Después del combate con la burocracia claustrofóbica, Bosch necesitaba un poco de aire. Bajó en el ascensor hasta el vestíbulo y salió por las puertas que daban a Spring Street. Al salir, un vigilante de seguridad le indicó que fuera por el lado derecho de la escalinata de entrada al gran edificio, porque estaban rodando una película en el lado izquierdo. Bosch observó el despliegue mientras bajaba la escalera y decidió tomarse un descanso y fumarse un cigarrillo.
Se sentó en uno de los laterales de hormigón y encendió un cigarrillo. En la filmación de la película participaba un grupo de actores que interpretaban a periodistas que bajaban corriendo la escalera del ayuntamiento para entrevistar a dos personas que descendían de un coche. Lo ensayaron dos veces y después filmaron dos tomas en el tiempo que Bosch estuvo allí sentado fumándose otros tantos cigarrillos. Cada vez, los periodistas gritaban lo mismo a los dos hombres.
—Señor Barrs, señor Barrs, ¿lo hizo usted? ¿Lo hizo usted?
Los dos hombres se negaban a responder, avanzaban hasta el grupo y subían la escalera con los periodistas a la zaga. En una de las tomas, uno de los periodistas trastabilló mientras retrocedía, cayó de espaldas en la escalera y fue atropellado por los demás. El director dejó que continuara el rodaje, pensando quizá que la caída añadía realismo a la escena.
Bosch supuso que los realizadores estaban usando la escalinata y la fachada principal del ayuntamiento como escenario de un tribunal. Los hombres que salían del coche eran el acusado y su cotizado abogado. Con frecuencia se utilizaba el edificio del ayuntamiento para ese tipo de tomas, porque tenía más aspecto de tribunal que cualquiera de los tribunales de la ciudad.
Bosch ya estaba aburrido después de la segunda toma, aunque suponía que habría muchas más. Se levantó y caminó hasta la Primera y después por ésta hasta Los Angeles Street, por la que regresó al Parker Center. Por el camino sólo en cuatro ocasiones le pidieron unas monedas, lo cual, consideró, no era mucho para el centro de la ciudad y posiblemente era un signo de que los tiempos estaban mejorando desde el punto de vista económico. Al pasar junto a la hilera de teléfonos públicos que había en el vestíbulo del edificio policial se le ocurrió detenerse en uno de ellos y marcó el número 305-555-1212. Había tratado con la Metro-Dade Police de Miami en varias ocasiones y el 305 era el único prefijo que se le venía en mente. Cuando la operadora le atendió, preguntó por Venice y ella le dijo que el código de área adecuado era el 813.
Volvió a llamar y se comunicó con información de Venice. En primer lugar le preguntó a la operadora cuál era la ciudad grande más próxima a Venice. Ésta le dijo que era Sarasota y Bosch le preguntó cuál era la ciudad grande más próxima a Sarasota. Cuando la mujer le dijo que era St. Petersburg, Bosch finalmente empezó a situarse. Sabía ubicar St. Petersburg en un mapa —en la costa oeste de Florida— porque sabía que los Dodgers ocasionalmente jugaban partidos de preparación en primavera allí y una vez lo había buscado.
Finalmente proporcionó a la operadora el nombre de McKittrick y enseguida le saltó una grabación diciendo que el número no estaba en la lista por petición del usuario. Se preguntó si alguno de los detectives de Metro-Dade con los que había tratado por teléfono podría conseguirle ese número. Todavía no tenía idea de dónde estaba exactamente Venice ni de la distancia que lo separaba de Miami. Decidió abandonar. McKittrick había tomado medidas para que contactar con él no resultara fácil. Usaba un apartado de correos y tenía un número que no figuraba en la guía. Bosch desconocía por qué un policía retirado había tomado semejantes medidas en un estado que se hallaba a cinco mil kilómetros de donde había trabajado, pero sabía que la mejor forma de contactar con McKittrick sería presentarse en persona. Una llamada de teléfono, incluso si Bosch conseguía el número, era fácil de evitar. Alguien plantado en la puerta de tu casa ya era otro cantar. Además, Bosch contaba con una oportunidad; sabía que el cheque de la pensión de McKittrick estaba en el correo, camino de su apartado postal.
Sabía que podría usarlo para encontrar al viejo poli.
Se enganchó su tarjeta de identificación al traje y subió a la División de Investigaciones Científicas. Le dijo a la mujer que estaba detrás del mostrador que tenía que hablar con alguien de huellas y, sin esperar, como hacía siempre, pasó por la media puerta y recorrió el pasillo hasta el laboratorio.
El laboratorio era una amplia sala con dos filas de mesas de trabajo con luces fluorescentes en el techo. Al fondo de la sala había dos escritorios con terminales del programa AFIS, la base de datos de huellas dactilares. Detrás de ellos había una pared de cristal con los servidores. El cristal estaba empañado por la condensación porque la sala del servidor se mantenía a temperatura menor que la del resto del laboratorio.
