Bosch estacionó en el aparcamiento de la parte de atrás de la comisaría de Hollywood, en Wilcox, poco antes de las cuatro. Belk sólo había utilizado diez minutos de la hora asignada para su exposición de apertura y el juez Keyes había suspendido la sesión temprano, argumentando que quería empezar con los testimonios al día siguiente, a fin de que el jurado no confundiera los testimonios probatorios con las consideraciones de los letrados. Bosch se había sentido incómodo con el breve discurso de Belk ante el jurado, pero el abogado le había dicho que no había de qué preocuparse.
Bosch entró por la puerta de atrás, la que quedaba al lado del calabozo, y recorrió el pasillo hasta el despacho de detectives. A las cuatro, la brigada solía estar desierta. Y así lo estaba cuando entró Harry, salvo por Jerry Edgar, que se había instalado ante una de las IBM para cumplimentar un formulario que Bosch reconoció como un 51, un Registro Cronológico del Agente Investigador. Levantó la mirada y vio que Bosch se aproximaba.
—¿Pasa, Harry?
—Aquí estoy.
—Veo que has terminado deprisa. No me lo digas, veredicto directo. El juez le pegó una patada en el culo a Money Chandler.
—Ojalá.
—Sí, ya sé.
—¿Qué tenéis hasta ahora?
Edgar explicó que todavía no habían identificado a la víctima. Bosch se sentó detrás de su escritorio y se aflojó el nudo de la corbata. El despacho de Pounds estaba a oscuras, de modo que no había peligro porque encendiera un cigarrillo. Su mente vagó al juicio y a Money Chandler. La abogada de la demandante había captado la atención del jurado durante la mayor parte de su exposición. De hecho, en un claro golpe bajo emocional, había llamado asesino a Bosch. Belk había respondido con una disertación acerca de la ley y del derecho de un agente de policía de disparar a matar en caso de peligro. Aunque después se comprobara que no existía ningún peligro, ningún arma bajo la almohada, dijo Belk, las acciones de Church crearon el clima de peligro que autorizaba a Bosch a actuar de la manera en que lo hizo.
Para terminar, Belk había respondido a la cita de Nietzsche a la que había recurrido Chandler con otra de El arte de la guerra de Sunzi. Belk aseguró que Bosch había entrado en «terreno letal» cuando derribó de una patada la puerta del apartamento de Church. En ese punto tenía que luchar o perecer, disparar o recibir un disparo. Cuestionarse sus acciones a posteriori era injusto.
Sentado frente a Edgar, Bosch se reconoció a sí mismo que el argumento no había funcionado. Belk había resultado aburrido, mientras que Chandler había sido interesante y convincente. Empezaban muy mal. Harry reparó en que Edgar se había callado y él no había registrado nada de lo que había dicho.
—¿Y las huellas? —preguntó.
—Harry, ¿me estás escuchando? Acabo de decirte que hemos terminado con la silicona plástica hace una hora. Donovan consiguió huellas de la mano. Dice que pintan bien, que han quedado muy claras. Esta noche empezará a buscar en el ordenador del Departamento de Justicia y seguramente por la mañana tendremos las similares. Probablemente le ocupará el resto de la mañana revisarlas todas. Pero al menos Pounds le ha dado prioridad a este caso.
—Bien, avísame cuando surja algo. Supongo que estaré entrando y saliendo toda la semana.
—Harry, no te preocupes. Te mantendré al corriente. Pero trata de estar tranquilo. Mataste al asesino, ¿no? ¿Tienes alguna duda?
—Hasta hoy ninguna.
—Entonces no te preocupes. Money Chandler puede follarse al juez y a todo el jurado, pero no va a cambiar eso.
Bosch pensó en lo que Edgar acababa de decir de Chandler. Era interesante ver con cuánta frecuencia los polis reducían la amenaza de una mujer, incluso de una mujer profesional, a una amenaza de carácter sexual. Estaba convencido de que la mayoría de los polis eran como Edgar, que pensaban que algo acerca de la sexualidad de Chandler le confería una ventaja. No admitirían que era excelente en su trabajo, mientras que el fiscal municipal gordo que defendía a Bosch no lo era.
