La casa de Mora estaba en Sierra Linda, cerca de Sunset. Bosch aparcó en la calle a media manzana de distancia y observó la casa mientras iba cayendo la noche. La calle estaba ocupada casi exclusivamente por pequeñas casas típicas de la zona, con grandes porches y buhardillas que sobresalían de los tejados en pendiente. Bosch supuso que habían pasado, como mínimo, diez años desde que la calle había dejado de ser tan bonita como sugería su nombre. Muchas de las casas estaban derruidas. La que lindaba con la de Mora estaba abandonada y tapiada. En otras viviendas estaba claro que los propietarios, la última vez que tuvieron dinero para poder elegir, se decantaron por poner verjas cerradas con cadenas en lugar de volver a pintar. Casi todas tenían rejas en las ventanas, incluso en las buhardillas. En la entrada de una de las casas se veía un coche que había quedado reducido a cenizas. Era el tipo de barrio en el que podía verse al menos un anuncio de venta todos los fines de semana.
Bosch tenía el radiotransmisor al mínimo en el asiento de al lado. La última noticia que había oído era que Mora estaba en el Bullet, un bar situado cerca del bulevar. Bosch había estado allí alguna vez y se imaginó el lugar con Mora sentado en la barra. Era un local oscuro, con un par de carteles de neón de cerveza, dos mesas de billar y una televisión en el techo, encima de la barra. No era lugar para entrar y salir. No había posibilidad de tomarse una sola copa en el Bullet. Bosch supuso que Mora iba a atrincherarse allí toda la noche.
Cuando el cielo se tornó añil, observó las ventanas de la casa de Mora, pero no se encendió luz alguna detrás de ellas. Bosch sabía que Mora estaba divorciado, pero desconocía si compartía su casa. Al contemplar la oscuridad en la que estaba sumida la casa desde el Caprice dudó que fuera así.
—¿Equipo uno? —dijo Bosch por la radio.
—Equipo uno.
—Aquí seis, ¿qué tal nuestro hombre?
—Sigue empinando el codo. ¿Qué haces esta noche, seis?
—Por aquí, por la casa. Avisadme si necesitáis algo o si se mueve de allí.
—De acuerdo.
Se preguntó si Sheehan y Opelt habían entendido lo que había dicho. Contaba con que Rollenberger no lo pillara. Se inclinó hacia la guantera y sacó la bolsa de las ganzúas. Luego giró la ruedecilla del volumen del radiotransmisor hasta ponerlo al mínimo y lo metió en el otro bolsillo.
Salió, cerró el coche y, cuando estaba a punto de cruzar la calle, oyó un mensaje en la radio. Volvió a sacar las llaves, abrió el Caprice y se sentó otra vez dentro. Subió el volumen.
—¿Qué has dicho, uno? No lo he oído.
—El sujeto se ha movido. Dirección oeste.
—¿A pie?
—Negativo.
Mierda, pensó Bosch. Estuvo otros tres cuartos de hora sentado en el coche mientras Sheehan le iba narrando el ajetreo de Mora, que aparentemente recorría Hollywood Boulevard. Se preguntaba qué estaría haciendo Mora. Recorrer el bulevar en busca de una víctima no formaba parte del perfil del segundo asesino. El Discípulo, por lo que él sabía, trabajaba única y exclusivamente en hoteles. Allí llevaba engañadas a sus víctimas. Aquel ajetreo de idas y venidas no encajaba.
La radio quedó en silencio durante diez minutos y luego Sheehan entró de nuevo en antena.
—Se dirige hacia el Strip.
Sunset Strip suponía un problema añadido. Pertenecía a Los Ángeles, pero justo al sur estaba West Hollywood, que era jurisdicción del departamento del sheriff. Si Mora continuaba hacia el sur y hacía algún tipo de movimiento podía traerles problemas jurisdiccionales y a un tipo como Hans Off le aterraban esos conflictos.
—Ahora va a Santa Monica Boulevard.
Eso era ya West Hollywood. Bosch esperaba que Rollenberger entrara en antena en cualquier momento. No se equivocaba.
—Equipo uno, aquí jefe de equipos. ¿Qué hace el sujeto?
—Si no supiera a qué se dedica diría que está buscando rollo en Boystown.
—Está bien, equipo uno, no lo perdáis de vista, pero sin contacto. Estamos fuera de nuestra demarcación. Hablaré con la oficina de vigilancia del sheriff e informaré.
