Capítulo 12

Bosch tiró el cigarrillo en la fuente que formaba parte del monumento a los agentes caídos en acto de servicio y entró por las puertas de cristal que daban acceso al Parker Center. Mostró la placa a uno de los policías que había en el mostrador de la entrada y rodeó éste para ir a los ascensores. Había una línea roja pintada en el suelo de baldosas negras. A los visitantes que iban a la sala de la comisión de la policía les decían que tomaran esa ruta. También había una línea amarilla que llevaba a asuntos internos y una azul para los que querían presentarse a las pruebas para ser policías. Era tradición que los polis se pusieran alrededor de los ascensores sobre la línea amarilla, de manera que cualquier ciudadano que se dirigiera a asuntos internos, normalmente para presentar quejas, tenía que rodearlos. Esta maniobra solía ir acompañada de la mirada torva del poli al ciudadano.

Cada vez que Bosch esperaba un ascensor se acordaba de la broma en la que había participado cuando todavía estaba en la academia. Él y otro cadete habían entrado borrachos en el Parker Center a las cuatro de la mañana y habían escondido brochas y latas de pintura negra y amarilla en sus cazadoras. En una osada y rápida operación, su compañero había utilizado la pintura negra para borrar la línea amarilla del suelo de baldosas mientras Bosch pintaba una nueva línea amarilla que pasaba junto a los ascensores, recorría el pasillo y entraba en el baño de caballeros hasta los urinarios. La broma les había valido a ambos cadetes un estatus casi legendario en su clase, incluso entre los instructores.

Bosch bajó del ascensor en el tercer piso y caminó hasta la División de Robos y Homicidios. El lugar estaba vacío. La mayoría de los polis de la división trabajaban en un turno estricto de siete a tres. De este modo, el trabajo no interfería con todos los pluriempleos que habían acumulado. Los tíos de robos y homicidios eran la flor y nata del departamento y se llevaban los mejores chollos: hacer de chóferes de princesas saudíes de visita, trabajo de seguridad para jefes de estudios, guardaespaldas de jugadores de altos vuelos de Las Vegas; el Departamento de Policía de Las Vegas no permitía que su gente hiciera horas extra fuera, así que los agentes de Los Ángeles acaparaban los mejores empleos.

Cuando habían ascendido a Bosch a Robos y Homicidios todavía permanecían en activo algunos detectives de grado tres que habían trabajado para Howard Hughes. Habían hablado de la experiencia como si el trabajo en la división fuera eso, un medio para alcanzar un fin, una forma de conseguir empleo trabajando para algún multimillonario desquiciado que no necesitaba guardaespaldas porque nunca iba a ninguna parte.

Bosch caminó hasta el fondo de la sala y encendió uno de los ordenadores. Prendió un cigarrillo mientras el tubo del monitor se calentaba y sacó del bolsillo de la chaqueta el informe que le había dado Edgar. El informe no era nada. Nunca nadie lo había mirado, nadie lo había trabajado ni se había preocupado por él.

Se fijó en que Tom Cerrone había acudido personalmente a la comisaría de North Hollywood a fin de presentar la denuncia en el mostrador de información. Eso significaba que probablemente había sido escrito por un novato en periodo de prueba o por un veterano quemado al que le importaba una mierda. En cualquier caso, no lo habían tomado como lo que era: una manera de cubrirse las espaldas.

Cerrone decía que Kaminski era su compañera de piso. Según el breve resumen, dos días antes de que se presentara la denuncia le había dicho a Cerrone que iba a ir a una cita a ciegas, a encontrarse con un hombre cuyo nombre desconocía en el Hyatt de Sunset Strip y que esperaba que el tipo no fuera un asqueroso. Nunca volvió. Cerrone se preocupó y llamó a la poli. Se hizo la denuncia, ésta pasó por los detectives de North Hollywood sin levantar ninguna sospecha y fue enviada a personas desaparecidas, en el centro, donde cuatro detectives se ocupaban de encontrar a las sesenta personas cuya desaparición se denunciaba en la ciudad cada semana.

En realidad, la denuncia fue puesta en una pila junto a otras similares y nadie volvió a mirarla hasta que Edgar y su compañero, Morg, la encontraron. Nada de eso preocupaba a Bosch, aunque cualquiera que pasara dos minutos leyendo la denuncia debería saber que Cerrone no era quien decía ser. De todos modos, Bosch suponía que Kaminski estaba muerta y sepultada en hormigón mucho antes de que se presentara la denuncia, de manera que nadie podía haber hecho nada.

