Capítulo 29

Entrar en la autovía fue tan desesperante que Bosch tenía la sensación de que notaba realmente cómo le subía la tensión. Sentía la piel de alrededor de los ojos tirante y tenía la cara cada vez más caliente. Había algún tipo de actuación dominical matutina en el Hollywood Bowl y la caravana en Highland llegaba hasta Fountain. Bosch trató de meterse por calles secundarias, pero allí también había mucha gente que se dirigía al Bowl. Sentía que se hundía en aquel apuro hasta que comenzó a tirarse de los pelos por no haberse acordado de que tenía las luces y la sirena. Al trabajar en homicidios, había pasado tanto tiempo desde la última vez que tuvo que salir corriendo, que ya ni lo recordaba.

Después de poner las luces encima del coche y encender la sirena, los coches comenzaron a hacerse a un lado y recordó lo fácil que podía llegar a ser. Acababa de coger la autovía de Hollywood y conducía a gran velocidad hacia el norte por el paso de Cahuenga cuando la voz de Jerry Edgar emergió de la radio que tenía en el asiento de al lado.

—¿Harry Bosch?

—Sí, Edgar, escucha. Quiero que llames al departamento del sheriff de la comisaría de Valencia y les digas que manden un coche a casa de Sylvia, código tres. Diles que se aseguren de que está bien.

Código tres quería decir luces y sirena, una emergencia. Le dio a Edgar la dirección de Sylvia.

—Haz la llamada ahora mismo y entra otra vez en antena.

—Vale, Harry. Pero ¿qué está pasando?

—¡Llama ahora mismo!

Tres minutos después Edgar entró en antena de nuevo.

—Van de camino. ¿Qué te pasa?

—Yo también voy para allá. Lo que quiero es que tú vayas a la comisaría. He dejado una nota en mi mesa. Es del Discípulo. Guárdala y luego llama a Rollenberger y a Irving y cuéntales lo que está pasando.

—¿Qué está pasando?

Bosch tuvo que salirse a la mediana de un volantazo para no chocar contra un coche que se había metido en el carril delante de él. El conductor no había visto venir a Bosch, quien sabía que iba demasiado rápido —clavado a ciento cincuenta— para que los coches que tenía delante pudieran reaccionar a la sirena.

—La nota es otro poema. Dice que va a quitarme a la rubia de las manos. Sylvia. En su casa no contesta nadie, pero puede que estemos a tiempo. Creo que no había previsto que encontrara la nota hasta el lunes, cuando entrara a trabajar.

—Voy para allá. Ten cuidado, amigo. Mantén la calma.

Mantén la calma, pensó Bosch. Bien. Pensó en lo que Locke le había dicho, que el Discípulo estaba enfadado, que quería vengarse de él por haber humillado al Fabricante de Muñecas. Sylvia no, no podía ser. No lo superaría.

Volvió a entrar en antena.

—¿Equipo uno?

—Sí —contestó Sheehan.

—A por él. Entrad y detenedle.

—¿Estás seguro?

—Detenedle.

Había un único coche del sheriff delante de la casa de Sylvia. Cuando Bosch se detuvo, vio a un ayudante del sheriff apostado en el escalón de la entrada, de espaldas a la puerta. Parecía que estuviera custodiando el lugar. Como si protegiera el escenario del crimen.

Al ponerse de pie para salir del coche, Bosch sintió un dolor punzante en el lado izquierdo del pecho. Se quedó quieto un instante hasta que se le pasó. Rodeó el coche corriendo y cruzó el jardín, sacando la placa del bolsillo mientras avanzaba.

—Departamento de Policía de Los Ángeles, ¿qué ocurre?

—Está cerrado. He dado una vuelta a la casa, todas las ventanas y las puertas están bien cerradas. No contesta nadie. Parece que no hay nadie…

Bosch lo apartó para abrirse paso y usó su llave para abrir la puerta. Corrió de habitación en habitación, haciendo un registro rápido en busca de indicios de algo. No había nada. El ayudante del sheriff tenía razón. No había nadie en casa. Bosch miró en el garaje y el Cherokee de Sylvia no estaba.

A pesar de todo, Bosch hizo un segundo rastreo por toda la casa, en los armarios, debajo de las camas, buscando alguna señal de que había ocurrido algo. El agente del sheriff estaba de pie en el salón cuando por fin Bosch salió del ala de los dormitorios.

