Cuando Bosh dejó libre el canal de la radio, Rollenberger entró en antena casi inmediatamente.
—¡Bosch! ¡Sheehan, equipo uno! ¿Qué está pasando ahí? ¿Qué pasa? Informad inmediatamente.
Al cabo de un momento, Bosch respondió con tranquilidad.
—Aquí seis. Jefe de equipos, sería conveniente que se dirigiera al veinte del sujeto.
—¿A su casa? ¿Cómo? ¿Ha habido tiros?
—Jefe de equipos, sería aconsejable que dejara libre el canal. A todas las unidades del operativo, no hagáis caso al llamamiento. Todas las unidades están diez-siete hasta nuevo aviso. Unidad cinco, ¿me escuchas?
—Cinco —contestó Edgar.
—Cinco, ¿puedes reunirte conmigo en el veinte del sujeto?
—Voy para allá.
—Seis, corto.
Bosch apagó la radio antes de que Rollenberger pudiera volver a entrar en antena.
El teniente tardó una media hora en ir desde el centro de operaciones del Parker Center a la casa de Sierra Linda. Para cuando llegó, Edgar ya estaba allí y había un plan en marcha. Bosch abrió la puerta principal justo cuando Rollenberger llegaba a ella. El teniente se abrió paso a grandes zancadas con la cara roja tanto por la rabia como por el aturdimiento.
—Ya está bien, Bosch. ¿Qué coño está pasando aquí? Tú no tienes autoridad para cancelar mi llamamiento, para contradecir mis órdenes.
—Pensé que cuanta menos gente lo supiera, mejor, teniente. Llamé a Edgar. Me pareció que con él bastaría para controlar la situación y así no habría demasiados…
—¿Saber qué, Bosch? ¿Controlar qué? ¿Qué está pasando?
Bosch lo miró durante un instante antes de contestar. Luego, en un tono sereno, dijo:
—Uno de los hombres que estaban a su mando llevó a cabo un registro ilegal de la residencia del sospechoso. Fue sorprendido en ese acto cuando el sospechoso eludió la vigilancia que usted supervisaba. Eso es lo que ha ocurrido.
Rollenberger reaccionó como si le hubieran dado una bofetada.
—Bosch, ¿has perdido la cabeza? ¿Dónde está el teléfono? Voy a…
—Si llama al inspector Irving puede olvidarse para siempre de volver a dirigir un operativo. Puede olvidarse de muchas cosas.
—¡Joder! Yo no tengo nada que ver con todo esto. Tú estabas trabajando por tu cuenta y te pillaste los dedos. ¿Dónde está Mora?
—Está arriba, en la habitación de la derecha, esposado a la máquina de pesas.
Rollenberger miró a todos los que estaban en el salón. Sheehan, Opelt, Edgar. Todos miraron al teniente con indiferencia. Bosch dijo:
—Si no sabía nada de esto, teniente, tendrá que demostrarlo. Todo lo que se ha dicho en la simplex cinco esta noche está en las cintas del centro de comunicaciones. Yo dije que estaba en la casa y usted estaba escuchando. Incluso habló conmigo varias veces.
—Bosch, estabais hablando en clave, yo no…, no sabía na…
De pronto Rollenberger se abalanzó salvajemente sobre Bosch, con las manos en alto y dispuesto a agarrarlo por el cuello. Bosch estaba preparado y reaccionó con agresividad. Golpeó con las palmas de las manos en el pecho del otro hombre y lo empujó contra la pared del pasillo. Un cuadro se deslizó y cayó estrepitosamente al suelo.
—Bosch, eres un estúpido, has echado a perder la detención —dijo mientras se desplomaba contra la pared—. Todo esto es ile…
—No hay detención. No es él. Pero tenemos que estar seguros. ¿Quiere ayudarnos a registrar el lugar y pensar cómo atajar este asunto o quiere llamar al jefe y explicarle lo mal que ha organizado a su operativo?
Bosch retrocedió, pero añadió:
—El teléfono está en la cocina.
