Capítulo 31

A las siete y media de aquella tarde, Bosch estaba sentado en el Caprice en el aparcamiento trasero de St. Vibiana, en el centro de Los Ángeles. Desde su posición, divisaba media manzana de la Segunda, hasta la esquina con Spring. Sin embargo, no alcanzaba a ver el edificio del Times. Claro que tampoco importaba. Sabía que todos los empleados del periódico que no tenían el privilegio de aparcar en el garaje de los directivos tenían que atravesar la esquina de Spring con la Segunda para llegar a uno de los aparcamientos de empleados que estaban a media manzana. Esperaba a Bremmer.

Después de abandonar la escena del crimen, Bosch se había ido a casa y había dormido un par de horas. Luego había estado dando vueltas por su casa de la montaña, pensando en Bremmer y verificando la perfección con que encajaba en el perfil. Llamó a Locke y le hizo unas cuantas preguntas generales más sobre la psicología del Discípulo. Pero a Locke no le habló de Bremmer. No se lo dijo a nadie, ya se habían equivocado dos veces y no podía cometer más errores. Se le ocurrió un plan, después pasó por la comisaría de Hollywood para echar gasolina al Caprice y coger el material que iba a necesitar.

Y en ese momento estaba esperando, observando el goteo constante de vagabundos que caminaban por la Segunda. Se dirigían, como siguiendo la llamada de una sirena, hacia la misión de Los Ángeles, a unas cuantas travesías de allí, en busca de cena y una cama para dormir. Muchos empujaban un carrito de la compra con sus pertenencias.

Bosch no apartó la vista de la esquina en ningún momento, pero su mente estaba lejos. Pensaba en Sylvia y se preguntaba qué estaría haciendo en aquel momento y en qué estaría pensando. Confiaba en que no tardara mucho en decidir, porque sabía que las reacciones y los mecanismos de defensa instintivos de su propia mente se habían puesto en marcha. Ya había comenzado a verle la parte positiva a que ella no volviera. Se decía a sí mismo que Sylvia lo convertía en una persona débil. ¿O acaso no había pensado inmediatamente en ella cuando encontró la nota del Discípulo? Sí, Sylvia lo había hecho vulnerable. Se decía a sí mismo que tal vez ella no le convenía para la misión que él tenía en la vida, que tal vez debería dejarla marchar.

El corazón le dio un vuelco cuando vio a Bremmer doblando la esquina y luego caminando en dirección a los aparcamientos. Un bloque de edificios impedía a Bosch ver más allá. Enseguida puso el coche en marcha, se metió por la Segunda y luego tomó Spring.

Una manzana más allá Bremmer entró en el más nuevo de los garajes con una tarjeta. Bosch se quedó vigilando la puerta de salida. Al cabo de cinco minutos salió del garaje un Toyota Celica, aminoró la marcha y el conductor comprobó que no vinieran coches por Spring. Bosch vio entonces con toda claridad que era Bremmer. El Toyota se incorporó a Spring Street y Bosch lo siguió.

Bremmer se dirigió hacia el oeste por Beverly y entró en Hollywood. Se detuvo en un Vons y salió un cuarto de hora más tarde con una sola bolsa de comida. Luego se adentró en una zona de casas unifamiliares que lindaba con la parte norte del estudio de la Paramount. Entró por el lateral de una casa de estuco y aparcó en el garaje de atrás. Bosch se detuvo en la acera, una casa más allá, y esperó.

Todas las residencias de la zona tenían uno de los tres diseños básicos. Era uno de aquellos barrios de la Victoria, todos cortados por el mismo patrón, que habían surgido en la ciudad tras la Segunda Guerra Mundial, con viviendas asequibles para los militares que regresaban del conflicto. Ahora probablemente haría falta el sueldo de un general para comprarse una casa allí. Es lo que hicieron los ochenta. El ejército de ocupación de yuppies había tomado el barrio.