—No hay contacto previsto.
Pasaron cinco minutos. Bosch vio a un hombre que paseaba a su perro guardián por Sierra Linda. El hombre se detuvo para que el animal hiciera sus necesidades en el terreno quemado que había delante de la casa abandonada.
—Salvados —dijo la voz de Sheehan—. Otra vez en casa.
Se refería a que volvían a estar dentro de la demarcación de Los Ángeles.
—Uno, ¿cuál es tu veinte? —preguntó Bosch.
—Todavía en Santa Monica, dirección este. Pasa La Brea, no, va dirección norte por La Brea. Puede que se dirija a su casa.
Bosch se recostó en el asiento por si acaso Mora aparecía por la calle. Escuchó que Sheehan informaba de que el poli de antivicio iba ahora por Sunset dirección este.
—Acaba de pasar Sierra Linda.
Mora no iba a casa. Bosch se incorporó. Escuchó el silencio durante cinco minutos.
—Se dirige al Dome —dijo Sheehan al fin.
—¿Al Dome? —preguntó Bosch.
—Al cine de Sunset, pasando Wilcox. Acaba de aparcar. Ha comprado una entrada y se ha metido dentro. Debía de estar haciendo tiempo en el coche hasta que empezara la película.
Bosch intentaba imaginarse la zona. La gigantesca cúpula geodésica era uno de los cines más conocidos de Hollywood.
—Equipo uno, aquí jefe de equipos. Quiero que os dividáis. Que uno entre con el sujeto y el otro espere fuera en el coche.
—Recibido. Equipo uno, corto.
El Dome estaba a diez minutos de Sierra Linda. Bosch calculó que, como máximo, dispondría de una hora y media en la casa, a menos que Mora saliera del cine antes de que terminara la película.
Salió de nuevo del coche con rapidez, cruzó la calle y recorrió la manzana hasta la casa de Mora. El amplio porche ensombrecía por completo la puerta de entrada. Bosch llamó y, mientras esperaba, se dio la vuelta para mirar a la casa de enfrente. Había luces encendidas y se veía el reflejo azulado de una televisión en las cortinas de una de las habitaciones del piso de arriba.
Nadie abrió la puerta. Retrocedió y echó un vistazo a las ventanas de la parte delantera. Vio que no había advertencias de sistemas de seguridad, ni cinta de alarma en el cristal. Se asomó entre los barrotes y vislumbró a través del cristal lo que parecía el salón. Levantó la vista hacia los rincones del techo, buscando el piloto de un detector de movimiento. Tal y como esperaba, no había nada. Cualquier poli sabía que la mejor defensa era una buena cerradura o un perro guardián. O ambas cosas.
Volvió a la puerta, abrió el bolsillo y sacó la linterna. Había tapado el extremo con cinta aislante negra para que, al encenderla, la luz saliera en un haz estrecho. Se puso de rodillas y observó las cerraduras. Mora tenía un cerrojo de pestillo fijo y un pomo con cerradura de los más comunes. Bosch sujetó la linterna con la boca y alumbró el cerrojo. Con dos ganzúas, un tensor y un gancho, se puso manos a la obra. Era un buen cerrojo, de doce dientes. No era un Medeco, sino uno de serie, más barato. Bosch tardó diez minutos en vencerlo. Para entonces, el sudor había descendido desde el pelo y le producía escozor en los ojos.
Se sacó la camisa por fuera de los pantalones y se secó la cara. También secó las ganzúas, que estaban resbaladizas por el sudor, y echó un vistazo a la casa de enfrente. Aparentemente no había cambiado nada. La televisión del piso de arriba seguía encendida. Se dio la vuelta y apuntó con la linterna al pomo de la puerta. Luego oyó un coche. Apagó la luz y se arrastró por detrás de las escaleras del porche hasta que pasó.
De nuevo ante la puerta asió el tirador y cuando había introducido el gancho, se dio cuenta que la cerradura no oponía resistencia. Lo giró y la puerta se abrió. No estaba cerrada con llave. Era lógico, Bosch lo sabía. El cerrojo era la medida de seguridad. Si un ladrón conseguía abrirlo, la otra cerradura era coser y cantar. ¿Por qué molestarse entonces en cerrarla?
