Capítulo 15

—Quiero un aplazamiento.

—¿Qué?

—Tiene que detener este juicio. Hable con el juez.

—¿De qué coño está hablando, Bosch?

Bosch y Belk estaban sentados en la mesa de la defensa, esperando que empezara la sesión del jueves por la mañana. Estaban hablando en susurros y Bosch pensó que cuando Belk había soltado su improperio había sonado tan artificioso como cuando un chico de sexto intentaba relacionarse con los de octavo.

—Le estoy hablando del testigo de ayer. Wieczorek tenía razón.

—¿En qué?

—En la coartada, Belk. La coartada de la undécima víctima. Es legítima. Church no…

—Espere un momento —lo atajó Belk con voz ahogada. Luego en un susurro más bajo dijo—: Si va a confesarme que mató a un inocente, no quiero oírlo, Bosch. Ahora no. Es demasiado tarde. —Se volvió hacia su bloc.

—Belk, escuche, joder. No estoy confesando nada. Maté al asesino. Pero se nos pasó algo. Había dos asesinos. Church cometió nueve crímenes, los nueve con los que lo relacionamos por las comparaciones del maquillaje. Los otros dos, y el que encontramos en el hormigón esta semana, son obra de otro tipo. Tiene que parar esto hasta que nos hagamos un idea concreta de lo que está pasando exactamente. Si esto surge en el juicio alertará al segundo asesino, el discípulo, de lo cerca que estamos de él.

Belk dejó el bolígrafo en la almohadilla de un golpe y éste rebotó de la mesa. No se levantó para cogerlo.

—Voy a decirle lo que está pasando, Bosch. No vamos a parar nada. Aunque quisiera probablemente no podría, ella tiene al juez pegado a las bragas. Lo único que necesita es protestar y se acabó la discusión. Así que ni siquiera lo voy a plantear. Tiene que entender algo, Bosch, esto es un juicio. Ahora es el factor que controla su universo. Usted no lo controla. No puede esperar que el juicio se suspenda cada vez que necesite cambiar su historia.

—¿Ha terminado?

—Sí, he terminado.

—Belk, entiendo todo lo que acaba de decir. Pero tenemos que proteger la investigación. Hoy otro asesino suelto matando gente. Y si Chandler me saca a mí o Edgar al estrado y empieza a hacer preguntas, el asesino lo va a leer y sabrá todo lo que tenemos. Entonces nunca lo detendremos. ¿Es eso lo que quiere?

—Bosch, mi deber es ganar este caso. Si al hacerlo comprometo su…

—Sí, pero ¿no quiere conocer la verdad, Belk? Creo que estamos cerca. Retráselo hasta la semana que viene y para entonces lo tendremos claro. Podremos entrar ahí y acabar con Money Chandler.

Bosch se recostó, alejándose de su abogado. Estaba cansado de discutir con él.

—Bosch, ¿cuánto tiempo hace que es poli? —le preguntó Belk sin mirarlo—. ¿Veinte años?

Estuvo cerca. Pero Bosch no contestó, sabía lo que Belk iba a decirle.

—¿Y va a sentarse ahí y hablarme de la verdad? ¿Cuándo fue la última vez que vio un informe policial que dijera la verdad? ¿Cuándo fue la última vez que puso la verdad sin adulterar en una petición de orden de registro? No me hable de la verdad. Si quiere la verdad, vaya a ver a un cura. No sé adonde tiene que ir, pero no venga aquí. Después de veinte años en el oficio debería saber que la verdad no tiene nada que ver con lo que sucede aquí. Ni tampoco la justicia. Eso son sólo palabras de un libro de leyes que leí en mi vida anterior.

Belk le dio la espalda y sacó otro bolígrafo del bolsillo de su camisa.

—De acuerdo, Belk, usted sí que sabe. Pero voy a decirle qué aspecto va a tener esto cuando salte. Va a salir a trocitos y va a tener muy mala pinta. Ésa es la especialidad de Chandler. Parecerá que disparé a un hombre inocente.

Belk no le hacía caso, estaba escribiendo en su bloc amarillo.

—Idiota, nos la va a clavar tan hondo que va a salir por el otro lado. Siga acusándola de que tiene la mano del juez en el culo, pero los dos sabemos que lo dice porque no sirve ni para llevarle la maleta. Por última vez, consiga un aplazamiento.

Belk se levantó y rodeó la mesa para coger el bolígrafo que se le había caído. Después de incorporarse, se arregló la corbata y los puños y volvió a sentarse. Se inclinó encima de su libreta y sin mirar a Bosch dijo:

—Le tiene miedo, ¿verdad Bosch? No quiere estar en el estrado con la hija de puta haciendo preguntas. Preguntas que podrían exponerle como lo que es: un poli al que le gusta matar gente. —Se volvió y miró a Bosch—. Bueno, es demasiado tarde. Ha llegado su hora y no hay vuelta atrás. No hay aplazamientos. Es la hora de la verdad.

