Capítulo 23

Los miembros del jurado comenzaron las deliberaciones a las 11.15 y el juez Keyes ordenó a los alguaciles que se ocuparan de que les llevaran la comida. Dijo que no se interrumpiría a los doce hasta las 4.30, a menos que antes emitieran un veredicto.

Una vez que el jurado se retiró a deliberar, el juez dictó que todas las partes tendrían que estar presentes en la lectura del veredicto quince minutos después de que la secretaria del tribunal se lo hubiera notificado. Eso suponía que Chandler y Belk podían regresar a sus respectivos despachos a esperar. La familia de Norman Church era de Burbank, de manera que la mujer y las dos hijas decidieron ir al despacho de Chandler. A Bosch, volver a la comisaría de Hollywood le suponía un viaje de más de un cuarto de hora, pero el Parker Center quedaba a cinco minutos andando. Le dio a la secretaria el número del busca para que pudiera localizarlo.

El último asunto que abordó el juez fue la acusación de desacato contra Chandler. Fijó la vista para tratar aquella cuestión dos semanas más tarde y levantó la sesión.

Antes de abandonar la sala del tribunal, Belk se acercó a Bosch y le dijo al oído:

—Creo que vamos por el buen camino, pero estoy un poco nervioso. ¿Quiere que nos la juguemos?

—¿A qué se refiere?

—Podría tantear a Chandler una última vez.

—¿Ofrecerle un trato?

—Eso es. La fiscalía me ha dado carta blanca para ofrecer hasta un máximo de cincuenta. Para una cifra superior, tendría que pedir permiso. Podría intentarlo con los cincuenta y ver si los acepta y se retira.

—¿Y las costas?

—Si hiciéramos un trato, ella tendría que cobrárselas de los cincuenta. Alguien como ella probablemente se lleva el cuarenta por ciento. Eso serían veinte de los grandes por una semana de juicio y otra de selección del jurado. No está nada mal.

—¿Cree que vamos a perder?

—No lo sé. Sólo estoy tratando de contemplar todas las posibilidades. Con los jurados, nunca se sabe. Y cincuenta de los grandes es un buen precio por salir de ésta. Tal vez acepte, por el modo en que el juez la ha tratado al final. Posiblemente sea ella la que tiene miedo a perder.

Belk no se había enterado y Bosch lo sabía. Quizá era demasiado sutil para él. Todo aquel asunto del desacato no era sino la última artimaña de Chandler. Había cometido la infracción a propósito para que el jurado presenciara cómo el juez le bajaba los humos. Estaba mostrando el funcionamiento de la justicia. A quien cometía una incorrección se le aplicaba estrictamente la ley y recibía el castigo correspondiente. Les estaba diciendo, ¿se dan cuenta? A esto escapó Bosch y a esto se enfrentó Norman Church. Sin embargo, en aquella ocasión, Bosch decidió asumir por su cuenta el papel de juez y de jurado.

Era inteligente por su parte, tal vez demasiado inteligente. Cuanto más lo pensaba Bosch, más se preguntaba si el juez se habría prestado a actuar como cómplice de la jugada. Miró a Belk y vio que el joven ayudante del fiscal municipal aparentemente no sospechaba nada. Al contrario, él creía que aquello había sido un golpe a su favor. Seguramente al cabo de semanas, cuando Keyes impusiera a Chandler una multa de cien dólares y la dejara marchar, caería en la cuenta.

—Haga lo que le parezca —le dijo a Belk—. Pero ella no aceptará. Va a ir hasta el final.

Ya en el Parker Center, Bosch entró en la sala de reuniones de Irving por la puerta que daba al pasillo. Irving había decidido el día anterior que el llamado grupo de investigación del Discípulo, trabajaría desde la sala de conferencias para que, de ese modo, el subdirector pudiera estar al corriente de los acontecimientos. Lo que no se dijo, aunque todos lo sabían, era que mantener al grupo alejado de los despachos de las brigadas incrementaría las posibilidades de que la noticia de lo que estaba sucediendo no saliera de allí. Al menos por unos días.

