. Para él, hacer lo correcto era no hacer caso a Bosch. O denunciarlo.
Pulsó el botón del ascensor de nuevo y pensó en qué más podía hacer. La búsqueda en el AFIS era una posibilidad remota, pero todavía quería hacerla. Era un cabo suelto, y toda investigación que se precie debe investigar los cabos sueltos. Decidió que concedería un día a Hirsch y que luego volvería a intentarlo con él. Si eso no funcionaba lo intentaría con otro técnico. Probaría con todos ellos hasta que introdujeran en el ordenador las huellas del asesino.
El ascensor se abrió por fin y él se apretujó en su interior. Esa era una de las pocas cosas seguras en el Parker Center. Los polis venían y se iban, los jefes, incluso las estructuras de poder político cambiaban, pero los ascensores siempre tardaban en llegar y cuando las puertas se abrían estaban llenos. Cuando las puertas se cerraron lentamente y la cabina empezó a descender, Bosch pulsó el botón del sótano, que estaba sin iluminar. Mientras todos miraban con expresión ausente los números iluminados de la puerta, Bosch miró su maletín. Nadie habló en aquel espacio reducido hasta que, cuando el ascensor frenó antes de su siguiente parada, Bosch oyó su nombre de pila pronunciado desde su espalda. Volvió lentamente la cabeza, sin saber si le estaban llamando a él o a algún otro Harry.
Sus ojos se posaron en el subdirector Irvin S. Irving que se hallaba en la parte posterior del ascensor. Intercambiaron un saludo con la cabeza mientras las puertas se abrían en la planta baja. Bosch se preguntó si Irving le había visto pulsar el botón del sótano. No había ninguna razón para que un hombre en situación de baja involuntaria por estrés fuera al sótano.
Bosch juzgó que la cabina estaba demasiado llena para que Irving hubiera visto qué botón había pulsado. Bajó del ascensor en la planta baja e Irving lo siguió y se colocó a su altura.
—Jefe.
—¿Qué le trae por aquí, Harry?
Lo dijo de manera casual, pero la pregunta mostraba que Irving tenía más que un interés pasajero. Empezaron a caminar hacia la salida, mientras Bosch improvisaba una historia.
—De todos modos tenía que ir a Chinatown, así que me he pasado por personal. Quería asegurarme de que me mandaban el cheque a mi casa y no a Hollywood, porque no estoy seguro de cuándo voy a volver.
Irving asintió con la cabeza y Bosch estaba casi convencido de que se lo había tragado. El jefe era aproximadamente de la misma estatura que Bosch, pero poseía el rasgo destacable del cráneo afeitado completamente. Ese rasgo y su reputación de intolerancia por los polis corruptos le habían valido el mote de Don Limpio.
—¿Hoy va a Chinatown? Creía que iba lunes, miércoles y viernes. Ése es el horario que yo aprobé.
—Sí, ése es el horario. Pero la doctora tenía un hueco hoy y quería que yo me pasara.
—Bueno, me alegro de saber que se muestra tan cooperante. ¿Qué le ha pasado en la mano?
—Ah, esto. —Bosch levantó la mano como si fuera la de otra persona y acabara de fijarse en que estaba al extremo de su brazo—. He estado aprovechando parte de mi tiempo libre trabajando en casa y me corté con un cristal. Todavía estoy haciendo limpieza por el terremoto.
—Ya veo.
Bosch supuso que eso no se lo había tragado. Pero no le importaba demasiado.
—Voy a comer algo rápido en el centro comercial federal —dijo Irving—. ¿Quiere acompañarme?
—Gracias, jefe, pero ya he comido.
—Muy bien. Bueno, cuídese. Lo digo en serio.
—Lo haré. Gracias.
Irving empezó a alejarse, pero se detuvo.
—¿Sabe? Estamos tratando esta situación con usted de manera un poco diferente porque tengo la esperanza de que vuelva a homicidios de Hollywood sin ningún cambio en su categoría ni puesto. Estoy esperando las noticias de la doctora Hinojos, pero entiendo que al menos tardará unas semanas.
—Eso me dijo.
—Verá, si estuviera dispuesto a ello, una carta de disculpa al teniente Pounds podría ser beneficiosa. En última instancia voy a tener que convencerle para que usted se reincorpore. Eso será lo más complicado. Creo que conseguir la autorización de la doctora no supondrá ningún problema. Podría limitarme a emitir la orden y él tendría que aceptarla, pero eso no reduciría la presión. Preferiría que él aceptara su retorno y todo el mundo contento.
