7

El trabajo en la ciudad de huesos sólo duró dos días. Como había previsto Kohl, la mayoría de las piezas del esqueleto habían sido localizadas y extraídas del área situada bajo las acacias al final del primer día. Se habían encontrado otros huesos en los matorrales cercanos desperdigados de forma que sugería el desenterramiento por parte de animales. El viernes regresó el equipo de búsqueda y excavación, pero no se encontraron más huesos en toda una jornada de búsqueda por parte de un nuevo grupo de cadetes y tras la excavación de los principales cuadrados de la retícula. Las sondas de vapor y las excavaciones de muestra en todos los cuadrados restantes no dieron como resultado ningún hueso ni indicación alguna de que otros cuerpos hubieran sido sepultados bajo las acacias.

Kohl calculó que se había recuperado el sesenta por ciento del esqueleto. A recomendación suya y con la aprobación de Teresa Corazon, la excavación y la búsqueda se suspendió al anochecer del viernes en espera de nuevos acontecimientos.

Bosch no protestó. Sabía que obtendrían resultados muy limitados a cambio de un gran esfuerzo y confió en los expertos. Además, se sentía ansioso por empezar con la investigación e identificación de los huesos, tareas que estaban muy atascadas puesto que él y Edgar habían trabajado exclusivamente en Wonderland Avenue durante los dos días, supervisando la recogida de pruebas, haciendo una batida de entrevistas en el barrio y escribiendo los informes iniciales del caso. Todo ello formaba parte de una labor necesaria, pero Bosch quería seguir adelante.

El sábado por la mañana él y Edgar se encontraron en el vestíbulo de la oficina del forense y le dijeron al recepcionista que tenían una cita con el doctor William Golliher, el antropólogo forense de la UCLA que colaboraba con la policía de Los Ángeles.

—Los está esperando en la suite A —dijo el recepcionista después de confirmarlo mediante una llamada—. ¿Conocen el camino?

Bosch asintió y les abrieron la puerta. Tomaron un ascensor al sótano y en cuanto éste se abrió los recibió el olor de la planta de autopsias. Era una mezcla de productos químicos y podredumbre única en el mundo. Edgar se puso de inmediato una mascarilla descartable. Bosch no se molestó.

—Deberías ponértela, Harry —dijo Edgar mientras recorrían el pasillo—. ¿Sabes que los olores son partículas?

Bosch lo miró.

—Gracias, Jerry.

Tuvieron que detenerse en el pasillo cuando sacaron una camilla de la sala de autopsias. La camilla llevaba un cadáver envuelto en plástico.

—Harry, ¿te has fijado en que los envuelven igual que los burritos de Taco Bell?

Bosch levantó el mentón hacia el hombre que empujaba la camilla.

—Por eso no como burritos.

—¿En serio?

Bosch siguió caminando sin contestar.

La suite A era una sala de autopsias que Teresa Corazon se reservaba para las contadas ocasiones en que abandonaba las tareas administrativas propias de su cargo de forense jefe y llevaba a cabo una autopsia. Puesto que inicialmente el caso había cosechado su atención, al parecer había autorizado a Golliher a utilizar su suite. Corazon no había vuelto a la escena del crimen de Wonderland Avenue después del incidente con el retrete portátil.

Edgar y Bosch empujaron las puertas dobles de la suite y los recibió un hombre vestido con vaqueros y camisa hawaiana.

—Por favor, llámenme Bill —dijo Golliher—. Supongo que han sido dos días muy largos.

—Ni que lo diga —comentó Edgar.

Golliher asintió de manera amistosa. Rondaba la cincuentena, tenía el cabello y los ojos oscuros y actitud amable. Los invitó a pasar a la mesa de autopsias que estaba situada en el centro de la sala. Los huesos que habían sido recogidos de debajo de las acacias estaban distribuidos por la superficie de acero inoxidable.

—Bueno, permítanme que les explique lo que tenemos aquí —dijo Golliher—. Mientras el equipo de campo ha ido recopilando pruebas, yo he estado aquí examinando las piezas, haciendo radiografías y en general tratando de montar este puzle.