Cuando Bosch entró, en la sala estaban sólo Rollenberger y Edgar. Bosch advirtió que habían instalado cuatro teléfonos que estaban sobre la mesa redonda de reuniones. También había seis radiotransmisores Motorola y un panel de control central en la mesa, preparado para ser usado cuando fuera necesario. Cuando Edgar levantó la vista y vio a Bosch, miró inmediatamente hacia otro lado y descolgó un teléfono para realizar una llamada.

—Bosch —dijo Rollenberger—, bienvenido a nuestro centro de operaciones. ¿Zanjado lo del juicio? Por cierto, aquí no se puede fumar.

—Zanjado hasta que emitan el veredicto, pero no puedo alejarme a más de quince minutos. ¿Hay alguna novedad? ¿Qué está haciendo Mora?

—No hay mucho que contar. La cosa está tranquila. Mora ha pasado la mañana en el valle. Se dirigió a la oficina del fiscal de Sherman Oaks y luego a un par de agencias de castings, también en Sherman Oaks.

Rollenberger estaba consultando un cuaderno de notas que tenía ante sí en la mesa.

—Después fue a un par de casas en Studio City. Había unas caravanas a la puerta y Sheehan y Opelt dijeron que tal vez estaban rodando alguna película. No se quedó mucho tiempo en ninguno de los dos sitios. En todo caso, ya ha vuelto a antivicio. Sheehan ha llamado hace un par minutos.

—¿Ya tenemos al personal extra?

—Sí, Yde y Mayfield relevarán al primer equipo de vigilancia a las cuatro. Después de ellos habrá otros dos equipos.

—¿Dos?

—El inspector Irving ha cambiado de opinión y quiere vigilancia las veinticuatro horas del día. Le seguiremos la pista durante toda la noche, aunque lo único que haga sea quedarse en casa y dormir. A mí, personalmente, me parece una buena idea vigilarle todo el día.

«Sí, sobre todo porque lo ha decidido Irving», pensó Bosch, aunque no dijo nada.

Miró las radios que había sobre la mesa.

—¿Cuál es la frecuencia?

—Mmm, estamos en…, qué frecuencia… Ah, sí, en el cinco. Cinco simplex. Es una emisora del departamento de aguas y suministro eléctrico que se usa sólo en caso de emergencias. Un terremoto, una inundación, cosas de ese estilo. Al jefe le pareció que sería mejor no utilizar nuestras frecuencias. Si Mora es nuestro hombre, podría tener una oreja puesta en la radio.

Bosch pensó que seguramente a Rollenberger le parecía una buena idea, pero no se lo preguntó.

—Creo que es una buena idea tomar precauciones —dijo el teniente.

—Bien. ¿Hay alguna otra cosa que debería saber? —dijo mirando a Edgar, que estaba todavía al teléfono—. ¿Qué tiene Edgar?

—Sigue intentando localizar a la superviviente de hace cuatro años. Ya tiene una copia del expediente de divorcio de Mora. No hubo pleito.

Edgar colgó, acabó de escribir algo en un cuaderno y luego se levantó sin mirar a Bosch. Dijo:

—Voy a bajar a tomar un café.

—Vale —dijo Rollenberger—. Esta misma tarde deberíamos tener aquí nuestra cafetera. Lo hablé con el jefe y él pensaba requisar una.

—Buena idea —dijo Bosch—. Creo que voy a bajar con Edgar.

Edgar avanzó a toda velocidad por el vestíbulo para que Bosch no pudiera alcanzarlo. Al llegar al ascensor, apretó el botón, pero sin aflojar el ritmo, pasó de largo y fue hacia la escalera. Bosch lo siguió y, cuando habían bajado ya un piso, Edgar se detuvo y se dio la vuelta bruscamente.

—¿Se puede saber por qué me sigues?

—Quiero café.

—Eh, no me vengas con chorradas.

—¿Has…?

—No, no he hablado con Pounds todavía. He estado muy ocupado, ¿lo recuerdas?

—Vale, entonces no lo hagas.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Que si no has hablado con Pounds todavía, no lo hagas. Olvídalo.

—¿En serio?