Todos los jardines tenían un pequeño cartel de hojalata clavado en la tierra. Correspondían a tres o cuatro empresas de seguridad diferentes, pero en todos ponía lo mismo: «Respuesta armada». Era el epitafio de la ciudad. A veces Bosch pensaba que deberían quitar el famoso cartel de Hollywood de la colina y sustituirlo por esas dos palabras.

Bosch esperó a que Bremmer diera la vuelta y fuera a la parte delantera a recoger el correo o bien encendiera las luces del interior de la casa. Cuando, tras cinco minutos, no había ocurrido nada, salió del coche y tomó el camino de entrada a la casa, palpando inconscientemente el lateral de su cazadora para asegurarse de que llevaba su Smith & Wesson. Allí estaba, pero la dejó en la funda.

El camino no estaba iluminado y en los oscuros recovecos del garaje abierto Bosch sólo alcanzaba a distinguir el tenue reflejo de los cristales rojos de las luces de freno del Toyota. Pero de Bremmer no había ni rastro.

Una valla hecha con tablas de madera recorría el lateral derecho del camino, separando el terreno de Bremmer del de su vecino. Unas ramas de buganvilla en flor caían desde el otro lado y Bosch oyó el sonido débil de la televisión de la casa de al lado.

Mientras caminaba entre la valla y la casa de Bremmer hacia el garaje, Bosch era consciente de su absoluta vulnerabilidad. Pero también sabía que, en esta ocasión, sacar el arma no le serviría de nada. Caminó hasta el garaje por el lado del sendero más próximo a la casa y se detuvo ante la oscuridad, bajo una canasta de baloncesto con el aro doblado.

—¿Bremmer? —llamó.

No se oyó ningún ruido, a excepción del ruido del motor del coche que se enfriaba en el garaje. Poco después, Bosch oyó el ligero roce de un zapato contra el suelo. Se volvió. Bremmer estaba allí, con la bolsa de la compra en la mano.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bosch.

—Eso debería preguntar yo.

Bosch se miró las manos al hablar.

—Como no me llamaste, decidí pasar por aquí.

—Llamarte, ¿para qué?

—Querías un comentario del veredicto.

—Eras tú el que se suponía que me tenía que llamar, ¿te acuerdas? En todo caso ahora ya da igual, la historia ya está vista para sentencia. Además, el veredicto quedó en un segundo plano con los otros sucesos del día. La historia del Discípulo (fue Irving el que utilizó ese nombre en su declaración oficial) aparecerá en portada.

Bosch se acercó unos pasos hacia él.

—Entonces, ¿cómo es que no estás en el Red Wind? Creía que habías dicho que siempre pasabas a tomar una copa cuando publicabas en portada.

Con la bolsa en la mano derecha, Bremmer metió la mano en el bolsillo de la cazadora, pero Bosch oyó el ruido de unas llaves.

—Esta noche no tenía ganas. Honey Chandler me caía bien, ¿sabes? ¿Qué estás haciendo aquí, Harry? He visto que me seguías.

—¿No vas a invitarme a pasar? Podríamos tomarnos esa cerveza y brindar por tu historia en portada. Primera plana, ¿no?

—Sí. Éste saldrá en la mitad de arriba.

—La mitad de arriba, me gusta.

Se miraron fijamente en la oscuridad.

—¿Qué me dices de la cerveza?

—Claro —dijo Bremmer.

Se volvió, fue hacia la puerta trasera de la casa y la abrió. Introdujo el brazo y pulsó los interruptores que encendieron las luces de la puerta y de la cocina que había a continuación. Luego retrocedió y extendió el brazo para cederle el paso a Bosch.

—Detrás tuyo. Pasa al salón y toma asiento. Voy a por un par de botellas y enseguida estoy contigo.

Bosch cruzó la cocina y llegó a un pequeño distribuidor desde el cual se abrían el salón y el comedor. No se sentó, sino que permaneció de pie junto a las cortinas cerradas de una de las ventanas de la fachada. La apartó y miró hacia la calle y las casas de enfrente. No había nadie. Nadie lo había visto entrar allí. Se preguntó si había cometido un error.