Harry se levantó y se inclinó sobre aquel hombre obeso.

—Váyase a la mierda, Belk, me voy afuera.

—Eso está muy bien —dijo Belk—. Ustedes son todos iguales. Se cargan a un tipo y luego vienen aquí y se creen que sólo porque llevan una placa tienen el derecho divino a hacer lo que quieran.

Bosch salió a los teléfonos públicos y llamó a Edgar. Éste contestó en la mesa de homicidios al primer timbrazo.

—Recibí tu mensaje anoche.

—Sí, bueno, es todo lo que hay. Estoy fuera. Esta mañana vinieron los de robos y homicidios y se llevaron mi archivo. Los vi husmeando en tu sitio también, pero no se llevaron nada.

—¿Quién vino?

—Sheehan y Opelt, ¿los conoces?

—Sí, son legales. ¿Vas a venir por la citación?

—Sí, tengo que presentarme a las diez.

Bosch vio que la puerta de la sala cuatro se abría y el alguacil se asomaba y lo señalaba.

—Tengo que irme.

Cuando volvió a entrar en la sala, Chandler estaba en el estrado y el juez estaba hablando. El jurado aún no había ocupado su lugar.

—¿Y las otras citaciones? —preguntó el juez.

—Señoría, mi despacho está en el proceso de notificarles esta mañana que no es preciso que se presenten.

—Muy bien, pues. Señor Belk, ¿preparado para proceder?

Cuando Bosch se dirigió a su sitio, Belk pasó a su lado de camino al estrado sin mirarlo siquiera.

—Señoría, puesto que esto es inesperado, solicito un receso de media hora para poder consultar con mi cliente. Después estaremos listos para proceder.

—Muy bien, vamos a hacer exactamente eso. Descanso de media hora. Veré a todas las partes aquí entonces, y, señor Bosch, espero que esté usted en su sitio la próxima vez que yo entre en la sala. No me gusta enviar alguaciles por los pasillos cuando el demandado sabe dónde debería estar.

Bosch no dijo nada.

—Disculpe, señoría —dijo Belk por él.

Se levantaron cuando lo hizo el juez y Belk dijo:

—Vamos a una de las salas de conferencia abogado-cliente del final del pasillo.

—¿Qué ha pasado?

—Vamos al fondo del pasillo.

Mientras salía por la puerta de la sala, Bremmer estaba entrando con la libreta y el boli en la mano.

—Eh, ¿qué está pasando?

—No lo sé —dijo Bosch—. Receso de media hora.

—Harry, tengo que hablar contigo.

—Después.

—Es importante.

Al final del pasillo, cerca de los lavabos, había varias salas de conferencias pequeñas para los abogados, todas de un tamaño similar a las salas de interrogatorios de la comisaría de Hollywood. Bosch y Belk entraron en una y eligieron sendas sillas, una a cada lado de la mesa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bosch.

—Su heroína ha terminado.

—¿Chandler ha terminado sin llamarme a mí?

Bosch no le encontraba el sentido.

—¿Qué está, haciendo? —preguntó.

—Está siendo muy astuta. Es un movimiento muy hábil.

—¿Por qué?

—Fíjese en el caso. Ella está en muy buena posición. Si terminara hoy y fuera al jurado, ¿quién ganaría? Ella ganaría. ¿Ve?, sabe que tiene que subir al estrado y defender lo que hizo. Como le dije el otro día, ganamos o perdemos con usted. O le da a la bola y se la hace tragar o falla el golpe. Ella lo sabe y si tuviera que llamarle haría las preguntas primero, después entraría yo con las fáciles, las que sacaría del campo.

»Ahora lo está revirtiendo. Mi alternativa es no llamarle y perder el caso o llamarle y darle a ella la mejor oportunidad con usted. Muy astuta.

—¿Entonces qué vamos a hacer?

—Llamarle.

—¿Y el aplazamiento?

—¿Qué aplazamiento?

Bosch asintió. No había manera. No habría aplazamientos. Bosch se dio cuenta de que lo había manejado mal. Se había acercado a su abogado de la forma equivocada. Debería haber tratado de que Belk creyera que había sido su propia idea pedir el aplazamiento. Entonces habría funcionado. En cambio, Bosch estaba empezando a sentir los nervios, la sensación de desazón que acompañaba al hecho de aproximarse a lo desconocido. Se sentía de la misma forma que antes de meterse en un túnel del Vietcong por primera vez. Era miedo, lo sabía, floreciendo como una rosa negra en la boca del estómago.