Se quedó de pie en la oscuridad de la entrada sin moverse, esperando a que su vista se adaptara. Cuando estaba en Vietnam era capaz de adentrarse en los túneles de Charlie y ver en cuestión de quince segundos. Ahora tardaba más. Falta de práctica, suponía. O tal vez se estaba haciendo viejo. Permaneció en la entrada durante casi un minuto. Cuando se completaron las formas y las sombras, gritó:
—Eh, ¿Ray? ¿Estás ahí? Te has dejado la puerta abierta. ¿Hola?
No hubo respuesta. Sabía que Mora no tendría perro viviendo solo y con el horario de un poli.
Bosch avanzó unos cuantos pasos hacia el interior de la casa y miró las formas oscuras de los muebles del salón. No era la primera vez que se colaba en un domicilio, ni tampoco en la casa de un poli, pero la sensación siempre parecía nueva, una sensación de euforia, miedo intenso y pánico, todo a la vez. Parecía como si el centro de gravedad se le hubiera bajado a la entrepierna. Sentía una energía extraña que sabía que nunca podría describirle a nadie.
Por un breve instante el pánico aumentó y amenazó con romper el delicado equilibrio entre sus pensamientos y sus sensaciones. El titular apareció en su cabeza: «Policía en juicio sorprendido asaltando una casa». Pero lo descartó enseguida. Pensar en el fracaso era una invitación a que sucediera. Vio la escalera y se dirigió rápidamente hacia ella. Suponía que Mora guardaría los trofeos en su dormitorio, o junto a la tele, o tal vez en ambos sitios. En lugar de recorrer el camino hasta el dormitorio, comenzaría por allí.
El segundo piso lo ocupaban dos habitaciones con un cuarto de baño en medio. El dormitorio de la derecha había sido convertido en un gimnasio enmoquetado. Había una gran variedad de equipamiento cromado, una máquina de remo, una bicicleta estática y un artilugio cuya utilidad Bosch no supo discernir. Había también un estante con pesas sueltas y un banco con una haltera. En una de las paredes de la habitación, había un espejo de suelo a techo. Un golpe a la altura de la cara había hecho que éste se resquebrajara en forma de araña. Durante un instante, Bosch se miró y estudió su reflejo fragmentado. Pensó en Mora estudiando su propio rostro en aquel mismo lugar.
Bosch miró el reloj. Ya había transcurrido media hora desde que Mora entrara en el cine. Sacó la radio.
—Uno, ¿qué es del sujeto?
—Sigue dentro. ¿Qué tal tú?
—Sigo por aquí. Llamad si me necesitáis.
—¿Dan algo interesante por la tele?
—Aún no.
En ese momento apareció la voz de Rollenberger.
—Equipos uno y seis, vamos a dejarnos de cháchara y a usar la radio sólo para comunicaciones que vengan al caso. Jefe de equipos, corto.
Ni Bosch ni Sheehan respondieron.
Bosch cruzó el vestíbulo para entrar en la otra habitación. Allí era donde dormía Mora. La cama estaba deshecha y la ropa, amontonada en una silla junto a la ventana. Bosch despegó parte de la cinta aislante de su linterna para tener un campo de visión más amplio.
En la pared que había sobre la cama, vio un retrato de Jesucristo, con la mirada baja y el Sagrado Corazón visible en el pecho. Bosch se desplazó hasta la mesilla de noche y alumbró brevemente con la linterna a una foto enmarcada que había junto al despertador. Eran una joven rubia y Mora. Su ex mujer, suponía. Tenía el pelo teñido y Bosch comprobó que encajaba perfectamente en el arquetipo físico de las víctimas. ¿Estaría Mora matando a su ex mujer una y otra vez?, se preguntó de nuevo. Eso era algo que tendrían que decidir Locke y los demás psiquiatras. En la mesa que había tras la foto encontró una estampa religiosa. Bosch la cogió y la enfocó con la linterna. Era una imagen del Niño de Praga.
El cajón de la mesilla de noche contenía principalmente trastos sin relevancia alguna: una baraja de cartas, tubos de aspirinas, gafas de lectura, condones —que no eran de la marca preferida por el Fabricante de Muñecas— y una pequeña agenda de teléfonos. Bosch se sentó en la cama y hojeó la agenda. Había varios nombres de mujeres ordenados por los apellidos, pero no le sorprendió que no figurara ninguno de los nombres de las mujeres relacionadas con los casos del Discípulo o el Fabricante de Muñecas.