—Bueno, he oído que ya me ha buscado sustituto.
—¿Pounds?
—Ha puesto a mi compañero con alguien que ha sacado de automóviles. No me parece que esté pensando en mi regreso, jefe.
—Bueno, eso no lo sabía. Hablaré con él. ¿Qué opina de esa carta? Podría ayudarle mucho en su situación.
Bosch vaciló antes de responder. Sabía que Irving quería ayudarle. Los dos compartían un vínculo tácito. Habían sido enemigos acérrimos en el departamento, pero el desprecio se había erosionado hasta convertirse en una tregua que a la sazón ya era más una línea de cauteloso respeto mutuo.
—Me pensaré lo de la carta, jefe —dijo Bosch finalmente—. Le mantendré informado.
—Muy bien. ¿Sabe, Harry? El orgullo se interpone en el camino de muchas decisiones correctas. No deje que le ocurra eso.
—Lo pensaré.
Bosch vio que Irving se alejaba por la fuente en recuerdo de los agentes caídos en acto de servicio. Observó hasta que el subdirector llegó a Temple y empezó a cruzar Los Angeles Street hasta el centro comercial federal, donde se amontonaban distintos emporios de comida rápida. Bosch consideró que era seguro y volvió a entrar.
Se ahorró volver a esperar el ascensor y bajó por la escalera hasta el sótano.
La mayor parte de la planta de subsuelo del Parker Center estaba tomada por la División de Almacenamiento de Pruebas. Había unos pocos agentes de otras brigadas como la División de Fugitivos, pero en general era una planta tranquila. Bosch no encontró tráfico pedestre en el largo pasillo de linóleo amarillo y logró llegar a las dobles puertas de acero de la DAP sin encontrarse con nadie más.
El departamento de policía conservaba las pruebas físicas de las investigaciones que todavía no habían llegado al fiscal de distrito o municipal. Una vez que ocurría eso, por lo general las pruebas se conservaban en la oficina del fiscal.
En esencia, eso hacía del DAP el templo del error. Lo que había detrás de las puertas de acero que Bosch abrió eran las pruebas físicas de miles de delitos no resueltos. Delitos que nunca habían sido juzgados. Incluso olía a fracaso. Como estaba en el sótano del edificio, había un olor húmedo que Bosch siempre creyó que era la peste de la negligencia y el deterioro. De la desesperanza.
Bosch accedió a una salita que básicamente era una jaula de alambre. Había una puerta más en el otro lado, pero tenía un cartel que decía: «Exclusivo personal DAP.» Se fijó en dos ventanillas recortadas en el alambre. Una estaba cerrada y detrás de la otra había un agente uniformado resolviendo un crucigrama. Entre las dos ventanillas había otro cartel que rezaba: «No almacenar armas cargadas.» Bosch se acercó a la ventana abierta y se inclinó sobre el mostrador. El agente levantó la mirada después de escribir una palabra en el crucigrama.
Bosch vio que según la tarjeta de su uniforme se llamaba Nelson. Nelson leyó la tarjeta de identificación de Bosch, de manera que éste tampoco tuvo necesidad de presentarse. Funcionó bien.
—Hie… uf, ¿cómo se pronuncia eso?
—Hieronymus.
—Hieronymus. ¿No hay un grupo de rock que se llama así?
—Puede ser.
—¿Qué puedo hacer por ti, Hieronymus de Hollywood?
—Tengo una pregunta.
—Dispara.
Bosch puso la tarjeta rosa de pruebas en el mostrador.
—Quiero sacar las pruebas de este caso. Es bastante antiguo. ¿Seguirán por aquí?
El agente cogió la tarjeta, la miró y silbó cuando leyó el año. Mientras escribía el número del caso en un formulario de solicitudes dijo:
—Debería estar aquí, no veo por qué no. No se tira nada, ¿sabes? Si quieres ver el caso de la Dalia Negra, lo tenemos aquí. ¿Cuánto hace? Cincuenta y pico años. Tenemos algunos más viejos todavía. Si no se ha resuelto, está aquí. —Levantó la cabeza para mirar a Bosch y guiñó un ojo—. Vuelvo enseguida. ¿Por qué no vas llenando el formulario?
Nelson señaló con el bolígrafo a través de la ventana a un mostrador situado en la pared del fondo donde estaban los formularios de solicitud. Se levantó y se alejó de la ventanilla. Bosch oyó que le gritaba a alguien del fondo.