Bajó la vista hasta el radiador antiguo que había bajo la ventana y lo tocó con la mano. Estaba frío. Los tubos de hierro estaban pintados de negro.

Permaneció allí unos instantes más y luego se volvió y echó un vistazo a su alrededor, al resto de la habitación. Estaba amueblada con buen gusto, en tonos grises y negros. Bosch se sentó en un sofá negro de piel. Sabía que si detenía a Bremmer en la casa, tendría la posibilidad de realizar un registro rápido del lugar. Si hallaba algo de carácter incriminatorio, lo único que tendría que hacer sería volver con una orden. Bremmer, que era un periodista especializado en los campos policial y judicial, también lo sabía. Bosch se preguntó por qué lo había dejado entrar. ¿Había cometido un error? Comenzó a perder confianza en su plan.

Bremmer sacó dos botellas y se sentó en una silla a juego con el sofá situada a la derecha de Bosch. Bosch observó su botella durante largo rato. Se formó una burbuja que surgió por la boca y explotó. Él cogió la botella y dijo:

—Por la primera plana.

—Por la primera plana —brindó Bremmer con él.

No sonrió. Dio un trago de la botella y volvió a dejarla sobre la mesa.

Bosch bebió un largo trago de la suya y la mantuvo en la boca. Estaba helada y le hacía daño en los dientes. En el historial del Fabricante de Muñecas y del Discípulo, no había antecedentes de que drogaran a sus víctimas. Miró a Bremmer, sus miradas se cruzaron un instante, luego él tragó.

Inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas, cogió la botella con la mano derecha y observó cómo Bremmer lo observaba. Sabía, porque lo había hablado con Locke, que no podía inducir al Discípulo a admitir nada mediante la conciencia. No tenía conciencia. La única forma era el engaño, jugar con el orgullo del asesino. Sintió que recuperaba la confianza. Clavó los ojos en Bremmer con una mirada que lo atravesó.

—¿Qué pasa? —dijo el periodista muy tranquilo.

—Dime que lo hiciste por los artículos, o por el libro. Para salir en primera plana, para convertirte en un autor de éxito, lo que sea. Pero no me digas que eres el canalla enfermo que dicen los psiquiatras.

—¿De qué estás hablando?

—Déjate de tonterías, Bremmer. Eres tú y sabes que lo sé. ¿Por qué otro motivo iba yo a perder el tiempo viniendo hasta aquí?

—¿El Fabri…, el Discípulo? ¿Estás diciendo que yo soy el Discípulo? ¿Te has vuelto loco?

—¿Y tú? Eso es lo que quiero saber.

Bremmer permaneció callado durante mucho tiempo. Parecía refugiarse en sí mismo, como un ordenador resolviendo una ecuación complicada y mostrando en la pantalla un cartel de «Por favor, espere». Finalmente procesó la respuesta y dirigió su mirada de nuevo a Bosch.

—Creo que deberías irte, Harry. —Se levantó—. Está claro que has estado sometido a mucha presión en este caso y creo que…

—El que ya no puedes más eres tú, Bremmer. Has cometido errores. Muchos.

Bremmer se abalanzó de repente sobre Bosch, dándose la vuelta de tal forma que golpeó con su hombro izquierdo el pecho del detective y lo inmovilizó contra el sillón. Bosch sintió que los pulmones se le vaciaban de golpe y se quedó sentado indefenso mientras Bremmer metía las manos debajo de la cazadora de Harry y cogía la pistola. Luego Bremmer se retiró, quitó el seguro y le apuntó con el arma a la cara.

Tras casi un minuto de silencio en el que los dos hombres tenían sus miradas clavadas uno en el otro, Bremmer dijo:

—Sólo admito una cosa: me tienes intrigado, Harry. Pero antes de continuar con esta conversación, tengo que hacer algo.

