Capítulo 25

Poco antes de las cuatro Bosch estaba de regreso en el tribunal federal. Mientras esperaban a que saliera el juez Keyes y diera el fin de semana libre al jurado, Belk dijo en voz baja que había ido al despacho de Chandler por la tarde y le había ofrecido a la abogada de Deborah Church cincuenta de los grandes por retirar la demanda.

—Y le dijo que se los guardara.

—A decir verdad, no fue tan educada.

Bosch sonrió y miró a Chandler. Le estaba diciendo algo al oído a la mujer de Church, pero debió de notar que Bosch la estaba observando. Dejó de hablar y se volvió hacia él. Durante casi medio minuto ambos se sostuvieron la mirada como en una competición de adolescentes, y ninguno de los dos se dio por vencido hasta que se abrió la puerta de la sala y el juez Keyes entró para ocupar su lugar.

El magistrado pidió a la secretaria del tribunal que llamara al jurado. Preguntó si alguien deseaba comentar algo y, como no fue así, dio instrucciones a los miembros del jurado para que evitaran leer artículos de prensa sobre el caso o ver los telediarios locales. Acto seguido convocó al jurado y a las dos partes para las 9.30 de la mañana del lunes, cuando se retomarían las deliberaciones.

Bosch subió a la escalera mecánica justo detrás de Chandler para bajar al vestíbulo. Ésta iba un par de escalones más arriba que Deborah Church.

—¿Abogada? —dijo en voz baja para que la viuda no pudiera oírlo.

Chandler se volvió en el escalón, agarrándose al pasamanos para mantener el equilibrio.

—El jurado está deliberando, no hay nada que pueda cambiar el caso a estas alturas —dijo—. El mismo Norman Church podría estar esperándonos a la salida y no podríamos decírselo al jurado. ¿Por qué no me da la nota? Aunque este caso haya acabado sigue habiendo una investigación abierta.

Chandler permaneció en silencio hasta que llegaron abajo. Ya en el vestíbulo, le dijo a Deborah Church que la esperara un momento en la calle. Luego se volvió hacia Bosch.

—Le repito que yo niego que haya una nota, ¿lo entiende?

Bosch sonrió.

—Eso ya lo habíamos superado, ¿lo recuerda? Ayer se fue de la lengua. Dijo que…

—No me importa lo que dije, ni tampoco lo que dijo usted. Mire, si el tipo me ha enviado una nota, no creo que sea más que una copia de la que ustedes tienen ya. No perdería el tiempo escribiendo una nueva.

—Le agradezco que al menos me diga eso, pero hasta una copia podría sernos útil. Podría contener huellas. Podría haber alguna pista en el papel de la copia.

—Detective Bosch, ¿cuántas veces ha obtenido huellas de las otras cartas que envió?

Bosch no contestó.

—Me lo imaginaba —dijo ella—. Que tenga un buen fin de semana.

Chandler se volvió y se dirigió a la puerta. Bosch esperó unos segundos, se puso un cigarrillo en la boca y salió.

Sheehan y Opelt estaban en la sala de reuniones poniendo a Rollenberger al corriente de lo sucedido durante el turno de vigilancia. Edgar también estaba presente, escuchando. Bosch vio que delante de él, en la mesa redonda, tenía una fotografía de Mora. Era una foto de carnet, como las que les hacían todos los años en el departamento para renovar sus tarjetas de identificación.

—En todo caso, no va a actuar durante el día —decía Sheehan—. A lo mejor esta noche tienen suerte.

—Está bien —dijo Rollenberger—. Escribid algo para el informe cronológico y podéis tomaros el día libre. Lo necesito, tengo una reunión con el inspector Irving a las cinco. Pero no olvidéis que esta noche estáis los dos de servicio. Hemos de estar todos a una. Si Mora empieza a comportarse de forma sospechosa, quiero que os reunáis con Yde y Mayfield.

—Muy bien —dijo Opelt.

Mientras Opelt se sentaba a escribir en la única máquina que Rollenberger había requisado, Sheehan sirvió unas tazas de café de la máquina que había aparecido en algún momento de la tarde en la barra que estaba tras la mesa. Hans Off no era gran cosa como poli, pero sabía montar un centro de operaciones, pensó Bosch. Él también se sirvió un café y se sentó a la mesa con Sheehan y Edgar.

