Bosch fumó en el camino a casa, pero se dio cuenta de que lo que de verdad necesitaba no era un cigarrillo, sino una copa que le calmara. Miró el reloj y decidió que era demasiado temprano para parar en un bar. Se conformó con otro cigarrillo e irse a casa.
Después de subir por Woodrow Wilson, aparcó a media manzana de su domicilio y regresó caminando. Oía música suave de piano. El sonido procedía de la casa de uno de sus vecinos, pero no sabía decir de cuál. En realidad no conocía a ninguno de sus vecinos ni quién podía tener un pianista en la familia. Pasó por debajo de la cinta amarilla extendida delante de su propiedad y entró a través de la puerta de la cochera.
Aparcar calle arriba y ocultar el hecho de que vivía en su propia casa formaba parte de su rutina. El inmueble había recibido la etiqueta roja que lo calificaba de inhabitable después del terremoto y un inspector municipal había ordenado su demolición. Sin embargo, Bosch no había acatado ninguna de las dos órdenes. Había cortado el candado que bloqueaba la caja de electricidad y llevaba tres meses viviendo de este modo.
Era una casa pequeña, con revestimiento exterior de madera de secuoya. Se alzaba sobre unos pilares anclados en el lecho de roca sedimentaria que se había doblado para formar las montañas de Santa Mónica, surgidas en el desierto durante las eras mesozoica y cenozoica. Los pilares habían resistido el terremoto, pero la casa en saledizo se había desplazado por encima de ellos, soltándose parcialmente de los pernos instalados para resistir los temblores sísmicos. Resbaló. Unos cinco centímetros. Pero eso era suficiente. A pesar de la corta distancia, el daño era grande. En el interior, el armazón de madera de la casa se dobló y los marcos de puertas y ventanas dejaron de estar en escuadra. Los cristales se hicieron añicos, la puerta delantera quedó cerrada de manera definitiva, bloqueada en un marco que se había escorado hacia el norte con el resto de la edificación. Si Bosch quería abrir esa puerta, probablemente necesitaría pedir prestado el tanque de la policía con el ariete. Tenía que valerse de una palanca para abrir la puerta de la cochera, que se había convertido en la entrada principal a la vivienda.
Bosch había pagado cinco mil dólares a una empresa constructora para que levantara la casa y la desplazara de nuevo los cinco centímetros que se había deslizado. La habían colocado en su lugar y habían vuelto a atornillarla a los pilares. Después, Bosch se contentó con trabajar cuando disponía de tiempo en reconstruir él mismo los marcos de las ventanas y las puertas interiores.
Lo primero fue el cristal, y en los meses posteriores reconstruyó los marcos y volvió a colgar las puertas interiores. Se basaba en libros de carpintería y con frecuencia tenía que repetir dos y tres veces el mismo proyecto hasta que obtenía un resultado razonablemente satisfactorio. No obstante, disfrutaba de la actividad, e incluso le resultaba terapéutica. El trabajo manual se convirtió para él en un descanso de su labor en homicidios. Dejó la puerta de la entrada tal y como estaba, a modo de saludo al poder de la naturaleza, y se conformó con entrar por la puerta lateral.
Todos sus esfuerzos no sirvieron para salvar la casa de la lista de estructuras condenadas del ayuntamiento. A pesar del trabajo de Bosch, Gowdy, el inspector de obras que había sido asignado a esa zona de las colinas, mantuvo la etiqueta roja de las casas sentenciadas a la demolición, y entonces empezó el juego del escondite por el cual Bosch entraba y salía de manera subrepticia, como un espía en una embajada extranjera. Clavó lonas de plástico negro en el lado interior de las ventanas que daban a la calle para que no saliera luz alguna. Y siempre buscaba a Gowdy. Gowdy era su perdición.
Entretanto, Bosch contrató a un abogado para apelar la resolución del inspector.
La puerta de la cochera ofrecía un acceso directo a la cocina. Después de entrar, Bosch abrió la nevera, sacó una lata de Coca-Cola y se quedó de pie ante el viejo electrodoméstico, refrescándose con el aliento del refrigerador mientras examinaba su contenido en busca de algo adecuado para la cena. Sabía exactamente lo que había en los estantes y en los cajones, pero miró de todos modos. Era como si esperara la aparición por sorpresa de un bistec olvidado o de una pechuga de pollo. Seguía esta rutina con la nevera abierta con cierta frecuencia. Era el ritual de un hombre que estaba solo, y eso también lo sabía.