Cerró el cajón y dejó la linterna en la balda que había debajo. Allí encontró un taco de un palmo y medio de alto de revistas pornográficas muy explícitas. Bosch calculó que habría más de cincuenta, con portadas que mostraban fotos satinadas con todas las combinaciones posibles: hombre-mujer, hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer-hombre y demás. Echó un vistazo a algunas de ellas y vio una señal hecha con un rotulador fosforescente en la esquina superior derecha de todas las portadas, tal y como había visto que hacía Mora con las revistas en el despacho. Mora se estaba llevando el trabajo a casa. ¿O se había llevado las revistas por alguna otra razón?
Al mirar las revistas, Bosch sintió un apretón en la entrepierna y se apoderó de él un extraño sentimiento de culpa. ¿Y yo qué?, se preguntó. ¿Estoy haciendo algo más que mi trabajo? ¿Soy yo el voyeur? Volvió a colocar el montón de revistas en su sitio. Era consciente de que eran demasiadas revistas para revisarlas todas y buscar en ellas víctimas del Discípulo. Y si encontrara alguna, ¿qué demostraría eso?
Pegado a la pared opuesta a la cama había un armario alto de roble. Bosch abrió las puertas y encontró una televisión y un vídeo. Encima de la televisión había tres cintas apiladas. Eran de ciento veinte minutos. Abrió los dos cajones del armario y encontró otra cinta en el de arriba. El de abajo contenía una colección de cintas porno originales. Sacó un par de ellas, pero de nuevo eran demasiadas y no había tiempo. Su atención se centró en las cuatro cintas destinadas a grabaciones caseras.
Encendió la televisión y el vídeo para ver si había otra cinta dentro. No había nada. Metió una de las cintas que había encontrado apiladas sobre la tele. Sólo se veía nieve. Presionó el botón de avance rápido y observó la nieve hasta el final de la cinta. Le llevó un cuarto de hora pasar las tres cintas que había encontrado sobre la tele. Todas estaban en blanco.
Era curioso, pensó Bosch. Lo único que cabía deducir era que las cintas habían sido usadas alguna vez porque ya no estaban en la caja de cartón ni tenían el envoltorio de plástico con el que las vendían. Aunque él no tenía vídeo, sabía perfectamente cómo funcionaban y creía que normalmente la gente no borraba las cintas grabadas, sino que se limitaba a grabar los programas nuevos encima de los viejos. ¿Por qué se habría tomado Mora la molestia de borrar lo que había en aquellas cintas? Tuvo la tentación de coger una de las cintas en blanco para llevarla a analizar, pero consideró que era demasiado arriesgado. Seguramente Mora se percataría de que faltaba una.
La última cinta con grabaciones caseras, la que había sacado del cajón de arriba, no estaba en blanco. Contenía escenas del interior de una casa. Una niña estaba jugando en el suelo con un animal de peluche. A través de la ventana que había detrás de la niña, Bosch distinguió un jardín cubierto de nieve. Luego un hombre entró en pantalla y abrazó a la niña. Al principio, Bosch pensó que era Mora. Luego el hombre dijo: «Gabrielle, dile al tío Ray cuánto te ha gustado el caballito».
La niña abrazó al caballo de peluche y gritó: «Asias, tío Way».
Bosch sacó la cinta, la volvió a meter en el cajón de arriba del armario y a continuación sacó los dos cajones y miró detrás. Nada. Se subió a la cama para poder mirar encima del armario y allí tampoco había nada. Apagó los aparatos y dejó el armario tal y como lo había encontrado cuando lo abrió. Miró el reloj. Ya había pasado casi una hora.
El vestidor estaba cuidadosamente ordenado en ambos lados, con toda la ropa colgada en perchas. En el suelo había ocho pares de zapatos alineados cada uno con la pareja correspondiente contra la pared del fondo. No halló nada más de interés y retrocedió de nuevo al dormitorio. Echó un vistazo rápido debajo de la cama y por los cajones de la cómoda, pero no encontró nada interesante. Bajó la escalera y se asomó un momento al salón, pero no había televisión. Tampoco había en la cocina, ni en el comedor.
Bosch recorrió el pasillo que llevaba de la cocina a la parte trasera de la casa. En el pasillo había tres puertas y la zona parecía un garaje reconvertido o una ampliación construida recientemente. Había rejillas de aire acondicionado en el techo del pasillo y el suelo de pino blanco era mucho más nuevo que los suelos de roble ya resquebrajados y oscurecidos del resto de la planta baja.