Bosch se levantó y volvió a los archivadores. Abrió uno de sus cajones cerrados con llave y buscó en el fondo para sacar dos carpetas azules que formaban parte del expediente de un caso de asesinato. Ambas eran pesadas, de ocho centímetros de grosor. En el lomo de una de ellas ponía BIOS y en el de la otra DOCS. Ambas eran del caso del Fabricante de Muñecas.
—¿Quién testifica mañana? —preguntó Edgar desde el otro lado de la sala de la brigada.
—No conozco el orden. El juez no le ha exigido a Chandler que lo concrete. Pero yo estoy citado, y también Lloyd e Irving. Ha citado a Amado, el coordinador del forense, e incluso a Bremmer. Todos tienen que presentarse y entonces ella decidirá a quién llama mañana y a quién después.
—El Times no va a dejar que Bremmer declare. Siempre se oponen.
—Sí, pero no lo han citado como periodista del Times, sino porque escribió un libro sobre el caso. El juez ya ha dictado que no le amparan los mismos derechos de confidencialidad que a un periodista. Puede que los abogados del Times se presenten a protestar, pero Keyes ya lo ha decidido. Bremmer testifica.
—Ves a qué me refiero, probablemente la tía ya ha estado a puerta cerrada con ese viejo. Bueno, no importa, Bremmer no puede hacerte daño. En el libro tú eras un héroe.
—Supongo.
—Harry, echa un vistazo a esto.
Edgar se levantó y se acercó a los archivadores. Con mucho cuidado bajó una caja de cartón que había encima del armario y la puso sobre la mesa de homicidios. Era del tamaño de una caja de sombrero.
—Hay que tener cuidado, Donovan dice que debería devolverse esta noche.
Edgar levantó la tapa de la caja y descubrió el rostro en escayola de una mujer. La cara estaba ligeramente girada, de manera que su lado derecho quedaba completamente esculpido en la escayola. Faltaba casi toda la parte inferior izquierda, el maxilar. Los ojos estaban cerrados, la boca, entreabierta. El nacimiento del pelo era casi imperceptible. La cara parecía hinchada junto al ojo derecho. Era como un friso clásico que Bosch había visto en un cementerio o en algún museo. Aunque carente de belleza. Era una máscara mortuoria.
—Parece que el tipo le dio en el ojo y se le hinchó.
Bosch asintió, pero no dijo nada. Había algo desconcertante en el hecho de mirar el rostro de la caja, algo más turbador incluso que la visión de un cadáver. No sabía por qué. Edgar finalmente tapó la caja y cuidadosamente volvió a dejarla encima del archivador.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—No estoy seguro. Si no conseguimos nada de las huellas, podría ser la única forma de establecer una identificación. El forense tiene contacto con un antropólogo de la Universidad de California en Northridge que hace recreaciones faciales. Normalmente trabaja a partir de un cráneo, una calavera. Le llevaré esto y le preguntaré si puede acabar la cara, ponerle una peluca rubia o algo. También puede pintar la escayola, darle color a la piel. No sé, supongo que es buscar una aguja en un pajar, pero vale la pena intentarlo.
Edgar volvió a situarse ante la máquina de escribir y Bosch se sentó delante del expediente. Abrió el archivador de las BIOS, pero se quedó sentado allí, observando a Edgar durante un momento. No sabía si debía admirar el ajetreo de Edgar con el caso o no. Habían sido compañeros y, a pesar de que Bosch había pasado un año enseñándole a ser investigador de homicidios, no estaba seguro de cuánto había logrado transmitirle. Edgar siempre se iba a mirar propiedades inmobiliarias, tomándose dos horas para comer cuando tenía que asistir a la firma de una venta. Nunca había entendido que la brigada de homicidios no era un empleo. Era una misión. Con la misma seguridad con que el asesinato era un arte para quienes se consagraban a él, la investigación de homicidios era un arte para aquéllos que estaban en la misión. Y era la misión la que te escogía a ti, y no al revés.