—Sí.

Se quedó allí parado mirando a Bosch, aún incrédulo.

—Aprende de ello. Y yo haré lo mismo. Ya lo he hecho. ¿De acuerdo?

—Gracias, Harry.

—No, no me vengas con «Gracias, Harry». Sólo di «de acuerdo».

—De acuerdo.

Bajaron hasta el siguiente piso y entraron en la cafetería. En lugar de volver con Rollenberger, Bosch propuso que se llevaran el café a una de las mesas.

—No veas, que flash con Hans Off —dijo Edgar—. No me quito de la cabeza la imagen de un reloj de cuco, con el teniente que va saliendo y dice: «¡Qué buena idea, jefe! ¡Qué buena idea, jefe!».

Bosch sonrió y Edgar se rió. Harry sabía que le había quitado un buen peso de encima a su colega y eso lo reconfortaba. Se sentía bien.

—Entonces, ¿todavía no se sabe nada de la superviviente? —dijo.

—Está por ahí, en algún lugar. Pero los cuatro años que han pasado desde que huyó del Discípulo no han sido buenos para Georgia Stern.

—¿Qué ocurrió?

—Bueno, por lo que he leído en su historial y me han dicho algunas personas de antivicio, parece que acabó enganchándose. Seguramente después tenía un aspecto demasiado sórdido para hacer películas. Quiero decir, ¿quién quiere ver una de esas pelis si la chica tiene pinchazos en los brazos, en los muslos, en el cuello? Es el problema del negocio del porno cuando estás colgada de las drogas. Tienes que salir desnuda y no puedes ocultarlo.

»En fin, he hablado con Mora, sólo para mantener el contacto rutinario y decirle que la estaba buscando. Él fue el que más o menos me dio a entender que las marcas de aguja eran la forma más rápida de que a uno le echaran del negocio. Pero no dijo nada más. ¿Crees que hice bien en ir a hablar con él?

Bosch lo pensó un momento y luego dijo:

—Sí. La mejor forma de que no sospeche nada es actuar como si él supiera lo mismo que nosotros. Si no le hubieras preguntado a él y luego hubiera llegado a sus oídos por otra vía o por alguien de antivicio que la estabas buscando, probablemente nos habría descubierto.

—Sí, eso me parecía, por eso lo llamé esta mañana, le hice unas cuantas preguntas y luego me puse manos a la obra. Por lo que él sabe, tú y yo somos los únicos que estamos dedicados a este nuevo caso. No sabe nada del equipo de investigación, al menos de momento.

—El problema de preguntarle a él por la superviviente es que si sabe que la estás buscando, puede que él intente encontrarla también. Tendremos que tener cuidado con eso. Coméntaselo a los equipos de vigilancia.

—Vale. Se lo diré. O que se lo diga Hans Off. Tendrías que oír a este tipo por radio, joder, es como un boy scout.

Bosch sonrió. Se imaginó que Hans Off no tenía ni idea de cómo utilizar los códigos en las comunicaciones por radio.

—En definitiva, que por eso ya no está en el negocio del porno —dijo Edgar retomando el tema de la superviviente—. En los últimos tres años, tenemos cargos contra ella por falsificación de cheques, un par por posesión, un par de altercados con la prostitución y muchas, pero muchas faltas por conducir bajo los efectos del alcohol. Ha estado entrando y saliendo. Dos o tres días dentro cada vez, pero nunca lo suficiente para desengancharse.

—¿Y dónde trabaja?

—En el valle de San Fernando. He estado toda la mañana en contacto con los de antivicio del valle por teléfono. Dicen que suele trabajar en el corredor de Sepulveda con otras profesionales de la calle.

A Bosch le vinieron a la cabeza las chicas jóvenes que había visto la otra tarde, cuando seguía el rastro de Cerrone, el representante/chulo de Rebecca Kaminski. Se preguntó si habría visto o incluso hablado con Georgia Stern sin saberlo.

—¿Qué pasa?

—Nada. Es que el otro día estuve por allí y me preguntaba si la habría visto. Sin saber quién era, claro. ¿Te han dicho los de antivicio si tiene protección?

