Otra vez en su coche, Bosch sacó la libreta y observó la lista.
Tachó el nombre de Meredith Roman y examinó los que le quedaban. Sabía que el orden en que había anotado los nombres no sería el mismo orden en que trataría de hablar con ellos. Sabía que antes de poder acercarse a Conklin, o incluso a McKittrick y Eno, necesitaba más información.
Sacó su agenda de teléfonos del bolsillo de la americana y el móvil del maletín. Llamó a las autoridades de Tráfico en Sacramento y se identificó como el teniente Harvey Pounds. Dio el número de Pounds y pidió que comprobaran los datos de Johnny Fox. Después de cotejar su libreta, dio la fecha de nacimiento. Al hacerlo hizo cuentas y concluyó que Fox tendría en ese momento sesenta y un años.
Mientras seguía esperando, sonrió al pensar que Pounds tendría que dar algunas explicaciones al cabo de un mes. El departamento había empezado recientemente a controlar el uso de la base de datos de Tráfico porque el Daily News había publicado que agentes de todo el departamento realizaban secretamente búsquedas para amigos periodistas y detectives privados. El nuevo jefe lo había zanjado exigiendo que todas las llamadas y conexiones de ordenador con Tráfico se documentaran en un formulario recién implementado que requería asignar las búsquedas a un caso o propósito específicos. Los formularios se enviaban al Parker Center y después se cotejaban con las listas que proporcionaba Tráfico cada mes. Cuando apareciera el nombre del teniente en la lista de Tráfico en el siguiente control y no se encontrara el formulario correspondiente, Pounds recibiría una llamada de los auditores.
Bosch había anotado el número de la tarjeta de identificación del teniente cuando éste se la había dejado enganchada en su chaqueta, en el colgador que tenía fuera de su despacho. Lo había copiado en su agenda de teléfonos con la corazonada de que un día podría resultarle útil.
La administrativa de Tráfico volvió finalmente a la línea y dijo que no había ninguna licencia emitida a nombre de Johnny Fox con la fecha de nacimiento que Bosch le había proporcionado.
—¿Algo que se acerque?
—No, cielo.
—Querrá decir teniente, señorita —dijo Bosch con severidad—. Teniente Pounds.
—Es señora, teniente. Señora Sharp.
—Dígame, señora Sharp, ¿hasta cuándo se remonta esa búsqueda informática?
—Siete años. ¿Alguna cosa más?
—¿Cómo compruebo los años anteriores?
—No lo hace. Si quiere una búsqueda manual de los registros nos manda una carta, teniente. Tardará entre diez y catorce días. En su caso, cuente catorce. ¿Algo más?
—No, pero no me gusta su actitud.
—Estamos en paces. Adiós.
Bosch se rió en alto después de cerrar la agenda de teléfonos. Estaba seguro de que la solicitud de búsqueda no se perdería en el proceso. La señora Sharp se ocuparía de ello. Probablemente el nombre de Pounds sería el primero en la lista que iba a llegar al Parker Center.
Marcó el número de Edgar en la mesa de homicidios y lo pilló antes de que se fuera de comisaría.
—Harry, ¿qué pasa?
—¿Estás ocupado?
—No, nada nuevo.
—¿Puedes buscarme un nombre? Ya he probado en Tráfico, pero necesito que alguien me lo busque en el ordenador.
—Eh…
—Oye, ¿puedes o no? Si te preocupa Pounds, entonces…
—Eh, Harry, calma. ¿Qué te pasa, tío? No he dicho que no pueda hacerlo. Dime el nombre.
Bosch no podía entender por qué la actitud de Edgar lo ponía furioso. Respiró hondo y trató de calmarse.
—El nombre es John Fox. Johnny Fox.
—Mierda, va a haber cien John Foxes. ¿Tienes la fecha de nacimiento?
—Sí, la tengo.
Bosch consultó su libreta y le dio el dato.
—¿Qué te ha hecho? Dime, ¿cómo te va?
—Divertido. Ya te lo contaré. ¿Vas a mirarlo?
—Sí, ya te he dicho que lo haría.
—Vale, tienes el número de mi móvil. Si no, déjame un mensaje en casa.