—¿Puedo irme ya? He dejado una misión que parece un poco más importante que ésta.

Bosch percibió la irritación que se adivinaba en la voz del agente y lo dejó marchar. Lo acompañó hasta la calle y sacó la radio del Caprice.

—Edgar, ¿estás ahí?

—¿Qué ha pasado, Harry? —Su voz traslucía auténtico terror.

—Nada por aquí. No hay señales de ella ni de nada.

—Estoy en comisaría, ¿quieres que envíe un mensaje de búsqueda?

Bosch le describió a Sylvia y el Cherokee para el mensaje de búsqueda que se difundiría por todos los coches patrulla.

—Lo enviaré. El operativo viene hacia aquí. Irving también. Nos vamos a reunir aquí. Ahora lo único que podemos hacer es esperar.

—Yo me voy a quedar otro rato. Tenme al tanto… Equipo uno, ¿estás ahí?

—Equipo uno —dijo Sheehan—. Nos hemos acercado a la puerta. No hay nadie dentro. Estamos aquí esperando. Si aparece, lo detenemos.

Bosch se quedó sentado en el salón con los brazos cruzados ante el pecho durante más de una hora. Ya sabía por qué Georgia Stern se había contenido de aquella manera en Sybil Brand. La postura lo tranquilizaba. Aun así, el silencio de la casa lo desquiciaba. No apartaba la vista del teléfono inalámbrico que había colocado sobre la mesa de café, estaba esperando a que sonara cuando oyó una llave en la cerradura de la puerta principal. Se levantó de un salto y estaba avanzando hacia la entrada cuando entró un hombre. No era Locke. No era nadie que Bosch conociera, pero tenía llave.

Bosch entró en el vestíbulo sin pensarlo y empujó al hombre contra la puerta cuando éste se volvió para cerrarla.

—¿Dónde está ella? —gritó.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —gritó el hombre.

—¿Dónde está ella?

—Ella no podía venir. Yo he venido para hacerme cargo de las personas que quisieran ver la casa. Ella tenía otra visita en Newhall. ¡Por favor!

Bosch se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en el momento en que sonó el estridente pitido del busca que llevaba en el cinturón. Se apartó del hombre.

—¿Es usted el agente inmobiliario?

—Trabajo para ella. ¿Qué está usted haciendo? Se suponía que aquí no había nadie.

Bosch sacó el busca del cinturón y vio que la llamada se había realizado desde el número de teléfono de su casa.

—Tengo que hacer una llamada.

Volvió al salón. Por detrás oyó que el agente inmobiliario decía:

—Sí, eso, ¡váyase a llamar! ¿Qué demonios está pasando aquí?

Bosch marcó el número en el teléfono y después de un timbrazo contestó Sylvia.

—¿Estás bien?

—Sí, Harry, ¿dónde estás?

—En tu casa. ¿Dónde has estado?

—Compré una tarta en Marie Callendar’s y se la llevé con las flores a los Fontenot. Sentía la necesidad de…

—Sylvia, escúchame. ¿Has cerrado la puerta con llave?

—¿Qué? No lo sé.

—Deja el teléfono y ve a comprobarlo. Asegúrate de que la puerta corredera del porche también está cerrada con llave. Y la puerta de la cochera. Yo espero.

—Harry, ¿qué está…?

—¡Hazlo ahora mismo!

En un minuto estaba de vuelta. Su voz sonaba muy tímida.

—Ya está, está todo cerrado.

—Vale, muy bien. Ahora escucha, voy a ir para allá ahora mismo y no tardaré más de media hora. Mientras tanto, llame quien llame a la puerta, no abras ni hagas ningún ruido. ¿Entendido?

—Harry, me estás asustando.

—Ya lo sé. ¿Has entendido lo que te he dicho?

—Sí.

—Bien.

Bosch se quedó pensando un momento. ¿Qué más podía decirle?

—Sylvia, cuando colguemos quiero que vayas al armario que hay junto a la puerta de la entrada. En un estante, hay una caja blanca. Bájala y saca la pistola. Las balas están en la caja roja del armario que hay encima del fregadero. En la caja roja, no en la azul. Carga la pistola.