Bosch se acercó a la mesa de acero inoxidable. Los huesos estaban colocados en su lugar correspondiente, formando un esqueleto parcial. Las piezas faltantes más evidentes eran los huesos del brazo y pierna izquierdos y la mandíbula inferior. Se supuso que éstas eran las piezas que habían sido desenterradas antes y llevadas a un lugar más distante por parte de los animales que habían hurgado en la sepultura poco profunda.

Todos los huesos estaban etiquetados, los más grandes con adhesivos y los más pequeños mediante etiquetas con cuerda. Bosch sabía que las anotaciones de esas etiquetas eran códigos que indicaban la localización de cada hueso en la cuadrícula que Kohl había trazado el primer día de la excavación.

—Los huesos pueden decirnos mucho de cómo una persona vivió y murió —dijo Golliher con gravedad—. En casos de maltrato a menores, los huesos no mienten y se convierten en nuestra prueba final.

Bosch miró a Golliher y observó que sus ojos no eran oscuros. En realidad eran azules, pero estaban hundidos y le daban cierta expresión de angustia. El antropólogo estaba mirando más allá de Bosch, a los huesos dispuestos sobre la mesa. Al cabo de un momento salió de su ensueño y se fijó en Bosch.

—Déjenme que les cuente que aprendemos mucho de los huesos y objetos recuperados —dijo—. Pero tengo que decirles que me han consultado en muchos casos, y éste me deja anonadado. Estaba mirando esos huesos y tomando notas y al mirar mi libreta vi que estaba manchada. Estaba llorando. Estaba llorando y ni siquiera me había dado cuenta.

Golliher miró los huesos esparcidos con una mirada de ternura y compasión. Bosch sabía que el antropólogo estaba viendo a la persona que alguna vez estuvo allí.

—Éste es un mal caso, chicos. Muy malo.

—Entonces díganos lo que ha averiguado para que podamos empezar con nuestro trabajo. —Bosch lo dijo en una voz que sonó como un susurro reverencial.

Golliher asintió y se estiró hacia un mostrador que tenía detrás para coger una libreta de espiral.

—De acuerdo —dijo Golliher—. Empecemos con lo básico. Algunas cosas puede que ya las conozcan, pero voy a desvelarles todos mis descubrimientos, si no les importa.

—No nos importa —dijo Bosch.

—Bien. Vamos allá. Lo que tenemos aquí son los restos de un varón joven caucasoide. Las comparaciones con los índices de crecimiento de Maresh indican que tiene unos diez años. Sin embargo, como enseguida veremos, este niño fue víctima de maltrato físico severo y prolongado. Histológicamente, las víctimas de abuso crónico suelen sufrir lo que se conoce como disrupción del crecimiento. Esta atrofia relacionada con el maltrato sesga la estimación de edad. Lo que normalmente encontramos es un esqueleto que parece más joven de lo que es. Lo que quiero decirles es que este niño aparenta diez años, pero probablemente tenía doce o trece.

Bosch miró a Edgar. Estaba de pie con los brazos plegados fuertemente sobre el pecho, como si se estuviera abrazando a sí mismo ante lo que sabía que le esperaba. Bosch sacó una libreta del bolsillo de la americana y empezó a tomar notas en taquigrafía.

—La fecha de la muerte —dijo Golliher—. Es una cuestión difícil. Las pruebas radiológicas distan mucho de ser precisas en este sentido. Tenemos la moneda, que nos da la fecha aproximada de mil novecientos setenta y cinco. Eso nos ayuda. Calculo que este chico ha permanecido enterrado entre veinte y veinticinco años. Este lapso me cuadra y además existen pruebas quirúrgicas de las que hablaremos enseguida que apoyan esta estimación.

—Así que tenemos a un niño de entre diez y trece años asesinado hace veinte o veinticinco años —resumió Edgar, con una nota de frustración en su voz.

