Sylvia había cerrado las gruesas cortinas del dormitorio y la habitación permaneció a oscuras hasta mucho después de que saliera el sol aquel sábado por la mañana. Cuando Bosch se despertó solo en la cama de ella, cogió su reloj de la mesita de noche y vio que ya eran las once. Había soñado, pero al despertar, el sueño se sumergió de nuevo en la oscuridad y fue incapaz de rescatarlo. Bosch se quedó allí tumbado durante casi un cuarto de hora, tratando de recordarlo, pero se había esfumado por completo.
De cuando en cuando oía a Sylvia hacer los ruidos típicos de las tareas domésticas: fregar el suelo de la cocina, vaciar el lavavajillas. Se notaba que intentaba no hacer ruido, pero aun así, él la oía. La puerta de atrás se abrió y Bosch oyó el agua que regaba las macetas que se alineaban en el porche. No había llovido desde hacía al menos siete semanas.
A las once y veinte sonó el teléfono y Sylvia contestó enseguida. Pero Bosch sabía que era para él. Se le tensaron los músculos mientras esperaba a que se abriera la puerta del dormitorio y ella le avisara de la llamada. Le había dado el número de Sylvia a Edgar la noche anterior, cuando se marcharon de la comisaría de Van Nuys, siete horas antes.
Sin embargo, Sylvia no llegó a aparecer y cuando él se relajó de nuevo, empezó a oír fragmentos de la conversación que ella mantenía por teléfono. Daba la sensación de que estaba asesorando a un alumno. Después de un rato, a Bosch le pareció que estaba llorando.
Bosch se levantó, se vistió y salió del dormitorio tratando de alisarse el pelo. Sylvia estaba sentada en la cocina, sujetando el teléfono inalámbrico contra su oreja. Dibujaba círculos con el dedo en el mantel y, efectivamente, estaba llorando.
—¿Qué pasa? —preguntó él en voz baja.
Ella alzó la mano para pedirle que no la interrumpiera y Bosch se limitó a observarla mientras hablaba.
—Allí estaré, señora Fontenot, llámeme para decirme la hora y la dirección…, sí…, sí, no se preocupe. Y vuelvo a decirle, no sabe cuánto lo siento. Beatrice era una alumna y una joven estupenda. Yo estaba muy orgullosa de ella. Ay, Dios mío…
En cuanto colgó, Sylvia no pudo contener el torrente de lágrimas. Bosch se acercó a ella y le puso la mano en el cuello.
—¿Una alumna?
—Beatrice Fontenot.
—¿Qué ha pasado?
—Está muerta.
Bosch se inclinó y la abrazó. Ella lloraba.
—Esta ciudad… —dijo sin acabar la frase—. Es la que escribió lo que te leí la otra noche sobre El día de la langosta.
Bosch se acordó. Sylvia había dicho que aquella chica le preocupaba. Él quiso decir algo, pero sabía que no había nada que pudiera decir. Esta ciudad. Eso lo decía todo.
Pasaron todo el día en casa, haciendo tareas domésticas. Bosch sacó los troncos quemados de la chimenea y luego salió al patio de atrás, donde Sylvia estaba arrancando malas hierbas y cortando flores para hacer un ramo para la señora Fontenot.
Trabajaron juntos, pero Sylvia apenas habló. De cuando en cuando dejaba escapar una frase. Explicó que había sido un tiroteo desde un coche en Normandie. Dijo que había sucedido la noche anterior y que la habían llevado al hospital Martin Luther King Jr., donde ingresó clínicamente muerta. Al día siguiente, desconectaron la máquina y se procedió a la donación de los órganos para trasplantes.
—Es curioso, ¿verdad? Eso de que los órganos se trasplanten como las plantas y los árboles —dijo ella.
A media tarde Sylvia entró en la cocina y preparó un sándwich de ensalada de huevo y otro de atún. Los partió por la mitad y comieron los dos una mitad de cada sándwich. Bosch hizo té frío y puso rodajas de naranja en los vasos. Sylvia dijo que, después de los bistecs tan inmensos que se habían comido la noche anterior, no quería volver a comer carne nunca más. Fue el único intento del día de hacer una broma, pero ninguno de los dos sonrió. A continuación, puso los platos en el fregadero, pero no se molestó en lavarlos. Se dio la vuelta, se apoyó en la encimera y se quedó mirando fijamente al suelo.