—Me lo he perdido casi todo —le dijo a Sheehan—. Pero parece que no ha pasado nada.

—Así es. Después de que tú te pasaras, volvió por la tarde al valle de San Fernando y paró en varias oficinas y almacenes de Canoga Park y Northridge. Tenemos las direcciones, si las quieres. Todas eran distribuidoras de cine porno. No estuvo más de media hora en ningún sitio, pero no sabemos lo que hizo. Luego regresó, trabajó otro rato en el despacho y se fue a casa.

Bosch supuso que Mora estaba consultando a otras productoras, tratando de seguirle la pista a otras víctimas o tal vez recabando más datos sobre el misterioso hombre que Gallery había descrito cuatro años atrás. Le preguntó a Sheehan dónde vivía Mora y apuntó la dirección de Sierra Bonita Avenue en su cuaderno. Quería advertirle a Sheehan de lo cerca que había estado de echar por tierra la operación en el puesto de burritos, pero no iba a hacerlo delante de Rollenberger. Se lo comentaría después.

—¿Alguna novedad? —le preguntó a Edgar.

—Sobre la superviviente, todavía nada —contestó Edgar—. Dentro de cinco minutos me voy a Sepulveda. Las chicas trabajan mucho en las horas punta, puede que la vea y la recoja.

Después de que todos lo hubieran puesto al día, Bosch les contó a los detectives que había en la sala los datos que Mora le había proporcionado y lo que Locke pensaba de ellos. Cuando acabó, Rollenberger silbó como si acabara de pasar una mujer de bandera.

—Vaya, el jefe tiene que saberlo cuanto antes. Tal vez quiera doblar la vigilancia.

—Mora es un poli —dijo Bosch—. Cuantos más hombres dediquemos a esto, más posibilidades habrá de que los descubra. Si se entera de que lo estamos vigilando, se irá todo al traste.

Rollenberger se quedó pensándolo y asintió con la cabeza, pero dijo:

—Bueno, aun así tenemos que informar al jefe de las novedades. Que nadie vaya a ninguna parte de momento. Voy a ver si puedo verlo un poco antes y entonces decidiremos qué camino seguir.

Se levantó con unos papeles en la mano y llamó a la puerta que comunicaba con el despacho de Irving. A continuación la abrió y desapareció tras ella.

—Capullo —dijo Sheehan cuando se cerró la puerta—. Venga, entra ahí dentro a lamerle un poco el culo.

Todos se rieron.

—Escuchadme vosotros dos —dijo Bosch a Sheehan y a Opelt—. Mora mencionó vuestro encuentro en el puesto de burritos.

—¡Mierda! —exclamó Opelt.

—Creo que se tragó lo de los burritos kosher —dijo Bosch, y empezó a reírse—. ¡Hasta que probó uno! No le entraba en la cabeza que hubierais venido desde el Parker Center a por una de esas cosas asquerosas. Acabó tirando la mitad. Si os vuelve a ver por ahí, empezará a atar cabos. Así que cuidado con lo que hacéis.

—Sí, sí —dijo Sheehan—. Fue idea de Opelt, toda esa historia del burrito kosher. Fue él el que…

—¿El que qué? ¿Qué querías que dijera? El tipo al que estamos vigilando se acerca de repente al coche y dice: «¿Qué pasa, chicos?». Tenía que pensar en…

La puerta se abrió y Rollenberger volvió a entrar. Se dirigió a su silla, pero en lugar de sentarse apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia adelante muy serio, como si acabara de recibir órdenes de Dios.

—He puesto al jefe al corriente. Está muy satisfecho con todo lo que hemos conseguido en sólo veinticuatro horas. Le preocupa que perdamos a Mora, sobre todo teniendo en cuenta que el psiquiatra ha dicho que estamos al final del ciclo, pero no quiere modificar la vigilancia. Añadir otro equipo aumentaría las posibilidades de que Mora viera algo. Creo que tiene razón. Es una buena idea dejar las cosas como están. Nosotros…

Edgar intentó contener la risa, pero no fue capaz. El ruido se pareció más al de un estornudo.

—¿Algo gracioso, detective Edgar?