La primera puerta conducía a un lavadero. Bosch abrió deprisa los armarios que había sobre la lavadora y la secadora y no encontró nada de interés. Tras la siguiente puerta había un cuarto de baño con unas instalaciones más nuevas que las que había visto en el del piso de arriba.
La última puerta conducía a un dormitorio cuyo elemento central era una cama con dosel. La colcha era rosa y daba la impresión de ser la habitación de una mujer. Bosch se dio cuenta de que olía a perfume. Sin embargo, no daba la sensación de que estuviera habitada. Parecía más bien un dormitorio a la espera de que su ocupante regresara. Bosch se preguntó si Mora tendría una hija estudiando fuera en la universidad, ¿o era la habitación que usaba su ex mujer antes de que rompiera definitivamente su matrimonio y se marchara?
En un rincón había una televisión y un vídeo en un mueble con ruedas. Se acercó y abrió el cajón de las cintas que había debajo del vídeo, pero, aparte de un objeto metálico y redondo del tamaño de un disco de hockey, no había nada. Bosch lo cogió y lo miró, pero no tenía ni idea de lo que era. Pensó que tal vez formaba parte del equipo de pesas que había arriba. Volvió a meterlo en el cajón y cerró.
Abrió después los cajones de la cómoda blanca, pero, a excepción de la ropa interior de mujer, no encontró nada en el cajón de arriba. El segundo cajón contenía una caja con una paleta de varios colores de sombra de ojos y varios pinceles. También había un estuche redondo de plástico con polvos faciales. Los estuches de maquillaje eran para utilizarlos en casa, demasiado grandes para llevarlos en el bolso y, por tanto, no podían pertenecer a ninguna de las víctimas del Discípulo. Pertenecían a la persona que utilizaba aquella habitación.
Los tres cajones inferiores estaban completamente vacíos. Se miró en el espejo que había encima del escritorio y vio que estaba sudando otra vez. Sabía que estaba consumiendo demasiado tiempo. Miró el reloj. Ya habían pasado sesenta minutos.
Bosch abrió la puerta del vestidor y retrocedió de un salto al sentir un vuelco en el corazón del susto. Se resguardó junto a la puerta mientras sacaba la pistola.
—¡Ray! ¿Eres tú?
Nadie contestó. Se dio cuenta de que se estaba apoyando en el interruptor de la luz de aquel profundo vestidor. Lo encendió y fue en cuclillas tambaleándose hacia la puerta del armario, apuntando con la pistola al hombre que había visto al abrirla.
Alargó el brazo a toda prisa hacia fuera del armario y apagó la luz. En la balda, sobre la barra de colgar, había una bola redonda de gomaespuma sobre la que descansaba una peluca de cabello largo y negro. Bosch contuvo la respiración y entró hasta el fondo del vestidor. Observó detenidamente la peluca sin tocarla. Se preguntó cómo encajaba aquella peluca. Se volvió hacia su derecha y encontró más piezas de lencería transparente y unos cuantos vestidos de seda fina colgados en perchas. Debajo de ellos, en el suelo, bien alineados contra la pared, había un par de zapatos rojos con tacones de aguja.
Al otro lado del vestidor, detrás de algunas prendas cubiertas con bolsas de tintorería, había un trípode de cámara. A Bosch comenzó a fluirle de nuevo la adrenalina a un ritmo más rápido. Levantó la vista con rapidez y comenzó a buscar entre las cajas de los estantes que había encima de la barra. Bajó con mucho cuidado una de las cajas, que tenía escritos caracteres japoneses. Le sorprendió lo mucho que pesaba. Al abrirla, halló una cámara de vídeo y una grabadora.
La cámara era grande y comprobó que no se trataba de un aparato comprado en unos grandes almacenes. Más bien era el tipo de cámara que Bosch había visto utilizar a los equipos de los telediarios. Tenía una batería industrial extraíble y una luz estroboscópica. Estaba conectada a la grabadora mediante un cable coaxial de dos metros y medio. La grabadora tenía un monitor de reproducción y mandos de edición.
Le resultó curioso que Mora tuviera un equipo tan caro, pero no sabía qué se desprendía de aquello. Se preguntó si el poli de antivicio se la habría incautado a un productor de porno y no la había llevado jamás al almacén de pruebas. Apretó un botón y abrió el portacintas de la grabadora, pero estaba vacío. Colocó de nuevo el equipo en la caja y volvió a poner ésta en el estante, sin dejar de preguntarse por qué un hombre con ese equipo sólo tenía cintas en blanco. Se percató, al echar otro vistazo en el vestidor, de que las cintas que había encontrado podían haber sido borradas recientemente. Sabía que si ése era el caso, Mora podía haberse dado cuenta de que lo vigilaban.