Una sensación de alivio y expectación invadió el cuerpo de Bosch. Intentó que no se le notara. Trató de poner una expresión de terror mientras miraba fijamente a la pistola, con los ojos muy abiertos. Bremmer se inclinó sobre él y recorrió con su pesada mano el pecho de Bosch, descendió hasta la entrepierna y luego a los lados. No encontró ningún cable.

—Siento entrar en un terreno tan personal —dijo—. Pero tú no confías en mí y yo no confío en ti, ¿no es así?

Bremmer se incorporó, retrocedió y se sentó.

—Bueno, no hace falta que te lo recuerde, pero lo voy a hacer. Aquí soy yo el que juega con ventaja. Así que contesta a mis preguntas. ¿Qué errores? ¿Cuáles son los errores que he cometido? Dime lo que he hecho mal, Harry, o te disparo a la rodilla.

Bosch lo atormentó con su silencio durante unos instantes mientras pensaba cómo debía actuar.

—Bueno —empezó a decir al fin—, en primer lugar remontémonos a los comienzos. Hace cuatro años estabas en todo lo relacionado con el caso del Fabricante de Muñecas. Como periodista. Desde el principio. Fueron tus artículos sobre los primeros casos los que llevaron al departamento a formar el equipo de investigación. Como periodista tenías acceso a la información del sospechoso, seguramente tenías los informes de las autopsias. Contabas también con fuentes como yo y posiblemente la mitad de los hombres del equipo de investigación y del despacho del juez de instrucción. Lo que quiero decir es que sabías lo que hacía el Fabricante de Muñecas. Sabías hasta lo de la cruz en la uña del dedo. Más tarde, cuando el Fabricante de Muñecas ya estaba muerto, lo utilizaste en tu libro.

—Sí, lo sabía. Pero eso no significa nada, Bosch. Mucha gente lo sabía.

—Ah, ahora soy Bosch. Ya no soy Harry, ¿eh? ¿Ahora de repente me desprecias? ¿O es que la pistola te da la sensación de que ya no somos iguales?

—Vete a la mierda, Bosch. Eres un imbécil. No tienes ni idea. ¿Qué más tienes? Esto es magnífico, ¿sabes? Valdrá la pena dedicarle un capítulo de mi libro sobre el Discípulo.

—¿Qué más tengo? Tengo a la rubia de hormigón. Y tengo el hormigón. ¿Recuerdas que se te cayó el tabaco cuando vertías el hormigón? ¿Te acuerdas? Volvías a casa en el coche, querías fumarte un cigarro, te llevaste la mano al bolsillo y el paquete no estaba allí.

»Estaba allí con Becky Kaminski, esperándonos. Un paquete blando de Marlboro. Ésa es tu marca, Bremmer. Ése es el error número uno.

—Mucha gente fuma lo mismo. Si eso es lo que piensas presentar ante el fiscal del distrito, te deseo buena suerte.

—También mucha gente es zurda, como tú y como el Discípulo. Como yo. Pero hay más. ¿Quieres oírlo?

Bremmer apartó la vista de él, miró hacia la ventana y no dijo nada. Tal vez era un truco, pensó Bosch, quizá quería que Bosch fuera a por la pistola.

—¡Eh, Bremmer! —dijo casi gritando—. Hay más.

Bremmer se volvió de golpe y clavó su mirada de nuevo en Bosch.

—Hoy, después del veredicto, me has dicho que debería estar contento de que el fallo sólo fuera a costarle a la ciudad un par de dólares. Pero recuerda que cuando tomábamos algo la otra noche me pusiste al tanto de que Chandler podría cobrarle a la ciudad unos cien de los grandes aunque obtuviera un fallo de un dólar del jurado. ¿Te acuerdas? Eso me lleva a pensar que, cuando esta mañana me dijiste que el veredicto iba a costar un par de dólares, sabías que iba a ser así porque sabías que Chandler estaba muerta y no iba a cobrar. Lo sabías porque tú la mataste. Error número dos.

