Los últimos vestigios de la hora punta de la tarde hicieron lento el trayecto hasta la casa de Sylvia. Ella estaba sentada en la mesa del comedor con unos vaqueros azules gastados y una camiseta del Grant High, leyendo comentarios de textos cuando entró él. Uno de los cursos que daba de literatura en undécimo grado en el valle de San Fernando se llamaba «Los Ángeles en la literatura». Le había contado a él que había preparado el curso para que los estudiantes conocieran mejor su ciudad. La mayoría de ellos procedían de otros lugares, de otros países. Una vez le explicó que los estudiantes de una de sus clases tenían once lenguas maternas diferentes.
Harry le puso la mano en la nuca y se inclinó para besarla. Vio que los comentarios eran del libro de Nathanael West, El día de la langosta.
—¿Lo has leído? —preguntó ella.
—Hace mucho. Una profesora de literatura del instituto nos lo hizo leer. Estaba loca.
Sylvia le dio un codazo en el muslo.
—Muy bien, chico listo. Trato de combinar los difíciles con los fáciles. Ahora les he dado El sueño eterno.
—Probablemente es el título que piensan que debería tener éste.
—Pareces la alegría de la huerta. ¿Ha pasado algo bueno?
—En realidad no. Todo se está yendo al garete. Pero aquí… es diferente.
Ella se levantó y ambos se abrazaron. Bosch le pasó la mano por la espalda de la forma en que sabía que a ella le gustaba.
—¿Qué está pasando en el caso?
—Nada. Todo. Podría estar hundiéndome en el fango. Me pregunto si conseguiré trabajo de detective privado después de esto. Como Marlowe.
Ella lo apartó.
—¿De qué estás hablando?
—No estoy seguro. Tengo que trabajar en eso esta noche. Me lo llevaré a la mesa de la cocina. Tú puedes quedarte aquí fuera con las langostas.
—Te toca cocinar.
—Entonces voy a recurrir al coronel.
—Mierda.
—Está muy feo que una profesora de lengua diga eso. ¿Qué pasa con el coronel?
—Hace años que está muerto. No importa. No pasa nada.
Ella le sonrió. El ritual se repetía con frecuencia. Cuando le tocaba cocinar a Harry, normalmente la invitaba a cenar fuera. Vio que estaba defraudada ante la perspectiva de un pollo frito para llevar, pero había demasiado en juego, demasiadas cosas en las que pensar.
Sylvia le puso una cara que le infundió ganas de confesar todas las cosas malas que había hecho en la vida. Aun así, sabía que no podía. Y ella también lo sabía.
—Hoy he humillado a un hombre.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque humilla a las mujeres.
—Todos los hombres hacen eso, Harry. ¿Qué le has hecho?
—Lo he tirado al suelo delante de su chica.
—Probablemente lo necesitaba.
—No quiero que vayas al juicio mañana. Seguramente Chandler me va a llamar al estrado, pero no quiero que estés allí. Va a ir mal.
Sylvia se quedó un momento en silencio.
—¿Por qué haces esto, Harry? ¿Por qué me cuentas todas estas cosas que haces y al mismo tiempo mantienes el resto en secreto? En algunas cosas tenemos mucha intimidad, pero en otras… Me hablas de un tío al que has tirado al suelo, pero no de ti. ¿Qué sé yo de ti, de tu pasado? Quiero que lleguemos a eso, Harry. Hemos de hacerlo o terminaremos humillándonos el uno al otro. Eso es lo que me pasó a mí antes.
Bosch asintió y bajó la cabeza. No sabía qué decir. Estaba demasiado preocupado con otras cavilaciones para meterse con eso.
—¿Quieres el extracrujiente? —preguntó al fin.
—Bueno.
Ella volvió a concentrarse en los trabajos de sus alumnos y Bosch salió a buscar la cena.
Después de que terminaron de cenar y ella volvió a la mesa del comedor, Bosch abrió el maletín en la cocina y sacó la carpeta azul del expediente del caso. Tenía una botella de Henry Weinhard en la mesa, pero no el tabaco. No fumaba dentro de la casa, al menos mientras ella estaba despierta.
Abrió la primera carpeta y dejó sobre la mesa las secciones de cada una de las once víctimas. Se levantó con la botella para poder mirarlas todas a la vez. Cada sección empezaba con una fotografía de los restos de la víctima, tal y como se habían hallado. Tenía delante once de esas fotos. Pensó en los casos y luego entró en el dormitorio y buscó en el traje que había llevado el día anterior. La fotografía polaroid de la rubia de hormigón seguía en el bolsillo.