—Sé que le estoy dando un amplio conjunto de parámetros, detective —dijo Golliher—. Pero por el momento es lo mejor que la ciencia puede hacer por ustedes.

—No es culpa suya, doctor.

Bosch lo anotó todo. A pesar de la amplitud de la estimación, seguía siendo de importancia vital para la investigación establecer un marco temporal. El cálculo de Golliher situaba el momento de la muerte a finales de los setenta o principios de los ochenta. Bosch pensó por un momento en cómo era Laurel Canyon en esa época: un enclave rústico y de moda, en parte bohemio y en parte de clase alta, con traficantes y consumidores de cocaína, proveedores de pornografía y hedonistas quemados del rock and roll en casi todas las calles. ¿La muerte de un niño podía formar parte de ese cóctel?

—La causa de la muerte —dijo Golliher—. Miren, mejor dejemos la causa de la muerte para el final. Quiero empezar con las extremidades y el torso, para que se formen una idea de lo que este niño tuvo que soportar en su corta vida.

La mirada del antropólogo se clavó en Bosch por un momento antes de regresar a los huesos. Bosch respiró hondo, lo que le provocó un dolor agudo en las costillas. Sabía que el miedo que había sentido desde el momento en que miró los pequeños huesos en la colina iba a concretarse. Por instinto había sabido desde el principio que todo acabaría así, que una historia de horror emergería del suelo removido.

Bosch empezó a garabatear en la libreta, clavando el boli con fuerza en el papel mientras Golliher continuaba.

—En primer lugar, sólo tenemos un sesenta por ciento de los huesos —dijo—. Pero aun así tenemos pruebas incontrovertibles de un tremendo trauma esquelético y maltrato crónico. Desconozco cuál es su grado de experiencia antropológica, pero supondré que la mayoría de esto es nuevo para ustedes. Empezaré por lo básico. Los huesos se curan a sí mismos, caballeros. Y es a través del estudio de la regeneración del hueso que podemos establecer la historia del maltrato. En estos huesos hay múltiples lesiones en distintos estados de curación. Hay fracturas viejas y nuevas. Sólo tenemos dos de las cuatro extremidades, pero ambas muestran múltiples ejemplos de traumatismo. En resumen, este chico pasó la mayor parte de su vida curándose o resultando herido.

Bosch miró la libreta y vio que sostenía el bolígrafo con tanta fuerza que los nudillos se le estaban poniendo blancos.

—Tendrán un informe escrito el lunes, pero por ahora, si quieren una cifra, les diré que he encontrado cuarenta y cuatro localizaciones distintas que indican traumatismos en varios estados de curación. Y esto eran sólo los huesos, detectives. No sabemos los daños que se infligieron a los órganos vitales y los tejidos. Pero sin duda este niño vivió probablemente casi todos los días de su vida con mucho dolor.

Bosch anotó la cifra en la libreta. Parecía un gesto sin sentido.

—En primer lugar, las heridas que he catalogado pueden apreciarse en las resonancias por lesiones subperiósticas —dijo Golliher—. Estas lesiones son finas capas de hueso nuevo que crece bajo la superficie en el área del trauma o la hemorragia.

—Subperi… ¿Cómo se escribe eso? —preguntó Bosch.

—¿Y eso qué importa? Estará en el informe.

Bosch asintió.

—Eche una mirada a esto —dijo Golliher.

Golliher fue a la máquina de rayos X situada en la pared y encendió la luz. Ya había película en la máquina. Se veía la radiografía de un hueso largo y delgado. El antropólogo pasó el dedo por la cabeza del hueso, señalando una ligera demarcación de color.

—Éste es el único fémur que recogimos —dijo—. El hueso del muslo. Esta línea de aquí, donde cambia el color, es una de las lesiones. Esto significa que esta área (el muslo del chico) había sufrido un fuerte golpe en las semanas previas a su muerte. Un golpe por aplastamiento. No le rompió el hueso, pero lo dañó. Este tipo de herida sin duda habría causado un hematoma y creo que afectaría al niño al caminar. Lo que estoy diciendo es que no pudo pasar desapercibido.