Miró el reloj. Setenta minutos. Estaba apurando demasiado.
Al cerrar el vestidor y darse la vuelta, se encontró con su propia imagen en el espejo que había encima del escritorio. Se volvió enseguida hacia la puerta para irse. Fue entonces cuando vio el soporte de las luces que recorrían la pared por encima de la puerta del dormitorio. Había cinco luces y no le hacía falta encenderlas para saber que todas apuntaban hacia la cama.
Bosch miró hacia la cama un instante y empezó a entenderlo todo. Miró de reojo el reloj, aunque sabía que ya era el momento de irse, y se dirigió a la puerta.
Al atravesar la habitación se fijó de nuevo en la tele y el vídeo y se dio cuenta de que había olvidado algo. Se arrodilló a toda prisa delante de los aparatos y encendió el vídeo. Presionó el botón de expulsión y salió una cinta. La empujó otra vez hacia dentro y pulsó el botón de rebobinar. Encendió la tele y sacó la radio.
—Uno, ¿cómo vamos?
—La película ya ha acabado. Lo estamos buscando.
Algo pasaba y Bosch lo sabía. Normalmente las películas de estreno no eran tan cortas. Él sabía que en el Dome había una única sala. Sólo una película cada sesión. Por tanto, Mora había entrado en el cine cuando la película ya había comenzado. Si es que había llegado a entrar. Un temor cargado de adrenalina recorrió todo su cuerpo.
—¿Estás seguro de que ha acabado, uno? No lleva dentro ni una hora.
—¡Vamos a entrar!
La voz de Sheehan traslucía angustia. Entonces Bosch lo entendió. Vamos a entrar. Opelt no había entrado en el cine detrás de Mora. Habían recibido la orden de dividirse, pero no la habían cumplido. No podían. El día anterior Mora había visto a Sheehan y a Opelt en el puesto de burritos, cerca de la división central. De ninguna de las maneras podía entrar uno de ellos en un cine oscuro a buscar a Mora y arriesgarse a que el policía de antivicio los viera primero. Si eso sucedía, Mora se daría cuenta al instante de que lo estaban vigilando. Sheehan le había dicho a Rollenberger que había recibido la orden porque la alternativa era contarle al teniente que habían metido la pata hasta el fondo el día anterior.
La cinta llegó al principio. Bosch se sentó, con el dedo preparado en el vídeo. Sabía que Mora se la había jugado a todos. Mora era un poli. Se la había jugado con la vigilancia. Lo de parar en el cine había sido una trampa.
Pulsó el botón de play.
Aquella cinta no estaba borrada. La calidad de la imagen era superior a la que Bosch había visto en la cabina del X Marks the Spot cuatro noches antes. La cinta cumplía todos los requisitos técnicos de una cinta porno producida para cine. Encuadrada en la imagen de la televisión estaba la cama con dosel sobre la que dos hombres practicaban el sexo con una mujer. Bosch miró unos instantes y después adelantó la cinta mientras la imagen seguía en la pantalla. Los actores del vídeo comenzaron a moverse compulsivamente a tal velocidad que casi resultaba cómico. Bosch miró cómo cambiaban de postura una y otra vez. Todas las posturas imaginables a velocidad rápida. Finalmente, lo puso de nuevo a velocidad normal y observó a los tres actores.
La mujer no encajaba con el arquetipo del Discípulo. Llevaba puesta la peluca negra. Estaba escuálida y era joven. De hecho, no era una mujer, al menos desde el punto de vista legal. Bosch dudó que tuviera más de dieciséis años. Uno de sus acompañantes también era joven, quizá tenía su edad, o incluso menos. Bosch no podía saberlo con certeza. De lo que sí estaba seguro, sin embargo, era de que el tercer participante era Ray Mora. Su cara no miraba a la cámara, pero Bosch lo sabía. Además veía la medalla de oro, el Espíritu Santo, que se balanceaba en su pecho. Paró la cinta y la quitó.
—Me olvidé de esa cinta, ¿verdad?
Todavía de rodillas, delante de la televisión, Bosch se volvió. Ray Mora estaba allí de pie, apuntándole a la cara con una pistola.