—No, creo que me estoy resfriando. Continúe, por favor.

—Bueno, eso es todo. Actuad como habíamos acordado. Yo informaré a los demás equipos de vigilancia de los datos que ha recabado Bosch. Rector y Heikes van a hacer el turno de noche y después entran los presidentes mañana a las ocho.

Los presidentes eran dos hombres de la División de Robos y Homicidios que se apellidaban Johnson y Nixon. No les gustaba que los llamaran los presidentes, en especial a Nixon.

—Sheehan, Opelt, volvéis a entrar mañana a las cuatro. Tenéis el sábado por la noche, así que al loro. Bosch, Edgar, seguís por libre. A ver qué podéis averiguar. Tened los buscas encendidos y las radios a mano. Puede que tengamos que reunir a todo el mundo con urgencia.

—¿Se autorizan las horas extras? —preguntó Edgar.

—Todo el fin de semana. Pero si trabajáis, yo quiero ver el resultado. Sólo asuntos de este caso, sin pasarse. Ya está, eso es todo.

Rollenberger se sentó y corrió la silla hacia la mesa. Bosch se imaginó que era para disimular una erección, pues parecía excitarle mucho eso de ser jefe de operaciones. Todos menos Hans Off salieron al vestíbulo y se dirigieron al ascensor.

—¿Quién va a beber esta noche? —preguntó Sheehan.

—Mejor dicho, ¿quién no? —contestó Opelt.

Bosch llegó a su casa hacia las siete, después de haber tomado una única cerveza en el Code Seven y haber comprobado que el alcohol no le sentaba bien tras los excesos de la noche anterior. Llamó a Sylvia y le dijo que aún no había veredicto. Le contó que iba a ducharse y a cambiarse de ropa y que pasaría a verla sobre las ocho.

Todavía tenía el cabello mojado cuando ella le abrió la puerta de su casa y se abalanzó sobre él. Ambos se abrazaron y se besaron en la entrada durante un buen rato. Hasta que Sylvia no se apartó, Bosch no vio que llevaba puesto un vestido negro corto con un escote que descendía por la línea que separaba sus senos.

—¿Qué tal ha ido hoy, el alegato final y todo eso?

—Bien. ¿Cómo es que te has puesto tan guapa?

—Porque te voy a llevar a cenar. He reservado una mesa.

Se agarró a él y lo besó en la boca.

—Harry, anoche fue la mejor noche que hemos pasado juntos. Fue la mejor noche que recuerdo haber pasado con alguien. Y no fue por el sexo. De hecho, otras veces se nos ha dado mejor.

—Siempre hay espacio para mejorar. ¿Qué tal si practicamos un poco antes de cenar?

Ella sonrió, pero le dijo que no tenían tiempo.

Atravesaron en coche el valle de San Fernando y llegaron a Saddie Peak Lodge por el cañón de Malibu. Era una antigua casa de cazadores y el menú era la pesadilla de un vegetariano. No había más que carne, desde venado hasta búfalo. Los dos comieron bistec y Sylvia pidió una botella de merlot. Bosch bebió vino con calma. La cena y la velada le parecieron maravillosas. Charlaron poco sobre el caso y tampoco comentaron muchas otras cosas. Buena parte del tiempo la pasaron mirándose el uno al otro.

Cuando regresaron a casa, Sylvia bajó el termostato del aire acondicionado y encendió un fuego en la chimenea del salón. Harry se limitó a contemplarla porque nunca se le había dado bien encender fuegos que duraran. Incluso con el aire a quince grados hacía calor. Hicieron el amor en una manta que ella extendió delante de la chimenea. Los dos estaban maravillosamente relajados y se movían con suavidad.

Después, Harry vio el fuego reflejado en el ligero brillo que el sudor creaba en el pecho de ella. La besó allí y apoyó la cabeza para escuchar su corazón. El latido era fuerte y palpitaba como contrapunto del suyo. Cerró los ojos y comenzó a pensar en maneras de no perder a aquella mujer.

El fuego había quedado reducido a rescoldos cuando se despertó en la oscuridad. Sonaba un ruido estridente y tenía mucho frío.

—Tu busca —dijo Sylvia.

