Bosch estaba sentado en la mesa del comedor con la libreta a mano y los recortes de periódico que un becario del Times le había preparado a instancias de Keisha Russell delante de él en dos pilas separadas. En una pila estaban las noticias sobre Conklin y en la otra las de Mittel. En la mesa había una botella de Henry que Bosch había estado cuidando como jarabe para la tos a lo largo de toda la tarde. Sólo iba a permitirse una cerveza. El cenicero, no obstante, estaba lleno y una nube de humo azulado envolvía la mesa. No se había puesto límite a los cigarrillos. Hinojos no había dicho nada del tabaco.

Sin embargo, ella había tenido mucho que decir de su misión. Le había aconsejado rotundamente que lo dejara hasta que estuviera emocionalmente mejor preparado para afrontar lo que podría descubrir. Él le dijo que había avanzado demasiado para detenerse. Fue en ese momento cuando la psiquiatra dijo algo en lo que no había cesado de pensar en el camino y que seguía entrometiéndose en sus pensamientos.

—Será mejor que piense en esto y se asegure de qué es lo que quiere —le había dicho ella—. Inconscientemente o no, podría haber estado trabajando hacia esto toda su vida. Podría ser la razón de que sea detective, investigador de homicidios. Resolver la muerte de su madre también podría terminar con su necesidad de ser policía. Podría quitarle su impulso, su misión. Debería estar preparado para eso antes de seguir adelante.

Bosch consideraba que lo que ella había dicho era cierto. Sabía que la idea había estado presente durante toda su vida. Lo que le había ocurrido a su madre le había ayudado a definir todo lo que hizo después. Y la promesa de descubrirlo, la promesa de vengarla, estaba siempre presente en los oscuros recovecos de su mente. Nunca había sido algo que se hubiera dicho en voz alta, ni siquiera algo en lo que hubiera pensado con tenacidad. Porque hacerlo implicaba planificar, y eso no formaba parte de una agenda. Aun así, le superaba la sensación de que lo que estaba haciendo era inevitable, algo programado por una mano invisible hacía mucho tiempo.

Apartó a Hinojos de su pensamiento y se concentró en el recuerdo. Estaba bajo el agua, con los ojos abiertos, mirando hacia arriba, hacia la luz. De pronto, la luz quedó eclipsada por una figura que se alzaba en el borde de la piscina, una figura borrosa, un ángel oscuro que se cernía sobre él. Harry dio una patada en el fondo y subió hacia la superficie.

Bosch cogió la botella de cerveza y se la terminó de un trago. Trató de concentrarse otra vez en los recortes de periódico que tenía delante.

Inicialmente le había sorprendido la cantidad de historias que había sobre Arno Conklin anteriores a su ascenso al trono de la oficina del fiscal del distrito. Sin embargo, al empezar a leerlas vio que la mayoría eran despachos mundanos de noticias en las que Conklin era el fiscal de la acusación. Aun así, Bosch comprendió un poco mejor la naturaleza del hombre a través de los casos en los que trabajó y de su estilo como fiscal. Estaba claro que su estrella se alzó, tanto en la fiscalía como a ojos de la opinión pública, a raíz de una serie de casos altamente publicitados.

Los artículos estaban en orden cronológico. El primero trataba de la fructuosa acusación en 1953 de una mujer que había envenenado a sus padres y después había guardado sus cadáveres en baúles del garaje hasta que al cabo de un mes los vecinos se quejaron del olor a la policía. Conklin era citado profusamente en varios artículos acerca del caso. En una ocasión se lo describía como «el apuesto ayudante del fiscal del distrito». El caso fue uno de los precursores del uso de la incapacidad mental por parte de la defensa. La mujer alegó capacidad disminuida, pero a juzgar por la cantidad de artículos se había desatado un furor público sobre el caso y el jurado sólo tardó media hora en declarada culpable. La acusada fue condenada a muerte y Conklin se aseguró un lugar en el escenario público como paladín de la seguridad y defensor de la justicia. Había una foto suya hablando con los periodistas tras el veredicto. La descripción anterior de él era precisa. Era un hombre apuesto. Llevaba un traje de tres piezas, tenía el pelo rubio y corto y estaba bien afeitado. Era alto y delgado, y mostraba el aspecto rubicundo y genuinamente americano por el que los actores pagaban fortunas a los cirujanos. Arno era una estrella por derecho propio.

