—Damas y caballeros —entonó el juez del distrito Alva Keyes mientras miraba al jurado—, iniciamos el juicio con lo que llamamos exposiciones iniciales de los abogados. Tengan en cuenta que lo que digan los letrados no son pruebas, sino más bien borradores, mapas de carretera si lo prefieren, de la ruta que cada abogado quiere tomar en su caso. Repito, no los consideren pruebas. Puede que los letrados hagan declaraciones rimbombantes, pero sólo porque ellos lo digan no significa que sea cierto. Al fin y al cabo, son abogados.
Este comentario del juez Keyes suscitó una educada risa del jurado y el resto de los presentes en la sala 4. Incluso la abogada de la demandante, Money Chandler, sonrió. Bosch miró a su alrededor desde la mesa de la defensa y vio que la mitad de los asientos reservados para el público en la inmensa sala con paneles de madera y techo de seis metros estaban ocupados. En la primera fila de la parte de los demandantes había ocho personas que eran miembros de la familia de Norman Church o amigos de éste, sin contar a la viuda, que estaba sentada con Chandler en la mesa de la demandante.
Había asimismo media docena de habituales de los juzgados, viejos sin nada mejor que hacer que observar los dramas de vidas ajenas. Además había un surtido de funcionarios de justicia y estudiantes que probablemente deseaban ver la actuación de la gran Honey Chandler, y un grupo de periodistas con los bolígrafos preparados sobre los blocs. Las exposiciones iniciales siempre daban para un buen artículo, porque, como había dicho el juez, los abogados podían decir lo que quisieran. Bosch sabía que después, aunque los periodistas se irían pasando de vez en cuando, probablemente no habría muchos artículos más hasta el momento de las conclusiones y el veredicto.
A no ser que sucediera algo imprevisto.
Bosch volvió la cabeza. No había nadie en los bancos que tenía detrás. Sabía que Sylvia Moore no iba a asistir porque él no quería que presenciara el juicio y así habían quedado antes. Le había dicho que era una formalidad, que ser juzgado por hacer su trabajo era uno de los inconvenientes del hecho de ser policía. La verdadera razón por la que no deseaba que ella le viera era que no estaría en condiciones de controlar la situación. Tendría que permanecer sentado en la mesa de la defensa y dejar que le dispararan a placer. Podría surgir cualquier cosa, y no quería que ella lo viera.
Se preguntó si los miembros del jurado verían los bancos vacíos a su espalda en la galería del público y pensarían que tal vez era culpable porque nadie se había presentado para mostrarle su apoyo.
Cuando se acallaron las risas, Bosch observó de nuevo al magistrado. El juez Keyes aparecía impresionante en su silla. Era un hombre mayor a quien la toga le sentaba bien y los anchos antebrazos doblados sobre el pecho fornido le daban una imagen de prudente poderío. Su cabeza calva y colorada por el sol era grande y perfectamente redondeada. El pelo corto gris a ambos costados sugería un organizado almacén de conocimientos y perspectiva legales. El magistrado era un sureño afincado en California que se había especializado en casos de derechos civiles como abogado y se había labrado un nombre demandando al Departamento de Policía de Los Ángeles por el desproporcionado número de ciudadanos de raza negra que habían muerto estrangulados por los agentes en la maniobra de inmovilización del sospechoso. El presidente Jimmy Carter lo había designado para el tribunal federal justo antes de que las urnas lo enviaran de nuevo a su Georgia natal. El juez Keyes había dirigido la sala 4 desde entonces.
El abogado de Bosch, el ayudante del fiscal Rod Belk, había luchado a brazo partido en la fase previa del juicio para descalificar al juez por razones de procedimiento y lograr que se asignara el caso a otro, a ser posible un juez sin antecedentes como custodio de los derechos civiles. Pero había fracasado.
No obstante, Bosch no estaba tan ofendido por este hecho como Belk. Se daba cuenta de que el juez Keyes estaba cortado con el mismo patrón legal que la abogada de la demandante, Honey Chandler —receloso de la policía, por la que a veces mostraba su odio abiertamente—, pero Bosch sentía que en última instancia era un hombre justo. Y Bosch creía que no le hacía falta nada más para salir libre. Una oportunidad justa con el sistema. Después de todo, estaba convencido de que había actuado correctamente en Silverlake. Había hecho lo que tenía que hacer.
—Dependerá de ustedes —estaba explicando el juez al jurado— decidir si lo que dicen los letrados queda demostrado durante el juicio. Recuérdenlo. Ahora, señora Chandler, es su turno.
