Capítulo 24

Bosch sabía que ir a la Universidad del Sur de California suponía estirar demasiado de la cuerda, pero eran las dos y la decisión era entre quedarse en la sala de reuniones con Rollenberger a esperar el veredicto o emplear el tiempo en hacer algo útil. Se decantó por la última opción y cogió la autovía del puerto en dirección al sur. Volver en quince minutos en caso de que el jurado tuviera el veredicto dependería del tráfico que hubiera en dirección al norte, pero no era imposible. Encontrar un sitio para aparcar en el Parker Center y llegar al juzgado ya sería otra cuestión.

Aunque la Universidad del Sur de California estaba situada en los barrios bajos que rodean el Coliseum, una vez que se traspasaba la verja y se entraba en el campus, todo parecía tan bucólico como en Catalina. No obstante, Bosch sabía que aquella paz había sido quebrantada cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de que incluso para los Trojans podía resultar peligroso jugar al fútbol. Un par de temporadas atrás, en uno de los habituales tiroteos que se producían desde vehículos en los barrios de los alrededores, una bala perdida le había dado a un joven jugador de la línea de fondo cuando estaba en el terreno de juego. Eran incidentes de este tipo los que habían provocado que el personal administrativo presentara denuncias a diario ante el Departamento de Policía de Los Ángeles y que los estudiantes suspiraran por trasladarse a la Universidad de California en Los Angeles, que era más barata y estaba situada en el entorno residencial y relativamente tranquilo de Westwood.

Bosch no tuvo dificultades para encontrar la facultad de psicología con un plano que le entregaron en la puerta de entrada, pero una vez dentro del edificio de ladrillo de cuatro plantas no halló ningún panel de información que le ayudara a encontrar al doctor John Locke, o el laboratorio de investigación psicohormonal. Atravesó un vestíbulo muy amplio y luego tomó las escaleras que llevaban al segundo piso. La primera estudiante a la que preguntó cómo llegar al laboratorio, se rió pensando que trataba de seducirla y Bosch se marchó sin obtener respuesta. Finalmente le indicaron que bajara al sótano.

Iba leyendo las placas de las puertas a medida que recorría el pasillo lúgubremente iluminado y, por fin, en la penúltima puerta, encontró el laboratorio. En la entrada había una estudiante rubia sentada tras una mesa, leyendo un voluminoso libro de texto. Levantó la vista, sonrió y Bosch le preguntó por Locke.

—Lo llamaré. ¿Le está esperando?

—Con los psiquiatras nunca se sabe.

Sonrió, pero la chica no lo entendió y Bosch se preguntó si había conseguido hacer un chiste.

—No, he venido sin avisar.

—Lo que ocurre es que el doctor Locke tiene clase práctica todo el día. No puedo molestarlo si…

Por fin la joven levantó la vista y vio la placa que sostenía Bosch.

—Ahora mismo lo llamo.

—Dígale simplemente que soy Bosch y que necesito hablar con él unos minutos, si no hay inconveniente.

Ella habló brevemente por teléfono y repitió lo que Bosch acababa de decir. Después aguardó en silencio unos instantes y dijo: «Está bien», y colgó.

—Su ayudante dice que el doctor Locke pasará por aquí a buscarlo. Serán sólo unos minutos.

Bosch le dio las gracias y se sentó en una de las sillas que había junto a la puerta. Recorrió la antesala con la mirada.

Había un tablón de anuncios con carteles escritos a mano. La mayoría eran el tipo de anuncios que pone gente que busca compañeros de piso. También había un cartel en el que se anunciaba una fiesta de estudiantes de psiquiatría.

En la sala había otra mesa, además de la que ocupaba la estudiante. Pero estaba vacía en aquel momento.

—¿Es esto parte del programa de estudios? —preguntó él—. ¿Tiene que pasar aquí un tiempo como recepcionista?

La joven levantó la vista del libro de texto.

—No, sólo es un trabajo. Yo estudio psicología infantil, pero encontrar un trabajo en el laboratorio de allí no es nada fácil. En cambio nadie quiere trabajar aquí en el sótano.