—¡Charlie! ¡Eh, Charlie!
La persona que estaba al fondo gritó una respuesta ininteligible.
—Ocúpate de la ventanilla —le gritó Nelson—. Yo voy a meterme en la máquina del tiempo.
Bosch había oído hablar de la máquina del tiempo. Era un cochecito de golf que usaban para adentrarse en los rincones más profundos del almacén. Cuanto más viejo era el caso, cuanto más alejado en el tiempo, más lejos estaba de la ventanilla.
Bosch se acercó al mostrador y rellenó un formulario de solicitud, después metió la mano por la ventanilla y lo puso encima del crucigrama. Mientras esperaba, miró a su alrededor y se fijó en otro cartel que estaba en la pared del fondo. «Las pruebas de narcóticos no se entregan sin un formulario 492.» Bosch no tenía ni idea de cuál era ese formulario. En ese momento alguien entró por las puertas de acero con el expediente de un caso de asesinato. Era un detective, pero Bosch no lo reconoció. El hombre abrió el expediente encima del mostrador, copió el número de caso y rellenó un formulario. Después fue a la ventanilla. No había rastro de Charlie. Al cabo de un rato, el detective se volvió hacia Bosch.
—¿Hay alguien trabajando allí atrás?
—Sí, un tipo ha ido a buscarme una caja. Le dijo a otro que vigilara. No sé dónde está.
—Mierda.
El detective golpeó con fuerza con los nudillos en el mostrador. Al cabo de un minuto otro policía de uniforme se acercó a la ventanilla. Era perro viejo, con el pelo blanco y forma de pera. Bosch supuso que llevaría años trabajando en el sótano. Tenía la piel tan blanca como la de un vampiro. Cogió el formulario de pruebas del otro caso y desapareció, dejando tanto a Bosch como al otro detective esperando. Bosch sabía que el otro tipo había empezado a mirarle, pero no se dio por aludido.
—Tú eres Bosch, ¿no? —preguntó al fin—. De Hollywood.
Bosch asintió. El otro hombre le tendió la mano y sonrió.
—Tom North, de Pacific. No nos conocíamos.
—No.
Bosch le tendió la mano, pero no actuó de manera entusiasta ante la presentación.
—No nos conocíamos, pero escucha, trabajé seis años en robos de Devonshire antes de conseguir mi puesto de homicidios en Pacific ¿Sabes quién era mi jefe allí entonces?
Bosch negó con la cabeza. No lo sabía y no le importaba, pero North no parecía darse cuenta de eso.
—Pounds. El teniente Harvey Pounds. El cabrón. Era mi jefe. Bueno, da igual, he oído que le hiciste romper la ventana con la puta cara. Joder, tío, es genial. ¡Bien hecho! Me partí el culo cuando lo oí.
—Bueno, me alegro de haberte entretenido.
—No, en serio, sé que te ha caído un puro por eso. Lo he oído. Pero sólo quería que supieras que me alegraste el día y que hay un montón de gente que te apoya, tío.
—Gracias.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? He oído que te tenían en la lista Cincuenta y uno cincuenta.
A Bosch le molestó darse cuenta de que había hombres en el departamento a los que ni siquiera conocía que sabían lo que le había ocurrido y cuál era su situación. Trató de mantener la calma.
—Escucha, yo…
—Bosch. ¡Tienes tu caja!
Era el viajero del tiempo, Nelson. Estaba en la ventanilla pasando una cajita azul a través de la abertura. Era de tamaño similar a una caja de botas y estaba cerrada con cinta roja resquebrajada por los años. Parecía que la caja estaba cubierta de polvo. Bosch no se molestó en terminar la frase. Se despidió de North con un gesto y se acercó a la caja.
—Firma aquí —dijo Nelson.
Le pasó una tarjeta amarilla encima de la caja. Al hacerlo, se levantó una pequeña nube de polvo, que Nelson disipó con la mano. Bosch firmó el papel y cogió la caja con las dos manos.
Se volvió y vio que North lo estaba mirando. North lo saludó con la cabeza. Al parecer se había dado cuenta de que no era el momento adecuado para hacer preguntas. Bosch le devolvió el saludo y se dirigió a la puerta.
—Ah, Bosch —dijo North—. No quería decir nada con eso de la lista. No te lo tomes a mal, ¿vale?
Bosch lo miró mientras empujaba la puerta con la espalda, pero no dijo nada. Después recorrió el pasillo sosteniendo la caja con las dos manos, como si contuviera un tesoro.