Honey Chandler saludó al magistrado con la cabeza y se levantó para acercarse al estrado que estaba situado entre las mesas de la acusación y la defensa. El juez Keyes había establecido estrictamente las directrices con anterioridad. En su sala no había paseítos, ningún letrado se aproximaba al estrado de los testigos ni al banco del jurado. Cualquier cosa que los abogados quisieran decir en voz alta tenían que decirla desde el estrado instalado entre las mesas. Chandler, consciente de la estricta exigencia de las normas de Keyes, incluso solicitó permiso antes de girar el pesado atril de caoba para poder hablar de cara al jurado. El juez asintió, aunque con cara de pocos amigos.
—Buenas tardes —empezó Chandler—. El juez tiene razón cuando dice que esta exposición es sólo un mapa de carreteras.
Buena estrategia, pensó Bosch desde la reserva de cinismo con que contemplaba el caso en su conjunto, consentir los caprichos del juez con la primera frase. Observó a Chandler cuando ella consultaba el bloc amarillo que había dejado en el estrado. Bosch reparó en que encima del botón superior de su blusa había un alfiler con una piedra de ónice engarzada. Era plana y tan apagada como el ojo de un tiburón. Chandler se había peinado severamente hacia atrás y se había recogido el cabello en una trenza de aspecto cuidadosamente descuidado. Un mechón de pelo suelto contribuía a dar la imagen de una mujer despreocupada por su aspecto y plenamente centrada en la ley, en el caso, en la abyecta injusticia perpetrada por el demandado. Bosch creía que se había dejado suelto el mechón a propósito.
Al oír las primeras palabras de Chandler, Bosch recordó el mazazo que había sentido en el pecho al enterarse de que ella sería la abogada de la viuda de Church. Para él había sido mucho más preocupante que el hecho de que asignaran el caso al juez Keyes. Chandler era muy buena. Por eso la llamaban Money.
—Me gustaría acompañarles un poco por la carretera —dijo Chandler, y Bosch se preguntó si estaba empezando a hablar con acento del sur—. Sólo voy a destacar de qué trata nuestro caso y lo que creemos que quedará demostrado por las pruebas. Es un caso de derechos civiles, relacionado con la muerte de un hombre llamado Norman Church a manos de la policía.
Se detuvo, y no lo hizo para consultar su bloc, sino para concentrar toda la atención en lo que iba a decir a continuación. Bosch miró al jurado. Cinco mujeres y siete hombres. Tres negros, tres latinos, un asiático y cinco blancos. Los doce estaban mirando a Chandler embelesados.
—Este caso —dijo Chandler— trata de un agente de policía que no estaba satisfecho con su trabajo ni con los vastos poderes que éste le proporcionaba. Este agente también ambicionaba el trabajo que les corresponde a ustedes. Y el trabajo del juez Keyes. Y quería el trabajo de la administración del estado de hacer cumplir los veredictos y las sentencias dictadas por los jueces. Lo quería todo. Este caso trata del detective Harry Bosch, al que ustedes ven sentado en la mesa de los demandados.
Chandler señaló a Bosch mientras pronunciaba muy lentamente la palabra «demandados». Belk se levantó para protestar como impulsado por un resorte.
—No es necesario que la señora Chandler señale a mi cliente al jurado ni que haga extrañas vocalizaciones. Sí, estamos en la mesa de los demandados. Y eso es porque se trata de un juicio civil y en este país cualquiera puede demandar a cualquiera, incluso la familia de un…
—Protesto, señoría —gritó Chandler—. Está utilizando su protesta para destruir la reputación del señor Church, que nunca fue condenado por crimen alguno porque…
—¡Basta! —bramó el juez Keyes—. Se admite la protesta. Señora Chandler, no es necesario señalar. Todos sabemos quiénes somos. Tampoco es preciso poner un acento inflamatorio en ninguna palabra. Las palabras son hermosas o desagradables de por sí. Dejemos que se las apañen solas. Y por lo que respecta a usted, señor Belk, me resulta francamente molesto que una parte interrumpa las exposiciones iniciales o de cierre. Tendrá usted su turno, letrado. Le aconsejo que no proteste durante la exposición de la señora Chandler a no ser que se cometa una atroz injusticia contra su cliente. No considero que el hecho de que lo señale merezca ninguna protesta.
—Gracias, señoría —dijeron al unísono Belk y Chandler.