Tardaron más de cuatro horas en registrar la casa. Los cinco, metódicamente y en silencio, registraron todas las habitaciones, los cajones y los armarios. Las escasas pruebas que iban recopilando de la vida secreta del detective Ray Mora, las ponían en la mesa del comedor. Durante todo ese tiempo, su anfitrión permaneció en el gimnasio del piso de arriba, esposado a una de las barras cromadas de la máquina de pesas. Se le concedieron menos privilegios que a un asesino al que hubieran arrestado en su propia casa. Ni llamada de teléfono, ni abogado, ni derechos. Lo mismo ocurría siempre que los polis investigaban a otros polis. Cualquier poli sabía que los abusos de poder más flagrantes se producían cuando el afectado era uno de los suyos.
De vez en cuando, al comenzar su trabajo, oían a Mora gritar. La mayoría de las veces llamaba a Bosch, algunas a Rollenberger, pero nadie acudió hasta que, finalmente, Sheehan y Opelt —preocupados porque los vecinos pudieran oírlo y llamar a la policía— entraron en la habitación y lo amordazaron con una toalla de baño y cinta aislante negra.
El silencio de los que registraban, sin embargo, no estaba motivado por el respeto hacia los vecinos. Los detectives trabajaban sin cruzar palabra por la tensión que se respiraba en el ambiente. Aunque Rollenberger estaba manifiestamente enfadado con Bosch, la mayor parte de la tensión derivaba del hecho de que Sheehan y Opelt hubieran fracasado en la vigilancia, lo cual había desembocado directamente en que Bosch fuera descubierto por Mora en el interior de su domicilio. Nadie, a excepción de Rollenberger, estaba molesto por el asalto ilegal de Bosch. En la casa del propio Bosch habían irrumpido al menos en dos ocasiones, que él supiera, cuando por alguna razón había sido el centro de una investigación interna. Era exactamente igual que la placa, formaba parte del trabajo.
Cuando acabaron el registro, la mesa del comedor estaba repleta de revistas porno y cintas originales, el equipo de grabación, la peluca, la ropa de mujer y la agenda de teléfonos personal de Mora. La televisión a la que había ido a parar el disparo fallido de Mora también estaba allí. Para entonces, Rollenberger ya se había tranquilizado tras haber analizado la situación durante aquellas horas mientras efectuaba el registro.
—Muy bien —dijo cuando los otros cuatro se reunieron alrededor de la mesa para evaluar los resultados—. ¿Qué es lo que tenemos? Número uno: ¿estamos seguros de que Mora no es nuestro hombre?
Rollenberger miró a su alrededor y detuvo la vista al llegar a Bosch.
—¿Qué te parece, Bosch?
—Ya ha oído lo que creo. Él lo niega y lo que había en la última cinta, antes de que me hiciera borrarla, no coincide con el Discípulo. Parecía tener su consentimiento, aunque estaba claro que los chicos que estaban con él eran menores. Él no es el Discípulo.
—¿Entonces qué es?
—Alguien con problemas. Yo creo que lleva demasiado tiempo en antivicio, eso pudo con él y empezó a montarse sus propias películas.
—¿Las vendía?
—No lo sé. Me extrañaría. Aquí no hay pruebas de eso.
No se esmeró mucho por ocultarse en la cinta que yo vi. Yo diría que era más bien material para su consumo. No se metió en eso por dinero. Va más allá.
Nadie dijo nada, de forma que Bosch continuó.
—Yo lo que creo es que empezó a olerse que le seguíamos un tiempo después de que fijáramos en él nuestro objetivo y comenzó a deshacerse de las pruebas. Esta noche, seguramente, ha estado intentando despistarnos para averiguar por qué le seguíamos. Ha destruido la mayoría de las pruebas, pero si alguien se pone manos a la obra con la agenda de teléfonos, apuesto a que acabaríamos encajando las piezas. Si seguimos el rastro de las listas que tiene sólo con los apellidos probablemente llegaremos hasta algunos de los chicos que utilizaba para los vídeos.
Sheehan hizo ademán de coger la agenda de teléfonos.
—Déjala —dijo Rollenberger—. Si alguien continúa con esto, será asuntos internos.