Había más artículos referidos a casos de asesinato en los recortes además de ése. Conklin había ganado todos ellos. Y siempre había solicitado —y obtenido— la pena capital. Bosch se fijó en que en los artículos sobre casos de finales de los cincuenta había sido elevado al cargo de primer ayudante del fiscal del distrito y a final de la década a ayudante, uno de los puestos de más responsabilidad de la fiscalía. En una sola década había experimentado un ascenso meteórico.

Había un reportaje sobre una conferencia de prensa en la que el fiscal del distrito John Charles Stock anunciaba que colocaba a Conklin a cargo de la unidad de investigaciones especiales y le encargaba limpiar la miríada de problemas de vicio que amenazaban el tejido social del condado de Los Angeles.

«Siempre he asignado los trabajos más duros a Arno Conklin —explicó el fiscal—. Y vuelvo a recurrir a él. La gente de la comunidad de Los Angeles quiere una comunidad limpia y, por Dios, la tendremos. Para aquellos que sepan que vamos a por ellos mi consejo es que se vayan. En San Francisco los acogerán. En San Diego los acogerán. Pero en Los Angeles no.»

A continuación había varios artículos fechados en los dos años siguientes con ostentosos titulares acerca de cierres de casas de juego clandestinas, antros de drogadicción, casas de citas y prostitución callejera. Conklin trabajaba con unos efectivos de cuarenta policías cedidos por todos los departamentos del condado. Hollywood era el objetivo principal de los «comandos de Conklin» como el Times había bautizado a su brigada, pero el azote de la ley caía sobre malhechores de todo el condado. Desde Long Beach al desierto, todos aquellos que trabajaban en las nóminas del pecado huían atemorizados, al menos según el artículo del diario. A Bosch no le cabía duda de que los señores del vicio que eran objetivo de los comandos de Conklin siguieron operando sus negocios como de costumbre y sólo fueron los últimos de la cadena trófica, los empleados reemplazables, los que fueron detenidos.

La última historia en la pila de Conklin, fechada el 1 de febrero de 1962, era el anuncio de que se presentaría al máximo cargo de la fiscalía en una campaña que hacía un renovado hincapié en liberar al condado de los vicios que amenazaban a toda gran sociedad. Bosch se fijó en que parte del majestuoso discurso que pronunció en la escalinata del viejo tribunal del centro de Los Angeles era una filosofía policial bien conocida, que Conklin, o la persona que le escribía los discursos, se había apropiado.

A veces la gente me dice: «¿Cuál es el problema, Arno? Éstos son delitos sin víctimas. Si un hombre quiere hacer una apuesta o pagar por acostarse con una mujer, ¿qué hay de malo en ello? ¿Dónde está la víctima?» Bueno, amigos, os diré qué hay de malo en ello y quién es la víctima. Nosotros somos las víctimas. Todos nosotros. Cuando permitimos que este tipo de actividades ocurran, cuando nos limitamos a mirar hacia otro lado, nos debilitamos todos y cada uno de nosotros.

Yo lo veo de esta manera. Estos llamados pequeños delitos Son cada uno de ellos como una ventana rota en una casa abandonada. No parece un gran problema, ¿verdad? Error. Si nadie repara esa ventana, pronto llegarán los chicos y creerán que a nadie le importa. Así que tirarán unas cuantas piedras y romperán más ventanas. Después el ladrón conduce por la calle y al ver la casa cree que a nadie le importa. Así que monta la parada y empieza a entrar en casas mientras los propietarios están trabajando.