—Prosiga, señora Chandler. Como les he dicho en privado esta mañana, quiero que concluyamos hoy con las exposiciones iniciales y tengo otro asunto a las cuatro.
—Gracias, señoría —repitió la abogada. Después, volviéndose al jurado, dijo—: Damas y caballeros, todos necesitamos a nuestra policía. Todos admiramos a nuestra policía. La mayoría de sus integrantes, la inmensa mayoría, hace un trabajo ingrato, y lo hace bien. El departamento de policía es una parte indispensable de nuestra sociedad. ¿Qué haríamos si no pudiéramos contar con nuestros agentes de policía para servirnos y protegernos? Sin embargo, no es eso lo que se discute en este proceso. Quiero que lo recuerden a medida que el juicio progrese. De lo que se trata es de qué debemos hacer si uno de los miembros de esas fuerzas de seguridad rompe las normas y reglamentaciones, la política que gobierna ese cuerpo policial. De lo que estamos hablando es de lo que se conoce como un poli que va por libre, de un hombre que una noche, hace ahora cuatro años, decidió ser juez, jurado y verdugo. Disparó a un hombre del que creía que era un asesino, un atroz asesino en serie, sí, pero en el momento en que el demandado eligió disparar al señor Norman Church, no había ninguna prueba legal de ello.
»Ahora van a oír de la defensa todo tipo de supuestas pruebas que según la opinión de la policía relacionan al señor Church con esos asesinatos, pero recuerden durante el juicio de dónde salieron esas pruebas, de los mismos policías, y cuándo se encontraron, después de que el señor Church fuera ejecutado. Creo que demostraremos que estas supuestas pruebas son como mínimo cuestionables. Como mínimo, manipuladas. Y, de hecho, tendrán que decidir si el señor Church, un hombre casado y con dos hijas, y un empleo bien remunerado en una empresa aeronáutica, era en realidad ese asesino, el llamado Fabricante de Muñecas, o si simplemente fue convertido en cabeza de turco, en chivo expiatorio, por parte de un departamento de policía que necesitaba cubrir el pecado de uno de los suyos: la brutal, injustificada e innecesaria ejecución de un hombre desarmado.
Chandler continuó, hablando largo y tendido del código de silencio que existía en el departamento, del largo historial de brutalidad, del apaleamiento de Rodney King y de los disturbios. De alguna manera, según Honey Chandler, todo ello eran flores negras crecidas de una planta cuya semilla era el asesinato de Norman Church por parte de Harry Bosch. Bosch oyó que ella continuaba, pero ya no la estaba escuchando. Mantenía los ojos abiertos y ocasionalmente establecía contacto visual con algún componente del jurado, pero estaba pensando en lo suyo. Ésa era su propia defensa. Los abogados, los miembros del jurado y el juez iban a tardar una semana, quizá más, para diseccionar lo que él había pensado y llevado a cabo en menos de cinco segundos. Para poder permanecer sentado en la sala de vistas necesitaba evadirse mentalmente de vez en cuando.
En su ensueño particular pensó en el rostro de Church. Al final, en el apartamento que había encima del garaje de Hyperion Street. Sus miradas habían conectado. Los ojos que Bosch había visto eran ojos de asesino, tan oscuros como la piedra que Chandler lucía en el cuello.
—… Aunque estuviera buscando una pistola, ¿importaría eso? —estaba diciendo Chandler—. Un hombre había echado la puerta abajo de una patada. Un hombre armado. ¿Quién podría culpar a alguien por buscar, según la policía, un arma de defensa? El hecho de que estuviera buscando algo tan aparentemente risible como un peluquín convierte este episodio en algo todavía más repugnante. Lo mataron a sangre fría. Nuestra sociedad no puede aceptarlo.
Bosch se desconectó de nuevo y pensó en la nueva víctima, sepultada, probablemente durante años, en un suelo de hormigón. Se preguntó si alguna vez se había redactado un informe de personas desaparecidas, si alguna madre o padre o marido o hijo había estado preguntándose por ella durante todo ese tiempo. Al volver de la escena del crimen, Bosch había empezado a contarle su descubrimiento a Belk. Había pedido al abogado que solicitara al juez Keyes un aplazamiento, que retrasara el juicio hasta que se esclareciera la nueva muerte. Pero Belk le había cortado diciéndole que cuanto menos supiera mejor. El ayudante del fiscal parecía tan aterrorizado por las implicaciones del nuevo descubrimiento que determinó que la mejor táctica consistía en hacer lo contrario de lo que Bosch proponía, es decir, acelerar el juicio antes de que se hiciera público el descubrimiento y su posible conexión con el Fabricante de Muñecas.