Escribió el nombre de Thomas Cerrone en el ordenador y llevó a cabo una búsqueda en la red de información del Departamento de Justicia de California. Como esperaba, obtuvo una ficha. El informe del ordenador sobre Cerrone decía que éste tenía cuarenta años de edad, mostraba que había sido detenido nueve veces en otros tantos años por solicitar los servicios de una prostituta y otras dos por alcahuetería.

Era un macarra, el macarra de Kaminski. Bosch se fijó en que Cerrone estaba cumpliendo una condicional de treinta y seis meses por su última condena. Sacó su agenda de teléfonos negra y rodó sobre la silla hasta un escritorio que disponía de teléfono. Marcó el número permanente del departamento de condicionales y le dio a la empleada que le atendió el nombre de Cerrone y el número de su ficha. Ella le proporcionó la dirección actual de Cerrone. El macarra había ido a menos, de Studio City a Van Nuys, desde que Kaminski había acudido al Hyatt para no volver.

Después de colgar, pensó en llamar a Sylvia y se preguntó si debería decirle que probablemente Chandler iba a llamarlo a declarar al día siguiente. No estaba seguro de querer que ella estuviera presente para ver cómo Chandler lo acorralaba en el estrado de los testigos. Decidió no llamar.

La dirección de la casa de Cerrone correspondía a un apartamento en Sepulveda Boulevard, en una zona donde las prostitutas no eran demasiado discretas acerca de la forma en que conseguían clientes. Todavía era de día y Bosch contó cuatro mujeres jóvenes en un trayecto de sólo dos travesías. Llevaban tops y shorts minúsculos. Cuando pasaba un coche extendían el pulgar como si fueran autostopistas. Pero estaba claro que sólo estaban interesadas en dar una vuelta a la manzana, hasta el aparcamiento donde podían llevar a cabo su negocio.

Bosch detuvo el Caprice al otro lado de los apartamentos Van-Aire, donde vivía Cerrone, o al menos eso era lo que había dicho a los agentes de la condicional. Un par de los números de la dirección se habían caído de la fachada, pero ésta todavía podía leerse porque la contaminación había dejado el resto de la pared de un color beis oscuro. El lugar necesitaba una capa de pintura, nuevas pantallas, algo de masilla para llenar las grietas de la fachada y probablemente nuevos inquilinos.

En realidad, lo que hacía falta era demolerlo, empezar de nuevo. Eso pensó Bosch mientras cruzaba la calle. El nombre de Cerrone estaba en la lista de residentes del lateral de la puerta de seguridad, pero nadie contestó al timbre en el apartamento seis. Bosch encendió un cigarrillo y decidió quedarse un rato. Contó veinticuatro unidades en la lista de residentes. Eran las seis en punto, la hora en que la gente volvía a casa para cenar. Alguien llegaría.

Se alejó de la puerta y volvió a la acera. Había pintadas en la acera, todas en color negro, con el nombre de la banda local. También había una pintada en letras mayúsculas que decía: «¿Seras tu el prosimo Roddy King?». Harry se preguntó cómo alguien podía escribir mal un nombre que se había oído y escrito tantísimas veces.

Una mujer y dos niños pequeños salieron de la puerta de rejas de aluminio del otro lado. Bosch calculó el paso para llegar a la puerta justo cuando ella la abría.

—¿Ha visto por aquí a Tommy Cerrone? —preguntó al pasar a su lado.

La mujer estaba demasiado ocupada con los niños para responder. Bosch entró en el patio para orientarse y buscar una puerta con el número seis, el apartamento de Cerrone. Había grafitos en el suelo de cemento del patio con la insignia de una banda que Bosch no conocía. Encontró el número seis en la primera planta de la parte de atrás. Junto a la puerta había una barbacoa japonesa oxidada y también una bicicleta de niño con ruedecitas aparcada bajo la ventana delantera.

La bicicleta no encajaba. Bosch trató de mirar al interior, pero las cortinas estaban corridas, dejando una banda de oscuridad de tres dedos detrás de la cual no podía ver nada. Llamó a la puerta y, como de costumbre, se colocó a un lado. Abrió una mujer mexicana con lo que parecía una barriga de ocho meses bajo la bata rosa.

Detrás de la mujercilla, Bosch vio a un niño sentado en la sala ante un televisor en blanco y negro que tenía sintonizado un canal en castellano.