Con eso en mente, a Bosch le costaba aceptar que Edgar se dejaba la piel en el caso por la razón adecuada.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Edgar sin levantar la mirada de la IBM ni dejar de escribir.
—Nada, estaba pensando en algunas cosas.
—Harry, no te preocupes, se va a solucionar.
Bosch aplastó la colilla de su cigarrillo en un vaso de plástico usado y encendió otro.
—¿La prioridad que Pounds le ha dado al caso ha abierto el grifo de las horas extra?
—Y tanto —dijo Edgar, sonriendo—. Estás mirando a un hombre que tiene la cabeza metida debajo de ese grifo.
Al menos era honesto en eso, pensó Bosch. Satisfecho de que su percepción original de Edgar continuara intacta, Bosch volvió al expediente del caso y pasó los dedos por el borde de la gruesa pila de informes. En la carpeta de tres anillas había once separadores, cada uno de ellos marcado con el nombre de una de las víctimas del Fabricante de Muñecas. Empezó a pasar de sección a sección, examinando las fotografías de las escenas de los crímenes y los datos biográficos de las víctimas.
Las víctimas eran de extracción similar; prostitutas callejeras, acompañantes de alto nivel, strippers, actrices porno que además vendían sus servicios mediante anuncios. El Fabricante de Muñecas se había movido a sus anchas por la cara oculta de la ciudad. Había encontrado a sus víctimas con la misma facilidad con la que ellas se habían metido en la oscuridad con él. Bosch recordaba que el psicólogo del equipo de investigación había dicho que había un patrón de conducta en ello.
Sin embargo, al mirar los rostros congelados de la muerte en las fotografías, Bosch recordó que el equipo de investigación nunca había encontrado nada en común en la apariencia física de las víctimas. Había rubias y morenas. Mujeres corpulentas y frágiles adictas a las drogas. Seis mujeres eran blancas; dos, latinas; dos, asiáticas, y una, negra. Ningún patrón. El Fabricante de Muñecas había sido indiscriminado en ese aspecto, la única pauta identificable había sido que siempre buscaba mujeres en el filo; ese lugar donde las opciones eran limitadas y las víctimas se iban fácilmente con un extraño. El psicólogo había dicho que cada una de las mujeres era como un pez herido que enviaba una señal invisible que inevitablemente atraía al tiburón.
—Era blanca, ¿verdad? —le preguntó a Edgar.
Edgar dejó de escribir.
—Sí, eso dijo el forense.
—Ya la han abierto. ¿Quién?
—No, la autopsia es mañana o pasado, pero Corazón echó un vistazo cuando lo trajimos. Supuso que el cadáver era de una mujer blanca. ¿Por qué?
—Por nada. ¿Rubia?
—Sí, al menos cuando murió. Teñida. Si vas a preguntarme si he comprobado el registro de personas desaparecidas en busca de una blanca rubia que desapareció hace cuatro años, vete a la mierda, Harry. Me conviene hacer horas extra, pero esa descripción no estrecharía el margen más que a trescientas o cuatrocientas. No voy a meterme en eso cuando probablemente mañana tendremos el nombre por las huellas, es una pérdida de tiempo.
—Sí, ya lo sé. Sólo quería…
—Sólo querías algunas respuestas. Como todos, pero las cosas requieren su tiempo, tío.
Edgar empezó a escribir de nuevo. Harry miró en la carpeta, pero no pudo evitar pensar en el rostro de la caja. Ningún nombre, ninguna ocupación. No sabía nada de ella. Pero algo en el molde de escayola le decía que de algún modo encajaba en el modelo del Fabricante de Muñecas. Había una dureza en él que no tenía nada que ver con la escayola. La mujer venía del límite.
—¿Encontrasteis algo más en el hormigón después de que yo me marché?
Edgar dejó de escribir, exhaló sonoramente y negó con la cabeza.
—¿A qué te refieres? ¿A algo como el paquete de cigarrillos?
—Con los otros, el Fabricante de Muñecas dejaba los bolsos. Cortaba las tiras para estrangularlas, pero cuando abandonaba los cadáveres siempre encontrábamos el bolso y la ropa cerca. Lo único que faltaba era el maquillaje. Siempre se quedaba con el maquillaje.