Bremmer sacudió la cabeza como si estuviera hablando con un niño. El punto de mira de la pistola se centró en el tronco de Bosch.

—Mira, tío, lo único que intentaba era hacerte sentir mejor cuando te he dicho eso hoy. No sabía si estaba viva o muerta. Eso no convencería a ningún jurado.

Bosch sonrió abiertamente.

—Bueno, al menos ya hemos pasado del fiscal del distrito al jurado. Supongo que mi historia está mejorando, ¿no?

Bremmer le devolvió una sonrisa fría y elevó la pistola.

—¿Ya está, Bosch? ¿Es eso todo lo que tienes?…

—He dejado lo mejor para el final.

Encendió un cigarrillo, sin apartar la vista de Bremmer en ningún momento.

—¿Recuerdas que antes de matar a Chandler la torturaste? Seguro que te acuerdas. Le mordiste. Y le quemaste. Pues bien, todo el mundo que ha entrado hoy a echar un vistazo en la casa se preguntaba por qué el Discípulo estaba cambiando, haciendo cosas nuevas que no respondían al perfil. Locke, el psiquiatra, era el más desconcertado de todos. Has conseguido volver loco al loquero, de verdad, Bremmer. Eso es algo de ti que hasta me gusta. Pero, mira por dónde, él no sabía lo que sabía yo.

Lo dejó flotar unos instantes. Sabía que Bremmer picaría.

—¿Y qué era lo que sabías, Sherlock?

Bosch sonrió. En aquel momento sentía que controlaba la situación.

—Sabía por qué le habías hecho eso a Chandler. Era muy sencillo. Querías recuperar la nota, ¿verdad? Pero ella no te dijo dónde estaba. Claro, ella sabía que iba a morir de todos modos, te la diera o no, así que aguantó, a pesar de todo lo que le hiciste, resistió y no te lo dijo. Esa mujer tenía coraje y al final pudo contigo, Bremmer. Ella es la que te descubrió. No yo.

—¿Qué nota? —dijo Bremmer con desgana después de una larga pausa.

—Con la que la cagaste. No la encontraste. Es una casa grande para registrarlo todo, sobre todo cuando uno tiene a una mujer muerta tendida en la cama. No sería fácil dar una explicación si por casualidad apareciera alguien. Pero no te preocupes, yo la encontré. La tengo. Es una pena que no leas a Hawthorne. Estaba dentro de su libro. Una pena, de verdad. Pero como te he dicho antes, ella pudo contigo. Tal vez en ocasiones exista la justicia.

Bremmer no reaccionó con rapidez. Bosch lo miró y pensó que lo estaba haciendo bien. Casi lo tenía.

—Chandler guardó el sobre, también, por si acaso te lo estás preguntando. Yo lo encontré, el sobre también. Así que comencé a preguntarme: ¿por qué iba él a torturarla por la nota, si era la misma que había dejado para mí? Luego lo entendí. No querías la nota. Querías el sobre.

Bremmer bajó la mirada hacia sus manos.

—¿Qué tal lo estoy haciendo? ¿Me sigues?

—No tengo ni idea —dijo Bremmer, levantando de nuevo la vista—. Lo único que sé es que todo esto que dices es un puto delirio.

—Bueno, sólo tengo que preocuparme de que al fiscal del distrito le encaje todo, ¿no te parece? Y lo que voy a explicarle a él es que el poema de la nota era en respuesta al artículo que escribiste y que apareció en el periódico el lunes, el día que empezó el juicio. Sin embargo, el matasellos del sobre era del sábado anterior. ¿Lo ves? Ahí está el enigma. ¿Cómo iba a escribir el Discípulo un poema haciendo referencia al artículo del periódico dos días antes de que saliera publicado? La respuesta, por supuesto, es que él, el Discípulo, conocía ya el artículo. Él escribió el artículo. Eso explica también que conocieras la existencia de la nota en tu artículo del día siguiente. Eras tu propia fuente, Bremmer. Y ése es el error número tres. Tres fallos, Bremmer, eliminado.