—Hola —dijo Bosch en castellano—. ¿Señor Tom Cerrone aquí?

La mujer lo miró con ojos asustados. Pareció cerrarse en su caparazón como para empequeñecer a ojos de Bosch. Los brazos que tenía a los costados se cerraron sobre su barriga.

—No migra —dijo Bosch—. Policía. ¿Tomás Cerrone aquí?

Ella negó con la cabeza y empezó a cerrar la puerta. Bosch estiró el brazo para impedirlo. En su pobre español le preguntó si conocía a Cerrone y sabía dónde estaba. Ella dijo que sólo venía una vez a la semana para recoger el correo y cobrar el alquiler. Retrocedió un paso e hizo un gesto hacia la mesa de juego donde había una pequeña pila de correo. Bosch vio una factura de American Express encima. De la tarjeta oro.

—¿Teléfono? Necesidad urgente.

Ella bajó la mirada y la vacilación le sirvió a Bosch para saber que tenía teléfono.

—Por favor.

La mujer le pidió que esperara y se alejó del umbral. Mientras la mujer estuvo ausente el niño que estaba sentado a tres metros de él apartó la mirada de la pantalla —Bosch vio que estaban dando un concurso— y lo miró. Bosch se sintió incómodo y volvió hacia el patio. Cuando volvió a mirar el niño estaba sonriendo. Tenía la mano levantada y estaba apuntando a Bosch con un dedo. Imitó el sonido de un disparo y se rió. La madre reapareció con un trozo de papel. Había escrito el número de un teléfono de la ciudad, nada más.

Bosch lo copió en una libretita que llevaba y le dijo que iba a llevarse el correo. La mujer se volvió y miró la mesa de juego como si la respuesta a lo que debería hacer estuviera encima de las cartas. Bosch le dijo que no se preocupara y ella finalmente le tendió la pila de correspondencia. Otra vez tenía expresión aterrorizada.

Bosch retrocedió y estaba a punto de irse cuando se volvió para mirar a la mujer. Le preguntó cuánto era el alquiler y ella le dijo que cien dólares por semana. Bosch asintió y se alejó.

En la calle caminó hasta un teléfono público situado enfrente del siguiente complejo de apartamentos. Llamó al centro de comunicaciones, le proporcionó a la operadora el número de teléfono que acababa de obtener y dijo que necesitaba una dirección. Mientras esperaba pensó en la mujer embarazada y se preguntó por qué se quedaba. ¿Podían ser peores las cosas en la ciudad mexicana de la que había venido? Sabía que a muchos les costaba tanto llegar que no se planteaban volver.

Mientras revisaba el correo de Cerrone se le acercó una de las autostopistas. Llevaba un top naranja encima de los pechos aumentados quirúrgicamente y se había recortado tanto los tejanos que asomaban los bolsillos blancos. En uno de ellos, Bosch vio la forma característica de un preservativo. La mujer tenía el aspecto cansado y descarnado de quien haría cualquier cosa en cualquier momento y lugar para comprar una dosis. Teniendo en cuenta su apariencia deteriorada, Bosch no le daba más de veinte años. Para sorpresa de Bosch, dijo:

—Hola, cariño, ¿estás buscando una cita?

Bosch sonrió.

—Vas a tener que ir con más cuidado si no quieres acabar en comisaría.

—Oh, mierda —dijo ella, y se volvió para alejarse.

—Espera un momento, espera un momento. ¿No te conozco? Sí, te conozco. Eres… ¿cómo te llamas, niña?

—Oye tío, no voy a hablar contigo ni te voy a hacer una mamada, así que me voy.

—Espera. Espera. Yo no quiero nada. Sólo pensaba que nos conocemos. ¿No eres una de las chicas de Tommy Cerrone? Sí, de eso te conozco.

La mención del nombre hizo que la joven frenara el paso. Bosch dejó el teléfono colgando del cable y corrió a atraparla. La chica se detuvo.

—Oye, yo ya no estoy con Tommy, ¿vale? Tengo que ir a trabajar.

La chica se volvió y sacó el pulgar cuando empezó a llegar tráfico del sur.

—Un momento, sólo dime una cosa. Dime dónde está Tommy ahora. Tengo que verlo.

—¿Para qué? No sé dónde está.

—Por una chica. ¿Te acuerdas de Becky? Hace un par de años. Rubia, le gustaba el lápiz de labios rojo, tenía un par como las tuyas. A lo mejor usaba el nombre de Maggie. Quiero encontrarla y trabajaba para Tom. ¿Te acuerdas de ella?