—En cuanto pueda, Harry.
—¿No has dicho que no había nada nuevo?
—Nada nuevo, pero estoy trabajando, tío. No puedo pasarme el día haciéndote favores.
Bosch se quedó petrificado y se produjo un corto silencio.
—Eh, Jerry, vete a tomar por culo. Ya lo haré yo.
—Oye, Harry, no estoy diciendo que no…
—No, en serio. No importa. No quiero que te comprometas con tu nuevo compañero o con tu intrépido líder. Al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no? Así que no me vengas con ese rollo del trabajo. Tú no estás trabajando. Estás a punto de salir por la puerta para irte a casa y lo sabes. O, espera, a lo mejor hoy también te toca ir a tomar una copa con Burnsie.
—Harry…
—Cuídate, tío.
Bosch cerró el teléfono y se quedó sentado dejando que la rabia se le evaporara como el calor de un radiador. El teléfono sonó cuando todavía lo tenía en la mano e inmediatamente se sintió mejor. Lo abrió.
—Oye, lo siento, ¿vale? —dijo—. Olvídalo.
Hubo un largo silencio.
—¿Hola?
Era la voz de una mujer. Bosch se sintió inmediatamente avergonzado.
—¿Sí?
—¿Detective Bosch?
—Sí, lo siento, pensaba que era otra persona.
—¿Como quién?
—¿Quién es?
—Soy la doctora Hinojos.
—Oh. —Bosch cerró los ojos y la ira le invadió de nuevo—. ¿Qué quiere?
—Sólo llamaba para recordarle que tenemos una sesión mañana. A las tres y media. ¿Vendrá?
—No tengo elección, ¿recuerda? Y no hace falta que me llame para recordarme las sesiones. Lo crea o no, tengo una agenda, un reloj, un despertador y todo eso.
Inmediatamente pensó que se había pasado de la raya con el sarcasmo.
—Parece que lo he pillado en mal momento. Voy a…
—Sí.
—… dejarlo. Hasta mañana, detective Bosch.
—Adiós.
Bosch volvió a cerrar el teléfono y lo dejó caer en el asiento. Puso en marcha el coche. Tomó por Ocean Park hasta Bundy y después hacia la 10. Al aproximarse al paso elevado de la autovía vio que los coches que circulaban por allí en dirección este no se movían y que la rampa de acceso estaba llena de coches que esperaban para hacer cola.
—Mierda —dijo en voz alta.
Pasó junto a la rampa de la autovía sin girar y se metió por debajo. Enfiló Bundy hasta Wilshire y allí dobló al oeste hacia el centro de Santa Mónica. Tardó quince minutos en encontrar aparcamiento cerca de Third Street Promenade. Había estado evitando los garajes de varios niveles desde el terremoto y no quería empezar a usarlos en ese momento.
«Qué contradicción andante —pensó Bosch mientras buscaba un lugar para estacionar—. Vives en una casa condenada que según los inspectores está a punto de deslizarse por la colina, pero no quieres meterte en un garaje.» Al final encontró un lugar enfrente del cine porno, a una manzana del Promenade.
Bosch pasó la hora punta caminando por el tramo de tres manzanas de restaurantes con terrazas, cines y tiendas. Se metió en el King George de Santa Mónica, que sabía que era un lugar frecuentado por algunos de los detectives de la División de West Los Angeles, pero no vio a nadie conocido. Después se compró una pizza en un puesto de comida para llevar y se dedicó a mirar a la gente. Vio a un actor de calle que hacía malabarismos con cinco cuchillos de carnicero al mismo tiempo. Y pensó que tal vez sabía cómo se sentía el hombre.
Se sentó en un banco y observó las hordas de gente que pasaban a su lado. Los únicos que le prestaban atención eran los vagabundos, y pronto se quedó sin monedas ni billetes de un dólar. Bosch se sentía solo. Pensó en Katherine Register y en lo que había dicho del pasado. Ella había afirmado que era fuerte, pero Bosch sabía que la comodidad y la fuerza podían estar basadas en la tristeza. Eso era lo que tenía él.