A continuación se produjo un silencio tan sepulcral que Bosch oía el suave siseo que procedía de la botella de cerveza de Bremmer.

—Te olvidas de algo, Bosch —dijo Bremmer al fin—. Soy yo el que tiene la pistola. Ahora, ¿a quién más le has contado esta ridicula historia?

—Sólo para acabar de ordenarlo todo —dijo Bosch—. El último poema que dejaste para mí el pasado fin de semana fue sólo para despistar. Querías que el psiquiatra y todos los demás pensaran que mataste a Chandler para hacerme un favor a mí o algún disparate psicológico por el estilo, ¿verdad?

Bremmer no dijo nada.

—De ese modo nadie se daría cuenta de la auténtica razón por la que fuiste a por ella. Para recuperar la nota y el sobre. Joder, Bremmer. Siendo un periodista al que ella conocía, probablemente te invitó a pasar cuando llamaste a la puerta. Igual que ahora tú me has invitado a entrar a mí. La familiaridad engendra peligro, Bremmer.

Bremmer no dijo nada.

—Respóndeme a una pregunta, Bremmer. Tengo curiosidad por saber por qué llevaste en mano una de las notas y enviaste la otra. Ya sé que, siendo periodista, te resultaría fácil pasarte por la comisaría y dejarla en la mesa y nadie lo recordaría. Pero ¿por qué enviársela a ella por correo? Obviamente fue un error, por eso volviste a matarla. Pero ¿por qué lo hiciste?

El periodista se quedó mirando a Bosch durante un largo rato. Luego desvió la mirada hacia la pistola, como para confirmar que tenía el control y que podría salir de aquello. La pistola era un cebo irresistible. Bosch sabía que ya era suyo.

—El artículo iba a publicarse el sábado, estaba programado para ese día. Lo que pasa es que algún editor capullo lo retrasó y salió el lunes. Yo envié la carta antes de ver el periódico de aquel sábado. Aquél fue mi error. Pero tú eres el que ha cometido un grave error.

—¿Ah sí? Dime, ¿cuál es?

—Haber venido solo…

Entonces fue Bosch quien se quedó en silencio.

—¿Por qué has venido solo, Bosch? ¿Es eso lo que hiciste con el Fabricante de Muñecas? ¿Fuiste allí solo para poder matarlo a sangre fría?

Bosch se quedó pensativo un instante.

—Es una buena pregunta.

—Bien, ése es tu segundo error. Pensar que yo era tan miserable como él. Él no era nadie. Tú lo mataste y, por lo tanto, él merecía morir. Pero ahora eres tú quien merece morir.

—Dame la pistola, Bremmer.

El periodista se rió como si Bosch le estuviera pidiendo un disparate.

—Tú crees que…

—¿Cuántas han sido? ¿Cuántas hay enterradas ahí fuera?

Los ojos de Bremmer se iluminaron de orgullo.

—Suficientes. Suficientes para satisfacer mis necesidades especiales.

—¿Cuántas? ¿Dónde están?

—Nunca lo sabrás, Bosch. Ése será tu sufrimiento, tu último suplicio. No llegar a saberlo jamás. Y perder.

Bremmer levantó la pistola hasta apuntar con la boca al corazón de Bosch. Apretó el gatillo.

Bosch observó sus ojos cuando sonó el chasquido metálico. Bremmer apretó el gatillo una y otra vez. El resultado no varió y el terror fue inundando su mirada.

Bosch se llevó la mano al calcetín y sacó el cargador de repuesto con quince balas XTP. Cerró el puño en torno al cargador y con un movimiento rápido se levantó del sillón y asestó un puñetazo a Bremmer en la mandíbula. El impacto del golpe impulsó al periodista contra el respaldo de la silla. Su peso provocó la caída de la silla hacia atrás y Bremmer quedó tendido en el suelo. Se le cayó la Smith & Wesson e inmediatamente Bosch la cogió, abrió la recámara e introdujo la munición.