—Yo ni siquiera estaba aquí hace un par de años. Y no he visto a Tommy desde hace cuatro meses. Y mientes más que hablas.

La chica se alejó.

—Veinte pavos —gritó Bosch a su espalda.

Ella se detuvo y volvió.

—¿Por qué?

—Por una dirección. No miento. Quiero hablar con él.

—Bueno, dámelos.

Bosch sacó el dinero de la cartera y se lo dio a la chica. Se le pasó por la cabeza que los de antivicio de Van Nuys podían estar cerca y preguntándose por qué le daba un billete de veinte a una puta.

—Prueba en el Grandview —dijo ella—. No sé el número ni nada, pero está en el piso. No puedes decir que te he enviado yo. Me mataría.

La chica se alejó mientras se guardaba el billete en uno de los bolsillos aleteantes. No tenía que preguntarle dónde estaba el Grandview. Vio que la chica se metía entre dos edificios y desaparecía, probablemente para conseguir una piedra. Se preguntó si le había dicho la verdad y por qué le había dado dinero a ella y no a la mujer del apartamento seis. La operadora de la policía ya había colgado cuando Bosch llegó al teléfono público.

Bosch marcó de nuevo y preguntó por ella y la operadora le dio la dirección que correspondía al número de teléfono. Suite P-1 de los apartamentos Grandview de Sherman Oaks, en Sepulveda. Acababa de gastarse veinte dólares en crack. Colgó.

En el coche terminó de mirar la correspondencia de Cerrone. La mitad era publicidad, el resto facturas de tarjeta de crédito y propaganda de los candidatos republicanos. También había una tarjeta postal de invitación al banquete de los premios del Sindicato de Actores de Películas para Adultos que iba a celebrarse en Reseda la semana siguiente.

Bosch abrió la factura de American Express. La ilegalidad de su acto no le preocupaba en lo más mínimo. Cerrone era un delincuente que estaba mintiendo a su agente de la condicional. No iba a presentar ninguna denuncia. El macarra debía 1 855,05 dólares a American Express ese mes. La factura tenía dos páginas y Bosch reparó en que había comprado dos billetes de avión a Las Vegas y en que había tres cargos de Victoria’s Secret. Bosch había ojeado el catálogo de la marca en alguna ocasión en la casa de Sylvia. Cerrone había comprado por correo lencería por un importe de casi cuatrocientos dólares. El alquiler que la pobre mujer pagaba por el apartamento de Cerrone servía básicamente para financiar las facturas de lencería de las putas de Cerrone. Bosch sintió rabia, pero tuvo una idea. Los apartamentos Grandview eran el ideal último de California. El edificio, construido junto a unos grandes almacenes, permitía a sus inquilinos acceder directamente al centro comercial desde su apartamento, eliminando de este modo el que hasta este momento es el terreno propicio para toda la cultura e interacción del sur de California: el coche. Bosch aparcó en el garaje del centro comercial y accedió al vestíbulo exterior a través de la entrada trasera. Era todo de mármol italiano, con un gran piano en el centro que tocaba solo. Bosch reconoció la canción. Era un estándar de Cab Calloway: Everybody That Comes to My Place Has to Eat.

Había una lista de vecinos y un teléfono en la pared, junto a la puerta de seguridad que conducía a los ascensores. El nombre que había junto al P-1 era Kuntz. Bosch supuso que era una broma privada. Levantó el teléfono y pulsó el botón. Contestó una mujer.

—UPS. Traigo un paquete.

—Ah —dijo ella—. ¿De quién?

—Um —musitó—. No entiendo la letra. Víctor Secret o algo así.

—Oh —dijo ella, y Bosch la escuchó reír—. ¿Tengo que firmar?

—Sí, señora, necesito la firma.

En lugar de abrirle la puerta, la mujer dijo que bajaba. Bosch se quedó esperando junto a la puerta de cristal durante dos minutos, hasta que se dio cuenta de que la trampa no iba a funcionar. Estaba allí de pie con traje y no tenía ningún paquete en la mano. Volvió la espalda al ascensor justo cuando las puertas cromadas comenzaban a separarse.

Dio un paso hacia el piano y miró hacia abajo como si estuviera fascinado por él y no reparara en la llegada del ascensor. Oyó que la puerta de seguridad empezaba a abrirse tras él y se volvió.