Chandler casi había agotado su tiempo de una hora y media para la exposición de apertura. Se había extendido sobre la política de uso de armas de fuego del departamento de policía y Bosch pensó que podría haber perdido parte de la atención del jurado. Durante un momento incluso perdió la de Belk, que estaba sentado al lado de Bosch pasando las hojas de su bloc amarillo y repasando mentalmente su declaración.
Belk era un hombre corpulento, con más de treinta kilos de sobrepeso y tendencia a sudar, incluso en la sala exageradamente refrigerada. Durante la fase de selección del jurado, Bosch se había preguntado con frecuencia si la transpiración se debía a su peso corporal o al peso de hacerse cargo de un caso contra Chandler y ante el juez Keyes. Belk no tendría más de treinta, calculó Bosch. Como mucho haría cinco años que había salido de una facultad de derecho de tipo medio y sobre su cabeza pendía la responsabilidad de enfrentarse a Chandler.
La palabra «justicia» captó de nuevo la atención de Bosch. Sabía que Chandler había dado una vuelta de tuerca más y enfilaba la recta final cuando empezaba a usar esa palabra en casi cada frase. En un juicio civil, justicia y dinero eran intercambiables porque significaban lo mismo.
—La justicia para Norman Church fue efímera. Sólo duró unos segundos. Justicia fue el tiempo que el detective Bosch tardó en abrir la puerta de una patada, apuntar con su Smith & Wesson satinada de nueve milímetros y apretar el gatillo. La justicia fue un solo disparo. La bala que el detective Bosch eligió para ejecutar al señor Church se llama XTP y es una bala que en el momento del impacto se expande un cincuenta por ciento y arranca grandes porciones de tejido y órganos a su paso. El proyectil arrancó el corazón al señor Church. Eso fue justicia.
Bosch se fijó en que muchos miembros del jurado no estaban mirando a Chandler, sino a la mesa de la demandante. Al inclinarse ligeramente hacia adelante vio que, más allá del estrado, la viuda, Deborah Church, se secaba las lágrimas de la mejilla con un pañuelo de papel. Era una mujer en forma de campana, con el pelo oscuro y corto y ojos pequeños de color azul celeste. Había sido el paradigma de un ama de casa y madre aburguesada hasta la mañana en que Bosch mató a su marido y la policía se presentó en su domicilio con una orden de registro y los periodistas lo hicieron con sus preguntas. Bosch incluso había sentido pena por ella, y la había contado entre las víctimas, al menos hasta que contrató a Money Chandler y empezó a llamarlo asesino.
—Las pruebas demostrarán, damas y caballeros, que el detective Bosch es un producto de su departamento —dijo Chandler—, una máquina insensible y arrogante que dispensaba justicia según él la veía. Se les pide que se pregunten si es eso lo que queremos de nuestro departamento de policía. Se les pide que enmienden un error para proporcionar justicia a una familia cuyo padre y marido les fue arrebatado.
»Para terminar me gustaría citar a un filósofo alemán llamado Friedrich Nietzsche, quien hace más o menos un siglo escribió algo que creo que guarda relación con lo que estamos haciendo hoy aquí. Nietzsche dijo: “Si luchas contra monstruos, tú serás uno de ellos. Si miras al abismo, el abismo te devolverá la mirada…”.
»Damas y caballeros, de eso trata este caso. El detective Harry Bosch no sólo miró al abismo, sino que la noche en que Norman Church fue asesinado el abismo le devolvió la mirada. La oscuridad lo envolvió y el detective Bosch cayó en ella. Se convirtió en aquello a lo que combatía. Un monstruo. Creo que descubrirán que las pruebas no les llevan a ninguna otra conclusión. Gracias.
Chandler se sentó y golpeó el antebrazo de Deborah Church en un gesto tranquilizador. Bosch, por supuesto, sabía que lo hacía para el jurado y no por la viuda.
El juez levantó la mirada hacia las manecillas de latón del reloj incrustado en el panel de caoba que había encima de la puerta de la sala y decretó un descanso de quince minutos antes de que Belk se colocara en el estrado. Al levantarse, Bosch vio que una de las hijas de Church lo miraba desde la primera fila de la sección del público. Supuso que tendría unos trece años. La mayor, Nancy. Enseguida apartó la mirada y al hacerlo se sintió culpable. Se preguntó si algún miembro del jurado se había fijado.