Se la llevó a la cocina y la puso en la mesa junto con las otras. La número doce. Era una horripilante galería de cuerpos rotos y maltratados, maquillados de forma estridente para mostrar sonrisas falsas bajo unos ojos sin vida. Los cadáveres estaban desnudos, expuestos a la dura luz del fotógrafo de la policía.
Bosch vació la botella y continuó mirando. Leyó los nombres y las fechas de fallecimiento. Miró las caras. Todas las víctimas eran ángeles perdidos en la ciudad de la noche. No se fijó en que estaba entrando Sylvia hasta que fue demasiado tarde.
—Dios mío —dijo ella en un susurro cuando vio las fotos.
Dio un paso atrás. Llevaba el trabajo de uno de sus alumnos en la mano. Con la otra se había tapado la boca.
—Lo siento, Sylvia —dijo Bosch—. Debería haberte advertido para que no entraras.
—¿Ésas son las mujeres?
Bosch asintió.
—¿Qué estás haciendo?
—No estoy seguro. Trato de que ocurra algo, supongo. Pensaba que si las miraba todas otra vez podría hacerme una idea, averiguar qué está ocurriendo.
—Pero ¿cómo puedes mirarlas? Estabas ahí de pie, mirando.
—Tengo que hacerlo.
Ella se fijó en el papel que tenía en la mano.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Nada. Uf, iba a leerte algo que ha escrito una de mis alumnas.
—Léelo.
Bosch retrocedió hasta la pared y apagó la luz que colgaba sobre la mesa. Las fotos y Bosch quedaron sumidos en la oscuridad. Sylvia estaba de pie a la luz que se proyectaba desde el comedor.
—Adelante.
Ella levantó el papel y dijo:
—Ha escrito: «West prefiguró el fin del momento idílico de Los Ángeles. Vio la ciudad de ángeles convirtiéndose en una ciudad de desesperación, un lugar donde las ilusiones se hacían añicos bajo el peso de una multitud demente. Su libro fue el aviso». —Levantó la mirada—. Continúa, pero ésta era la parte que quería leerte. Es una estudiante de décimo grado que toma clases avanzadas, pero parece haber captado algo intenso aquí.
Harry admiró su ausencia de cinismo. Lo primero que pensó era que la chica se había copiado, ¿de dónde había sacado una palabra como «idílico»? Pero Sylvia veía más allá de eso. Ella veía la belleza en las cosas, él veía la oscuridad.
—Está bien —dijo Bosch.
—Es afroamericana. Viene en autobús. Es una de las más listas que tengo y me preocupa que viaje en autobús. Dice que el trayecto es de una hora y cuarto de ida y otro tanto de vuelta y que es entonces cuando lee lo que le mando. Pero me preocupo por ella. Parece muy sensible, tal vez demasiado.
—Dale tiempo y se le hará un callo en el corazón. Le pasa a todo el mundo.
—No, a todo el mundo, no, Harry. Eso es lo que me preocupa de ella.
Sylvia se quedó mirándolo en la oscuridad.
—Siento haberte interrumpido.
—Tú nunca me interrumpes, Sylvia. Siento haberlo traído a esta casa. Si quieres puedo irme y llevarlo a la mía.
—No, Harry, prefiero que te quedes aquí. ¿Te preparo café?
—No, estoy bien.
Ella volvió a la sala de estar y Bosch encendió de nuevo la luz para observar la galería de los horrores. Aunque en la muerte parecían iguales por el maquillaje que les había aplicado el asesino, las mujeres se encuadraban en numerosas categorías físicas según la raza, la altura, el color del pelo, etcétera.
Locke había dicho al equipo de investigación que eso significaba que el asesino era simplemente un depredador oportunista. No le preocupaba el aspecto físico, sólo la adquisición de una víctima a la que luego pudiera situar en su programa erótico. No le importaba que fueran negras o blancas siempre que pudiera secuestrarlas sin la menor dificultad. Estaba al final de la cadena trófica. Se movía en un nivel en el que las mujeres que encontraba ya eran víctimas mucho antes de que llegase a ellas. Eran mujeres que ya habían entregado sus cuerpos a las manos y los ojos exentos de amor de desconocidos. Estaban esperándole. Bosch sabía que la cuestión era si el Fabricante de Muñecas también continuaba al acecho.