—Qué va, no saben de ningún chulo. A mí me dio la impresión de que es material de última fila. La mayoría de los chulos tienen chicas mejores.

—Entonces, ¿los de antivicio de allí la están buscando?

—Todavía no —dijo Edgar—. Hoy tenían formación, pero mañana por la noche estarán en Sepulveda.

—¿Alguna foto nueva?

Edgar alargó el brazo hasta su cazadora y sacó un taco de fotos. Eran copias de las fotos de identificación. Georgia Stern, efectivamente, estaba hecha polvo. Se había decolorado el pelo y se le veían al menos dos dedos de raíces oscuras. Sus ojeras eran tan profundas que parecía que se las habían grabado con un cuchillo. Tenía las mejillas flácidas y los ojos vidriosos. Por suerte para ella, se había pinchado antes de que la arrestaran. Eso suponía menos tiempo entre rejas sufriendo, esperando, suspirando por el siguiente pico.

—Son de hace tres meses. Iba puesta. Dos días en Sybil y fuera.

El Sybil Brand Institute era la prisión principal de mujeres del condado.

—Mira esto —dijo Edgar—. Se me había olvidado. Dean, un tipo de antivicio del valle dice que él la arrestó y que, cuando la estaba fichando, encontró una botella con polvos. Estuvo a punto de tramitar la denuncia por posesión, pero entonces se dio cuenta de que era una sustancia legal. Dijo que era AZT. Ya sabes, para el sida. Ya ves, tiene el virus y ahí está, en la calle. En Sepulveda. Él le preguntó si obligaba a los clientes a usar condones y su respuesta fue: «Si ellos no quieren, no».

Bosch se limitó a asentir con la cabeza. La historia era bastante común. Su experiencia le había enseñado que la mayoría de las prostitutas despreciaban a sus clientes. Las que enfermaban era bien por culpa de sus clientes o por agujas infectadas, que muchas veces procedían también de los clientes. En cualquier caso, a él le parecía que ya formaba parte de su psicología que les diera igual pasarle el virus a los mismos hombres que podrían haberlas contagiado a ellas.

—Si ellos no quieren, no —repitió Edgar, negando con la cabeza—. Hay que tener sangre fría.

Bosch se acabó el café y retiró la silla. No se podía fumar en la cafetería, así que quería bajar al vestíbulo y salir fuera a fumar, junto al monumento a los policías caídos en acto de servicio. Mientras Rollenberger estuviera instalado en la sala de reuniones, había que salir fuera a fumar.

—Entonces…

El busca de Bosch empezó a sonar y él se mostró visiblemente desconcertado. Siempre había sostenido la teoría de que un veredicto rápido era un veredicto malo, un veredicto estúpido. ¿Es que no se habían parado a considerar las pruebas con detenimiento? Se desabrochó el cinturón y miró el número que aparecía en la pantalla. Respiró aliviado. Era de la central del departamento de policía.

—Creo que Mora me está llamando.

—Será mejor que tengas cuidado. ¿Qué ibas a decir antes?

—Mmm… Ah, no, sólo me preguntaba si nos serviría de algo encontrar a Stern. Han pasado cuatro años. Está enganchada y enferma. Ni siquiera sé si se acordaría del Discípulo.

—Ya, yo también lo estaba pensando. Pero la única alternativa es volver a Hollywood e informar a Pounds o prestarme voluntario para uno de los turnos de vigilancia de Mora. Me quedo con esto. Esta noche voy para allá, a Sepulveda.

Bosch asintió.

—Hans Off me dijo que conseguiste los papeles del divorcio. ¿Hay algo?

—No mucho. Ella tramitó la demanda, pero Mora no la impugnó. El documento tiene unas diez páginas, nada más. Sólo llama la atención una cosa, pero no sé si es importante o no.

—¿Qué?

—Ella alegó motivos normales. Diferencias irreconciliables y crueldad psicológica. Pero en los informes, también deja constancia del abandono de la relación conyugal. ¿Y sabes lo que eso significa?

—Que no había sexo.