En la terraza de atrás, Bosch se bebió el refresco y se comió un sándwich que consistía en pan de hacía cinco días y rodajas de carne de un envase de plástico. Lamentó no tener patatas chips para acompañarlo, porque indudablemente tendría hambre más tarde si sólo se alimentaba del sándwich.
Se quedó de pie en la barandilla mirando la autovía de Hollywood, casi al límite de su capacidad a causa de los residentes fuera de la ciudad que volvían a sus domicilios como cualquier otro lunes por la tarde. Él había escapado del centro de Los Angeles justo antes de que rompiera la ola de la hora punta. Tenía que tener cuidado de no pasarse de tiempo en sus sesiones con la psicóloga del departamento, concertadas los lunes, miércoles y viernes a las tres y media. Se preguntó si Carmen Hinojos permitía que una sesión se alargara o bien la suya era una misión de nueve a cinco.
Desde su atalaya particular, Bosch veía casi todos los carriles que atravesaban el paso de Cahuenga en dirección norte hacia el valle de San Fernando. Estaba repasando mentalmente lo que se había dicho durante la sesión, tratando de dilucidar si había sido una sesión buena o mala, pero se despistó y empezó a observar el punto donde la autovía aparecía en el horizonte, al coronar el paso de montaña. Distraídamente, elegía dos coches que alcanzaban juntos la cima y los seguía con la mirada por el segmento de la autovía que resultaba visible desde la terraza. Elegía a uno u otro y seguía la carrera, desconocida para los pilotos, hasta la línea de meta situada en la salida de Lankershim Boulevard.
Al cabo de unos minutos se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se volvió, dando la espalda a la autovía.
—Joder —dijo en voz alta.
Supo entonces que mantener las manos ocupadas no bastaría mientras continuara apartado del trabajo. Volvió a entrar y cogió una botella de Henry de la nevera. En cuanto la hubo abierto sonó el teléfono. Era su compañero, Jerry Edgar, y la llamada fue una bienvenida distracción en medio del silencio.
—Harry, ¿cómo van las cosas en Chinatown?
Como todos los polis temían en secreto que algún día podrían derrumbarse a causa de las presiones del trabajo y convertirse en candidatos a las sesiones de terapia de la Sección de Ciencias del Comportamiento del departamento, rara vez se referían a la unidad utilizando su nombre formal. Ir a las sesiones de la SCC solía llamarse «ir a Chinatown», porque la unidad se hallaba en Hill Street, a muchas travesías del Parker Center. Cuando se sabía que un poli iba allí corría la voz de que sufría el blues de Hill Street. El edificio de seis plantas en el que se hallaba la SCC se conocía como el edificio Cincuenta y uno cincuenta. No era el número de la calle, sino el código con el que se referían a una persona demente en la radio de las patrullas. Este tipo de códigos formaba parte del proceso de menospreciar, y de este modo contener con más facilidad, los propios temores.
—Me ha ido genial en Chinatown —dijo Bosch con sarcasmo—. Tendrías que probarlo algún día. Una sesión y ya ha conseguido que me siente aquí a contar los coches de la autovía.
—Bueno, al menos no se te acabarán.
—Sí, ¿tú qué tal?
—Al final Pounds lo ha hecho.
—¿Qué ha hecho?
—Me ha enchufado otro compañero.
Bosch se quedó un momento en silencio. La noticia le dejó una sensación de irrevocabilidad. La idea de que tal vez nunca recuperaría su trabajo se abrió paso en su mente.
—¿Ah, sí?
—Sí, al final lo ha hecho. Me ha tocado un caso esta mañana y ha puesto conmigo a uno de sus lameculos. Burns.
—¿Burns? ¿De automóviles? Nunca ha trabajado en homicidios. ¿Alguna vez ha trabajado en delitos contra personas?
Los detectives solían optar entre dos líneas en el departamento. Una era la de los delitos contra la propiedad y la otra la de los delitos contra personas. En la segunda vía uno podía especializarse en homicidios, violaciones, asaltos o atracos. Los detectives de delitos contra personas llevaban los casos de perfil alto y solían ver a los investigadores de los delitos contra la propiedad como chupatintas. Había tantos delitos contra la propiedad en la ciudad que los detectives pasaban la mayor parte de su tiempo tomando nota de denuncias y procesando alguna detención ocasional. En realidad no hacían mucho trabajo de detectives, porque no les quedaba tiempo para eso.