Se sentó y sacó del bolsillo de la carpeta un mapa de West Los Angeles. Sus pliegues crujieron y se separaron en algunas secciones mientras lo desdoblaba y lo colocaba encima de las fotos. Los topos negros adhesivos que representaban los lugares en los que habían sido hallados los cadáveres seguían en su lugar. El nombre de la víctima y la fecha del descubrimiento estaban escritos junto a cada punto negro. Geográficamente, el equipo de investigación no había encontrado datos significativos hasta después de la muerte de Church. Los cadáveres se habían descubierto en lugares que se extendían desde Silverlake hasta Malibu. El Fabricante de Muñecas había sembrado todo el Westside. Aun así, en su mayor parte, los cadáveres se arracimaban en Silverlake y Hollywood, con sólo uno hallado en Malibu y otro en West Hollywood.
La rubia de hormigón había sido hallada más al sur de Hollywood que ninguno de los cadáveres anteriores. También era la única víctima que había sido sepultada. Locke había dicho que el lugar donde se abandonaba el cadáver se elegía por conveniencia. Después de la muerte de Church la hipótesis pareció confirmarse. Cuatro de los cuerpos habían sido abandonados en un radio de poco más de un kilómetro alrededor de su apartamento de Silverlake. Otros cuatro en el este de Hollywood, no demasiado lejos.
Las fechas no habían ayudado a la investigación. No existía ningún patrón. Inicialmente se apreció un patrón descendente en el descubrimiento de víctimas, después empezó a variar ampliamente. El Fabricante de Muñecas había tardado cinco semanas entre acción y acción, después dos, después tres. No servía de nada; los detectives del equipo de investigación simplemente se olvidaron de ello.
Bosch continuó. Empezó a leer la información que se había recopilado de cada víctima. La mayoría eran informes breves, dos o tres páginas de sus tristes vidas. Una de las mujeres que trabajaba en Hollywood Boulevard por la noche iba a una escuela de esteticistas de día. Otra había estado enviando dinero a Chihuahua, México, donde sus padres creían que tenía un buen empleo como guía de turismo en Disneyland. Había extrañas coincidencias entre algunas de las víctimas, pero no se sacó nada de ellas.
Tres de las putas del Boulevard iban al mismo ginecólogo para inyectarse semanalmente una medicación para tratar la gonorrea. Miembros del equipo de investigación lo pusieron bajo vigilancia tres semanas, pero una noche, mientras lo estaban vigilando, el verdadero Fabricante de Muñecas cogió a una prostituta en Sunset y su cadáver se encontró a la mañana siguiente en Silverlake.
Dos de las otras mujeres también compartían médico. El mismo cirujano plástico de Beverly Hills les había puesto implantes mamarios. El equipo de investigación se había concentrado en este descubrimiento, porque un cirujano plástico recrea imágenes de una forma bastante similar a la que usaba el Fabricante de Muñecas mediante el maquillaje. El hombre de la silicona, como lo llamaron los polis, también fue puesto bajo vigilancia. Pero nunca realizó ningún movimiento sospechoso; además, parecía la viva imagen de la felicidad doméstica con una esposa cuyas características físicas había esculpido a su gusto. Todavía lo estaban observando cuando Bosch recibió la llamada telefónica que condujo a la muerte de Norman Church.
Por lo que Bosch sabía, ninguno de los dos médicos llegó a enterarse de que había sido vigilado. En el libro que escribió Bremmer ambos aparecían identificados con seudónimos.
Bosch había revisado casi dos tercios del material cuando, al leer el expediente de Nicole Knapp, la séptima víctima, vio el patrón dentro del patrón. De algún modo antes se le había pasado. A todos. Al equipo de investigación, a Locke, a los medios. Habían puesto a todas las víctimas en el mismo lote. Una puta es una puta. Pero había diferencias. Algunas eran prostitutas de calle, otras acompañantes de lujo. Entre estos dos grupos había también bailarinas; una era una stripper de despedidas de soltero. Y dos se ganaban la vida en la industria de la pornografía —igual que la última víctima, Becky Kaminski— mientras hacían trabajos de prostitución cuyos servicios vendían por teléfono.
Bosch se llevó de la mesa los paquetes con las fotos de Nicole Knapp, la séptima víctima y de Shirleen Kemp, la undécima. Eran las dos actrices porno, conocidas en vídeo como Holly Lere y Heather Cumhither, respectivamente.