—¿Y cómo es eso?

—Aquí abajo está toda la psicología más espantosa. Esto es psicohormonal. Al otro lado…

La puerta se abrió y apareció Locke, vestido con pantalones vaqueros azules y una camiseta teñida. Le tendió la mano a Bosch y Harry se fijó en la pulsera de cuero que llevaba en la muñeca.

—Harry, ¿cómo está?

—Bien. Estoy bien. ¿Y usted? Siento irrumpir aquí de esta manera, pero quería saber si dispone de unos minutos. Hay algunas novedades respecto a aquella cuestión con la que le molesté la otra noche.

—No fue ninguna molestia. Créame, para mí es fantástico tener un caso real entre manos. Las clases acaban por aburrirme.

Le pidió a Bosch que lo acompañara. Salieron, llegaron a un vestíbulo y entraron en un conjunto de despachos. Locke lo condujo hasta el último. Hileras de libros de consulta y lo que Bosch dedujo que serían tesis que había ido guardando ocupaban los estantes de la pared que había tras la mesa. Locke se dejó caer en una silla acolchada y puso un pie encima del escritorio. El flexo verde enganchado a la mesa estaba encendido y el resto de la luz procedía de una ventanita situada en la parte superior derecha de la pared. De vez en cuando, la luz de la ventana parpadeaba unos instantes al paso de algún viandante, como un eclipse humano.

Locke levantó la mirada hacia a la ventana y dijo:

—Algunas veces, aquí abajo, tengo la sensación de que trabajo en un calabozo.

—Creo que la estudiante de ahí fuera tiene esa misma sensación.

—¿Melissa? Claro, normal. Ha escogido psicología infantil y no consigo convencerla para que se pase a mi bando. Pero bueno, dudo que haya venido al campus para oír historias de alumnas jovencitas, aunque supongo que tampoco le importaría.

—Tal vez en otro momento.

Bosch notó que alguien había fumado en aquella habitación, aunque no veía ningún cenicero. Sacó su paquete sin preguntar.

—¿Sabe, Harry? Yo podría hipnotizarle y solucionarle el problema que tiene.

—Gracias, pero no, doctor. Ya me hipnoticé una vez y no funcionó.

—¿En serio, es usted uno de los últimos policías de Los Ángeles hipnotizadores? Son una especie en extinción. Oí hablar del experimento. Los tribunales lo desestimaron, ¿no?

—Sí, no se admiten testigos hipnotizados en los juicios. Creo que yo soy el último al que enseñaron que sigue en el departamento.

—Es curioso.

—Bueno, el caso es que ha habido novedades desde la última vez que hablé con usted y pensé que estaría bien conocer su opinión. Creo que nos orientó bien con el enfoque del porno y a lo mejor ahora se le ocurre algo.

—¿Qué novedades?

—Tenemos…

—Antes de nada, ¿quiere un café?

—¿Va a tomar usted?

—Yo no tomo.

—Entonces no se preocupe. Tenemos un sospechoso.

—¿Ah sí?

Bajó el pie de la mesa y se inclinó hacia adelante. Parecía realmente interesado.

—Y tiene un pie en cada bando, tal y como usted dijo. Estaba en el equipo de investigación y lo suyo, eh…, su campo de especialización, es el negocio de la pornografía. En estos momentos no creo que deba darle su nombre porque…

—Claro que no. Lo comprendo perfectamente. Es un sospechoso, no se le ha acusado de nada. Detective, no se preocupe, esta conversación no saldrá de aquí. Puede hablar con total libertad.

Bosch utilizó una papelera que había junto a la mesa de Locke como cenicero.

—Se lo agradezco. El caso es que lo estamos vigilando, viendo qué es lo que hace. Pero aquí es donde se complica la cosa. La cuestión es que probablemente es el policía más experto en la industria del porno y lo más normal es que acudamos a él para que nos asesore y nos dé información.

—Por supuesto, y si no lo hicieran seguramente empezaría a sospechar que sospechan de él. Ah, hemos tejido una red fantástica, Harry.