—Eso es. ¿Y qué crees que significa eso?

Bosch se quedó pensando unos instantes y dijo:

—No lo sé. Rompieron justo antes del asunto del Fabricante de Muñecas. Puede que se hubiera metido en algún lío, y todo eso desembocó en los asesinatos. Puedo preguntarle a Locke.

—Sí, eso es lo que estaba pensando. En cualquier caso, solicité en tráfico que localizaran a su mujer y todavía está viva, aunque no creo que debamos hablar con ella. Es demasiado peligroso. Puede que le avise.

—Sí, sí, no te acerques a ella. Y los de tráfico, ¿han enviado su carnet de conducir por fax?

—Sí. Es rubia. Metro sesenta, cincuenta kilos. Es sólo la foto del carnet de conducir, pero yo diría que encaja.

Bosch hizo un gesto con la cabeza y se levantó.

Tras coger una de las radios de la sala de reuniones, Bosch se dirigió a la división central y dejó el coche en el aparcamiento trasero. Todavía estaba en el radio de quince minutos que le había impuesto el tribunal federal. Dejó la radio en el coche y rodeó el aparcamiento hasta la entrada principal. Lo hizo para ver si veía a Sheehan y a Opelt. Supuso que no podían haber aparcado muy lejos de la salida del parking si querían ver salir a Mora, pero no los vio y tampoco le pareció que hubiera ningún vehículo sospechoso.

Unos faros se encendieron un instante en un aparcamiento que había tras una antigua gasolinera convertida en un puesto de tacos del que colgaba un cartel que decía: «La casa del burrito kosher: Pastrami». Distinguió dos figuras dentro del coche, que era un Eldorado gris, y miró para otro lado.

Mora estaba en su mesa comiendo un burrito con un aspecto que a Bosch le pareció horrible cuando se dio cuenta de que estaba relleno de pastrami. Parecía artificial.

—Harry —dijo con la boca llena.

—¿Está rico?

—No está mal. Pero creo que después de éste volveré a la ternera normal. Quería probarlo porque vi a dos de los hombres de robos y homicidios ahí enfrente. Uno de ellos me dijo que venían desde el Parker para comprar estos burritos. Pensé que tenía que probarlo.

—Sí, creo que he oído hablar de ese sitio.

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, estos burritos no se merecen el paseo desde el Parker Center.

Metió lo que le quedaba en el papel de aluminio en el que venía envuelto, se levantó y salió del despacho. Bosch oyó que el paquete golpeaba en el fondo de una papelera del vestíbulo y Mora volvió a entrar.

—No quiero que luego mi papelera apeste.

—¿Me has llamado al busca?

—Sí, he sido yo. ¿Qué tal el juicio?

—Esperando el veredicto.

—Joder, acojona.

Bosch sabía por experiencia que si Mora quería decirle algo, lo haría cuando él quisiera. No le serviría de nada preguntarle al poli de antivicio por qué le había llamado al busca.

Ya en su silla, Mora se volvió hacia el archivo de expedientes que tenía detrás y empezó a abrir cajones. Luego miró hacia atrás y dijo:

—Espera, Harry. Tengo que reunir algún material para ti.

Tardó dos minutos, durante los cuales Bosch le vio abrir diferentes expedientes, sacar fotos y formar un pequeño montón. Luego se volvió de nuevo hacia la mesa.

—Cuatro —dijo—. He encontrado a cuatro actrices más que se retiraron en lo que podrían considerarse circunstancias sospechosas.

—Sólo cuatro.

—Sí. Bueno, en realidad la gente ha hablado de más de cuatro chicas, pero sólo cuatro encajan con el perfil del que hablamos. Rubias y con buen tipo. Por otro lado está Gallery, de la que ya sabíamos algo, y tu rubia de hormigón. Así que todas juntas hacen un total de seis. Aquí están las nuevas.