—La señora Fontenot dijo que el funeral será la semana que viene, seguramente el miércoles. Creo que voy a llevar a toda la clase. En un autobús.
—Eso estaría muy bien. La familia te lo agradecerá.
—Sus dos hermanos mayores son camellos. Ella me dijo que venden crack.
Bosch no dijo nada. Sabía que probablemente ése era el motivo por el que la chica estaba muerta. Desde la tregua de bandas entre los Bloods y los Crips, el tráfico en la calle había perdido la estructura de mando en South Central. Se invadían permanentemente el terreno unos a otros. Muchos tiroteos desde coches, muchos muertos inocentes.
—Creo que voy a preguntarle a su madre si puedo leer el comentario que hizo del libro. En el oficio, o después. A lo mejor así se enteran de la pérdida que supone.
—Posiblemente ya lo saben.
—Ya.
—¿Quieres echarte la siesta, intentar dormir un rato?
—Sí, creo que sí. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Tengo cosas que hacer, algunas llamadas. Sylvia, esta noche voy a tener que estar fuera. Espero que no sea mucho tiempo. Volveré en cuanto pueda.
—No te preocupes, Harry.
—Está bien.
Bosch entró a verla a eso de las cuatro y dormía profundamente. Aún se veían en la almohada las manchas húmedas de las lágrimas.
Recorrió el pasillo hasta una habitación que se usaba como estudio donde había una mesa con un teléfono. Cerró la puerta para no molestarla.
La primera llamada que realizó fue a los detectives de la comisaría de la calle Setenta y siete. Preguntó por la sección de homicidios y le pusieron con un detective llamado Hanks. No le dijo el nombre de pila, pero Bosch no lo conocía. Harry se identificó y le preguntó por el caso Fontenot.
—¿Desde qué ángulo me llama, Bosch? ¿Hollywood, me ha dicho?
—Sí, Hollywood, pero no hay ningún ángulo. Es un asunto personal. La señora Fontenot llamó esta mañana a la profesora de la chica. La profesora es amiga mía. Está destrozada y, bueno, yo estoy intentando saber qué ocurrió.
—Mire, no tengo tiempo de atender peticiones de la gente. Estoy trabajando en un caso.
—En otras palabras, que no tiene nada.
—Usted nunca ha trabajado en la siete siete, ¿verdad?
—No. ¿Ahora es cuando viene la parte en la que me cuenta lo duro que es?
—Eh, Bosch, váyase a la mierda. Lo que sí le digo es que al sur de Pico los testigos no existen. La única forma de aclarar un caso es tener suerte y conseguir huellas o tener más suerte aún y que el tipo entre por la puerta y diga: «Yo lo hice. Lo siento». ¿Y a que no adivina cuántas veces pasa eso?
Bosch no dijo nada.
—Mire, la profesora no es la única que está destrozada, ¿lo entiende? Este caso es uno de los malos. Todos son malos, pero hay malos dentro de los malos y éste es uno de ellos. Chica de dieciséis años en casa leyendo un libro mientras cuidaba a su hermano pequeño.
—¿Desde un coche?
—Exacto. Doce agujeros en la pared. Era una AK. Doce agujeros en la pared y una bala en la nuca de la chica.
—No llegó a enterarse, ¿verdad?
—No, no llegó a saberlo. Le debieron de dar a la primera. No llegó a agacharse.
—Y la bala iba dirigida a uno de los hermanos mayores, ¿no?
Hanks se quedó en silencio unos instantes. Bosch oía el murmullo de una radio al fondo de la central de patrullas.
—¿Cómo lo sabe? ¿La profesora?
—La chica le dijo que sus hermanos vendían crack.
—¿Sí? Pues esta mañana vagaban lloriqueando por el Martin Luther King como dos angelitos. Lo investigaré, Bosch. ¿Algo más en lo que pueda ayudarle?
—Sí, el libro. ¿Qué estaba leyendo?
—¿El libro?
—Sí.
—Se titulaba El sueño eterno. Y eso es lo que le dieron. Uf…
—¿Puede hacerme un favor, Hanks?
—Dígame.
—Si habla con algún periodista de esto, no le diga lo del libro.
—¿A qué se refiere?