La siguiente noticia es que otro bellaco viene y roba coches aparcados en la calle. Y etcétera, etcétera. Los residentes empiezan a ver sus barrios con otros ojos. Piensan: «Si a nadie le importa, ¿por qué voy a preocuparme yo?» Esperan un mes más antes de cortar el césped. No les dicen a los chicos que están en las esquinas que dejen de fumar y que vayan a la escuela. Es un deterioro progresivo, amigos. Ocurre a lo largo de este gran país nuestro. Se cuela como las malas hierbas en nuestro jardín. Bueno, cuando yo sea fiscal del distrito arrancaré de raíz esas malas hierbas.

El artículo terminaba explicando que Conklin había elegido a un joven «activista» de su oficina para que rigiera su campaña. Decía que Gordon Mittel iba a renunciar a su puesto en la fiscalía para empezar a trabajar de inmediato. Bosch releyó el artículo y enseguida quedó paralizado por algo que no había registrado en su primera lectura. Estaba en el segundo párrafo.

Para el famoso Conklin será su primer asalto a la fiscalía. El soltero de 35 años, residente en Hancock Park, dijo que había planeado la candidatura durante mucho tiempo y que contaba con el respaldo del fiscal John Charles Stock, quien también se presentó en la conferencia de prensa.

Bosch pasó las páginas de su libreta hasta la lista de nombres que había anotado antes y escribió «Hancock Park» después del nombre de Conklin. No era mucho, pero era una pieza que confirmaba la historia de Katherine Register. Y era bastante para que a Bosch se le disparara la adrenalina. Le hizo sentir que al menos tenía una caña en el agua.

—Puto hipócrita —masculló para sus adentros.

Trazó un círculo en torno al nombre de Conklin en la libreta. Sin prestar atención, siguió repasando el círculo con el bolígrafo mientras pensaba qué hacer a continuación.

El último destino de Marjorie Lowe había sido una fiesta en Hancock Park. Según Katherine Register, iba más concretamente a ver a Conklin. Después del asesinato, Conklin había llamado a los detectives del caso para establecer una cita, pero faltaba el registro de la entrevista, si es que ésta se había producido. Bosch sabía que sólo era una correlación general de hechos, pero le servía para profundizar y consolidar la sospecha que había sentido la primera noche al mirar en el expediente del caso de asesinato. Algo no encajaba. Y cuanto más pensaba en ello, más creía que Conklin era la pieza que no encajaba.

Buscó en su americana, que tenía colgada del respaldo de la silla, y sacó una pequeña agenda de teléfonos. Se la llevó a la cocina, donde marcó el número particular del ayudante del fiscal del distrito Roger Goff.

Goff era un amigo que compartía la pasión de Bosch por el saxo tenor. Habían pasado muchos días sentados uno al lado del otro en el tribunal y muchas noches sentados en taburetes vecinos en bares de jazz. Goff era un fiscal de la vieja escuela que había pasado casi treinta años en la fiscalía. No tenía aspiraciones políticas ni dentro ni fuera de la oficina del fiscal. Simplemente le gustaba su trabajo. Era un bicho raro, porque nunca se cansaba de él. Miles de fiscales habían entrado, se habían quemado y habían ido a la América corporativa ante los ojos de Goff, pero él permanecía. A la sazón trabajaba en el edificio del tribunal de lo penal, con fiscales y abogados defensores veinte años más jóvenes que él. Pero seguía siendo bueno y, algo más importante, todavía conservaba la pasión en la voz cuando se situaba ante un jurado y descargaba la ira de Dios y de la sociedad contra aquellos que se sentaban en el banquillo de los acusados. Su mezcla de tenacidad e imparcialidad sin ambages lo habían convertido en una leyenda en los círculos legales y policiales de la ciudad. Y era uno de los pocos fiscales por los que Bosch sentía un respeto incondicional.

—Roger, soy Harry Bosch.