—¿Cómo van a hacerlo? —preguntó Bosch.
—¿A qué te refieres?
—Todo es fruto del árbol envenenado. El registro, todo. Todo es ilegal. No podemos ir contra Mora.
—Pero tampoco podemos dejar que siga llevando una placa —dijo Rollenberger, irritado—. Ese hombre debería estar en la cárcel.
El silencio que se hizo a continuación quedó quebrantado por un ruido que procedía de arriba, de la voz ronca pero elevada de Mora. De alguna forma había logrado deshacerse de la mordaza.
—¡Bosch! ¡Bosch! Quiero un trato, te daré… —Empezó a toser—. Te lo daré, Bosch. ¿Me oyes? ¿Me oyes?
Sheehan se dirigió a las escaleras, que partían del armario que había fuera del salón. Dijo:
—Esta vez lo ataré tan fuerte que voy a estrangular a ese cabrón.
—Espera un momento —dijo Rollenberger.
Sheehan se detuvo en el umbral que separaba el salón del armario.
—¿Qué dice? —dijo Rollenberger—. ¿Qué nos va a dar?
Miró a Bosch, que se encogió de hombros. Esperaron. Rollenberger tenía la vista puesta en el techo, pero Mora permaneció callado.
Bosch se inclinó sobre la mesa y cogió la agenda.
—Creo que tengo una idea —dijo.
El olor del sudor de Mora se había extendido por la habitación. Estaba sentado en el suelo, con las manos atrás, esposadas a la máquina de pesas. La toalla que le habían colocado en la boca con cinta aislante se le había deslizado hasta el cuello y parecía un collarín. La parte de delante estaba empapada de saliva y Bosch concluyó que Mora había conseguido liberarse a base de mover la mandíbula arriba y abajo.
—Bosch, desátame.
—Aún no.
Rollenberger avanzó.
—Detective Mora, tienes problemas. Tienes…
—Tú tienes problemas. Tú eres el que realmente tiene problemas. Todo esto es ilegal. ¿Cómo vas a explicarlo? ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a contratar a esa puta de Money Chandler y a demandar al departamento por un millón de dólares. Sí, voy a…
—No te lo podrás gastar si estás en la cárcel, Ray —dijo Bosch.
Levantó la agenda de teléfonos de Mora para que el poli de antivicio la viera.
—Si esto llega a manos de asuntos internos, te demandarán. Entre todos estos nombres y números tiene que haber alguien que hable de ti. Algún menor, seguramente. ¿Crees que te lo estamos haciendo pasar mal? Pues espera a que intervenga asuntos internos. Te llevarán a juicio, Ray. Y lo harán sin el registro de esta noche. Esto será tu palabra contra la nuestra.
Bosch apreció un rápido movimiento en los ojos de Mora y se dio cuenta de que había dado en el clavo. Mora tenía miedo de los nombres que había en la agenda.
—Así que —dijo Bosch—, dinos, ¿qué es lo que tenías en mente, Ray?
Mora apartó la vista de la agenda y miró primero a Rollenberger, luego a Bosch y después de nuevo a Rollenberger.
—¿Estás dispuesto a hacer un trato?
—Tengo que saber primero cuál es el trato —dijo Rollenberger.
—De acuerdo, éste es el trato. Yo quedo libre y a cambio os doy el nombre del Discípulo. Sé quién es.
Bosch reaccionó en un primer momento con escepticismo, pero no dijo nada. Rollenberger lo miró y Bosch negó con la cabeza una vez.
—Lo sé —dijo Mora—. Es el mirón del que te hablé. No era ninguna tontería. Hoy he recibido sus datos. Encaja. Sé quién es.
Bosch se lo tomó entonces más en serio. Cruzó los brazos y le lanzó una mirada rápida a Rollenberger.
—¿Quién es? —dijo Rollenberger.
—Pero antes, ¿cuál es el trato?
Rollenberger se dirigió a la ventana y abrió las cortinas. Estaba dejando el asunto en manos de Bosch, que avanzó y se acuclilló frente a Mora como si fuera un catcher.