Locke se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro del despacho con la mirada perdida y metiendo y sacando las manos de los bolsillos constantemente.

—Continúe, esto es magnífico. ¿Qué le dije? Dos actores independientes representando el mismo papel. El corazón negro no late solo. Siga, siga.

—Bueno, como le decía, lo normal es que acudamos a él, y así lo hemos hecho. Tras el hallazgo del cadáver esta semana, y con lo que usted dijo, sospechábamos que podría haber otras. Otras mujeres que desaparecieron y que también trabajaban en ese negocio.

—¿Así que le pidieron a él que lo investigara? Extraordinario.

—Sí, se lo pedí yo ayer y hoy me ha dado otros cuatro nombres. Ya teníamos el nombre de la rubia de hormigón que apareció esta semana, más otro que el sospechoso desveló el otro día. Así que, si las sumamos a las dos primeras (las víctimas siete y once del Fabricante de Muñecas), ahora tenemos un total de ocho. El sospechoso ha estado todo el día bajo vigilancia, de modo que sabemos que ha hecho todo el trabajo necesario para averiguar estos nombres. No sólo me dio los nombres, sino que siguió todos los pasos.

—Era de esperar que actuara así. Él dará la imagen de que lleva una vida normal y rutinaria, independientemente de que sepa que lo están vigilando o no. Aunque ya conociera esos nombres, procedería a obtenerlos siguiendo los pasos pertinentes. Es uno de los síntomas que demuestran lo inteligente que… —Se detuvo, metió las manos en los bolsillos y frunció el entrecejo mientras parecía mirar fijamente al suelo entre sus pies—. ¿Dijo que eran seis nombres más los dos primeros?

—Eso es.

—Ocho asesinatos en casi cinco años. ¿Puede ser que haya más?

—Es lo que iba a preguntarle. La información procede del sospechoso. ¿Podría ser que mintiera? ¿Podría decirnos menos, darnos menos nombres de los que realmente hay para jugar con nosotros y enredar la investigación?

—Ah. —El psiquiatra continuó caminando de un lado a otro pero permaneció callado durante medio minuto—. Mi instinto me dice que no. No, yo no creo que trate de jugar con ustedes. Él se tomará su trabajo muy en serio. Creo que si lo que les ha dado son cinco nombres nuevos, es que no hay más. Debe tener presente que este hombre se siente superior a la policía en todos los sentidos. No sería extraño que fuera totalmente honesto con ustedes en algunos aspectos del caso.

—Tenemos una vaga idea del calendario de los asesinatos. Parece que bajó el ritmo tras la muerte de Church. Cuando comenzó a esconderlas y a enterrarlas porque ya no podía seguir haciéndose pasar por el Fabricante de Muñecas, los intervalos aumentaron. Al parecer pasó de dejar menos de dos meses entre los asesinatos durante el periodo del Fabricante de Muñecas a dejar pasar siete e incluso más. La última desaparición se produjo hace ocho meses.

Locke levantó la vista del suelo para mirar a Bosch.

—Y toda su actividad reciente —dijo él—, el juicio en los periódicos, el hecho de que enviara una nota y de que esté implicado en el caso como detective. Esta intensa actividad acelerará el final del ciclo. No lo pierdan, Harry. Podría haber llegado el momento.

El psiquiatra se dio la vuelta y miró al calendario que estaba colgado junto a la puerta. Había una especie de diseño laberíntico sobre los días del mes. Locke se echó a reír. Bosch no entendía nada.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Pues que este fin de semana, además, hay luna llena. —Se volvió de nuevo para mirar a Bosch—. ¿Puede llevarme con usted a vigilarlo?

—¿Cómo?

—Lléveme con usted. Será una oportunidad única en el campo de los estudios psicosexuales. Observar la conducta de ataque de un sádico sexual en el mismo momento en el que está actuando. Increíble. Harry, esto podría valerme una beca para la Hopkins. Esto podría… —Los ojos se le iluminaron al mirar hacia la ventana—. Podría sacarme de esta mierda de calabozo.