Pensó en lo que ella había hecho cinco años antes. Muerto su marido, Katherine había hecho balance de su vida y había encontrado el agujero en sus recuerdos. El dolor. Le había mandado la carta con la esperanza de que él actuara entonces. Y casi había funcionado. Bosch había sacado de los archivos el expediente del caso, pero no había tenido la fuerza, o quizá era debilidad, para mirarlo.
Después de que anocheció, Bosch caminó por Broadway hasta Mr B's, encontró un taburete en la barra y pidió un chupito de Jack Daniels. Había un quinteto tocando en el pequeño escenario de la parte de atrás. El solo era de un saxo tenor. Estaban terminando Do Nothing Till You Hear From Me y Bosch se dio cuenta de que había llegado al final de una larga sesión. El saxo se arrastraba. No era un sonido limpio.
Decepcionado, apartó la mirada del grupo y echó un trago largo de cerveza. Miró el reloj y supo que el tráfico sería fluido si se marchaba entonces. Pero se quedó. Levantó el chupito, lo echó en la jarra de cerveza y echó un buen trago de la implacable mezcla. El grupo pasó a What a Wonderful World. Ningún miembro de la banda se puso a cantar, aunque, por supuesto, nadie podía emular la voz de Louis Armstrong por más que lo intentara. No importaba. Bosch conocía la letra:
Vi árboles verdes
y también rosas rojas.
Los vi florecer
por ti y por mí
y pensé para mí:
¡qué mundo maravilloso!
La canción lo hizo sentirse solitario y triste, pero no le importó. La soledad había sido el fuego de callejón ante el que se había acurrucado durante la mayor parte de su vida. Estaba volviendo a acostumbrarse a eso. Había sido así para él antes de Sylvia y podía volver a serlo. Sólo requería tiempo y soportar el dolor de dejarla marchar.
En los tres meses que habían transcurrido desde la partida de Sylvia, sólo había recibido de ella una postal. Su ausencia había fracturado el sentido de continuidad de la vida de Bosch. Antes de conocerla, su trabajo siempre había sido para él como los raíles de la vía, algo tan digno de confianza como el atardecer sobre el Pacífico. Con ella había tratado de cambiar de vía en el salto más valiente de su vida. Pero había fallado. El esfuerzo de Bosch no bastó para mantenerla a su lado y Sylvia se había ido. Y él había descarrilado. En su interior se sentía tan fragmentado como su ciudad. Roto, le parecía a veces, en todos los niveles.
Oyó una voz femenina que entonaba la canción. Al girar el cuello vio a una joven que estaba a unos taburetes de distancia, con los ojos cerrados mientras cantaba con suavidad. Cantaba sólo para ella, pero Bosch podía oírla.
Vi cielos azules
y nubes blancas.
El día bendito y brillante,
la noche sagrada y oscura,
y pensé para mí:
¡qué mundo maravilloso!
Llevaba una falda corta blanca y una camiseta y un chaleco colorido. Bosch supuso que no tenía más de veinticinco años y le gustó que conociera la canción. La chica estaba sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas. Su columna se mecía al ritmo del saxofón. Tenía la cara enmarcada por un cabello castaño y sus labios, ligeramente separados, eran casi angelicales. A Bosch le pareció hermosa, tan perdida en la majestuosidad de la música. Limpio o no, el sonido la transportaba y él la admiraba por dejarse llevar. Sabía que lo que veía en su rostro era lo que vería un hombre que hiciera el amor con ella. Tenía lo que otros polis llamaban una cara franca. Tan hermosa que siempre sería un escudo. No importaba lo que hiciera o lo que le hicieran, su cara sería su pasaporte. Le abriría puertas y las cerraría detrás de ella. Le permitiría salir bien parada.
La canción terminó y la joven abrió los ojos y aplaudió. Nadie había aplaudido hasta que ella empezó, pero en ese momento todos los que estaban en la barra, Bosch incluido, se unieron al aplauso. Ése era el poder de una cara franca. Bosch se volvió y le pidió al camarero otro chupito y otra cerveza. Cuando las tuvo delante, miró hacia la mujer, pero ésta se había ido. Se volvió hacia la puerta y vio que se cerraba. La había perdido.