Belk dijo que necesitaba estar solo durante el receso para preparar su exposición ante el jurado. Bosch tenía ganas de ir al bar de la sexta planta porque todavía no había comido, pero era probable que fueran allí algunos miembros del jurado o, peor aún, miembros de la familia Church. Decidió bajar por la escalera mecánica hasta el vestíbulo y salir del edificio. Encendió un cigarrillo y se recostó en la base de la estatua. Se dio cuenta de que estaba pegajoso de sudor. La hora de la exposición de Chandler se le había hecho eterna, una eternidad con los ojos del mundo clavados en él. Sabía que el traje no le aguantaría toda la semana y tenía que asegurarse de que tenía el otro limpio. Pensar en esos detalles menores terminó por relajarle.
Ya había enterrado una colilla en la arena y estaba fumándose el segundo pitillo cuando se abrió la puerta de acero y cristal del tribunal. Honey Chandler la había empujado con la espalda y por eso no había visto a Bosch. La abogada fue girando junto con la puerta, con la cabeza baja, mientras encendía un cigarrillo con un mechero de oro. Al levantar la cabeza y exhalar el humo vio a Bosch. Caminó hacia el cenicero, dispuesta a apagar el cigarrillo recién encendido.
—No pasa nada —dijo Bosch—. Es el único que hay por aquí, que yo sepa.
—Así es, pero no creo que nos haga ningún bien vernos las caras fuera del tribunal.
El detective se encogió de hombros y no dijo nada. Había sido ella quien se había acercado, podía irse si quería. Chandler dio otra calada.
—Sólo medio. Tengo que volver a entrar.
Bosch asintió y miró hacia Spring Street. Enfrente del tribunal del condado vio una fila de gente esperando para pasar a través de los detectores de metales. Más refugiados del mar, pensó. Vio que se acercaba el indigente para hacer su comprobación de la tarde del cenicero. El hombre se volvió de repente y se alejó por Spring. Miró una vez por encima del hombro, incómodo, mientras se iba.
—Me conoce.
Bosch se volvió hacia Chandler.
—¿La conoce?
—Era abogado. Lo conocía. Tom no se cuántos. No me acuerdo de… Faraday, eso es, Tom Faraday. Supongo que no quiere que lo vea así. Pero aquí todo el mundo lo conoce. Es un recordatorio de lo que puede suceder cuando las cosas se tuercen del todo.
—¿Qué le pasó?
—Es una larga historia. Tal vez su abogado se la cuente. ¿Puedo preguntarle algo?
Bosch no respondió.
—¿Por qué el ayuntamiento no llegó a un acuerdo en este caso? Rodney King, los disturbios. Es el peor momento para llevar a un policía a juicio. No creo que Bulk (yo lo llamo así porque sé que él me llama Money), no creo que él sepa lo que se lleva entre manos. Y usted será el cabeza de turco.
Bosch lo pensó un momento antes de responder.
—Es off the record, detective Bosch —dijo ella—, sólo estoy charlando.
—Le pedí que no llegara a un acuerdo. Le dije que si quería llegar a un acuerdo, me buscaría a un abogado y lo pagaría yo mismo.
—Está muy seguro de sí mismo, ¿eh? —Chandler hizo una pausa para dar una calada—. Bueno, supongo que ya lo veremos.
—Supongo.
—Sabe que no es nada personal.
Estaba seguro de que la abogada terminaría por decir eso, la mentira más grande del juego.
—Tal vez no lo sea para usted.
—¿Para usted lo es? Disparó a un hombre desarmado y luego se lo toma como algo personal cuando su mujer le pone una demanda.
—El marido de su cliente cortaba las tiras de los bolsos de sus víctimas y con ellas hacía un nudo corredizo en torno al cuello y luego, despacio pero sin detenerse, las estrangulaba mientras las violaba. Prefería las tiras de piel. En cuanto a las mujeres no tenía preferencias.
Chandler ni siquiera pestañeó. Bosch tampoco esperaba que lo hiciera.
—No es el marido de mi cliente, es el difunto marido de mi cliente. Y lo único que está claro en este caso, lo único demostrable, es que usted lo mató.
—Sí, y volvería a hacerlo.
—Ya lo sé, detective Bosch. Por eso estamos aquí.
Chandler frunció la boca en un beso congelado que marcó la línea de su mentón. Su pelo capturó el brillo del sol de la tarde. Aplastó el cigarrillo en la arena y volvió a entrar, empujando la puerta como si ésta estuviera hecha de madera de balsa.