—Eso sí que no, no puedo. ¿Qué estás diciendo?

—Sí, claro que puedes, Sylvia. Carga la pistola. Luego espera a que llegue yo. Si alguien que no sea yo entra por la puerta, defiéndete.

Ella no dijo nada.

—Ahora mismo salgo. Te quiero.

Mientras Bosch conducía por la autovía en dirección sur, Edgar entró en antena y le comunicó que Sheehan y Opelt todavía no habían visto a Locke. Habían enviado a los presidentes a la Universidad del Sur de California, pero Locke tampoco estaba en su despacho.

—Van a quedarse en los dos sitios. Ahora estoy tratando de conseguir una orden de registro. Pero no creo que tengamos indicios razonables.

Bosch sabía que seguramente tenía razón. El hecho de que Mora lo hubiera identificado como el hombre que se había introducido en el círculo de la pornografía y de que los nombres de tres de las víctimas aparecieran en su libro no constituía una causa razonable para registrar su casa.

Le dijo a Edgar que había localizado a Sylvia y que se iba a reunir con ella. Al despedirse, se dio cuenta de que la visita a casa de los Fontenot podía haberle salvado la vida. Lo concibió como un favor simbiótico. Una vida arrebatada por una vida salvada.

Antes de abrir la puerta de su casa anunció en voz alta que había llegado, luego giró la llave y se dejó caer en los brazos temblorosos de Sylvia. La apretó contra su pecho y dijo por radio: «Aquí estamos todos bien». Luego la apagó.

Se sentaron en el sofá y Bosch le contó todo lo que había sucedido desde la última vez que se habían visto. Observó en los ojos de ella que le aterrorizaba más saber lo que estaba ocurriendo que no saberlo.

Cuando él acabó, Sylvia le contó que había tenido que salir de la casa porque el agente inmobiliario iba a enseñársela a posibles compradores. Por eso había ido directamente a casa de Bosch al salir de casa de los Fontenot. Él le explicó que no se acordaba de que iban a enseñar la casa.

—Puede que después de lo de hoy tengas que contratar a otro agente inmobiliario —dijo él.

Los dos se rieron para liberar parte de la tensión.

—Lo siento —dijo él—. Esto no debería haber llegado a afectarte.

Se sentaron en silencio durante un rato. Ella se apoyó en él como si la tensión la hubiera dejado exhausta.

—¿Por qué haces esto, Harry? Tienes que hacer frente a tantas cosas, tratar con las personas más horribles del mundo y con las cosas que hacen. ¿Por qué sigues en esto?

Él se quedó pensando, pero sabía que en realidad no tenía una respuesta y que ella no esperaba que se la diera.

—No quiero quedarme aquí —dijo después de un rato.

—A las cuatro podemos volver a mi casa.

—No, vámonos de aquí y ya está.

Desde la suite de dos ambientes del hotel Loews, en Santa Mónica, tenían una panorámica del océano más allá de una playa inmensa. Era el tipo de habitación que incluía albornoces largos de rizo y bombones envueltos en papel dorado encima de las almohadas. La puerta delantera de la suite estaba situada en el cuarto piso de un edificio de cinco plantas con una fachada de cristal que daba al Pacífico, desde la que se alcanzaba a ver todo el arco de la puesta de sol.

Había un porche con dos sofás y una mesa en la que el servicio de habitaciones les servía la comida. Bosch se había llevado consigo la radio, pero estaba apagada. Se mantendría en contacto para saber cómo avanzaba la búsqueda de Locke, pero se retiraba hasta el día siguiente.

Había llamado y había hablado con Edgar y con Irving. Les había dicho que él se quedaría con Sylvia, aunque parecía poco probable que el Discípulo fuera a actuar. En cualquier caso, no lo necesitaban, porque el operativo tenía que permanecer a la espera, aguardar hasta que Locke apareciera o sucediera alguna otra cosa.

Irving explicó que los presidentes se habían puesto en contacto con el decano de la facultad de psicología de la Universidad del Sur de California quien, a su vez, había contactado con una de las becarias de Locke. Ésta explicó que Locke había comentado el viernes que pasaría el fin de semana en Las Vegas y que se alojaría en el Stardust. Los lunes no tenía clase, de modo que no volvería a la universidad hasta el martes.