—Eh, maldita sea, ¿cómo estás?

—Estoy bien, ¿en qué andabas?

—Viendo la tele, como todo el mundo. ¿Qué estás haciendo tú?

—Nada, sólo estaba pensando. ¿Recuerdas a Gloria Jeffries?

—Glo… Mierda, claro. Veamos. Ella era…, sí, es la que tenía un marido tetrapléjico por un accidente de moto.

Al recordar el caso, sonó como si estuviera leyendo una de sus libretas de notas.

—Se ha cansado de cuidarle. Así que una mañana él está en la cama y ella se sienta en la cara de él hasta que lo asfixia. Iba a pasar como muerte natural, pero un detective suspicaz llamado Harry Bosch no iba a dejar que se saliera con la suya. Encontró un testigo al que Gloria le había explicado todo. La clave, lo que convenció al jurado, fue que ella le dijo al testigo que cuando lo asfixió, fue el primer orgasmo que el pobre diablo fue capaz de darle. ¿Qué te parece mi memoria?

—Impresionante.

—¿Qué pasa con ella?

—Se está reeducando en Frontera. Se está preparando. Me preguntaba si tendrías tiempo para escribir una carta.

—Mierda, ¿ya? Eso fue hace, ¿tres o cuatro años?

—Casi cinco. He oído que ahora está con la Biblia y que habrá una vista el mes que viene. Escribiré una carta, pero sería bueno que el fiscal escribiera otra.

—Descuida, tengo una carta modelo en mi ordenador. Lo único que hago es cambiar el nombre y el delito y añadir algunos detalles truculentos. La idea básica es que el delito fue demasiado vil para que se considere la condicional en este momento. Es una buena carta. La mandaré mañana. Normalmente funciona de maravilla.

—Bien. Gracias.

—Deberían dejar de darles la Biblia a estas mujeres. Todas se convierten a la religión cuando les llega el turno. ¿Alguna vez has ido a una de esas vistas?

—Un par de veces.

—Sí, si tienes tiempo y no te sientes particularmente propenso al suicidio, quédate medio día allí sentado. Una vez me mandaron a Frontera cuando le tocó el turno a una de las chicas Manson. Con los casos más sonados en lugar de una carta mandamos a alguien en persona. Bueno, fui y me senté a escuchar diez casos mientras esperaba que apareciera mi chica. Y te lo juro, todas citan a los Corintios, citan el Apocalipsis, Mateo, Pablo, Juan tres dieciséis, Juan esto, Juan lo otro. ¡Y funciona! Mierda si funciona. Esos viejos del tribunal se lo tragan. Además, creo que a todos les pone estar allí sentados escuchando a esas mujeres humillándose ante ellos. En fin, me has dado pie, Harry. La culpa es tuya.

—Lo siento.

—Vale. ¿Qué otras novedades hay? No te he visto en el edificio. ¿Me estás preparando algo?

Era la pregunta que Bosch había estado esperando de manera que pudiera cambiar la conversación disimuladamente hacia Arno Conklin.

—Ah, no mucho. Está tranquilo. Pero, eh, deja que te pregunte algo, ¿conoces a Arno Conklin?

—¿Arno Conklin? Claro que lo conocía. Él me contrató. ¿Por qué me preguntas por él?

—Por nada. Estaba revisando unos viejos archivos, haciendo sitio en los armarios, y me he encontrado con unos periódicos viejos. Estaban en el fondo. Había varios artículos sobre él y he pensado en ti, creo que eran de cuando tú empezaste.

—Sí, Arno trataba de ser un buen hombre. Un poco alto y poderoso para mi gusto, pero creo que en general era un hombre decente. Especialmente si consideramos que era al mismo tiempo político y abogado.

Goff se rió de su propia broma, pero Bosch se quedó en silencio. Goff había usado el pasado. Bosch sintió una presencia pesada en el pecho y sólo entonces se dio cuenta de lo fuerte que era su deseo de venganza.