—Éste es el trato. Te lo voy a decir una sola vez. Lo tomas o lo dejas. Me das el nombre a mí y la placa al teniente Rollenberger. Dimites inmediatamente de tu cargo en el departamento. Accedes a no denunciar al departamento ni a ninguno de nosotros individualmente. A cambio, te largas.
—¿Y cómo sé que no…?
—No lo sabes. ¿Y cómo sé yo que cumplirás tu parte? Me quedo con la agenda, Ray. Intenta jodernos y llegará a manos de asuntos internos. ¿Trato hecho?
Mora se quedó mirándolo unos segundos sin decir nada. Finalmente, Bosch se incorporó y se volvió hacia la puerta. Rollenberger fue tras él y dijo:
—Desátalo, Bosch. Llévalo al Parker Center y fíchalo por asalto a un oficial de policía, sexo ilegal con un menor y añade lo que te plazca de…
—Trato hecho —dijo de pronto Mora—. Pero no tengo ninguna garantía.
Bosch se dio la vuelta para mirarlo.
—Así es, ninguna. ¿Quién es?
Mora apartó la vista de Bosch y miró a Rollenberger.
—Desatadme primero.
—Que quién es, Mora —dijo Rollenberger—. Ya está bien.
—Es Locke. El puto loquero. Sois una panda de gilipollas, vosotros creyendo que era yo mientras él manejaba los hilos todo este tiempo.
Bosch se quedó un tanto aturdido, pero en aquel mismo momento empezó a ver clara la posibilidad de que fuera cierto. Locke conocía el método del Fabricante de Muñecas y encajaba con el perfil del Discípulo.
—¿Él era el mirón?
—Sí, era él. Hoy lo ha identificado un productor. Se acercó por ahí diciendo que estaba escribiendo un libro para poder estar más cerca de las chicas. Luego las mataba, Bosch. Todo este tiempo que ha estado jugando a los médicos contigo, Bosch, ha estado ahí fuera…, asesinando.
Rollenberger se volvió hacia Bosch y preguntó:
—¿Tú qué crees?
Bosch salió de la habitación sin responder. Bajó las escaleras y salió a toda prisa por la puerta en dirección al coche.
El libro de Locke estaba en el asiento trasero de su coche, donde Bosch lo había dejado el día que lo compró. Al dirigirse de nuevo hacia la casa con él se percató de que ya se dibujaban en el cielo los primeros signos del amanecer.
Bosch abrió el libro de Locke sobre la mesa del comedor de Mora y comenzó a hojearlo hasta que llegó a la «Nota del autor». En el segundo párrafo, Locke escribía: «El material para este libro ha sido recopilado en el transcurso de tres años de entrevistas con innumerables intérpretes de películas para adultos, muchos de los cuales expresaron su voluntad de permanecer en el anonimato o bien de ser identificados únicamente con sus nombres artísticos. El autor quiere expresar su agradecimiento a los productores que le facilitaron el acceso a los platós y despachos de producción en los que se llevaron a cabo las entrevistas».
El hombre misterioso. Bosch cayó en la cuenta de que Mora podía tener razón y que Locke podía ser el hombre al que la actriz de vídeo, Gallery, había identificado como sospechoso cuando llamó, cuatro años atrás, al teléfono de afectados del equipo de investigación del Fabricante de Muñecas. Bosch buscó a continuación el índice del libro y recorrió los nombres con el dedo. En la lista figuraba Velvet Box. También Holly Lere y Magna Cum Loudly.
Bosch repasó mentalmente a toda velocidad la implicación de Locke en el caso. Definitivamente encajaba como sospechoso, por las mismas razones que Mora. Tenía un pie en cada lado, tal y como él mismo había descrito. Disponía de acceso a toda la información sobre las muertes del Fabricante de Muñecas y, al mismo tiempo, dirigía una investigación para un libro sobre la psicología de las actrices de la industria de la pornografía.
Bosch se entusiasmó, pero ante todo estaba indignado. Mora tenía razón. Locke había manejado los hilos, lo había manejado a él hasta el punto de que había puesto a los polis tras la pista del hombre equivocado. Locke era el Discípulo y se la había jugado por completo.
