Después de que Bremmer compareciera ante el juez el martes por la mañana, Bosch obtuvo permiso para tomarse el resto de la semana libre en compensación por todas las horas extras que había dedicado al caso.
Pasó el tiempo pululando por la casa, haciendo algunos arreglos y descansando. Cambió la verja del porche de atrás por otra de madera de roble tratado. Y en el Home Depot, donde escogió la madera, compró también cojines nuevos para las sillas y el diván del porche.
Comenzó a leer de nuevo las páginas de deportes del Times y se fijó en los cambios estadísticos de la clasificación de los equipos y la actuación de los jugadores.
Y, de vez en cuando, leía uno de los muchos artículos que el Times publicaba en la sección local sobre lo que comenzaba a conocerse en todo el país como el caso del Discípulo. Sin embargo, ninguno de ellos acabó de atraer su interés. Sabía demasiado del caso. El único interés que tenía por los artículos se centraba en los datos de Bremmer que estaban saliendo a la luz. El Times había enviado a un redactor a Tejas —Bremmer había crecido en un barrio de las afueras de Austin— y el periodista había vuelto con una historia entresacada de expedientes del juzgado de menores y cotilleos de los vecinos. Se había criado junto a su madre, su única familia; a su padre, un músico de bines itinerante, lo veía como mucho una o dos veces al año. Los antiguos vecinos describían a la madre como una mujer que imponía mucha disciplina y trataba con crueldad a su hijo.
Lo peor que el periodista contaba de Bremmer era que a los trece años fue sospechoso, aunque no llegaron a acusarlo, de haber incendiado la caseta de las herramientas de un vecino. Entre los vecinos se comentaba que de todas formas su madre lo castigó como si hubiera cometido el delito y no lo dejó salir de su minúscula casa durante el resto del verano. Los vecinos contaron que por esa misma época comenzaron a tener el problema de que les desaparecían los animales, pero que nunca se creyó que aquello fuera cosa del joven Bremmer. Al menos hasta este momento. Una vez conocida la noticia de Los Ángeles los vecinos parecían dedicarse a culpar a Bremmer de todos los males que padeció la calle aquel año.
Un año después del incendio, la madre de Bremmer murió como consecuencia de su alcoholismo y el chico se educó en una granja infantil estatal, donde los jóvenes acogidos vestían camisa blanca, corbata azul y americana, también en las épocas en las que el termómetro se disparaba. El artículo decía que trabajó en uno de los periódicos de la granja, inaugurando así la carrera que un tiempo después lo llevó a Los Ángeles.
Gente como Locke podría sacar provecho del artículo para alimentar las especulaciones de cómo el Bremmer niño había impulsado al Bremmer adulto a hacer las cosas que había hecho. A Bosch sólo le produjo tristeza. Sin embargo, durante un buen rato no pudo apartar la mirada de la foto de la madre que el Times había rescatado de no se sabía dónde. En la imagen, la mujer estaba delante de la puerta de una casa de estilo ranchero, con la mano sobre el hombro de un Bremmer muy joven. La madre tenía el cabello rubio decolorado, una figura provocadora y mucho pecho. Llevaba demasiado maquillaje, pensó Bosch mientras contemplaba con detenimiento la fotografía.
Aparte de los artículos sobre Bremmer, la historia que leyó y releyó varias veces apareció en la sección local del periódico del jueves. Era sobre el entierro de Beatrice Fontenot. El artículo citaba a Sylvia y relataba que la profesora del Grant High había leído algunos de los trabajos de su alumna durante la misa. Había una foto del oficio fúnebre, pero Sylvia no aparecía en ella. Era una imagen del rostro estoico y bañado en lágrimas de la madre de Beatrice. Bosch apartó la página de la sección local y la puso en la mesa, junto al sofá. Leía la historia cada vez que se sentaba allí.
Cuando se cansaba de estar en casa, conducía. Bajaba la colina y atravesaba el valle de San Fernando sin tener lugar alguno adonde ir. Conducía unos cuarenta minutos para comprar una hamburguesa en un puesto de In 'N’ Out. Como había crecido en Los Ángeles, le gustaba conducir por la ciudad, conocer todas sus calles y rincones. Una vez el jueves y otra el viernes su trayecto lo llevó a pasar por delante del Grant High, pero nunca vio a Sylvia a través de las ventanas de las aulas. Le dolía el alma cada vez que pensaba en ella, pero sabía que lo más cerca que podía estar de ella era en el coche, cuando pasaba por la escuela. Era su turno y él tenía que esperar a que ella moviera ficha.
El viernes por la tarde, cuando volvió de su escapada, vio el piloto del contestador automático encendido y se le hizo un nudo en la garganta. Pensó que tal vez Sylvia había visto su coche y llamaba porque sabía que él tenía el corazón destrozado. Pero cuando puso el mensaje, sólo oyó la voz de Edgar, pidiéndole que lo llamara.