—¿Está muerto? —Cerró los ojos. Deseó que Goff no detectara la urgencia que se había deslizado en su tono de voz.

—Oh, no, no está muerto. O sea, me refiero a cuando lo conocí. Entonces era un buen hombre.

—¿Sigue practicando el derecho?

—No. Es mayor. Está retirado. Una vez al año lo llevan en la silla de ruedas al banquete anual de los fiscales. Él entrega personalmente el premio Arno Conklin.

—¿Qué es eso?

—Un trozo de madera con una placa de cobre que se entrega al fiscal administrativo del año, aunque no te lo creas. Es el legado del tipo, un premio anual al entre comillas fiscal que no pone el pie en el tribunal en todo el año. Suele caerle a uno de los jefes de división. No sé cómo deciden a cuál. Probablemente al que se aleja más de la fiscalía en ese año.

Bosch rió. El chiste no era tan bueno, pero estaba sintiendo el alivio de saber que Conklin seguía vivo.

—No tiene gracia, Bosch. Es muy triste. Fiscal administrativo, ¿quién ha oído semejante cosa? Es un oxímoron. Como Andrew y sus guiones. Trata con esa gente de los estudios llamados, apunta esto, creadores ejecutivos. Aquí tienes la contradicción clásica. Bueno, te lo has buscado, Bosch, me has dado cuerda otra vez.

Bosch sabía que Andrew era el compañero sentimental de Goff, pero nunca lo había visto.

—Lo siento, Roger. ¿A qué te refieres con que lo sacan?

—¿A Arno? Bueno, quiero decir que lo sacan. Va en silla de ruedas. Te lo he dicho, es un hombre mayor. Lo último que supe era que estaba en una residencia de cuidados completos. Una de las de lujo, en Park La Brea. Siempre digo que algún día he de ir a verle y darle las gracias por haberme contratado entonces. Quién sabe, a lo mejor podría apuntarme un puntito para ese premio.

—Muy gracioso. ¿Sabes?, he oído que Gordon Mittel era su testaferro.

—Ah, sí, era el perro guardián. Llevaba sus campañas. Así es como empezó Mittel. Bueno, ése era peligroso. Estoy contento de que abandonara el derecho penal, sería duro enfrentarse con ese hijo de puta en el tribunal.

—Sí, eso he oído —dijo Bosch.

—Lo que hayas oído puedes multiplicarlo por dos.

—¿Lo conoces?.

—Ahora no y entonces tampoco. Sólo sé que tenía que mantenerme alejado. Ya no estaba en la fiscalía cuando yo llegué. Pero siempre había historias. Supuestamente en aquellos primeros tiempos, Arno era el heredero forzoso y todo el mundo lo sabía, había muchas maniobras para acercarse a él. Había un tipo, Sinclair creo que se llamaba, al que asignaron para llevar la campaña de Arno. Entonces, una noche, la mujer de la limpieza encontró unas fotos porno debajo de su cartapacio. Hubo una investigación interna y se comprobó que las fotos habían sido robadas de los archivos de casos de otro fiscal. Condenaron a Sinclair. Él siempre dijo que había sido una trampa de Mittel.

—¿Crees que fue él?

—Sí. Era el estilo de Mittel…, pero ¿quién sabe?

Bosch sintió que había dicho y preguntado suficiente para que pasara por una conversación de cotilleo. Si seguía adelante, Goff podía sospechar acerca del motivo de la llamada.

—¿Entonces qué me dices? —preguntó— ¿Ya no vas a salir o quieres pasarte por el Catalina? He oído que Redman está en la ciudad para tocar Leno. Te apuesto la entrada a que él y Bradford se pasan al final.

—Suena tentador, Harry, pero Andrew está preparando una cena tardía y creo que esta noche vamos a quedarnos en casa. Él cuenta con ello. ¿No te importa?

—No, claro. De todos modos estoy tratando de no empinar el codo demasiado últimamente. Tengo que descansar un poco.