Bosch se adelantó para estudiar la radiografía. Edgar permaneció en su lugar. Cuando Bosch terminó de mirar, Golliher sacó la radiografía y puso otras tres, cubriendo todo el aparato.

—También tenemos esquirlas periósticas en las dos extremidades recuperadas. Se trata del desgarro de la superficie del hueso, que se aprecia sobre todo en casos de maltrato infantil, cuando la mano del adulto u otro instrumento golpea el miembro violentamente. Los patrones de recuperación de estos huesos muestran que este trauma en concreto ocurrió repetidamente y durante años a este niño.

Golliher hizo una pausa para revisar sus notas, luego centró la atención en los huesos de la mesa. Cogió el hueso de la parte superior del brazo y lo sostuvo mientras consultaba sus notas y hablaba. Bosch se fijó en que no llevaba guantes.

—Es el húmero —dijo Golliher—. El húmero derecho muestra dos fracturas separadas y curadas. Las roturas son longitudinales. Esto nos dice que las fracturas son el resultado de retorcer el brazo con gran fuerza. Le pasó una vez y luego otra.

Golliher dejó el húmero y cogió uno de los huesos del antebrazo.

—El cúbito muestra una fractura latitudinal curada. La rotura causó una leve desviación en la posición del hueso. Esto ocurrió porque se dejó que el hueso sanara en su lugar después de la fractura.

—¿Quiere decir que no lo enyesaron? —preguntó Edgar—. ¿No lo llevaron a un médico o a una sala de urgencias?

—Exactamente. Este tipo de lesiones, aunque suelen ser accidentales y se tratan a diario en todas las salas de urgencias, también pueden ser lesiones defensivas. Levantas el brazo para protegerte de una agresión y recibes el golpe en el antebrazo. Puede haber fractura. En vista de la falta de indicación de atención médica a esta lesión, supongo que no fue una lesión accidental, sino que formó parte del patrón de maltrato.

Golliher dejó el hueso en su lugar con suavidad y luego se inclinó sobre la mesa de exámenes para observar la caja torácica. Muchas de las costillas habían sido separadas y estaban sobre la mesa.

—Las costillas —dijo Golliher—. Hay casi dos docenas de fracturas en distintos estados de curación. Creo que una fractura curada en la costilla doce puede ser de cuando el niño sólo tenía dos o tres años. La costilla nueve muestra una callosidad indicativa de un traumatismo producido sólo unas pocas semanas antes de la muerte. Las fracturas se consolidan sobre todo cerca de los ángulos. En niños pequeños esto revela una sacudida violenta. En niños mayores suele ser muestra de golpes en la espalda.

Bosch pensó en el malestar que sentía en ese momento, en que no había podido dormir a consecuencia del dolor en sus costillas. Pensó en el niño viviendo con esa clase de suplicio un año sí otro también.

—Voy a lavarme la cara —dijo de repente—. Continúe.

Bosch caminó hasta la puerta, dejando la libreta y el bolígrafo a Edgar. En el pasillo dobló a la derecha. Conocía la distribución de la planta de autopsias y sabía que había cuartos de baño en la siguiente curva del pasillo.

Entró en el cuarto de baño y se metió directamente en una de las cabinas. Sentía náuseas y esperó, pero no ocurrió nada. Al cabo de un rato se le pasó.

Bosch salió de la cabina justo cuando la puerta se abría desde el pasillo y entraba el cameraman de Teresa Corazon. Ambos se miraron con cautela un momento.

—Sal de aquí —dijo Bosch—. Vuelve después.

El hombre se dio la vuelta en silencio y salió.

Bosch se acercó al lavabo y se miró en el espejo. Tenía la cara roja. Se inclinó y se echó agua en el rostro. Pensó en bautismos y segundas oportunidades. En renovación. Levantó el cuello hasta que volvió a verse a la cara.

«Voy a pillar a este tío».

Casi lo dijo en voz alta.