—Esta vez no, al menos en el hormigón. Pounds dejó a un uniformado allí mientras terminaban de levantarlo todo. No encontraron nada más. Debió de esconderlo en la sala de almacenamiento y luego se incendió o se lo llevaron. Harry, ¿estás pensando en un imitador?
—Supongo.
—Sí, yo también.
Bosch asintió con la cabeza y le dijo a Edgar que lamentaba interrumpirle tanto. Volvió a estudiar los informes. Al cabo de unos minutos Edgar sacó el formulario de la máquina de escribir y lo llevó a la mesa de homicidios. Lo guardó en una nueva carpeta con la fina pila de documentos acumulados durante el día y metió ésta en un archivador que estaba detrás de su silla. Después pasó por su ritual diario de llamar a su mujer mientras enderezaba el cartapacio y ordenaba la mesa. Le dijo que tenía que hacer una rápida parada de camino a casa. Escuchar la conversación hizo que Bosch pensara en Sylvia Moore y en algunos de los rituales domésticos que se habían engranado entre ellos.
—Me voy, Harry —dijo Edgar después de colgar.
Bosch asintió.
—¿Cómo es que te has pasado?
—No lo sé. Estoy leyendo esto para saber qué decir cuando.
Eso era una mentira. No necesitaba el expediente del memoria, recordaba perfectamente al Fabricante de Muñecas.
—Espero que acabes con Money Chandler.
—Probablemente me hará trizas. Es buena.
—Oye, he de irme. Ya nos veremos.
—Eh, recuerda, si consigues un nombre mañana, dame un toque al busca.
Después de que Edgar se hubo marchado, Bosch miró su reloj, eran las cinco y encendió la tele que había encima del armario archivador, junto a la caja que contenía el rostro de escayola. Mientras esperaba la noticia sobre el hallazgo del cadáver cogió el teléfono y llamó a casa de Sylvia.
—No voy a llegar hoy.
—Harry, ¿qué pasa? ¿Cómo ha ido la apertura?
—No es por el juicio. Es otro caso. Hoy han encontrado un cadáver que se parece mucho a los del Fabricante de Muñecas. Nos enviaron una nota a comisaría. Básicamente decía que maté al tipo equivocado. Que el verdadero Fabricante de Muñecas sigue vivo.
—¿Puede ser cierto?
—No lo sé. No había tenido ninguna duda hasta hoy.
—¿Cómo puede…?
—Espera un momento. Sale en las noticias. Canal Dos.
—Voy a ponerlo.
Ambos miraron en distintos televisores, pero conectados por teléfono mientras relataban la noticia en el primer informativo. El presentador no mencionó al Fabricante de Muñecas. Hubo una toma aérea de la escena y luego un fragmento con sonido en el que Pounds explicaba que se sabía muy poco, que un aviso anónimo había conducido a la policía hasta el cadáver. Tanto Harry como Sylvia rieron al ver la frente tiznada de Pounds. A Bosch le sentó bien la risa. Después del reportaje, Sylvia se puso seria.
—Así que no se lo ha contado a los medios.
—Bueno, tenemos que asegurarnos. Hemos de averiguar qué fue antes. O bien fue él o un imitador… o tal vez tenía un socio del que no sabíamos nada.
—¿Cuándo sabréis qué dirección tomar?
Era una forma bonita de preguntarle cuándo sabría si había matado a un hombre inocente.
—No lo sé, probablemente mañana. La autopsia nos aclarará algunas cosas. Pero la identificación nos dirá cuándo murió.
—Harry, no fue el Fabricante de Muñecas, no te preocupes.
—Gracias, Sylvia.
Bosch pensó que la lealtad inequívoca de Sylvia era hermosa. De inmediato se sintió culpable porque él nunca había sido completamente franco con las cuestiones que concernían a ambos. Era él quien se reservaba recuerdos y sentimientos.
—Todavía no has dicho cómo te ha ido hoy en el juicio ni por qué no vas a venir como dijiste que harías.