—No se lo diga y punto.
Bosch colgó. Se sentó en la mesa y se sintió avergonzado de que la primera vez que Sylvia le habló de la chica, él hubiera desconfiado del buen trabajo que había hecho en la escuela.
Después de unos minutos pensando en ello, cogió el teléfono de nuevo y llamó al despacho de Irving. Le contestaron de inmediato.
—Buenas tardes. Le habla el ayudante del inspector Irving del Departamento de Policía de Los Ángeles. Soy el teniente Hans Rollenberger. ¿En qué puedo ayudarle?
Bosch se imaginó que Hans Off aguardaba la llamada del propio Irving y que por eso había soltado toda la retahíla oficial al coger el teléfono, a pesar de que, en el departamento, la mayoría no cumplía jamás con esa fórmula.
Bosch colgó sin responder y volvió a marcar para que el teniente tuviera que repetir toda la cantinela.
—Soy Bosch. Sólo llamaba para ver qué tal.
—Bosch, ¿acabas de llamar tú hace un momento?
—No, ¿por qué?
—Por nada. Estoy aquí con Nixon y Johnson. Acaban de llegar, y Sheehan y Opelt están ahora con Mora.
Bosch se percató de que Rollenberger no se atrevía a llamarlos los presidentes cuando ellos estaban delante.
—¿Alguna novedad hoy?
—No, el sujeto ha pasado la mañana en casa y hace un rato se fue al valle de San Fernando y visitó algunos almacenes más. Nada sospechoso.
—¿Dónde está ahora?
—En casa.
—¿Y Edgar?
—Edgar ha estado aquí. Después se fue a Sybil a interrogar a la superviviente. La encontró ayer, pero al parecer estaba demasiado colocada para hablar. Ahora ha ido a hacer otro intento. —Luego en un tono más bajo, añadió—: Si ella confirma la identidad de Mora, ¿actuamos?
—No creo que sea una buena idea. No es suficiente. Nos pillaríamos los dedos.
—Eso es exactamente lo que yo creo —dijo ya en voz más alta para que los presidentes supieran que allí era él quien daba las órdenes—. Nos pegamos a él como lapas y cuando él actúe, estaremos ahí para verlo.
—A ver si es verdad. ¿Cómo van los equipos de vigilancia? ¿Le informan de todos los pasos?
—Absolutamente de todos. Se comunican con las radios y yo los escucho desde aquí. Estoy al corriente de todos los movimientos del sujeto. Esta noche me quedo hasta tarde. Tengo un presentimiento.
—¿De qué?
—Creo que esta noche va a ser la noche, Bosch.
Bosch despertó a Sylvia a las cinco, pero luego se sentó en la cama y estuvo media hora haciéndole caricias en el cuello y la espalda. Después, ella se levantó y se metió en la ducha. Todavía tenía cara de dormida cuando entró en el salón. Llevaba puesto su vestido de algodón gris de manga corta y se había recogido la melena rubia en una coleta.
—¿Cuándo tienes que irte?
—Dentro de un rato.
Ella no le preguntó adonde iba, ni por qué. Él tampoco le dio ninguna explicación.
—¿Quieres que te prepare un poco de sopa o alguna otra cosa? —preguntó él.
—No, estoy bien. No creo que tenga nada de hambre esta noche.
Sonó el teléfono y Harry lo cogió desde la cocina. Era una periodista del Times a la que le había dado el número la señora Fontenot. La periodista quería hablar con Sylvia acerca de Beatrice.
—¿Sobre qué? —preguntó Bosch.
—Bueno, la señora Fontenot me contó que la señora Moore había dicho cosas muy bonitas de su hija. Estamos haciendo un reportaje amplio sobre este tema porque Beatrice era una chica estupenda. Pensé que a la señora Moore le gustaría decir algo.
Bosch le pidió que esperara y fue a buscar a Sylvia. Le habló de la periodista y Sylvia dijo enseguida que sí quería hablar de la chica.
Estuvo un cuarto de hora al teléfono. Mientras ella hablaba, Bosch salió al coche, encendió la radio y la sintonizó en simplex cinco, la frecuencia del departamento de aguas y suministro eléctrico. No oyó nada.
Apretó el botón de transmisión y dijo:
—¿Equipo uno?