—¿Es usted de UPS?

La chica era rubia y despampanante incluso con vaqueros gastados y una camisa Oxford azul pálido. Cuando sus miradas se encontraron Bosch supo al instante que ella se había dado cuenta de la trampa. De inmediato trató de cerrar la puerta, pero Bosch llegó a tiempo y se metió en el ascensor.

—¿Qué está haciendo? Voy…

Bosch le tapó la boca porque pensó que estaba a punto de gritar. El hecho de que le cubriera la mitad de la cara incrementó la expresión de pánico de sus ojos. A Bosch ya no le parecía tan despampanante.

—No pasa nada. No voy a hacerte daño, sólo quiero hablar con Tommy. Vamos a subir.

Retiró lentamente la mano y la chica no gritó.

—Tommy no está aquí —dijo ella en un susurro, como una señal de cooperación.

—Entonces lo esperaremos.

La empujó suavemente hacia el ascensor y apretó el botón.

La chica no había mentido, Cerrone no estaba. Pero Bosch no tuvo que esperar demasiado. Apenas tuvo tiempo de fijarse en los opulentos muebles del apartamento loft de dos habitaciones y dos baños con jardín privado en la terraza.

Cerrone entró por la puerta principal con la revista Racing Forum en la mano justo cuando Bosch se metía en la sala desde la terraza que daba a Sepulveda y a la atestada autovía de Ventura.

Cerrone inicialmente sonrió a Bosch, pero de pronto la cara se le puso blanca. A Bosch le pasaba a menudo con los sinvergüenzas. Creía que era porque los sinvergüenzas frecuentemente pensaban que lo reconocían. Y era cierto, probablemente lo hacían. La imagen de Bosch había estado en los periódicos y en la tele varias veces en los últimos años, esa misma semana sin ir más lejos. Harry pensaba que la mayoría de los sinvergüenzas que leían los periódicos o veían la televisión miraban con atención las imágenes de los polis. Probablemente pensaban que eso les daba una ventaja adicional, alguien a quien buscar. Pero en lugar de eso creaba una sensación de familiaridad. Cerrone había sonreído como si Bosch fuera un viejo amigo y luego se había dado cuenta de que probablemente era el enemigo, un poli.

—Eso es —dijo Bosch.

—Tommy me ha obligado —dijo la chica—. Ha llamado al…

—Cállate —espetó Cerrone. Después le dijo a Bosch—: Si tuvieras una orden no habrías venido solo, si no tienes orden saca el culo de aquí.

—Muy observador —dijo Bosch—. Siéntate, voy a hacerte unas preguntas.

—Vete a la mierda, tú y tus preguntas. Largo.

Bosch se sentó en un sofá de cuero negro y sacó los cigarrillos.

—Tom, si me voy, es para ir a ver a tu agente de la condicional y pedirle que te la revoque por esa trampita con la dirección. Al departamento de la condicional no le hace ninguna gracia que los convictos le digan que viven en un sitio cuando en realidad viven en otro. Especialmente cuando uno es un cuchitril y el otro es el Grandview.

Cerrone le tiró la revista a la chica.

—¿Ves? —dijo—. ¿Ves la mierda en la que me metes?

Ella sabía que no le convenía responder. Cerrone dobló los brazos y se quedó de pie en la sala. Era un tipo corpulento que se había convertido en gordo. Demasiadas tardes en Hollywood o Del Mar, tomando cócteles.

—¿Qué quieres?

—Quiero que me hables de Becky Kaminski.

Cerrone pareció desconcertado.

—¿Recuerdas?, Magna Cum Loudly, la rubia con las tetas que probablemente tú le agrandaste. La estabas haciendo subir en el negocio de los vídeos, hacía de puta de lujo y luego desapareció.

—¿Qué pasa con ella? Eso fue hace mucho tiempo.

—Veintidós meses y tres días, me han dicho.

—¿Y qué? Ha vuelto y está tirándome mierda, no me importa. Llévalo a un fiscal, tío. Ya veremos…

Bosch saltó del sofá y le abofeteó en la cara, después lo empujó y Cerrone cayó al suelo después de tropezar con una silla de piel negra. La mirada del macarra buscó de inmediato a la chica, con lo cual Bosch supo que tenía control absoluto de la situación. El poder de la humillación a veces era más imponente que una pistola en la sien. Cerrone se había puesto colorado.

La bofetada le ardía. Bosch se dobló sobre el tipo.