Él se arrastró hasta el montón de ropa que había junto al sofá, siguió el rastro del sonido y lo apagó.

—Uf, pero ¿qué hora es? —dijo ella.

—No lo sé.

—Qué miedo. Me acuerdo de cuando…

No quiso continuar. Bosch sabía que lo que iba a contar era una historia sobre su marido. Seguramente había decidido no permitir que su recuerdo irrumpiera en aquel momento. Pero ya era demasiado tarde. Bosch se descubrió a sí mismo preguntándose si Sylvia y su marido habrían bajado el termostato en una noche de verano y habrían hecho el amor delante de la chimenea sobre aquella misma manta.

—¿No vas a llamar?

—¿Eh? Ah, sí. Sólo estoy intentando despertarme.

Se puso los pantalones y se dirigió a la cocina. Cerró la puerta para que la luz no molestara a Sylvia, le dio al interruptor y miró al reloj que había en la pared. Era un plato y en lugar de números había vegetales. Pasaba media hora de la zanahoria, lo cual significaba que era la una y media. Se dio cuenta de que Sylvia y él llevaban sólo una hora dormidos, pero parecía que habían pasado días.

El número tenía el prefijo y Bosch no lo reconoció. Jerry Edgar contestó después de medio tono.

—¿Harry?

—Dime.

—Siento molestarte, sobre todo porque no estás en casa.

—No te preocupes. ¿Qué pasa?

—Estoy en Sepulveda, justo al sur de Roscoe. Eh, ya la tengo.

Bosch sabía que hablaba de la superviviente.

—¿Qué ha dicho? ¿Ha visto la foto de Mora?

—No, bueno, es que en realidad no la tengo. La estoy viendo. Está aquí en la calle.

—Bueno, ¿y por qué no te la llevas?

—Porque estoy solo. Pensé que tal vez necesitaría apoyo. Si intento llevármela yo solo, igual me muerde o algo. Y tiene el sida, ya sabes.

Bosch se quedó en silencio. Por el teléfono podía oír los coches que pasaban junto a Edgar.

—Eh, tío, lo siento. No tenía que haberte llamado. Pensé que igual querías estar en esto. Llamaré al jefe de vigilancia de Van Nuys y sacaré a un par de hombres de allí. Buenas…

—Ni hablar, ahora mismo voy. Dame media hora. ¿Llevas fuera toda la noche?

—Sí. Fui a casa a cenar. He estado buscando por todas partes. Hasta ahora no la he visto.

Al colgar Bosch se preguntó si sería cierto que Edgar no la había visto hasta entonces o bien estaba intentando llenar el sobre de las horas extras. Volvió a entrar en el salón. La luz estaba encendida y Sylvia ya no estaba en la manta, sino en su cama, debajo del edredón.

—Tengo que salir —dijo él.

—Me imaginaba que la cosa acabaría así, por eso me he venido a la cama. No tiene nada de romántico dormir sola delante de una chimenea apagada.

—¿Te has enfadado?

—Claro que no, Harry.

Él se inclinó sobre la cama y la besó mientras ella le sujetaba el cuello con la mano.

—Intentaré volver.

—Vale. ¿Puedes volver a subir el termostato al salir? Antes se me olvidó.

Edgar había aparcado delante de una tienda de Winchell’s Donuts. Bosch aparcó detrás de él y subió a su coche.

—¿Pasa, Harry?

—¿Y ella?

Edgar señaló al otro lado de la calle, una manzana y media más allá. En el cruce de Roscoe con Sepulveda había una parada de autobús con dos mujeres sentadas en el banco y otras tres de pie.

—Es la que lleva los pantalones rojos.

—¿Seguro?

—Sí, me acerqué con el coche hasta la farola y la miré. Es ella. El problema es que puede que se defienda como un gato si voy para allá e intento llevármela. Están todas trabajando. La línea del autobús deja de funcionar a la una.

Bosch vio que la chica de pantalones cortos rojos se levantaba la camiseta ajustada sin mangas al pasar un coche por Sepulveda. El coche frenó, pero después, tras un momento de indecisión, el conductor continuó.

—¿Ha tenido trabajo?

—Hace unas horas tuvo a un tipo. Se lo llevó a la callejuela esa que hay detrás del bulevar y se lo hizo allí. Aparte de eso, nada. Demasiado hecha polvo para la perspicacia de tu polla.