Bosch se levantó. Tenía la sensación de que había cometido un error. El interés personal de Locke eclipsaba todo lo demás. Bosch había acudido allí en busca de ayuda y no para convertir a Locke en el psiquiatra del año.

—Mire, estamos hablando de un asesino. Se trata de personas de verdad. Sangre de verdad. No haré nada que pueda comprometer la investigación. La vigilancia de un sospechoso es una operación muy delicada, y si además la persona a la que vigilamos es un poli el asunto se complica más aún. No puedo llevarle. Ni me lo pida. Puedo venir aquí a ponerle al corriente siempre que me sea posible, pero de ningún modo ni yo ni mi superior en este caso accederemos a llevar a un civil a una operación.

Locke bajó la cabeza y puso cara de cordero degollado. Volvió a mirar de reojo a la ventana y comenzó a caminar tras la mesa. Se sentó y se encogió de hombros con resignación.

—Sí, por supuesto —dijo con serenidad—. Lo entiendo perfectamente, Harry. Me he dejado llevar. Lo primordial aquí es detener a ese hombre. Después nos ocuparemos de estudiarlo. Veamos, el ciclo es de siete meses. ¡Es impresionante!

Bosch sacudió la ceniza del cigarrillo y volvió a apoyar la espalda en la silla.

—Bueno, pero teniendo en cuenta de dónde procede la información, no estamos seguros. Podría haber más.

—Me extrañaría.

Locke se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos. Permaneció inmóvil unos instantes.

—Harry, no estoy durmiendo. Sólo me estoy concentrando. Estoy pensando.

Bosch lo observó durante unos segundos. Era un bicho raro. Advirtió que en la estantería que había sobre la cabeza de Locke se alineaban los libros que había escrito el psiquiatra. Había varios, todos con su nombre en el lomo, y de algunos títulos más de un ejemplar. Bosch pensó que tal vez los tenía para regalarlos. Vio cinco ejemplares de Corazones negros, el libro que Locke había mencionado en su testimonio, y tres de un libro titulado La vida sexual privada de la princesa del porno.

—¿Ha escrito usted sobre el mundo del porno?

Locke abrió los ojos.

—Sí, ¿por qué? Ése es el libro que escribí antes de Corazones negros. ¿Lo ha leído?

—Eh, no.

Locke volvió a cerrar los ojos.

—No, claro. Aunque el título es atractivo, no deja de ser un libro de texto universitario. La última vez que se lo pregunté a mi editor, se estaba vendiendo en librerías de ciento cuarenta y seis universidades, incluida la Hopkins. Salió hace dos años, va por la cuarta edición y aún no he visto ni un cheque por los derechos. ¿Le gustaría leerlo?

—Sí, sí que me gustaría.

—Bueno, pase por el sindicato de estudiantes según sale de aquí, allí lo venden. No es ningún regalo, se lo advierto. Treinta dólares. Pero estoy seguro de que se lo puede permitir. Quizá también debería advertirle que es muy explícito.

A Bosch le molestó que Locke no le diera uno de los ejemplares que tenía en la estantería. Tal vez era una forma infantil de devolverle la moneda, por no haber accedido a que acompañara al operativo de vigilancia. Se preguntó cómo habría interpretado esa conducta Melissa, la estudiante de psicología infantil.

—Hay algo más sobre nuestro sospechoso. No sé lo que significa.

Locke abrió los ojos, pero no se movió.

—Se divorció un año antes de que comenzaran los asesinatos del Fabricante de Muñecas. En el informe del divorcio la esposa menciona que hubo abandono de la relación conyugal. ¿Eso también encajaría?

—Dejaron de hacerlo, ¿eh?

—Supongo. Estaba en el archivo del juzgado.

—Podría encajar. Pero, para serle sincero, nosotros, los psiquiatras, podríamos conseguir que cualquier cosa encajara en cualquiera de los pronósticos que hacemos. De todos modos, el sospechoso podría haberse vuelto impotente con su mujer. Él estaba avanzando en su molde erótico y ahí no había sitio para ella. En realidad, la estaba dejando atrás.

—De modo que no lo considera motivo para replantearnos nuestras sospechas.