Cuando Bosch volvió a la suite A, todas las miradas estaban puestas en él. Edgar le devolvió su libreta y bolígrafo y Golliher le preguntó si estaba bien.

—Sí, estoy bien —dijo.

—Si le sirve de ayuda —dijo Golliher—, he sido asesor en casos de todo el mundo. En Chile, Kosovo, incluso en el World Trade Center. Y este caso… —Sacudió la cabeza—. Es duro de asimilar —añadió—. Es uno de ésos en los que tienes que pensar que tal vez fue mejor para el niño dejar este mundo. Si uno cree en Dios y en que existe un lugar mejor.

Bosch se acercó a un mostrador y sacó una toalla de papel de un dispensador. Empezó a frotarse la cara otra vez.

—¿Y si no cree?

Golliher se le acercó.

—Bueno, mire, es por esto que tiene que creer —dijo—. Si este chico no salió de este mundo para ir a un plano superior, a algo mejor, entonces…, entonces creo que estamos todos perdidos.

—¿Eso le sirvió cuando estuvo clasificando huesos en el World Trade Center?

Bosch se arrepintió de inmediato de haber hecho un comentario tan duro, pero Golliher no pareció inmutarse. Habló antes de que Bosch tuviera tiempo de disculparse.

—Sí, me ayudó —dijo—. El horror de la injusticia de tantas muertes no sacudió mi fe. En muchos sentidos la fortaleció. Me ayudó a superarlo.

Bosch asintió y arrojó la toalla en un cubo que se abría con un pedal. Cuando levantó el pie del pedal el cubo retumbó al cerrarse.

—¿Y la causa de la muerte? —preguntó, volviendo al caso.

—Podemos dar un salto adelante, detective —dijo Golliher—. Todas las heridas, tanto las que he comentado como las que no, estarán señaladas en mi informe.

El antropólogo forense volvió a la mesa y cogió el cráneo. Se lo llevó a donde estaba Bosch, sosteniéndolo cerca de su pecho con una mano.

—En el cráneo tenemos lo peor… y posiblemente lo mejor —dijo Golliher—. El cráneo muestra tres fracturas distintas en distintos estados de consolidación. Ésta es la primera. —Señaló la región occipital—. Esta fractura es pequeña y está curada. Verán que las lesiones se han soldado por completo. Luego tenemos esta lesión más traumática en el parietal derecho, que se extiende hasta el frontal. Esta herida requirió cirugía, probablemente a causa de un hematoma subdural.

Golliher señaló el área de la lesión con el dedo, trazando un círculo en la parte superior y anterior del cráneo. Luego señaló cinco orificios pequeños y regulares que trazaban un círculo en el hueso.

—Es la marca de un trépano. Un trépano es una sierra quirúrgica que se utiliza para abrir el cráneo antes de la cirugía o para aliviar la presión de un cerebro hinchado. En el caso que nos ocupa probablemente se trató de una hinchazón debida a un hematoma. Ahora bien, la fractura en sí y la cicatriz quirúrgica muestran el inicio de puentes en las lesiones. Hueso nuevo. Diría que la lesión y la cirugía consecuente ocurrieron aproximadamente seis meses antes del fallecimiento del niño.

—¿No es la lesión que causó la muerte? —preguntó Bosch.

—No, la que la causó es ésta.

Golliher giró el cráneo de nuevo y mostró otra fractura. Está en la parte posterior inferior izquierda del cráneo.

—Una fractura en forma de cerrada telaraña sin ningún puente, sin consolidación. Esta lesión ocurrió en el momento de la muerte. El patrón cerrado de la fractura indica un golpe con una fuerza tremenda infligido con un objeto muy duro, quizá un bate de béisbol. Algo así.

Bosch miró el cráneo. Golliher lo había girado de forma que las cuencas de los ojos habían quedado orientadas hacia Bosch.

—Hay otras lesiones en el cráneo, pero no de naturaleza fatal. Los huesos de la nariz y el arco zigomático muestran formación de hueso nuevo posterior al trauma.

Golliher volvió a la mesa de autopsias y dejó el cráneo con delicadeza.