—Siempre ha sido un chupatintas —dijo Edgar—, pero con Pounds eso no importa. Lo único que le importa es tener a alguien en la mesa de homicidios que no le moleste. Y Burns es el tipo ideal. Seguramente empezó a cabildear para obtener el puesto en el mismo momento en que se enteró de lo tuyo.
—Bueno, que se joda. Voy a volver a la mesa y entonces él volverá a coches.
Edgar se tomó un tiempo para responder, como si Bosch hubiera dicho algo que para él carecía de sentido.
—¿De verdad crees eso, Harry? Pounds no va a consentir que vuelvas después de lo que hiciste. Cuando me dijo que iba a ponerme con Burns le dije que no se lo tomara a mal, pero que prefería esperar hasta que volviera Harry Bosch, y él me dijo que entonces tendría que esperar hasta hacerme viejo.
—¿Eso dijo? Bueno, que se joda él también. Todavía me quedan un par de amigos en el departamento.
—Irving sigue en deuda contigo, ¿no?
—Supongo, pero ya veremos.
No continuó, prefería cambiar de tema. Edgar era su compañero, pero nunca habían llegado al punto de confiar plenamente en el otro. Bosch desempeñaba el papel de mentor en la relación y le habría confiado su vida a Edgar, pero era un vínculo que se sostenía en la calle. Las cuestiones internas del departamento eran otro asunto. Bosch nunca se había fiado de nadie, y no iba a empezar a hacerlo en ese momento.
—Bueno, ¿cuál es el caso? —preguntó para cambiar de tema.
—Ah, sí. Quería hablarte de eso. Es raro, tío. Primero el crimen es raro y más todavía lo que ocurrió después. El aviso se recibió de una casa de Sierra Bonita a eso de las cinco de la mañana. Un ciudadano informó de que había oído un sonido como de escopeta, pero amortiguado. Sacó del armario su rifle de caza y salió a echar un vistazo. Es un barrio que últimamente ha sido limpiado por los yonquis. Cuatro robos de casas sólo en su manzana este mes. Así que estaba preparado con el rifle. Bueno, el caso es que recorre el sendero de entrada con el arma (el garaje está en la parte de atrás) y ve un par de piernas colgando de la puerta abierta de su coche, que estaba aparcado enfrente del garaje.
—¿Le disparó?
—No, eso es lo más raro. Se acercó con el arma, pero el tipo del coche ya estaba muerto. Tenía un destornillador clavado en el pecho.
Bosch no lo entendía. Le faltaban datos, pero no dijo nada.
—El airbag lo mató, Harry.
—¿Qué quieres decir con que el airbag lo mató?
—El airbag. El maldito yonqui estaba robando el airbag y de alguna manera el chisme saltó. Se hinchó al instante y le clavó el destornillador justo en el corazón, tío. Nunca había visto nada igual. Debía de tener el destornillador del revés o estaba usando el mango para golpear el volante. Todavía no lo sabemos con certeza. Hablamos con un técnico de Chrysler y nos dijo que si sacas la cubierta protectora como hizo ese tipo, incluso la electricidad estática puede dispararlo. Nuestro difunto llevaba un jersey. No sé, tal vez fuera eso. Burns dice que es la primera víctima de la electricidad estática.
Mientras Edgar se reía entre dientes del humor de su nuevo compañero, Bosch pensó en la escena. Recordó un boletín informativo referente a los robos de airbags que se había distribuido el año anterior. Se habían convertido en un producto muy solicitado en el mercado negro. Los ladrones sacaban trescientos dólares por unidad a propietarios de talleres con pocos escrúpulos. Los talleres los compraban por trescientos y cobraban a los clientes novecientos por instalar uno. Eso doblaba los beneficios que obtenían cuando los encargaban al fabricante.
—¿Entonces parece accidental? —preguntó Bosch.
—Sí, muerte accidental, pero la historia no termina ahí. Las dos puertas del coche estaban abiertas.
—El muerto tenía un cómplice.
—Eso supusimos. Y si encontrábamos al cabrón podíamos acusarlo bajo la ley de complicidad en homicidios. Así que pedimos que los del laboratorio buscaran con el láser todas las huellas que pudieran sacar del coche. Las llevamos al laboratorio y pedimos a uno de los técnicos que las escaneara y las mandara al AFIS. y ¡sorpresa!
—¿Conseguisteis al compañero?
—Irrefutable. Ese ordenador del AFIS tiene largo alcance, Harry. Coincidía con una huella archivada en una de las redes del Centro de Identificación Militar de San Luis. Estuvo en el ejército hace diez años. De ahí sacamos la identificación y después conseguimos una dirección de Tráfico. Lo hemos detenido hoy. Ha confesado. Va a desaparecer por una buena temporada.