—Hemos preguntado en el Stardust —dijo Irving—. Locke tenía una reserva, pero no ha aparecido por allí.

—¿Y la orden de registro?

—Nos la han negado ya tres jueces. Cuando un juez no te concede una orden de registro sabes que no tienes nada. Tendremos que dejarlo estar un tiempo. Mientras tanto, continuaremos vigilando su casa y su despacho. Prefiero hacerlo así hasta que aparezca y podamos hablar con él.

Bosch detectó el tono de duda que había en la voz de Irving. Se preguntaba cómo le habría explicado Rollenberger el giro que había dado la investigación para que Mora hubiera dejado de ser el sospechoso y hubiera pasado a serlo Locke.

—¿Cree que nos estamos equivocando? —Bosch se dio cuenta de que había un atisbo de duda en su propia voz.

—No lo sé. Hemos seguido la pista de la nota. La dejaron en el mostrador de información en algún momento del sábado por la noche. El recepcionista fue a tomar café sobre las nueve, el vigilante lo entretuvo y cuando salió la encontró sobre el mostrador. Le pidió a un agente que la pusiera en su buzón. Lo único que está claro es que nos equivocamos con Mora. De todas formas, podríamos equivocarnos otra vez. Hasta ahora no tenemos más que presentimientos. Buenos presentimientos, entiéndame, pero nada más. Esta vez me gustaría actuar con un poco más de cautela.

La traducción era: lo has echado todo a perder con tu corazonada de que era Mora, esta vez iremos con más calma. Bosch lo entendió así.

—¿Y si el viaje a Las Vegas fuera una tapadera? La nota dice algo de que se va a marchar. Tal vez Locke está huyendo.

—Tal vez.

—¿Deberíamos poner una orden de búsqueda y captura, o conseguir una orden de arresto?

—Creo que vamos a esperar al menos hasta el martes, detective. Bríndele la oportunidad de regresar. Son sólo dos días más.

No cabía duda de que Irving no quería actuar. Iba a esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos para decidir cuál sería el siguiente paso a dar.

—Está bien, volveré a llamar más tarde.

Durmieron la siesta en la cama de matrimonio hasta que oscureció y entonces Bosch puso las noticias para ver si se había filtrado algo de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas.

No había sido así, pero a la mitad del telediario del Canal 2, Bosch dejó de hacer zapping. La historia que lo detuvo fue una noticia actualizada sobre el asesinato de Beatrice Fontenot. Una foto de la chica con un peinado de trenzas aparecía a la derecha de la pantalla.

La presentadora rubia dijo: «La policía ha anunciado hoy que han identificado a un hombre armado como sospechoso de la muerte de la joven de dieciséis años Beatrice Fontenot. El hombre al que están buscando es un presunto traficante de drogas enemistado con los hermanos mayores de Beatrice, según ha afirmado el detective Stanley Hanks. Este mismo agente ha declarado que los disparos realizados contra la residencia de los Fontenot iban, con toda probabilidad, dirigidos a los hermanos. Sin embargo, una de las balas alcanzó en la cabeza a Beatrice, una aplicada estudiante del Grant High, en el valle de San Fernando. El funeral se celebrará esta misma semana».

Bosch apagó la televisión y volvió la mirada hacia Sylvia, que estaba recostada en la pared con dos almohadas. No dijeron nada.

Después de cenar en la habitación prácticamente sin cruzar palabra, se ducharon de uno en uno. Bosch fue el segundo y, mientras el agua se le clavaba como agujas en el cuero cabelludo, decidió que había llegado el momento de quitarse la máscara, de destaparse. Confiaba en la fe que tenía en ella, en el deseo de Sylvia de saberlo todo sobre él. Y sabía que si no hacía algo, cada día que se guardara para sí los secretos de su vida, estaría arriesgando lo que tenían. Sabía que, de alguna forma, enfrentarse a ella era enfrentarse a sí mismo. Tenía que aceptar quién era, de dónde venía y en qué se había convertido si quería que ella lo aceptara también.

Llevaban puestos los albornoces de aquel blanco inmaculado; ella estaba sentada junto a la puerta corredera, él de pie junto a la cama. A través de la puerta, por detrás de Sylvia, veía el reflejo cambiante que la luna llena proyectaba en el Pacífico. No sabía cómo empezar.