Al cabo de un rato, lo llamó.
—Harry, ¿no te has enterado de nada?
—No, ¿qué pasa?
—Ayer vinieron los de la revista People.
—Te buscaré en la portada.
—No, era broma. En serio, ha habido grandes avances.
—Sí, ¿cuáles?
—Toda esta publicidad nos ha hecho mucho bien. Una señora de Culver City llamó y dijo que había reconocido a Bremmer, que le había alquilado una taquilla, pero con el nombre de Woodward. Conseguimos una orden de registro y nos presentamos allí esta mañana a primera hora.
—¿Y?
—Locke tenía razón. Lo grababa todo. Hemos encontrado las cintas. Sus trofeos.
—Dios.
—Sí. Si quedaba alguna duda, ahora ha quedado disipada por completo. Tenemos siete cintas y la cámara. No debió de grabar a las dos primeras, las que pensamos que eran del Fabricante de Muñecas. Pero tenemos otras siete cintas, incluida la de Chandler y la de Magna Cum Loudly. El cabrón lo grabó todo. Es repugnante. Se está trabajando en la identificación formal de las otras cinco víctimas de las cintas, pero parece que serán las de la lista que elaboró Mora. Gallery y las otras cuatro chicas del porno.
—¿Qué más había en la taquilla?
—Todo. Lo tenemos todo. Tenemos esposas, cinturones, mordazas, un cuchillo y una Glock de nueve milímetros. Todo el equipo que usaba para asesinar. Debía de utilizar la pistola para controlarlas. Por eso no había indicios de pelea en casa de Chandler. Usó la pistola. Suponemos que les apuntaba con el arma hasta que las esposaba y las amordazaba. Por lo que aparece en las cintas, da la impresión de que los asesinatos se ejecutaron en la casa de Bremmer, en el dormitorio de atrás. Salvo el de Chandler, claro. A ella la atrapó en su casa… Joder, Harry, he sido incapaz de ver las cintas.
Bosch podía imaginárselo. Imaginó las escenas y sintió una inesperada palpitación en el corazón, como si se le hubiera desprendido por dentro y golpeara contra sus costillas, como un pájaro intentando escapar de la jaula.
—De todas formas, ya está todo en la fiscalía del distrito y el gran avance es que Bremmer va a hablar.
—¿Ah sí?
—Sí, supo que teníamos las cintas y todo lo demás. Supongo que le dijo a su abogado que quería negociar. Le van a dar cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional a cambio de que nos lleve hasta los cadáveres y permita que lo traten los psiquiatras para que estudien lo que le pasa. Yo preferiría que lo aplastaran como a una mosca, pero supongo que lo hacen por las familias y por la ciencia.
Bosch permaneció en silencio. Bremmer viviría. Al principio no supo qué pensar. Luego se dio cuenta de que el trato no estaba mal. A él le angustiaba pensar que los cuerpos de aquellas mujeres no iban a encontrarse nunca. Ésa había sido la razón por la que había ido a verlo a la cárcel el día que se le imputaron los cargos. Tuvieran o no las víctimas una familia a la que le importara, él no quería dejarlas en el oscuro abismo de lo desconocido.
No era un mal trato, concluyó Bosch. Bremmer sobreviviría, pero no viviría. Para él podría ser incluso peor que la cámara de gas. Y así se haría justicia, pensó.
—Pues eso —dijo Edgar—, pensé que te gustaría saberlo.
—Sí.
—Joder, es muy raro, ¿sabes? Que sea Bremmer. Es más extraño que si fuera Mora. ¡Un periodista! Y, además, no sé, yo también lo conocía.
—Sí, bueno, muchos lo conocíamos. Supongo que nadie conoce a nadie como cree.
—Ya. Nos vemos, Harry.
Aquella misma tarde salió al porche de atrás, se apoyó en su verja nueva de roble, miró hacia el puerto y reflexionó acerca del corazón negro. Su ritmo era tan fuerte que podía marcar el pulso de toda una ciudad. Sabía que ése sería siempre el latido de fondo, la cadencia de su propia vida. Bremmer desaparecería, quedaría oculto para siempre, pero sabía que después de él habría otro. Y después de ése, otro. El corazón negro no late solo.
Encendió un cigarrillo y pensó en Honey Chandler, sustituyó la última visión que tenía de ella en la mente por la imagen de la abogada pronunciando un discurso en los tribunales. Aquél sería siempre el lugar que tendría en su cabeza. Había algo puro y elegante en la furia de aquella mujer, como la llama azul de una cerilla antes de consumirse. Reconocía el valor de aquella furia, incluso cuando se dirigía contra él.