Como era la hora de comer, sólo había un técnico en el laboratorio y Bosch no lo conocía. Estuvo tentado de dar media vuelta y volver más tarde, cuando hubiera alguien conocido, pero el técnico levantó la mirada de una de las terminales y lo vio. Era un hombre alto y delgado, con gafas y un rostro que había sido asolado por el acné en su adolescencia. Las secuelas le habían dejado una expresión hosca permanente.
—¿Sí?
—Hola, ¿qué tal?
—Bien. ¿En qué puedo ayudarle?
—Harry Bosch. División de Hollywood.
Extendió la mano y el otro hombre dudó antes de estrechársela con cautela.
—Brad Hirsch.
—Sí, creo que he oído tu nombre. Nunca hemos trabajado juntos, pero es cuestión de tiempo. Trabajo en homicidios, así que probablemente antes o después trabajo con todos los que pasan por aquí.
—Probablemente.
Bosch se sentó en una silla que estaba al otro lado del módulo del ordenador y puso el maletín en su regazo. Se fijó en que Hirsch estaba mirando la pantalla azul de su ordenador. Parecía más cómodo mirando allí que a Bosch.
—La razón de mi visita es que en este momento hay un poco de calma en la ciudad del glamour. Y he empezado a revisar viejos casos. Me he encontrado con este de mil novecientos sesenta y uno.
—¿Mil novecientos sesenta y uno?
—Sí, es viejo. Una mujer…, causa de la muerte traumatismo grave, después el asesino simuló una estrangulación para que pasara por un crimen sexual. La cuestión es que nunca detuvieron a nadie. Nunca se llegó a ninguna parte. De hecho, no creo que nadie lo revisara después de la diligencia debida del sesenta y dos. Hace mucho tiempo. Bueno, la cuestión es, la razón de que haya venido es que entonces los polis que lo investigaron sacaron una buena cantidad de huellas de la escena del crimen. Tenían bastantes parciales y algunas completas. Y las tengo aquí.
Bosch sacó la tarjeta amarillenta del maletín y se la alcanzó al hombre. Hirsch la miró, pero no la cogió. Volvió a mirar la pantalla del ordenador y Bosch colocó la tarjeta en el teclado, delante de él.
—Y, bueno, como sabes, eso fue antes de que tuviéramos estos ordenadores tan modernos y toda la tecnología que tienes aquí. Entonces sólo las usaban para compararlas con las huellas de sospechosos. Si no coincidían soltaban al tipo y éstas las guardaban en un sobre. Han estado en el archivo del caso desde entonces. Así que lo que estaba pensando era que podríamos…
—¿Quiere que las pase por el AFIS?
—Exacto. Es cuestión de intentarlo. Echar los dados, a lo mejor tenemos suerte y pillamos a un autostopista en la superautopista de la información. Ha ocurrido antes. Edgar y Burns de homicidios de Hollywood resolvieron un viejo caso esta semana con una búsqueda en el AFIS. Estuve hablando con Edgar y me dijo que uno de los tipos de aquí (creo que era Donovan) dijo que el ordenador tiene acceso a millones de huellas de todo el país.
Hirsch asintió sin entusiasmo.
—Y no son sólo huellas de delincuentes, ¿verdad? —preguntó Bosch—. Tienen a militares, policías, servicio civil, todo, ¿verdad?
—Sí, eso es. Pero, mire, detective Bosch, nosotros…
—Harry.
—De acuerdo, Harry. Es una gran herramienta que mejora constantemente. Tiene razón en eso, pero todavía hay aquí elementos humanos y de tiempo. Las huellas tienen que escanearse y codificarse y entonces hay que introducir esos códigos en el ordenador. Y ahora mismo tenemos un retraso de doce días.
Hirsch señaló la pared de encima del ordenador. Había un letrero con números que cambiaban. Como los letreros del sindicato de policías que decían X número de días desde la última muerte en acto de servicio.
SISTEMA AFIS
Las búsquedas se procesan en 12 días.
¡No hay excepciones!
—Así que, ya ve, no podemos colar a cualquiera que entra aquí y ponerlo encima del paquete, ¿entiende? Ahora bien, si quiere rellenar un formulario de búsqueda, puedo…
—Mira, sé que hay excepciones. Especialmente en casos de homicidios. Alguien hizo esa búsqueda para Burns y Edgar el otro día. No esperaron doce días. Las miraron de inmediato y resolvieron tres casos como si nada. —Bosch chascó los dedos.
Hirsch lo miró a él y luego de nuevo al ordenador.
—Sí, hay excepciones. Pero llegan de arriba. Si quiere hablar con la capitana LeValley, tal vez ella lo apruebe. Si…
—Burns y Edgar no hablaron con ella. Alguien simplemente les buscó las huellas.
—Bueno, entonces se hizo contra las normas. Debían de conocer a alguien que se las buscó.
—Bueno, yo te conozco a ti, Hirsch.
—¿Por qué no rellena un formulario y yo veré qué…?