Edgar se rió. Bosch pensó que Edgar acababa de meter la pata al decir que llevaba horas vigilándola. Bueno, pensó, al menos no me interrumpió mientras ardía el fuego.

—Y si no quieres que te arañe, entonces ¿cuál es el plan?

—Había pensado que tú podías subir con el coche hasta Roscoe y girar a la derecha. Después entras en la callejuela por detrás. Esperas allí y vas bajando poco a poco. Yo voy caminando y le digo que quiero que me haga una mamada y ella me llevará allí atrás. Entonces la cogemos. Pero cuidado con la boca. Puede que también escupa.

—Vale, vamos.

Diez minutos después Bosch estaba ya con gesto aburrido tras el volante y con el coche aparcado en la callejuela cuando Edgar llegó caminando desde la otra calle. Solo.

—¿Qué?

—Me ha clichado.

—Oh, mierda, ¿y por qué no la has cogido? Si te ha clichado ya no podemos hacer nada, sabrá que soy un poli si le entro yo dentro de cinco minutos.

—Vale, está bien, no me ha clichado.

—¿En qué quedamos?

—No quería venirse conmigo. Me preguntó que si tenía caballo para venderle y cuando le dije que no, que no tenía drogas, dijo que pasaba de negros. ¿Te lo puedes creer? Nadie me había llamado negro desde que era pequeño, en Chicago.

—No le des importancia. Espera aquí que voy yo.

—Maldita zorra.

Bosch salió del coche y por encima del techo le dijo:

—Edgar, no te pongas así. Es puta y drogadicta, por el amor de Dios. ¿Qué coño te importa?

—Harry, no tienes ni idea de lo que es. ¿Has visto cómo me mira Rollenberger? Apuesto algo a que cuenta las radios cada vez que salgo de allí. Puto alemán.

—Eh, vale, tienes razón. Yo no sé lo que es.

Se quitó la chaqueta y la tiró dentro del coche. Luego se desabrochó los tres primeros botones de la camisa y se dirigió hacia la calle.

—Vuelvo enseguida. Será mejor que te escondas. Si ve a un negro, igual no quiere entrar conmigo en el callejón.

Pidieron una sala de interrogatorios en el despacho de detectives de Van Nuys. Bosch conocía el lugar porque había trabajado allí en robos justo después de conseguir su placa de detective.

Lo que estaba claro desde el primer momento es que el hombre al que Edgar había visto entrar en el callejón con Georgia Stern no era un cliente. Era un camello y probablemente ella había entrado en el callejón a pincharse. Tal vez había pagado el pico con sexo, pero eso no convertía al camello en un putero.

Independientemente de quién fuera él y de qué hiciera ella, iba hasta arriba cuando Bosch y Edgar la llevaron allí y, por lo tanto, fue prácticamente inútil. Tenía los ojos pequeños y las pupilas dilatadas y se quedaba absorta mirando a lo lejos. Incluso dentro de la sala de interrogatorios, de tres por tres, parecía que estaba observando algo a un kilómetro de distancia.

Estaba despeinada y las raíces oscuras eran más largas que en la foto que tenía Edgar. Tenía una pústula en la piel, bajo la oreja izquierda, el tipo de heridas que les salen a los drogadictos de rascarse en el mismo sitio una y otra vez. Sus brazos eran tan delgados como las patas de la silla en la que estaba sentada. El deterioro físico se veía empeorado por la camiseta, que era varias tallas más grande que ella. Llevaba el escote tan caído que asomaba la parte superior de su pecho y Bosch vio que se pinchaba en las venas del cuello para inyectarse heroína. Observó también que, a pesar de estar escuálida, conservaba unos pechos grandes y protuberantes. Silicona, suponía, y por un momento se le vino a la cabeza la imagen del cuerpo disecado de la rubia de hormigón.

—¿Señorita Stern? —comenzó Bosch—. ¿Georgia? ¿Sabe por qué está usted aquí? ¿Se acuerda de lo que le dije en el coche?

—Sí, sí me acuerdo.

—Vale. ¿Y recuerda la noche que aquel hombre intentó matarla? ¿Hace más de cuatro años? ¿Una noche como ésta? Un diecisiete de junio. ¿Lo recuerda?