—No creo que tenga que hacerles un resumen, detectives, pero, en breve, alguien apalizó a este chico de manera regular. Al final, fueron demasiado lejos. Estará todo en el informe. —Se volvió de la mesa de autopsias y los miró—. Hay un brillo de luz en todo esto, ¿saben? Algo que podría ayudarles.

—La cirugía —apuntó Bosch.

—Exacto. Abrir un cráneo es una operación muy importante. En algún sitio tiene que haber quedado registrado. Tiene que haber un seguimiento. El disco óseo se mantiene en su lugar con clips metálicos después de la operación. Y no se encontró ninguno en el cráneo. Yo supongo que fueron retirados en una operación posterior. Una vez más tiene que haber registros. La cicatriz quirúrgica también nos ayuda a datar el caso. Los agujeros de la trepanación son muy grandes para los estándares actuales. A mediados de los ochenta las herramientas eran más avanzadas. Más pulcras. Las perforaciones eran más pequeñas. Espero que esto les ayude.

Bosch asintió y dijo:

—¿Qué hay de la dentadura? ¿Algo?

—Nos falta la mandíbula inferior —dijo Golliher—. En los dientes superiores presentes no hay ningún indicio de trabajo dental, a pesar de las indicaciones de caries ante mórtem. Esto en sí mismo es una pista. Creo que sitúa al chico en los niveles más bajos de la escala social. No iba al dentista.

Edgar se había bajado la mascarilla hasta el cuello. Tenía una expresión de dolor.

—Cuando este chico estuvo en el hospital con el hematoma, ¿por qué no le dijo a los médicos lo que le estaba pasando? ¿Y qué hay de sus maestros y sus amigos?

—Conoce las respuestas tan bien como yo, detective —dijo Golliher—. Los niños dependen de sus padres. Les tienen miedo, pero también los quieren y temen perderlos. En ocasiones no hay explicación de por qué no piden auxilio.

—¿Qué hay de las fracturas? ¿Por qué los médicos no las vieron e hicieron algo?

—Eso es lo irónico de mi trabajo. Yo veo con claridad la historia y la tragedia, pero con un paciente vivo podría no ser tan evidente. Si los padres llegan con una explicación plausible de la lesión del niño, ¿qué razón tendría un médico para hacer una radiografía de un brazo, una pierna o el pecho? Ninguna. Y así la pesadilla seguía pasando inadvertida.

Edgar, insatisfecho con la explicación, sacudió la cabeza y caminó hasta la esquina de la sala.

—¿Algo más, doctor? —preguntó Bosch.

Golliher consultó sus notas y luego cruzó los brazos.

—Es todo desde el punto de vista científico, les haré llegar el informe. A un nivel puramente personal, espero que encuentren a la persona que lo hizo. Se merece lo que le caiga, y más.

Bosch asintió.

—Lo encontraremos —dijo Edgar—. No se preocupe por eso.

Los detectives salieron del edificio y se metieron en el coche de Bosch. Bosch se quedó un momento sentado antes de arrancar. Finalmente metió la primera con un golpe seco de la palma de la mano, que le causó una sacudida en la parte herida de su pecho.

—¿Sabes?, a mí no me hace que crea en Dios como él —dijo Edgar—. Me hace creer en alienígenas, en hombrecillos verdes del espacio exterior.

Bosch miró a su compañero. Edgar tenía la cabeza apoyada contra la ventana, mirando al suelo del coche.

—¿Cómo es eso?

—Porque un humano no podría haberle hecho esto a su hijo. Una nave espacial tiene que haber bajado y abducido al niño. Es la única explicación.

—Sí, me gustaría que estuviera en la lista, Jerry. Así nos podríamos ir a casa.

Bosch arrancó el coche.

—Necesito una copa. —Empezó a salir del aparcamiento.

—Yo no, tío —dijo Edgar—. Yo sólo quiero ver a mi hijo y darle un abrazo hasta que me sienta mejor.

No volvieron a hablar hasta que llegaron al Parker Center.