Rollenberger envió a Sheehan y a Opelt a casa de Locke para someterlo inmediatamente a vigilancia.
—Y esta vez no la caguéis —dijo tras restablecer parte de su papel de mando.
A continuación anunció que se celebraría una reunión del equipo de investigación el domingo a mediodía, al cabo de poco más de seis horas. Dijo que entonces discutirían si solicitaban una orden para registrar la casa y el despacho de Locke y decidirían cómo actuar. Cuando se dirigía hacia la puerta, Rollenberger miró a Bosch y le dijo:
—Ve a soltarlo. Luego, lo mejor será que te vayas a dormir un rato, Bosch. Lo vas a necesitar.
—¿Y qué va a pasar con usted? ¿Cómo va a abordar este asunto con Irving?
Rollenberger miraba la placa dorada de detective que tenía en la mano. Era de Mora. Cerró la mano y se la metió en el bolsillo de la cazadora. Luego miró a Bosch.
—Eso es problema mío, ¿no te parece, Bosch? No te preocupes por eso.
Cuando los demás se hubieron ido, Bosch y Edgar subieron al gimnasio. Mora estaba en silencio y evitó mirarlos cuando le quitaron las esposas. No dijeron nada, lo dejaron allí con la toalla todavía alrededor del cuello, como una soga, contemplando su imagen fragmentada en el espejo de la pared.
Bosch encendió un cigarrillo y miró el reloj al llegar al coche. Eran las seis y veinte y estaba demasiado alterado para irse a casa a dormir. Entró en el coche y sacó la radio del bolsillo.
—Frankie, ¿estás ahí?
—Sí —respondió Sheehan.
—¿Alguna novedad?
—Acabamos de llegar. No hay movimiento. No sé si está dentro o no. La puerta del garaje está cerrada.
—Vale.
A Bosch se le ocurrió una idea. Cogió el libro de Locke y le quitó la cubierta. La dobló, se la metió en el bolsillo y arrancó el coche.
Después de parar a tomarse un café en un Winchell’s, Bosch llegó sobre las siete al Sybil Brand Institute. Dada la hora que era, tuvo que pedir autorización al jefe de vigilancia para interrogar a Georgia Stern.
Se percató de que estaba con el mono en cuanto entró en la sala del interrogatorio. La mujer se sentó encorvada y con los brazos cruzados por delante, como si se le hubiera roto una bolsa de la compra y tratara de impedir que se cayera algo.
—¿Se acuerda de mí? —preguntó él.
—Eh, tiene que sacarme de aquí.
—No puedo. Pero puedo pedirles que la trasladen a la clínica. Allí le darán metadona en el zumo de naranja.
—Quiero salir de aquí.
—Pediré que la lleven a la clínica.
Ella dejó caer la cabeza en señal de derrota. Comenzó a acunarse ligeramente, hacia atrás y hacia adelante. A Bosch le inspiró compasión, pero sabía que no podía dejarse llevar. Había cosas más importantes y ella ya no tenía salvación.
—¿Se acuerda de mí? —volvió a preguntar—. ¿De la otra noche?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Recuerda que le enseñamos unas fotos? Pues tengo otra.
Puso la sobrecubierta del libro encima de la mesa. Ella contempló la foto de Locke bastante tiempo.
—¿Y bien?
—¿Qué? Lo he visto. Habló conmigo una vez.
—¿Sobre qué?
—Sobre las películas. Era, eh, creo que es un entrevistador.
—¿Un entrevistador?
—O sea, como un escritor. Dijo que era para un libro. Le pedí que no usara ninguno de mis nombres, pero no llegué a comprobarlo nunca.
—Georgia, trate de recordar. Concéntrese. Es muy importante. ¿Podría ser también el hombre que la atacó?
—¿Se refiere al Fabricante de Muñecas? El Fabricante de Muñecas está muerto.
—Sí, eso ya lo sé. Pero creo que fue otra persona la que la atacó. Mire la foto. ¿Fue él?