Asintió con gesto somnoliento y Bosch se preguntó si sabría de qué le estaba hablando.

—¿El Fabricante de Muñecas, se acuerda?

—Está muerto.

—Eso es, pero aun así necesitamos hacerle algunas preguntas sobre él. Usted nos ayudó a dibujarlo, ¿se acuerda?

Bosch desdobló el retrato robot que había sacado del expediente del Fabricante de Muñecas. El dibujo no se parecía ni a Church ni a Mora, pero se sabía que el Fabricante de Muñecas se disfrazaba, de modo que resultaba lógico pensar que el Discípulo hacía lo mismo. A pesar de todo, siempre existía la opción de que un rasgo físico, como podía ser la mirada penetrante de Mora, le refrescara la memoria.

Miró al retrato robot durante un buen rato.

—Lo mataron los polis —dijo—. Se lo merecía.

Aunque viniera de ella, a Bosch le resultó reconfortante oír a alguien decir que el Fabricante de Muñecas había recibido lo que se merecía. Pero él sabía algo que ella no sabía, que no estaban hablando del Fabricante de Muñecas.

—Vamos a enseñarle algunas fotos. ¿Tienes el pack de seis, Jerry?

Ella levantó la mirada de repente y Bosch cayó en la cuenta del error. Georgia Stern había creído que hablaban de cerveza, pero un pack de seis en la terminología policial era un conjunto de seis caras fotografiadas que se les mostraba a las víctimas y a los testigos. Normalmente se componían con las fotos de cinco policías y un sospechoso, con la esperanza de que el testigo señalara al sospechoso y confirmara que se trataba de la persona que buscaban. En esta ocasión el paquete contenía fotos de seis policías. La de Mora era la segunda.

Bosch las colocó en fila sobre la mesa, delante de ella, y ella las observó durante un buen rato. Se echó a reír.

—¿Qué? —preguntó Bosch.

Señaló la cuarta foto.

—Creo que follé con él una vez. Pero creía que era un poli.

Bosch vio que Edgar negaba con la cabeza. La foto que había señalado era la de un agente secreto de narcóticos de la División de Hollywood que se llamaba Arb Danforth. Si a Georgia no le fallaba la memoria, seguramente Danforth salía por su zona del valle de San Fernando a obtener sexo de las prostitutas. Bosch supuso que les pagaría con heroína que robaba de los sobres de pruebas o a sospechosos. Lo que ella acababa de afirmar debía remitirse en un informe a asuntos internos, pero tanto Bosch como Edgar sabían, sin necesidad de decirlo, que ninguno de los dos lo haría. Sería un suicidio dentro del departamento. Si lo hicieran ningún poli de calle volvería a confiar en ellos. Sin embargo, Bosch sabía que Danforth estaba casado y que la prostituta tenía el sida. Decidió que le enviaría un anónimo diciéndole que se hiciera unos análisis de sangre.

—¿Y qué me dice de los demás, Georgia? —dijo Bosch—. Míreles los ojos. Los ojos no cambian cuando uno se disfraza. Míreles los ojos.

Cuando se inclinó para mirar de cerca las fotografías, Bosch observó a Edgar, que negó con la cabeza. De allí no iba a salir nada en claro, le estaba diciendo. Bosch asintió. Después de más o menos un minuto, sacudió la cabeza como para detener el balanceo.

—Está bien, Georgia, no ve nada, ¿verdad?

—No.

—¿No lo ve?

—No, está muerto.

—Está bien, está muerto. Quédese aquí. Vamos a salir al pasillo a hablar un momento. Volvemos enseguida.

Fuera de la sala de interrogatorios decidieron que tal vez merecía la pena acusarla de consumo de sustancias ilegales, ingresarla en Sybil Brand y volver a intentarlo cuando se le pasara el colocón. Bosch se percató de que Edgar apoyaba la idea e incluso se ofreció a llevarla a Sybil. Bosch tenía muy claro que Edgar no hacía aquello porque quisiera que a aquella mujer la atendieran en la unidad de estupefacientes de Sybil y pudiera recobrar la conciencia al menos un tiempo. La compasión no tenía nada que ver en ello.