—¡Venga, levanta! ¡Levántate de una puta vez!

Bremmer hizo lo que le dijo.

—¿Vas a matarme ahora? ¿Es eso, otra muerte para el pistolero?

—Eso depende de ti, Bremmer.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de las ganas que tengo de volarte la cabeza, pero para que yo pueda hacerlo, tienes que moverte primero, Bremmer. Exactamente igual que con el Fabricante de Muñecas. El juego estaba en sus manos. Ahora te toca a ti.

—Mira, Bosch, yo no quiero morir. Todo lo que he dicho ha sido sólo un juego. Estás cometiendo un error. Sólo quiero aclararlo todo. Por favor, llévame a comisaría y allí lo aclararemos todo. Por favor.

—¿Ellas también suplicaban así cuando les atabas la tira alrededor del cuello? Eh, ¿suplicaban así? ¿Les hacías suplicar por sus vidas o por su muerte? ¿Y Chandler? ¿Acabó rogándote que la mataras?

—Llévame a comisaría. Detenme y llévame a comisaría.

—Entonces en pie contra la pared, cabrón, y las manos detrás de la espalda.

Bremmer obedeció. Bosch tiró el cigarrillo en un cenicero que había sobre la mesa y siguió a Bremmer hacia la pared. Cuando cerró las esposas en torno a las muñecas del periodista, Bremmer dejó descansar sus hombros como si se sintiera seguro. Comenzó a retorcer los brazos, a rozar las muñecas contra las esposas.

—¿Lo ves? —dijo—. ¿Ves lo que estoy haciendo, Bosch? Me estoy haciendo señales en las muñecas. Si ahora me matas, verán las marcas y sabrán que ha sido una ejecución. Yo no soy un idiota como Church al que puedas sacrificar como a un animal.

—Sí, eso es cierto, conoces todos los puntos de vista, ¿no es así?

—Todos, así es. Ahora llévame a comisaría. Me dejarán salir antes de que te despiertes mañana. ¿Sabes qué es lo único que tienes? Pura especulación de un poli corrupto. Hasta un jurado federal ha fallado que has ido demasiado lejos, Bosch. Esto no te saldrá bien. No tienes pruebas.

Bosch le dio la vuelta para que sus rostros no estuvieran a más de dos palmos de distancia. Los alientos a cerveza de los dos hombres se mezclaron.

—Lo hiciste, ¿verdad? Y crees que vas a quedar libre, ¿no?

Bremmer lo miró fijamente y Bosch vio de nuevo el brillo de orgullo en sus ojos. Locke había acertado. Se estaba recreando. Y era incapaz de callarse a pesar de que sabía que su vida podía depender de ello.

—Sí —dijo en un tono bajo y extraño—. Yo lo hice. Fui yo. Y sí, quedaré libre. Espera y verás. Y cuando esté en la calle, pensarás en mí todas las noches durante el resto de tu vida.

Bosch asintió con la cabeza.

—Pero yo jamás he dicho esto, Bosch. Será tu palabra contra la mía. La palabra de un poli al que le gusta hacerse el héroe. No podrían llevarlo a juicio. No podrían permitirse que te enfrentaras conmigo en los tribunales.

Bosch se acercó más a él y sonrió.

—Por eso supongo que ha sido una buena idea grabarlo.

Bosch se dirigió al radiador y sacó la micrograbadora de entre dos de los tubos de hierro. La sujetó con la mano para que Bremmer pudiera verla. Los ojos de Bremmer brillaron de furia al descubrir que Bosch le había tendido una trampa.

—Bosch, esa cinta es inadmisible. Es una encerrona. ¡No me has leído mis derechos!

—Ahora te los voy a leer. Hasta ahora no estabas detenido. No iba a leerte tus derechos hasta que no te detuviera. Ya conoces el procedimiento policial.

Bosch le sonreía, regodeándose.

—Vamos, Bremmer —dijo cuando se cansó del sabor de la victoria.