—Parece un buen día.
—Pero la cosa no termina ahí. Todavía no te he contado la parte rara.
—Pues cuéntamela.
—¿Recuerdas que te he dicho que pasamos el láser por el coche y obtuvimos todas las huellas?
—Sí.
—Encontramos otra más. Ésta era de la base de datos de crímenes. Un caso de Misisipí. Tío, todos los días tendrían que ser como éste.
—¿Cuál fue el resultado? —preguntó Bosch, que se estaba impacientando con la manera que tenía Edgar de parcelar el relato.
—Coincidía con huellas puestas hace siete años en la red por algo llamado Base de Datos de Identificación Criminal de los Estados del Sur. Son cinco estados que juntos no suman la población de Los Angeles. La cuestión es que una de las huellas que enviamos hoy coincidía con la del perpetrador de un doble homicidio en Biloxi en el setenta y seis. Un tipo al que los diarios llamaron el Asesino del Bicentenario porque mató a dos mujeres el Cuatro de Julio.
—¿El dueño del coche? ¿El tío del rifle?
—Exacto. Sus huellas estaban en la cuchilla de carnicero que dejó clavada en el cráneo de una de las chicas. Estaba bastante sorprendido cuando fuimos a su casa esta tarde. Dijimos: «Eh, cogimos al socio del tío que murió en su coche. Y, por cierto, estás detenido por doble asesinato, hijoputa.» Creo que alucinó, Harry. Tendrías que haber estado allí.
Edgar rió sonoramente al teléfono y Bosch, después de sólo una semana en el dique seco, entendió lo mucho que echaba de menos el trabajo.
—¿Cooperó?
—No, no dijo una palabra. Si fuera tan estúpido no habría salido impune de un doble asesinato durante casi veinte años. Es una larga fuga.
—Sí, ¿qué ha estado haciendo?
—Parece que se lo ha tomado con calma. Es dueño de una ferretería en Santa Mónica. Está casado y tiene un hijo y un perro. Un caso de reforma total. Pero va de retorno a Biloxi. Espero que le guste la cocina del Sur porque no va a volver por aquí en una buena temporada.
Edgar se rió otra vez. Bosch no dijo nada. La historia le deprimía porque era un recordatorio de que ya no estaba en activo. También le recordó la petición de Hinojos de que definiera su misión.
—Mañana vendrán un par de agentes estatales de Misisipí —dijo Edgar—. Hablé con ellos hace un rato y están encantados.
Bosch no dijo nada durante un rato.
—Harry, ¿sigues ahí?
—Sí, sólo estaba pensando en algo… Bueno, suena como un día fantástico en la lucha contra el crimen. ¿Cómo se lo ha tomado el intrépido líder?
—¿Pounds? Joder, se le ha puesto como un bate de béisbol. ¿Sabes qué está haciendo? Está tratando de averiguar una forma de colgarse las medallas por resolver tres asesinatos. Quiere apuntarse los casos de Biloxi.
La estratagema no sorprendió a Bosch. Era una práctica extendida entre los jefes del departamento y los estadísticos anotarse puntos para los índices de resolución de crímenes siempre que era posible. En el caso del airbag no se había producido un asesinato, sino un accidente. No obstante, como el fallecimiento había acontecido en el curso de la comisión de un delito, la ley de California establecía que el cómplice podía ser acusado de la muerte del compañero. Bosch sabía que basándose en la detención por asesinato del compañero, Pounds pretendía sumar un punto a la estadística de casos resueltos. No lo equilibraría sumando un caso a la lista de crímenes cometidos, porque la muerte producida por el airbag había sido accidental. Este pequeño paso de baile estadístico proporcionaría un importante impulso en el índice de homicidios resueltos por la División de Hollywood, que en años recientes había amenazado continuamente con caer por debajo del cincuenta por ciento.
Y no satisfecho con el modesto salto que este fraude contable produciría, Pounds pretendía sumar también el doble asesinato de Biloxi a la estadística. Después de todo, podía argumentarse que su brigada de homicidios había resuelto dos casos más. Sumar tres casos a un plato de la balanza sin añadir ninguno al otro probablemente daría un impulso tremendo al índice general de casos resueltos, así como a la imagen de Pounds como jefe de la brigada de detectives. Bosch sabía que Pounds estaría complacido consigo mismo y con los logros del día.