—Vaya, señor, eso es admirable. Creo que merece un trozo de madera con una placa de cobre.

—O un whisky.

Después de colgar, Bosch volvió a sentarse tras el escritorio y tomó notas sobre los puntos más destacados de la conversación con Goff. Después sacó la pila de recortes de Mittel y se la puso delante. Eran artículos más recientes que los de Conklin porque Mittel no se labró un nombre hasta mucho más tarde.

Conklin había sido su primer peldaño en la escalera.

La mayoría de las historias eran simples menciones de Mittel, que había asistido a diversas galas en Beverly Hills o había sido el anfitrión en diversas campañas o cenas benéficas.

Desde el principio era un hombre encargado del dinero, un hombre al que políticos y entidades de beneficencia acudían cuando querían echar las redes en los ricos enclaves del Westside. Trabajaba para los dos bandos, republicanos o demócratas, no le importaba. No obstante, su perfil creció cuando empezó a trabajar para candidatos a una escala mayor. El actual gobernador era cliente suyo, como también lo eran un puñado de congresistas y senadores de otros estados del oeste.

Bosch leyó un perfil escrito varios años antes —y aparentemente sin su cooperación— bajo el titular «El hombre del dinero del presidente». El diario explicaba que Mittel había sido nombrado para recaudar fondos entre los contribuyentes de California para la reelección presidencial y aseguraba que el estado era una de las piedras angulares de la campaña nacional de recogida de fondos.

El artículo también mencionaba la ironía de que Mittel era un ermitaño en el mundo de perfil alto de la política. Era un hombre que trabajaba entre bastidores y rehuía los focos. Tanto era así que repetidamente había rechazado puestos de influencia de aquellos a quienes había ayudado a ser elegidos.

Mittel había preferido quedarse en Los Angeles, donde era socio fundador de una poderosa firma legal, Mittel, Anderson, Jennings & Rountree. Aun así, a Bosch le pareció que lo que hacía este abogado educado en Yale tenía poco que ver con la ley tal y como Bosch la entendía. Seguramente Mittel llevaba años sin pisar un tribunal. Eso le hizo pensar en el premio Conklin y sonrió. Lástima que Mittel se hubiera retirado de la fiscalía. Habría sido un buen candidato al premio.

Había una foto que acompañaba al perfil. Mostraba a Mittel en la escalera inferior del Air Force One, saludando al entonces presidente en el aeropuerto LAX. Aunque el artículo había sido publicado años antes, Bosch se quedó pasmado por lo joven que se veía a Mittel en la foto. Leyó de nuevo el artículo y comprobó su edad. Haciendo los cálculos se dio cuenta de que Mittel tenía apenas sesenta años.

Bosch apartó los recortes de periódico y se levantó. Durante un buen rato se quedó de pie ante las puertas correderas de cristal que daban a la terraza y miró las luces del desfiladero. Empezó a considerar lo que sabía de las circunstancias de treinta y tres años atrás. Conklin, según Katherine Register, conocía a Marjorie Lowe. Estaba claro por el expediente del caso que había hurgado en la investigación de su muerte por razones desconocidas. Su búsqueda fue aparentemente cubierta por razones asimismo desconocidas. Esto había ocurrido sólo tres meses después de que anunciara su candidatura a fiscal del distrito y menos de un año antes de que una pieza clave en la investigación, Johnny Fox, muriera cuando estaba a su servicio.

Bosch pensó que era obvio que Fox habría sido conocido de Mittel, el director de campaña. Por consiguiente, concluyó que al margen de lo que Conklin hiciera o supiera, era probable que Mittel, su testaferro y el arquitecto de su candidatura política, también tuviera conocimiento.

Bosch volvió a la mesa y se centró en la lista de nombres de su libreta. Cogió el boli y también rodeó el nombre de Mittel. Tenía ganas de tomarse otra cerveza, pero se conformó con un cigarrillo.