—Tenemos veinticinco minutos —dijo Belk—. Olvidémonos de los aplazamientos y tratemos de ver cómo queremos que vaya su testimonio. Voy a llevarle por el camino y el jurado va a seguirnos. Pero recuerde que tiene que estar calmado o los perderemos. ¿De acuerdo?

—Tenemos veinte minutos —le corrigió Bosch—. He de salir a fumar un cigarrillo antes de subir al estrado.

Belk insistió como si no le hubiera oído.

—Recuerde, Bosch, puede haber millones de dólares en juego. Puede que no sea su dinero, pero se juega su carrera.

—¿Qué carrera?

Bremmer estaba esperando al otro lado de la puerta de la sala de conferencias cuando Bosch salió veinte minutos después.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Harry.

Pasó a su lado y se dirigió hacia la escalera mecánica. Bremmer lo siguió.

—No, tío, no estaba escuchando. Sólo estaba esperándote. Escucha, ¿qué pasa con el caso nuevo? Edgar no me va a decir nada. ¿La habéis identificado o qué?

—Sí, la hemos identificado.

—¿Quién era?

—No es mi caso, tío. No puedo dártelo. Además, si te lo digo vas a ir corriendo con el cuento a Money Chandler, ¿no?

Bremmer dejó de caminar tras él.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Después salió disparado hasta el costado de Bosch y le susurró:

—Escucha, Harry, eres una de mis mejores fuentes. No la estropearía así como así. Si está recibiendo información, busca a otro.

Bosch se sentía mal por haber acusado al periodista. No tenía ninguna prueba.

—¿Estás seguro de que me equivoco con esto?

—Absolutamente, eres demasiado valioso para mí. No haría eso.

—Vale.

Eso era lo más que iba a acercarse a una disculpa.

—Entonces, ¿qué puedes decirme acerca de la identificación?

—Nada. Todavía no es mi caso. Prueba con robos y homicidios.

—¿Lo tiene robos y homicidios? ¿Se lo han quitado a Edgar?

Bosch subió a la escalera mecánica y se volvió a mirarlo. Asintió mientras bajaba. Bremmer no lo siguió.

Money Chandler ya estaba fumando en la escalera cuando salió Bosch. Harry encendió un cigarrillo y la miró.

—Sorpresa, sorpresa —dijo.

—¿Qué?

—Terminar.

—Sólo es una sorpresa para Bulk —dijo la abogada—. Cualquier otro abogado lo habría visto venir. Casi siento lástima por usted, Bosch. Casi, sólo casi. En un caso de derechos civiles las posibilidades de ganar siempre son remotas. Pero ir contra la oficina del fiscal en cierta manera nivela el terreno de juego. Estos tipos como Bulk no pueden salir adelante fuera… Si tuviera que ganar para comer, su abogado sería un hombre delgado. Necesita cobrar la nómina municipal gane o pierda.

Lo que ella había dicho, por supuesto, era correcto. Aunque no era ninguna novedad. Bosch sonrió. No sabía cómo actuar. A una parte de él le gustaba. Estaba equivocada respecto a él, pero de algún modo ella le caía bien. Tal vez fuera por su tenacidad, porque su ira —aunque mal dirigida— era pura.

Tal vez fuera porque no tenía miedo de hablar con él fuera del tribunal. Había visto cómo Belk conscientemente evitaba entrar en contacto con la familia de Church. Antes de levantarse cuando había un receso se sentaba en la mesa del demandado hasta que estaba seguro de que todos habían recorrido el pasillo y estaban en la escalera mecánica. Pero Chandler no jugaba a ese juego. Le gustaba ir de frente.

Bosch suponía que era algo parecido a cuando dos boxeadores tocaban los guantes antes de que sonara la campana. Cambió de tema.

—Hablé con Tommy Faraday aquí el otro día. Ahora es Tommy Faraway. Le pregunté qué había pasado, pero no me lo dijo. Sólo dijo que lo que había pasado era justicia, sea eso lo que sea.

Ella expelió una larga bocanada de humo azul, pero se quedó unos segundos en silencio. Bosch miró el reloj. Tenían tres minutos.

—¿Recuerda el caso Galton? —dijo ella—. Fue un caso de derechos civiles. Uso excesivo de la fuerza.

Bosch pensó en ello. El nombre le resultaba familiar, pero le costaba ubicarlo en el fárrago de casos de uso desproporcionado de la fuerza que había conocido o de los que había oído hablar a lo largo de los años.

—Era el caso del perro, ¿verdad?