—No ha vuelto y lo sabes. Está muerta y tú lo sabías cuando denunciaste la desaparición. Simplemente te estabas cubriendo el culo. Quiero que me cuentes cómo lo supiste.

—Oye tío, yo no tengo que…

—¿Sabías que no iba a volver? ¿Cómo?

—Era una corazonada. No volvió en un par de días.

—Los tíos como tú no vais a la poli por una corazonada. A los tipos como tú les destrozan la casa y no van a la poli. Como he dicho, sólo te estabas cubriendo el culo. No querías que te acusaran porque sabías que no iba a volver.

—Vale, vale, era más que una corazonada. Era por el tipo. Nunca lo vi, pero su voz y algunas cosas que dijo me eran familiares. Joder, caí en la cuenta después, cuando no volvió. Recordé que antes le había enviado a otra chica y apareció muerta.

—¿Quién?

—Holly Lere. No me acuerdo de su nombre real.

Bosch sí. Holly Lere era el nombre que Nicole Knapp utilizaba en el mundo del porno. La séptima víctima del Fabricante de Muñecas. Se sentó otra vez en el sofá y se puso un cigarrillo en la boca.

—Tommy —dijo la chica—, está fumando.

—Cierra la puta boca —gritó el macarra.

—Bueno, dices que no se puede fumar salvo en el…

—¡Calla de una puta vez!

—Nicole Knapp —dijo Bosch.

—Sí, eso es.

—¿Sabes que la poli dijo que la mató el Fabricante de Muñecas?

—Sí, y siempre lo creí hasta que Becky desapareció y me acordé de ese tipo y lo que dijo.

—Pero no se lo contaste a nadie. No llamaste a la poli.

—Tú lo has dicho, los tipos como yo no llaman.

Bosch asintió.

—¿Qué dijo? El que llamaba, ¿qué dijo?

—Dijo: «Esta noche tengo una necesidad especial». Las dos veces. Así. Dijo lo mismo las dos veces. Y tenía una voz extraña. Era como si estuviera hablando entre dientes.

—Y la enviaste.

—No caí en la cuenta hasta después, cuando no volvió. Oye, tío, presenté una denuncia. Les dije a la poli a qué hotel la mandé y nunca hicieron nada. No soy el único culpable. Mierda, los polis dijeron que habían cogido a ese tipo, que estaba muerto. Pensaba que era seguro.

—¿Seguro para ti o para las chicas que ponías en la calle?

—Mira, ¿crees que la habría mandado de haberlo sabido? Había invertido mucho en ella, tío.

—Estoy seguro.

Bosch miró a la rubia y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que se pareciera a la prostituta a la que le había dado veinte dólares en la calle. Suponía que todas las chicas de Cerrone acababan levantando el dedo en la calle. O muertas. Volvió a mirar a Cerrone.

—¿Rebecca fumaba?

—¿Qué?

—Que si fumaba. Vivías con ella, deberías saberlo.

—No, no fumaba. Es un vicio asqueroso.

Cerrone miró a la rubia de manera desafiante. Bosch tiró el cigarrillo en la alfombra blanca y lo pisó al levantarse. Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo después de abrirla.

—¿Cerrone, la mujer de ese cuchitril donde recibes la correspondencia?

—¿Qué pasa con ella?

—Ya no paga alquiler.

Cerrone se levantó de un salto, recuperando parte de su orgullo.

—Estoy diciendo que no va a volver a pagarte alquiler. Voy a ir a verla de cuando en cuando. Si te paga alquiler, tu agente de la condicional recibirá una llamada y tu fraude se va a la mierda. Te quitarán la condicional y cumplirás la condena. Es duro llevar un servicio de putas por teléfono desde la prisión del condado. Solamente hay dos teléfonos en cada planta y los hermanos controlan quién lo usa y durante cuánto tiempo. Supongo que tendrías que repartir el pastel con ellos.

Cerrone se limitó a mirarlo con las sienes latiendo de ira.

—Y será mejor que ella esté allí cuando yo pase —dijo Bosch—. Si me entero de que ha vuelto a México te culparé y haré la llamada. Si me entero de que se ha comprado un condominio, haré la llamada. Será mejor que esté allí.

—Eso es extorsión —dijo Cerrone.

—No, capullo, eso es justicia.

Bosch dejó la puerta abierta. En el pasillo, mientras esperaba el ascensor oyó que Cerrone volvía a gritar.

—¡Cierra la puta boca!