—Al contrario. En mi opinión, es una prueba más de que ha padecido importantes cambios psicológicos. Su personalidad sexual está evolucionando.

Bosch se detuvo a pensarlo mientras trataba de imaginarse a Mora. El poli de antivicio pasaba sus días en el escabroso ambiente de la pornografía. Al cabo de un tiempo, no se le levantaba con su propia mujer.

—¿Hay alguna otra cosa que pueda contarme? ¿Algo sobre el sospechoso que pueda servirnos de ayuda? No tenemos nada contra él, ningún indicio razonable. No podemos arrestarlo. Lo único que podemos hacer es vigilarlo. Y esto empieza a ser peligroso. Si lo perdemos…

—Podría volver a matar.

—Exacto.

—Y volverían a quedarse sin ninguna prueba.

—¿Y qué me dice de sus trofeos? ¿Qué tengo que buscar?

—¿Dónde?

—En su casa.

—Ah, ya entiendo. Piensa continuar su relación profesional con él y hacerle una visita con alguna artimaña. Pero no podrá moverse con libertad por la casa.

—Tal vez sí, si otra persona lo entretiene. Iré acompañado.

Locke se inclinó hacia adelante en la silla con los ojos muy abiertos. De nuevo, se estaba entusiasmando.

—¿Y si usted lo entretuviera mientras yo busco en la casa? Yo soy un experto en esto, Harry. Para usted sería más fácil entretenerlo. Podrían hablar de los temas que hablan entre detectives y mientras tanto yo le pediría que me dejara utilizar el aseo. Comprendería mejor el…

—Olvídelo, doctor Locke. Escúcheme, eso no va a ocurrir de ninguna de las maneras, ¿de acuerdo? Es demasiado peligroso. Ahora bien, ¿quiere ayudarme, sí o no?

—De acuerdo, de acuerdo. Le pido disculpas otra vez. La razón por la que me entusiasma la idea de estar dentro de la casa y de la mente de ese hombre es porque creo que él, que ha entrado en un ciclo en el que mata cada siete meses o más, tiene que tener, casi con toda seguridad, trofeos que le ayuden a satisfacer sus fantasías y a recrear los asesinatos; de ese modo mitiga la urgencia de materializar sus fantasías.

—Entiendo.

—Están ante un hombre con un ciclo más largo de lo común. Créame, durante estos siete meses, los impulsos de actuar, de salir a matar, no están acallados. Permanecen ahí. Siempre. ¿Recuerda lo que testifiqué acerca del molde erótico?

—Sí, lo recuerdo.

—Bien, pues él va a tener que satisfacer ese molde erótico. Va a tener que cumplir con él. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo aguanta seis, siete u ocho meses? La respuesta es que tiene trofeos, recuerdos de conquistas pasadas. Cuando hablo de conquistas me refiero a asesinatos. Tiene objetos que le ayudan a recordar y a revivir sus fantasías. No le sirven como el acto real, ni mucho menos, pero puede que los utilice para ampliar el ciclo, para aplazar el impulso de actuar. Sabe que cuanto menos mate, menos probabilidades habrá de que lo atrapen.

»Si sus sospechas son ciertas, el ciclo que ha establecido ahora es de casi ocho meses. Eso significa que está apurando al máximo, que trata de dominarse. Pero al mismo tiempo tenemos esta nota con esa extraña necesidad de llamar la atención, de decir: soy mejor que el Fabricante de Muñecas. ¡Continuaré! Y si no me creen, vean lo que he dejado en el hormigón en tal y tal lugar. La nota demuestra una importante desestructuración y, al mismo tiempo, revela que está inmerso en una tremenda lucha por controlar sus impulsos. ¡Ha aguantado más de siete meses!

Bosch apagó el cigarrillo contra un lateral de la papelera y lo tiró dentro. Sacó su cuaderno. Dijo:

—Nunca se encontró la ropa, ni de las víctimas del Fabricante de Muñecas ni del Discípulo. ¿Podría ser la ropa el trofeo que utiliza?