Su mente deambuló hasta llegar a la estatua de las escaleras del juzgado. Seguía sin recordar su nombre. Una rubia de hormigón, la había llamado Chandler. Bosch se preguntó qué habría pensado Chandler de la justicia al final. En su final. Él sabía que sin esperanza no había justicia. ¿Habría tenido Chandler esperanza al final? Él creía que sí. Como la llama azul y pura que se consume hasta apagarse por completo, estaba aún allí. Todavía caliente. Aquello le había permitido vencer a Bremmer.
No oyó a Sylvia hasta que ella salió al porche. Levantó la vista, la vio allí y quiso salir corriendo hacia ella, pero se contuvo. Llevaba tejanos azules y una camisa vaquera azul oscuro. La camisa se la había regalado él por su cumpleaños y eso le pareció una buena señal. Supuso que llegaba directamente del instituto, donde, sólo una hora antes, se habían acabado las clases hasta la semana siguiente.
—He llamado a tu despacho y me han dicho que estabas de permiso. Pensé que podía pasar por aquí para ver qué tal estabas. He ido leyendo todo sobre el caso.
—Estoy bien, Sylvia. ¿Y tú?
—También.
—¿Qué tal nosotros?
Eso le arrancó una leve sonrisa a Sylvia.
—Suena como esas pegatinas que pone la gente en los parachoques: «¿Qué tal conduzco?». Harry, no sé cómo estamos. Supongo que por eso estoy aquí.
Se produjo un silencio incómodo y ella paseó su mirada alrededor del porche y luego hacia el puerto. Bosch apagó el cigarrillo y lo tiró en una vieja lata de café que tenía junto a la puerta.
—Eh, tienes cojines nuevos.
—Sí.
—Harry, tienes que entender que necesitaba un tiempo. Es…
—Lo entiendo.
—Déjame acabar. Lo he ensayado muchas veces, así que dame la oportunidad de decirlo delante de ti. Sólo quería decir que va a ser muy duro para mí, para nosotros, seguir juntos. Va a ser duro vivir con nuestros pasados, nuestros secretos, y sobre todo con lo que haces, con lo que traes a casa contigo…
Bosch esperó a que continuara. Sabía que no había acabado.
—Sé que no hace falta que te lo recuerde, pero ya pasé por esto una vez con un hombre al que amaba. Y vi cómo todo se venía abajo y, bueno, ya sabes cómo acabó. Los dos lo estábamos pasando muy mal. Así que tienes que comprender que yo necesitara alejarme y mirarlo con distancia. Mirarnos.
Él asintió, pero ella no lo estaba mirando. El hecho de que no lo mirara le preocupaba más que sus palabras. Harry, sin embargo, se sentía incapaz de hablar. No sabía qué decir.
—Tú vives una lucha muy dura, Harry. Tu vida, quiero decir. Un policía. A pesar de todo lo que conlleva eso, veo que tienes cosas maravillosas. —Entonces lo miró—. Te quiero, Harry. Y quiero intentar mantener eso vivo porque es una de las mejores cosas de mi vida. Una de las mejores cosas que conozco. Y sé que será duro. Pero tal vez eso lo haga mejor todavía. ¿Quién sabe?
Harry se acercó entonces a ella.
—¿Quién sabe? —dijo él.
Se abrazaron durante mucho tiempo. Con el rostro arrimado al de ella, Harry olía su cabello, su piel. Le sostuvo la nuca como si fuera tan frágil como una pieza de porcelana.
Después de un rato se separaron, aunque sólo el tiempo que tardaron en desplazarse juntos hasta el sofá. Se sentaron en silencio, abrazados el uno al otro, una eternidad, hasta que el cielo comenzó a oscurecerse y se tornó rojo y púrpura sobre San Gabriel. Bosch sabía que todavía tenía secretos, pero de momento se los guardaría. Y él huiría de aquel oscuro lugar de soledad durante un poco más de tiempo.
—¿Quieres que salgamos este fin de semana? —preguntó él—. ¿Que nos vayamos de la ciudad? Podríamos hacer el viaje hasta Lone Pine y quedarnos en una cabaña mañana por la noche.
—Sería fantástico. Yo podría… Podríamos hacerlo.
Unos minutos después ella comentó:
—Harry, puede que no podamos quedarnos en una cabaña. Hay muy pocas y normalmente los viernes están todas ocupadas.
—Ya he reservado una.
Ella se dio la vuelta para mirarle de frente y, con una sonrisa picara, dijo:
—Ah, así que lo has sabido todo este tiempo. Te has limitado a quedarte por aquí, esperando a que volviera. Nada de noches sin dormir, ninguna sorpresa.
Él no sonrió. Dijo que no con un movimiento de cabeza y durante unos instantes miró hacia la luz agonizante que se reflejaba en la ladera oeste de San Gabriel.
—No, Sylvia, no lo sabía —dijo—. Sólo mantenía la esperanza.
Fin