—Eh, Ray.
—Gracias por recordármelo.
—De nada. Mira, Ray, ¿por qué no dejas…?
—No me mires.
—¿Qué?
—¡Que no quiero que me mires! Date la vuelta, mira a la pantalla.
Bosch obedeció la orden y miró a la pantalla negra.
—Eres zurdo, ¿verdad? Pues con la mano derecha saca tu pistola y lánzala por el suelo en esta dirección.
Bosch siguió cuidadosamente las instrucciones. Le pareció oír que Mora recogía la pistola del suelo.
—Creéis que soy el Discípulo. Sois una panda de gilipollas.
—Mira, Ray, no te voy a mentir, te estamos investigando, nada más… Ahora ya lo sé, ahora sé que nos hemos equivocado. Tú…
—Los chicos del burrito kosher. Hay que joderse, alguien debería enseñarles a seguir a un sospechoso. No tienen ni puta idea. Tardé un rato en entenderlo, pero me imaginé que algo pasaba cuando los vi.
—Así que nos hemos equivocado contigo, ¿verdad, Ray?
—¿Todavía tienes que preguntarlo, Bosch? ¿Después de lo que has visto? La respuesta es: sí, tenéis la cabeza, en el culo. ¿De quién fue la idea de investigarme? ¿De Eyman? ¿De Leiby?
Eyman y Leiby eran los dos comandantes de vicio administrativo.
—No. Fui yo. Yo hice la petición.
Se hizo un silencio prolongado tras aquella confesión.
—Entonces a lo mejor debería volarte la cabeza aquí mismo. Estaría en mi derecho, ¿no crees?
—Mira, Ray…
—¡No!
Bosch detuvo el giro de su cabeza y volvió la vista otra vez hacia la televisión.
—Si lo haces, Ray, tu vida cambiará para siempre. Ya lo sabes.
—Cambió en el momento en que tú entraste en esta casa, Bosch. ¿Por qué no llegar a la conclusión más lógica? Matarte y desaparecer.
—Porque eres un poli, Ray.
—¿Ah sí? ¿Y seguiré siendo un poli si te dejo marchar? ¿Vas a arrodillarte aquí y a decirme que harás lo mejor para mí?
—Ray, no sé qué decirte. Esos chicos del vídeo son menores. Pero yo sólo lo sé por un registro ilegal. Acaba con esto ahora y deja la pistola, podemos encontrar una solución.
—¿De verdad, Harry? ¿Puede volver a ser todo como era antes? La placa es lo único que tengo. No puedo dejar…
—Ray. Yo…
—¡Cállate! ¡Cállate ya! Estoy intentando pensar.
Bosch sintió que la ira le golpeaba la espalda como si fuera lluvia.
—Tú conoces mi secreto, Bosch. ¿Cómo coño te hace sentir eso?
Bosch no tenía respuesta. Tenía la mente bloqueada, intentaba pensar en el siguiente movimiento, en la siguiente frase, cuando se sobrecogió al oír la voz de Sheehan desde la radio que tenía en el bolsillo.
—Lo hemos perdido. No está en el cine.
La voz de Sheehan revelaba un alto grado de ansiedad.
Bosch y Mora permanecieron en silencio, escuchando.
—¿Qué quieres decir, equipo uno? —dijo la voz de Rollenberger.
—¿Quién es ése? —preguntó Mora.
—Rollenberger, de robos y homicidios —le respondió Bosch.
La voz de Sheehan dijo:
—La película acabó hace diez minutos. La gente ya ha salido, pero él no. He entrado, pero no está. Su coche sigue aquí, pero él no está.
—Creía que uno de vosotros había entrado con él —gruñó Rollenberger, con la voz quebrada por el pánico.
—Sí, entramos, pero lo hemos perdido —dijo Sheehan.
—Mentira —dijo Mora.
Se hizo un extenso silencio antes de que añadiera:
—Seguro que ahora empiezan a registrar los hoteles, buscándome. Porque para ellos, yo soy el Discípulo.
—Sí —dijo Bosch—. Pero saben que estoy aquí, Ray. Debería contestar.
Como si supiera que aquél era el momento, de la radio salió la voz de Sheehan.
—¿Equipo seis?
—Es Sheehan, Ray. Yo soy seis.
—Responde. Ten cuidado, Harry.
Bosch sacó lentamente la radio del bolsillo con la mano derecha y se la llevó a la boca. Pulsó el botón de transmisión.