—Podría ser, pero olvídese de eso, Harry. Es más sencillo. Recuerde que lo que tenemos aquí es un hombre que escoge a sus víctimas después de haberlas visto en vídeos. Así que, qué mejor forma de mantener vivas sus fantasías que a través de vídeos. Si tiene ocasión busque vídeos en la casa, Harry. Y una cámara.

—Grabó los asesinatos —dijo Bosch.

No era una pregunta. Sólo repetía lo que Locke decía a modo de preparación para el encuentro con Mora.

—No podemos estar seguros, por supuesto —dijo Locke—. ¿Quién sabe? Pero yo diría que sí. ¿Se acuerda de Wesley Dodd?

Bosch negó con la cabeza.

—Fue el que ejecutaron hace un par de años en Washington. Lo colgaron. Es el ejemplo perfecto de la repetición circular. Era un asesino de niños. Le gustaba colgar a los niños en su armario, en perchas. También tenía una Polaroid. Cuando lo detuvieron, la policía encontró un álbum de fotos cuidadosamente conservado y lleno de instantáneas de los niños a los que había matado, todos colgados en el armario. Incluso se había tomado la molestia de escribir pies de foto. Completamente morboso. Pero por repugnante que fuera, le garantizo que aquel álbum salvó la vida de muchos otros niños. Sin ninguna duda. Porque lo utilizaba para satisfacer sus fantasías en lugar de actuar de nuevo.

Bosch asintió con la cabeza. En algún lugar de la casa de Mora encontraría un vídeo, o tal vez una galería fotográfica capaz de revolverle el estómago a cualquiera. Pero aquello era lo que mantenía a Mora alejado del abismo durante nada menos que ocho meses en cada ocasión.

—¿Y qué me dice de Jeffrey Dahmer? —dijo Locke—. ¿Recuerda lo que ocurrió en Milwaukee? Otro fotógrafo. Le gustaba hacer fotos a los cadáveres, a partes de cadáveres. Aquello le ayudó a despistar a la policía durante años. Después comenzó a guardar los cadáveres. Ése fue su error.

Ambos guardaron silencio durante unos segundos. El cerebro de Bosch se llenó de imágenes espeluznantes de todos los cadáveres que había visto. Se frotó los ojos como si así pudiera borrarlas.

—¿Cómo es eso que dicen de las fotos? —preguntó a continuación Locke—. ¿En los anuncios de la tele? Algo así como «el regalo que siempre te da más». ¿No será eso entonces lo que lleva a un asesino en serie a grabar?

Antes de salir del campus, Bosch pasó por el sindicato de estudiantes y entró en la librería. Había una pila de ejemplares del libro de Locke sobre el mundo del porno en la sección de psicología y estudios sociales. El primero de ellos tenía ya los bordes sucios de haber sido hojeado. Bosch cogió el que estaba debajo.

Cuando la chica de la caja abrió el libro para ver el precio, quedó abierto por una página en la que había una foto en blanco y negro de una mujer haciéndole una felación a un hombre. La cara de la chica enrojeció, aunque el tono no llegó a ser tan intenso como el escarlata del rostro de Bosch.

—Lo siento —fue lo único que acertó a decir.

—No pasa nada, ya lo había visto. El libro, quiero decir.

—Sí, claro.

—¿Va a dar alguna clase con este libro el próximo semestre?

Bosch se dio cuenta de que, puesto que era demasiado mayor para ser un estudiante, en principio sólo tenía sentido que comprara aquel ejemplar si era un profesor. Le pareció que si explicaba que su interés se limitaba a su trabajo de policía, parecería mentira y llamaría la atención más de lo que quería.

—Sí —mintió.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo se llama la asignatura? A lo mejor la elijo.

—Um, bueno, aún no lo he decidido. Todavía estoy formulando un…

—Bueno, ¿cómo se llama usted? La buscaré en el programa.

—Eh…, Locke. Doctor John Locke, psicología.

—Ah, así que es usted el autor. Sí, he oído hablar de usted. Ya buscaré la clase. Gracias y que tenga un buen día.

Ella le dio el cambio. Él le dio las gracias y salió con el libro en una bolsa.