—Es por este nuevo caso que han descubierto hoy. Estoy implicado… y quiero pensar en él.
—Puedes pensar en cualquier parte, Harry.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí. ¿Y en el tribunal?
—Creo que ha ido bien. Sólo estamos en las exposiciones. Los testimonios empiezan mañana. Pero este nuevo caso… de algún modo planea por encima de todo.
Bosch fue cambiando de canal mientras hablaba, pero se había perdido reportajes sobre el nuevo descubrimiento del cadáver en otras cadenas.
—Bueno, ¿qué ha dicho tu abogado?
—Nada, no quiere saber nada del caso.
—Vaya mierda.
—Sólo quiere terminar con el juicio pronto, con la esperanza de que si el Fabricante de Muñecas o algún cómplice sigue suelto no se confirme hasta después de que haya un veredicto.
—Pero Harry, eso no es ético. Aunque sean pruebas a favor de la demandante, ¿no tiene que presentarlas?
—Sí, si las conoce. Por eso no quiere conocerlas. Eso lo pone a salvo.
—¿Cuándo será tu turno de testificar? Quiero estar allí. Puedo pedirme un día personal.
—No, no te preocupes. Es sólo una formalidad. No quiero que sepas nada más de esta historia de lo que ya sabes.
—¿Por qué? Es tu historia.
—No, no lo es. Es la suya.
Bosch colgó después de decirle que la llamaría al día siguiente. Se quedó mirando el teléfono que estaba en la mesa, delante de él, durante un buen rato. Él y Sylvia Moore pasaban tres o cuatro noches de la semana juntos desde hacía casi un año. Aunque Sylvia había hablado de cambiar su relación e incluso había puesto su casa en venta, Bosch nunca había querido tocar la cuestión por miedo de que afectara el frágil equilibrio de la comodidad que sentía con ella.
Se preguntó si estaba haciendo precisamente eso, alterar el equilibrio. Le había mentido. Estaba implicado en el nuevo caso hasta cierto punto, pero había concluido con su día y se iba a casa. Le había mentido porque sentía la necesidad de estar solo con sus pensamientos. A solas con el Fabricante de Muñecas.
Pasó las hojas de la segunda carpeta hasta el final, donde había bolsas de plástico para contener pruebas. En ellas se guardaban las copias de las cartas anteriores del Fabricante de Muñecas. Había tres. El asesino había empezado a enviarlas después de que los medios de comunicación lo hubieran bautizado como el Fabricante de Muñecas. Una había sido dirigida a Bosch, antes del undécimo asesinato, el último. Las otras dos las había recibido Bremmer, en el Times, después del séptimo y el undécimo crimen. Harry examinó la fotocopia del sobre que estaba dirigido a él con letras mayúsculas. Después miró el poema y dobló la página. También había sido escrito con la misma caligrafía inclinada. Leyó las palabras que ya se sabía de memoria.
A advertir y prevenir obligado me veo
esta noche salgo a comer algo, saciaré mi deseo.
Otra muñeca para el estante cuento.
Respira por última vez, cuando me vierto…
Tarde llorarán papá y mamá
una bonita señorita bajo mi campanario.
Mientras aprieto la tira del bolso oigo esa tos.
Es su último jadeo. Suena como Bosch.
Bosch cerró las carpetas y las puso en su maletín. Apagó la tele y se dirigió hacia el aparcamiento. Sostuvo la puerta de la comisaría a dos policías de uniforme que estaban arrastrando a un borracho esposado. El borracho le lanzó una patada, pero Bosch se apartó.
Dirigió su Caprice hacia el norte y tomó Outpost Road hasta Mulholland y luego esta avenida hasta Woodrow Wilson. Después de aparcar en la cochera se quedó un buen rato con las manos en el volante. Pensó en las cartas y en la firma que el Fabricante de Muñecas había dejado en los cuerpos de todas sus víctimas, una cruz pintada en una uña del pie. Después de la muerte de Church habían imaginado el significado. La cruz había sido el campanario, el campanario de una iglesia.