—Uno, ¿lo habéis encontrado?
—Negativo. Se está cociendo algo. ¿Y en la tele?
—Nada. Esta noche no hay nada.
—Entonces deberías salir y venir a ayudarnos.
—Ya estoy de camino —dijo Bosch enseguida—. ¿Dónde estáis?
—Bo…, eh, equipo seis, aquí jefe de equipos, necesitamos que vengas. Vamos a reunir al operativo para ayudar a localizar al sospechoso. Todas las unidades acudirán al aparcamiento del Dome.
—En diez minutos estoy allí. Corto.
Bajó el brazo otra vez pegado al cuerpo.
—Con que todo un operativo, ¿eh? —comentó Mora.
Bosch bajó la mirada y asintió con la cabeza.
—Escucha, Ray, todo eso era un código. Saben que he venido a tu casa. Si no estoy en el Dome dentro de diez minutos, vendrán a buscarme aquí. ¿Qué quieres hacer?
—No lo sé…, pero supongo que eso me da por lo menos quince minutos para decidirlo, ¿no?
—Claro, Ray. Tómate tu tiempo. No cometas un error.
—Para eso ya es demasiado tarde —dijo con un tono casi melancólico. Luego añadió—: Saca la cinta.
Bosch expulsó la cinta y la levantó por encima de su hombro izquierdo para que Mora la recogiera.
—No, no. Quiero que hagas esto tú por mí, Harry. Abre el último cajón y saca el imán.
Eso era el disco de hockey. Bosch dejó la cinta sobre el estante que había al lado de la televisión y alargó la mano para coger el imán. Sintió el peso al levantarlo, se preguntó si tendría oportunidad de volverse y arrojarlo contra Mora antes de que el poli de antivicio le disparara.
—Estarías muerto antes de intentarlo —dijo Mora, adivinando sus pensamientos—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Bosch frotó el imán sobre la parte superior de la cinta.
—Pongámosla, a ver cómo nos ha quedado —le ordenó Mora.
—Está bien, Ray. Lo que tú digas.
Bosch introdujo la cinta en el vídeo y pulsó el botón de reproducir. La pantalla estaba cubierta con la nieve que aparece en los canales sin señal y proyectó una mortecina luz grisácea sobre Bosch. Éste pulsó el botón para pasar la cinta hacia adelante y continuó la nieve. La cinta había quedado totalmente borrada.
—Bien —dijo Mora—. Eso es lo que había que hacer. Era la última.
—No hay pruebas, Ray. Estás limpio.
—Pero tú siempre lo sabrás. Y se lo dirás a ellos, ¿a que sí, Harry? Se lo contarás a asuntos internos. Jamás estaré limpio, así que no me vengas con la gilipollez de que estoy limpio. Todo el mundo lo sabrá.
Bosch no respondió. Tras unos instantes, le pareció oír el crujido del suelo de madera. Cuando Mora habló, estaba detrás de él, muy cerca.
—Déjame que te dé un consejo, Harry… Nadie en este mundo es quien dice ser. Nadie. Ni siquiera cuando están en su propia habitación con la puerta cerrada con llave. Y nadie conoce a nadie, por mucho que crean que sí… Lo máximo a lo que uno puede aspirar es a conocerse a sí mismo. Y a veces, cuando lo consigues, cuando descubres quién eres realmente, te ves obligado a mirar hacia otro lado.
Bosch no oyó nada durante unos segundos. Mantuvo la vista fija en la nieve de la pantalla de la televisión donde le parecía ver fantasmas que adquirían formas y se desintegraban. Sintió el brillo azul grisáceo quemándole tras los ojos y la sensación de que comenzaba a tener dolor de cabeza. Esperaba vivir lo suficiente para lograrlo.
—Siempre fuiste un tipo agradable conmigo, Harry. Yo…
Se oyó un ruido que venía del vestíbulo. Luego un grito.
—¡Mora!
Era la voz de Sheehan. Inmediatamente después una luz inundó la habitación. Bosch oyó el resonar de los pasos en el suelo de madera, luego el grito de Mora y el ruido del impacto cuando lo derribaron. Bosch quitó el dedo del botón de transmisión de la radio y comenzó a retirarse hacia su derecha, lejos del peligro. Justo en aquel momento, la detonación de un disparo resonó más alto, o eso le pareció, que ninguna otra cosa que hubiera oído jamás.