Le entregó las fotos a Bosch por encima de la mesa. Harry las fue pasando despacio. Eran fotos de revistas publicitarias en color y llevaban el nombre de las chicas impreso en la parte inferior del marco blanco. Dos de las chicas estaban desnudas y posaban sobre unas sillas en un interior, con las piernas abiertas. A las otras dos las habían fotografiado en la playa y llevaban unos bikinis que probablemente eran ilegales en la mayoría de las playas públicas. Para Bosch, las mujeres de las fotos eran casi idénticas. Sus cuerpos se parecían. Sus rostros tenían el mismo gesto fingido en los labios, con el que pretendían transmitir una imagen misteriosa y seductora al mismo tiempo. Las cuatro tenían un cabello tan rubio que casi parecía blanco.

—Todas blancanieves —dijo Mora.

El innecesario comentario hizo que Bosch levantara la vista de las fotos para mirarlo. El poli de antivicio le devolvió la mirada y le dijo:

—Bueno, ya sabes, el pelo. Así las llama un productor cuando las selecciona para las películas. Dice que quiere una blancanieves para esta parte o aquella otra porque ya tiene una pelirroja o lo que sea. Blancanieves es el nombre del modelo. Estas chicas son todas iguales.

Bosch volvió la vista hacia las fotos, temiendo que sus ojos delataran sus sospechas.

Se dio cuenta, no obstante, de que buena parte de lo que Mora acababa de decir era cierto. Las principales diferencias físicas entre las mujeres de las fotos eran los tatuajes y los lugares en que éstos estaban situados. Todas tenía un tatuaje pequeño de un corazón y una rosa o de un personaje de dibujos animados. Candi Cummings tenía un corazón justo a la izquierda del triángulo, perfectamente recortado, de su vello púbico. Mood Indigo tenía una especie de caricatura encima del tobillo izquierdo, pero el ángulo desde el que se había tomado la foto impedía a Bosch descifrar qué era. Dee Anne Dozit tenía un corazón envuelto en un alambre de espinos de unos quince centímetros sobre el pezón izquierdo, en el que tenía un piercing con un aro dorado. Y TeXXXas Rose tenía una rosa roja en la parte blanda de la mano derecha, entre el dedo pulgar e índice.

Bosch pensó que tal vez en aquel momento ya estaban muertas.

—¿Nadie sabe nada de ellas?

—Nadie del negocio, al menos.

—Tienes razón. Físicamente, encajan con el perfil.

—Sí.

—¿Prostitutas?

—Supongo que sí, pero aún no lo sé seguro. La gente con la que he hablado trataba con ellas en el negocio de las películas y no tenían ni idea de lo que hacían las chicas cuando las cámaras dejaban de grabar, por decirlo así. O al menos eso dijeron. El siguiente paso será conseguir números atrasados de revistas de sexo y buscar anuncios.

—¿Alguna fecha? ¿Sabes cuándo desaparecieron, algún dato de ese tipo?

—Sólo datos generales. Los agentes y los directores de las películas no tienen cabeza para las fechas. Estamos hablando de la memoria de la gente, así que los datos son muy generales. Si descubro que se anunciaban en los contactos, podré precisar mucho más las fechas cuando sepa cuándo pusieron los últimos anuncios. De todas formas, te voy a dar la información que tengo. ¿Tienes ahí tu cuaderno?

Mora le contó lo que sabía. Sin fechas específicas, sólo meses y años. Al reunir las fechas aproximadas en las que habían desaparecido Rebecca Kaminski, la rubia de hormigón, Constance Calvin —que era Gallery en la pantalla— y la séptima y undécima víctimas originalmente atribuidas a Church, podía deducirse un patrón aproximado que mostraba que las desapariciones de las actrices noveles del porno se producían cada seis o siete meses. La última desaparición había sido la de Mood Indigo, hacía ocho meses.

—¿Ves el patrón de conducta? Le toca. Debe de andar por ahí a la caza.

Bosch asintió con la cabeza y, cuando levantó la vista de su cuaderno para mirar a Mora, le pareció ver un brillo en sus ojos oscuros. Le pareció que podía ver a través de ellos la negra oquedad de su interior. En aquel escalofriante momento a Bosch le pareció haber visto la confirmación de la maldad en el otro hombre. Era como si Mora lo estuviera retando a adentrarse con él en la oscuridad.