—Vamos, ¿cuánto tiempo vas a tardar? ¿Diez minutos?
—No, en su caso mucho más. Esta tarjeta es una reliquia. Está obsoleta. Tendría que pasarla por el Livescan, que entonces asignaría códigos a las huellas. Después tendría que introducir los códigos manualmente. Entonces en función de las restricciones en la búsqueda que quiera podría…
—No quiero ninguna restricción. Quiero que se comparen en todas las bases de datos.
—Entonces el tiempo del ordenador podría ser de treinta o cuarenta minutos.
Con un dedo Hirsch se subió las gafas en el puente de la nariz como para puntuar su resolución de no quebrantar las normas.
—Bueno, Brad —dijo Bosch—, el problema es que no sé de cuánto tiempo dispongo para este caso. Seguro que doce días no. De ninguna manera. Estoy trabajando en esto porque tengo tiempo, pero en cuanto reciba una llamada sobre un caso fresco se acabó. Así son las cosas en homicidios. Así que, ¿estás seguro de que no hay nada que podamos hacer ahora mismo?
Hirsch no se movió. Se limitó a mirar la pantalla azul. A Bosch le recordó el orfanato, donde los chicos literalmente se apagaban como un ordenador en reposo cuando los matones los hostigaban.
—¿Qué estás haciendo ahora, Hirsch? Podemos hacerlo ahora mismo.
Hirsch lo miró un largo momento antes de hablar.
—Estoy ocupado. Y mire, Bosch, yo le conozco, ¿vale? Lo de resolver viejos casos es una historia interesante, pero sé que es una mentira. Sé que está de baja por estrés. Las noticias vuelan. Y ni siquiera debería estar aquí y yo no debería estar hablando con usted. Así que por favor déjeme solo. No quiero meterme en líos. No quiero que la gente se forme ideas erróneas, ¿vale?
Bosch lo miró, pero los ojos de Hirsch hablan vuelto a centrarse en la pantalla.
—Vale, Hirsch, deja que te cuente una historia real. Una…
—De verdad que no quiero más historias, Bosch. ¿Por qué no se…?
—voy a contarte esta historia y después me voy, ¿de acuerdo? Sólo esta historia.
—Vale, Bosch, como quiera. Cuente la historia.
Bosch lo miró en silencio y esperó a que Hirsch estableciera contacto visual, pero los ojos del técnico de huellas seguían en la pantalla del ordenador como si ésta fuera su refugio.
Bosch explicó la historia de todos modos.
—Fue hace mucho tiempo, yo tengo casi doce años y allí estoy nadando en esa piscina. Estoy debajo del agua, pero tengo los ojos abiertos y miro hacia arriba y veo el borde de la piscina. Veo esa figura oscura. Era difícil saber qué era, lo veía todo ondulado. Pero vi que era un hombre y se suponía que no tenía que haber ningún hombre allí. Así que subí a tomar aire y comprobé que no me había equivocado. Era un hombre. Llevaba un traje oscuro. Se agachó y me agarró por la muñeca. Yo era un alfeñique. No le costó nada levantarme y sacarme del agua. Me dio una toalla para que me la pusiera en los hombros, me llevó a una silla y me dijo… me dijo que mi madre había muerto. La habían asesinado. Dijeron que no sabían quién había sido, pero quien había sido había dejado sus huellas dactilares. Dijo: «No te preocupes, hijo, tenemos sus huellas y son tan buenas como el oro. Lo encontraremos.» Recuerdo exactamente estas palabras: «Lo encontraremos.» Pero nunca lo hicieron. Y ahora voy a hacerlo yo. Ésa es mi historia, Hirsch.
La mirada de Hirsch se posó en la tarjeta amarillenta del teclado.
—Mire, es un mal rollo, pero no puedo hacerlo. Lo siento.
Bosch lo miró un momento y se levantó lentamente.
—No olvide la tarjeta —dijo Hirsch.
La cogió y se la tendió a Bosch.
—La dejo aquí. Vas a hacer lo correcto, Hirsch. Lo sé.
—No. No puedo…
—¡La dejo aquí!
El poder de su voz pareció impresionarle incluso a él mismo y al parecer asustó a Hirsch. El técnico de huellas volvió a dejar la tarjeta en el teclado. Al cabo de unos segundos de silencio, Bosch se inclinó y habló con voz tranquila.
—Todo el mundo quiere tener la oportunidad de hacer lo que debe, Hirsch. Les hace sentirse bien interiormente. Aunque hacerlo no encaje exactamente en las reglas, a veces tienes que confiar en la voz interior que te dice lo que has de hacer.
Bosch volvió a levantarse y sacó la billetera y un boli. Sacó una de sus tarjetas y anotó en ella algunos números. La puso sobre el teclado, junto a la tarjeta impresa.
—Son los números de mi móvil y de casa. No te molestes en llamar a comisaría, ya sabes que no estoy allí. Esperaré tus noticias, Hirsch.
Bosch salió lentamente del laboratorio.