Después fue hojeando una de las carpetas hasta que encontró el paquete de la única superviviente, una mujer que había huido. Ella también era una actriz porno que anunciaba su teléfono para trabajar de prostituta. Se llamaba Georgia Stern. Su nombre en el mundo del vídeo era Velvet Box. Había ido al Star Motel de Hollywood para asistir a una cita concertada a través de la prensa sexual local. Cuando llegó, su cliente le pidió que se desnudara. Ella se dio la vuelta para hacerlo, ofreciendo una muestra de recato por si eso excitaba al cliente. Entonces vio que la cinta de cuero de su propio bolso le pasaba por encima de la cabeza y empezaba a estrangularla desde atrás. Se debatió, como probablemente lo habían hecho todas las víctimas, pero ella logró liberarse gracias a un codazo en las costillas del agresor que le permitió volverse y darle una patada en los genitales.
Salió corriendo de la habitación, desnuda, olvidando toda muestra de recato. Cuando la policía llegó, el agresor ya había huido. Pasaron tres días antes de que los informes sobre el incidente se filtraran al equipo de investigación. Para entonces la habitación del hotel se había usado decenas de veces, porque el Hollywood Star ofrecía tarifas por horas, y fue inútil buscar pruebas físicas.
Al leer de nuevo los informes Bosch comprendió por qué el retrato robot que un artista de la policía había realizado con la ayuda de Georgia Stern era tan distinto de la apariencia física de Norman Church.
Era otro hombre.
Una hora más tarde pasó la última página de una de las carpetas en la que había anotado una lista de números de teléfono y direcciones de los principales implicados en la investigación. Se acercó al teléfono de la pared y marcó el número del domicilio particular del doctor John Locke. Esperaba que el psicólogo no hubiera cambiado de número en cuatro años.
Locke contestó después de cinco timbrazos.
—Lo siento, doctor Locke, ya sé que es un poco tarde. Soy Harry Bosch.
—Harry, ¿cómo está? Lamento que no hayamos podido hablar hoy. No era la mejor circunstancia para usted, estoy seguro, pero…
—Sí, doctor, escuche, ha surgido algo. Está relacionado con el Fabricante de Muñecas. Tengo algunas cosas que quiero enseñarle y comentar. ¿Es posible que vaya a verle?
Se produjo un largo silencio antes de que Locke respondiera.
—¿Sería sobre este nuevo caso del que he leído en el periódico?
—Sí, eso y algunas cosas más.
—Bueno, veamos, son casi las diez. ¿Está seguro de que no puede esperar hasta mañana por la mañana?
—Mañana por la mañana estaré en el tribunal, doctor. Todo el día. Es importante. Apreciaría de verdad su tiempo. Llegaré antes de las once y me iré antes de las doce.
Como Locke no dijo nada, Harry se preguntó si el doctor de habla pausada le tenía miedo o simplemente no quería que un policía homicida entrara en su casa.
—Además —dijo Bosch para romper el silencio—, creo que le resultará interesante.
—De acuerdo —dijo Locke.
Después de preguntar la dirección, Harry guardó otra vez toda la documentación en dos carpetas. Sylvia entró en la cocina después de vacilar en la puerta hasta que estuvo segura de que las fotos no estaban a la vista.
—He oído que hablabas. ¿Vas a ir a su casa esta noche?
—Sí, ahora mismo. Está en Laurel Canyon.
—¿Qué pasa?
Bosch detuvo su movimiento apresurado. Tenía las dos carpetas bajo el brazo.
—Yo…, bueno, se nos pasó algo. Al equipo de investigación. La cagamos. Creo que siempre hubo dos, pero no lo vi hasta ahora.
—¿Dos asesinos?
—Eso creo. Quiero preguntarle a Locke.
—¿Vas a volver esta noche?
—No lo sé. Será tarde. Pensaba ir a mi casa, escuchar los mensajes y cambiarme de ropa.
—Este fin de semana no tiene buena pinta, ¿no?
—¿Qué? Ah, sí, Lone Pine, ya, bueno…
—No te preocupes. Pero me gustaría ir a tu casa mientras enseñan ésta.
—Claro.
Sylvia lo acompañó a la puerta y se la abrió. Le dijo que tuviera cuidado y que la llamara al día siguiente. Bosch le aseguró que lo haría. En el umbral se detuvo.
—Sabes que tenías razón —dijo.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que dijiste de los hombres.