Miró la foto y dijo que no con la cabeza.
—No lo sé. A mí me dijeron que había sido el Fabricante de Muñecas, así que me olvidé de su cara cuando lo mataron.
Bosch se recostó sobre el asiento. Era inútil.
—¿Sigue pensando en pedirles que me lleven a la clínica? —preguntó tímidamente al percatarse de que el humor de Bosch había cambiado.
—Sí, ¿quiere que les diga que tiene el virus?
—¿Qué virus?
—El sida.
—¿Para qué?
—Para que le den las medicinas que necesite.
—Pero si yo no tengo el sida.
—Mire, sé que la última vez que la detuvieron los de antivicio de Van Nuys, llevaba AZT en el bolso.
—Es por protección. Lo pillé de un amigo que está enfermo. Me dio el bote y yo lo llené de maicena.
—¿Protección?
—No quiero trabajar para ningún chulo. Si te viene algún capullo y te dice que él es tu hombre, le enseño la mierda ésta, le digo que tengo el virus y así se larga. No quieren chicas con sida. No es bueno para el negocio.
Esbozó una sonrisa picara y Bosch cambió su opinión acerca de ella. Al fin y al cabo, tal vez podría salvarse. Tenía el instinto de una superviviente.
La oficina de detectives de la comisaría de Hollywood estaba completamente desierta, algo habitual en un domingo por la mañana. Después de robar un vaso de café de la oficina de guardia mientras el sargento estaba ocupado con el mapa de la pared, Bosch fue a la mesa de homicidios y llamó a Sylvia, pero no la encontró. Se preguntó si estaría otra vez trabajando en el jardín o habría salido, tal vez a comprar el periódico del domingo para leer el artículo sobre Beatrice Fontenot.
Bosch se recostó en la silla. No sabía cuál debía ser el siguiente paso. Utilizó la radio para consultar con Sheehan, que volvió a decirle que no se había producido movimiento alguno en la casa de Locke.
—¿Crees que deberíamos subir y llamar? —preguntó Sheehan.
No esperaba una respuesta y Bosch no se la dio. Sin embargo, se puso a pensar en ello. Aquello le dio otra idea. Decidió que iría a casa de Locke para ponerlo a prueba con la máxima discreción, para ponerle al corriente de la historia de Mora, ver cómo reaccionaba y comprobar si seguía afirmando que el poli de antivicio era el Discípulo.
Tiró el vaso vacío de café a la papelera y se asomó por la ranura del buzón de notas y correo que había en la pared. Vio que allí había algo. Se levantó y llevó a su mesa tres notas rosas de recados recibidos por teléfono y un sobre blanco. Leyó los mensajes y uno a uno los descartó al considerar que no eran importantes y los metió en el pincho de los mensajes para más tarde. Dos eran de periodistas de televisión y el tercero de un fiscal que solicitaba pruebas de uno de sus otros casos. Todas las llamadas se habían producido el viernes.
Luego miró el sobre y sintió un escalofrío, como si una fría bola de acero descendiera por detrás de su cuello. En el exterior sólo estaba escrito su nombre, pero la característica letra no dejaba lugar a dudas. Dejó el sobre en la mesa, abrió el cajón y rebuscó entre libretas, bolígrafos y pinzas de papel hasta que encontró un par de guantes de goma. Luego abrió cuidadosamente el mensaje del Discípulo.
Cuando el cadáver deje de apestar,
yo seguiré presente en tu pesar
por haberte arrancado a tu querida rubia
de esas manos vulgares
Ella será entonces mi muñequita
tras una dulce y deliciosa cita.
Después emprenderé viaje
rumbo a nuevos lugares
No le llegará el aire, no podrá resistir
Pero a por mí, no te atrevas a ir
Su última palabra, será, oh Dios,
Una que sonará igual que Boschhhhhh
Al salir de la comisaría, atravesó la oficina de guardia, le faltó poco para llevarse por delante al sobresaltado teniente que estaba de servicio y gritó:
—¡Póngase en contacto con el detective Jerry Edgar! Dígale que conecte la radio. El sabrá lo que quiero decir.