—Dijo que nuestro índice subiría seis puntos —estaba explicando Edgar—. Estaba radiante, Harry. Y mi nuevo compañero estaba feliz de haber hecho feliz a su hombre.
—No quiero oír nada más.
—No me lo creo. Bueno, ¿qué estás haciendo para mantenerte ocupado además de contar coches en la autovía? Debes de estar mortalmente aburrido, Harry.
—La verdad es que no —mintió Bosch—. La semana pasada terminé de arreglar la terraza. Esta semana voy a…
—Harry, te estoy diciendo que pierdes el tiempo y el dinero. Los inspectores van a descubrirte y te sacarán de casa de una patada en el culo. Después demolerán el edificio ellos mismos y te enviarán la factura. Tu terraza y el resto de la casa terminarán en la parte de atrás de un camión.
—He contratado a un abogado para que se ocupe.
—¿Y qué va a hacer?
—No lo sé. Quiero apelar la etiqueta roja. Es un tío con experiencia, dice que lo arreglará.
—Ojalá. Sigo pensando que deberías derribarla y empezar de nuevo.
—Todavía no he ganado la lotería.
—Hay préstamos federales para damnificados. Podrías pedir uno y…
—Ya lo he solicitado, Jerry, pero me gusta mi casa tal y como es.
—Vale, Harry. Espero que tu abogado lo solucione. Bueno, he de irme. Burns quiere tomarse una cerveza en el Short Stop. Me está esperando allí.
La última vez que Bosch había estado en el Short Stop, un bar de polis cercano a la academia y al estadio de los Dodgers, todavía había en la pared pegatinas que decían: «Yo apoyo al jefe Gates.» Para la mayoría de los polis, Gates era un rescoldo del pasado, pero el Short Stop era un lugar donde la vieja guardia iba a beber y a recordar un departamento que ya no existía.
—Sí, pásalo bien, Jerry.
—Cuídate, tío.
Bosch se recostó en la encimera y se bebió su cerveza. Llegó a la conclusión de que la llamada de Edgar había sido una forma bien disimulada de decirle a Bosch que estaba eligiendo su bando y separándose de él. A Bosch no le molestó. La primera lealtad de Edgar era consigo mismo, para sobrevivir en un ambiente que podía ser traicionero. Bosch no iba a culparlo por eso.
Bosch miró su reflejo en el vidrio de la puerta del horno. La imagen era oscura, pero veía sus ojos en la sombra y el perfil de la mandíbula. Tenía cuarenta y cuatro años y en algunos aspectos parecía mayor. Conservaba la cabeza cubierta de pelo castaño y rizado, pero tanto el cabello como el bigote empezaban a encanecer. Aquellos ojos marrón oscuro le parecieron cansados y consumidos. Su piel tenía la palidez de la de un vigilante nocturno.
Bosch todavía se mantenía delgado, pero en ocasiones la ropa le colgaba como si la hubiera sacado de una de las misiones del centro o acabara de pasar una enfermedad.
Se olvidó de su reflejo y cogió otra cerveza de la nevera. Fuera, en la terraza, vio que el cielo estaba brillantemente iluminado con los tonos pastel del anochecer. Pronto estaría oscuro, pero la autovía era un río resplandeciente de luces en movimiento, un río cuya corriente no se calmaba ni un momento.
Al mirar a los residentes de fuera de la ciudad que regresaban un lunes por la noche, vio la autovía como un hormiguero donde los obreros avanzaban en líneas. Alguien o alguna fuerza surgiría pronto y volvería a golpear la colina. Entonces las autovías se hundirían, las casas se derrumbarían y las hormigas simplemente las reconstruirían y volverían a formar filas.
Se sentía inquieto, pero no sabía por qué. Sus pensamientos se arremolinaban y se mezclaban. Empezó a ver lo que Edgar le había dicho del caso en el contexto de su diálogo con Hinojos. Había alguna conexión, algún puente, pero no lograba alcanzarlo.
Se terminó la cerveza y decidió que con dos bastaba. Fue a sentarse en una de las sillas del salón, con los pies en alto. Lo que quería era darle un descanso a todo. A la mente y al cuerpo. Levantó la cabeza y vio que las nubes estaban pintadas de naranja por el sol. Parecían lava fundida que se movía lentamente por el cielo.
Justo antes de quedarse adormilado un pensamiento se abrió paso entre la lava. Todos cuentan o no cuenta nadie. Y entonces, en el último momento de claridad antes del sueño supo cuál había sido el hilo conductor que había atravesado sus pensamientos. Y supo cuál era su misión.