Sylvia había estado hojeando una revista del hotel llena de sugerencias para turistas sobre qué hacer en la ciudad. Ninguna de ellas era el tipo de cosas que hacía la gente que vivía allí. La cerró y la dejó encima de la mesa. Miró a Bosch y luego apartó la vista. Empezó ella antes de que él pudiera pronunciar una sola palabra.

—Harry, quiero que te vayas a casa.

Él se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos sobre las rodillas y recorrió su cabello con las manos. No tenía ni la menor idea de qué estaba pasando.

—¿Qué quieres decir?

—Demasiadas muertes.

—¿Pero, Sylvia…?

—Harry, le he dado tantas vueltas este fin de semana que ya soy incapaz de pensar. Pero eso sí lo tengo claro, tenemos que separarnos una temporada. Necesito aclararme con algunas cosas. Tu vida es…

—Hace dos días decías que el problema era que yo te ocultaba cosas. Y ahora dices que no quieres saber nada más de mí. Tú…

—No estoy hablando de ti. Estoy hablando de lo que haces.

Él sacudió la cabeza.

—Es lo mismo, Sylvia. Deberías saberlo.

—Mira, han sido dos días muy duros. Lo único que necesito es un poco de tiempo para decidir si esto es lo mejor para mí. Para los dos. Créeme, lo hago también pensando en ti. No estoy segura de que sea la persona adecuada para ti.

—Yo sí, Sylvia.

—No digas eso, por favor. No lo compliques más. Yo…

—No quiero volver a estar sin ti, Sylvia. Eso es lo único que tengo claro ahora mismo. No quiero estar solo.

—Harry, no quiero hacerte daño ni quiero volver a pedirte nunca más que cambies por mí. Te conozco y no creo que pudieras cambiar, aunque quisieras hacerlo. Por eso, ahora, lo que tengo que decidir es si yo puedo vivir con eso y vivir contigo… Yo te quiero, Harry, pero necesito un tiempo…

En aquel momento Sylvia estaba llorando. Bosch lo veía en el espejo. Quería levantarse y abrazarla, pero sabía que sería un error. Él era el motivo de sus lágrimas. Se produjo un largo silencio, con los dos sentados en la intimidad de su propio sufrimiento. Ella miraba hacia abajo, hacia su regazo, donde sus manos se entrelazaban. Él miraba hacia el océano, y vio un pesquero que surcaba la trayectoria que reflejaba la luna, camino de las islas Channel.

—Dime algo —dijo ella al fin.

—Haré lo que tú quieras —dijo él—. Ya lo sabes.

—Yo iré al cuarto de baño y esperaré allí a que te vistas y te vayas.

—Sylvia, pero yo quiero saber que estás a salvo. Me gustaría pedirte que me dejaras dormir en la otra parte de la habitación. Por la mañana pensaremos en algo. Y entonces me iré.

—No. Los dos sabemos que no va a pasar nada. Ese hombre, Locke, seguramente estará ya muy lejos, huyendo de ti, Harry. No me ocurrirá nada. Mañana cogeré un taxi para ir a clase y estaré a salvo. Pero dame un tiempo.

—Un tiempo para decidir.

—Sí, para decidir.

Ella se levantó y pasó deprisa junto a él para entrar en el baño. Él extendió el brazo, pero ella lo rozó y pasó de largo. Cuando cerró la puerta, Harry oyó desde fuera que ella sacaba de la caja pañuelos de papel. Escuchó que lloraba.

—Vete, Harry, por favor —dijo después de un rato—. Por favor.

Sylvia abrió el grifo para no oírle, por si decía algo. Bosch se sintió ridículo al verse allí vestido con aquel lujoso albornoz. Al quitárselo, se rasgó.

Aquella noche sacó una manta del maletero del Caprice y se hizo una cama en la arena a unos cien metros del hotel, pero no durmió. Se sentó de espaldas al océano, con la vista puesta en la puerta corredera con cortinas del cuarto balcón. A través de la fachada de cristal del hotel veía también la puerta de la habitación, así sabría si alguien se acercaba. Hacía frío en la playa, aunque para mantenerse despierto no le hacía falta el fresco de la brisa marina.