Pasaron unos segundos y, cuando iba a intentarlo de nuevo, apareció la voz de Sheehan en la radio.
—¿Quién es?
—Bosch.
—¿Qué hay?
—¿Cómo está nuestro hombre?
La siguiente voz que apareció fue la de Rollenberger, que solapó la de Sheehan.
—Aquí jefe de equipos, por favor, usad vuestros códigos cuando entréis en antena.
Bosch sonrió. Aquel tipo era un plasta.
—Jefe de equipos, ¿cuál es mi código?
—Eres equipo seis, aquí jefe de equipos. Corto.
—Recibiiiiidooooo, mequetrefe de equipos.
—¿Cómo?
—¿Cómo?
—Tu última transmisión, equipo cinco, ¿qué has dicho?
La voz de Rollenberger sonaba un tanto frustrada. Bosch sonreía. Al otro lado de la radio se oía un chasquido y sabía que Sheehan estaba dando golpes en el botón de transmisión para manifestar su aprobación.
—Preguntaba quién está en mi equipo.
—Equipo seis, en este momento estás solo.
—Entonces, ¿no debería tener otro código, jefe de equipos? Solo seis, por ejemplo.
—Bo…, eh, equipo seis, por favor, mantente fuera de antena a menos que necesites información o estés proporcionándola.
—¡Recibiiiidoooo!
Bosch soltó la radio un momento y comenzó a reírse. Tenía lágrimas en los ojos y se dio cuenta de que se estaba riendo a mandíbula batiente de algo que, a lo sumo, tenía cierta gracia. Supuso entonces que era una forma de liberar parte de la tensión acumulada a lo largo de aquel día. Cogió de nuevo la radio y conectó con Sheehan.
—Equipo uno, ¿se mueve el sujeto?
—Afirmativo, solo…, digo, equipo seis.
—¿Dónde está?
—Está en código siete en el Ling’s Wings de Hollywood y Cherokee.
Mora estaba comiendo en un restaurante de comida rápida. Bosch sabía que no le daría tiempo a hacer lo que había planeado, sobre todo porque estaba a media hora en coche de Hollywood.
—Equipo uno, ¿qué aspecto tiene? ¿Va a salir esta noche?
—Tiene buen aspecto. Parece que va ir a dar una vuelta.
—Luego hablamos.
—¡Recibiiiidooo!
Al entrar notó que Sylvia había estado llorando otra vez, pero se la veía más animada. A lo mejor ya había superado el primer golpe del dolor y la rabia. Estaba sentada en la mesa de la cocina, tomando un té caliente.
—¿Te apetece un té, Harry?
—No, gracias. Tengo que irme.
—Vale.
—¿Qué le contaste a la periodista?
—Le conté todo lo que se me pasó por la cabeza. Espero que haga un buen artículo.
—Suelen hacerlo bien.
Parecía que Hanks no le había hablado a la periodista del libro que la chica estaba leyendo. Si lo hubiera hecho, con toda seguridad la periodista le habría pedido a Sylvia que le diera su opinión al respecto. Él se dio cuenta de que Sylvia había recuperado fuerzas gracias a que había hablado de la chica. Siempre le había maravillado lo mucho que las mujeres deseaban hablar para, tal vez, dejar constancia expresa de lo que sentían hacia alguien a quien conocían o amaban y había muerto. A él le había ocurrido en innumerables ocasiones al proceder a la notificación de una muerte al familiar más cercano. Las mujeres se derrumbaban, sí, pero querían hablar. En la cocina de Sylvia recordó que la había conocido en esas mismas circunstancias. Fue él quien le comunicó que su marido había muerto. Fue en la misma habitación en la que estaban entonces, y ella habló. Prácticamente desde el primer momento, Bosch se había sentido cautivado por ella.
—¿Estarás bien cuando yo me vaya?
—Sí, no te preocupes, Harry. Ya me encuentro mejor.
—Intentaré volver lo antes posible, pero no sé cuándo será eso. Tienes que comer algo.
—Vale.
En el umbral, se abrazaron y se besaron y Bosch sintió un deseo irresistible de no marcharse, de quedarse allí con ella y abrazarla. Al final él se apartó.
—Eres una mujer fantástica, Sylvia. Más de lo que yo me merezco.
Ella levantó el brazo y le tapó la boca con la mano.
—No digas eso, Harry.