—Sí, André Galton. Fue antes de Rodney King, cuando la amplia mayoría de la gente de esta ciudad no creía que su policía se implicaba en abusos horribles de manera rutinaria. Galton era negro y conducía con una matrícula caducada por las colinas de Studio City cuando un poli decidió hacerle parar.

—No había hecho nada malo, no estaba en busca y captura, sólo tenía la matrícula caducada desde hacía un mes. Pero huyó. Gran misterio de la vida, huyó. Subió hasta Mulholland y abandonó el coche en uno de esos apartaderos donde la gente se para a mirar el paisaje. Entonces saltó y empezó a bajar por la ladera. No había adonde bajar, pero no podía volver a subir y los polis no iban a ir a rescatarlo; en el juicio dijeron que era demasiado peligroso.

Bosch recordó la historia, pero dejó que ella terminara de contarla. La indignación de Chandler era tan pura y desprovista de la pose legalista que Bosch quería que ella lo contara.

—Así que enviaron a un perro —dijo ella—. Galton perdió ambos testículos y sufrió una lesión permanente en un nervio de la pierna izquierda. Podía caminar, pero arrastrando la pierna.

—Y ahí entra Tommy Faraday —la azuzó Bosch.

—Sí, se hizo cargo del caso. Era pan comido. Galton no había hecho nada malo más que huir. La respuesta de la policía claramente no se correspondía con la falta. Cualquier jurado lo vería. Y la oficina del fiscal lo sabía. De hecho, creo que era un caso de Bulk. Ofrecieron medio millón para llegar a un acuerdo, pero Faraday lo rechazó. Pensaba que podía sacar al menos el triple en un juicio, así que pasó.

»Y, como he dicho, era en los viejos tiempos. Los abogados de derechos civiles los llaman AK, antes de King. Un jurado escuchó las pruebas durante cuatro días y absolvió a los policías en treinta minutos. Galton no sacó nada más que una pierna inútil y una polla inservible. Salió del juzgado y fue a aquel seto. Había envuelto una pistola en plástico y la había enterrado ahí. Se acercó a la estatua y se puso la pistola en la boca. Faraday justo estaba saliendo en ese momento y vio cómo ocurría. La sangre salpicó la estatua, salpicó por todas partes.

Bosch no dijo nada. Ya recordaba el caso con mucha claridad. Miró la torre del City Hall y observó las gaviotas que la sobrevolaban en círculos. Siempre se había preguntado qué las llevaba allí. Estaba a kilómetros del océano, pero siempre había gaviotas encima del City Hall. Chandler continuó hablando.

—Hay dos cosas por las que siempre he tenido curiosidad —dijo—. Una, ¿por qué huyó Galton? Y dos, ¿por qué escondió la pistola? Y creo que las dos respuestas son la misma. No tenía fe en la justicia, en el sistema. Ninguna esperanza. No había hecho nada malo, pero huyó porque era negro en un barrio de blancos y durante toda su vida había oído historias acerca de lo que los polis blancos hacen a los negros en esa posición. Su abogado le dijo que era un caso ganado, pero él se llevó una pistola al tribunal porque toda su vida había oído lo que un jurado blanco decide cuando se trata de la palabra de un negro contra la de los polis.

Bosch miró su reloj. Era hora de entrar, pero no quería apartarse de Chandler.

—Así que por eso Tommy dijo que lo que había ocurrido era justicia —explicó ella—. Eso fue la justicia para André Galton. Faraday derivó todos sus casos a otros abogados después de eso. Yo acepté algunos. Y nunca volvió a pisar un tribunal.

La abogada apagó lo que le quedaba de cigarrillo.

—Fin de la historia —dijo.

—Estoy seguro de que los abogados de derechos civiles la cuentan a menudo —dijo Bosch—. Y ahora nos pone a Church y a mí de protagonistas, ¿no? Yo soy como el tipo que envió al perro colina abajo a por Galton.

—Hay grados, detective Bosch. Aunque Church fuera el monstruo que usted asegura, no tenía que morir. Si el sistema vuelve la espalda a los abusos infligidos a los culpables, ¿entonces quién será el siguiente sino los inocentes? ¿Ve?, por eso tengo que hacer lo que voy a hacer ahora. Por los inocentes.

—Buena suerte —dijo Bosch, y apagó su cigarrillo.

—No voy a necesitarla.

Bosch siguió la mirada de Chandler hasta la estatua que estaba encima del lugar donde Galton se había quitado la vida. La abogada la miró como si la sangre siguiera allí.

—Eso es justicia —dijo, señalando hacia la estatua—. No le escucha. No le ve. No puede sentirle ni hablarle. La justicia, detective Bosch, es sólo una rubia de hormigón.