El día resultó fructífero, con Bosch en funciones de general que supervisaba el pequeño ejército que trabajaba en la escena del crimen ampliada. Los huesos surgieron con facilidad del suelo y los matorrales de la colina, como si hubieran estado aguardando con impaciencia durante mucho tiempo. A mediodía, el equipo de Kathy Kohl había excavado tres manzanas de la cuadrícula y del suelo oscuro habían emergido decenas de huesos. Como los arqueólogos que desenterraban los útiles de los hombres prehistóricos, el equipo de excavación utilizaba pequeñas herramientas y pinceles para sacar cuidadosamente los huesos a la luz. También utilizaban detectores de metales y sondas de vapor. A pesar de que el proceso era meticuloso, avanzaba con más rapidez de la que Bosch había previsto.
El descubrimiento del cráneo había marcado el ritmo y conferido una sensación de urgencia a toda la operación. La calavera fue examinada sobre el terreno, y ante la cámara, por Teresa Corazon, quien halló líneas de fracturas y cicatrices quirúrgicas. Las huellas de la cirugía aseguraban que se hallaban ante huesos relativamente contemporáneos. Las fracturas no eran por sí solas prueba de que se trataba de un homicidio, pero si se añadían al hecho de que el cadáver había sido enterrado, daban una sensación clara de que se estaba desvelando la historia de un asesinato.
A las dos en punto, cuando los equipos de la colina hicieron un alto para comer, se había recuperado casi la mitad del esqueleto. Los cadetes habían encontrado algunos otros huesos dispersos fuera de la cuadrícula. Además, el equipo de Kohl había desenterrado fragmentos de ropa deteriorada y una mochila de lona del tamaño de las que utilizan los niños.
Bajaron los huesos en cajas de madera cuadradas a las que añadieron unas asas de cuerda en los laterales. A la hora del almuerzo, un antropólogo forense estaba examinando tres cajas de huesos en el laboratorio. La ropa, en su mayor parte podrida e irreconocible, así como la mochila, que habían abandonado sin abrirla, fueron transportadas al laboratorio de la División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles para ser sometida a un escrutinio similar.
Un examen con detector de metales llevado a cabo en la cuadrícula de búsqueda halló una única moneda —un cuarto de dólar acuñado en 1975— a la misma profundidad que los huesos y aproximadamente a cinco centímetros de la parte izquierda de la pelvis. Se dio por hecho que la moneda había estado en el bolsillo delantero izquierdo de los pantalones, que se habían descompuesto junto con el tejido corporal. A juicio de Bosch, la moneda proporcionaba una clave para establecer el momento de la muerte: si la suposición de que la moneda había sido enterrada junto con el cadáver era correcta, la muerte no podía haberse producido antes de 1975.
Los patrulleros habían dispuesto que dos vehículos con comida llegaran a la rotonda para alimentar al pequeño ejército de la escena del crimen. Era tarde para almorzar y la gente tenía hambre. Un camión servía la comida caliente mientras que el otro repartía los sándwiches. Bosch esperaba en la cola del camión de los sándwiches con Julia Brasher. La cola avanzaba con lentitud, pero a él no le importaba. Hablaron sobre todo de la investigación en la colina y cotillearon acerca de los mandamases del departamento. Era una conversación para entrar en contacto. Bosch se sentía atraído por ella, y cuanto más la oía hablar de sus experiencias de novata y mujer en el departamento, más le intrigaba. Ella tenía una mezcla de nerviosismo y respeto reverencial por el trabajo que Bosch recordaba con claridad de sus primeros días en el departamento.
Cuando sólo le quedaban seis personas delante para pedir la comida, Bosch oyó que alguien del camión hacía preguntas acerca de la investigación a uno de los cadetes.
—¿Son huesos de personas diferentes?
—No lo sé, tío. Nosotros sólo los buscamos.
Bosch se fijó en el hombre que había hecho la pregunta. Salió del lugar que ocupaba con Brasher y caminó hasta la parte posterior del camión. Miró a través de la puerta abierta hacia la parte de atrás y vio a tres hombres con delantales trabajando en el camión. O haciéndolo ver. No advirtieron que Bosch estaba mirando. Dos de los hombres estaban preparando sándwiches y apuntando pedidos. El hombre del centro, el que había hecho preguntas al cadete, estaba moviendo los brazos sobre el mostrador, por debajo de la ventanilla. No estaba haciendo nada, pero desde fuera del camión parecería que estaba preparando un sándwich. Cuando Bosch miró, vio que el hombre de la derecha partía un sándwich por la mitad, lo colocaba en una bandeja de papel y se lo pasaba al hombre de en medio. Éste lo pasó entonces por la ventana al cadete que lo había pedido.
Bosch se fijó en que mientras que los dos auténticos trabajadores llevaban tejanos y camisetas debajo del delantal, el tercero llevaba pantalones de pinzas y un polo. Del bolsillo trasero de los pantalones sobresalía una libreta, de esas largas y delgadas que usaban los periodistas.
Bosch metió la cabeza por la puerta y echó un vistazo. En un estante que había junto a la puerta vio una americana de sport arrugada. La agarró y se alejó con ella. Revisó los bolsillos de la americana y encontró un pase de prensa emitido por el Departamento de Policía de Los Ángeles. El pase tenía la foto del hombre de en medio. Se llamaba Victor Frizbe y trabajaba para el New Times.
Bosch golpeó con los nudillos en la parte exterior del camión y cuando los tres hombres se volvieron para mirar, hizo una señal a Frizbe. El periodista se señaló el pecho como si preguntara «¿quién, yo?», y Bosch asintió. Frizbe se acercó a la puerta y se inclinó.
—¿Sí?
Bosch estiró el brazo, agarró al periodista por la parte superior del delantal y lo sacó del camión. Frizbe aterrizó de pie, pero tuvo que dar varios pasos para no caer de bruces. Cuando se dio la vuelta para protestar, Bosch le golpeó en el pecho con la americana arrugada.
Dos agentes de patrulla —que siempre comían los primeros— estaban vaciando las bandejas en un cubo de basura próximo. Bosch los llamó.
—Llevadlo al perímetro. Si lo veis cruzando otra vez, arrestadlo.
Cada agente agarró a Frizbe por un brazo y empezaron a llevarlo calle abajo hasta las vallas. Frizbe protestó y la cara se le puso roja como una lata de Coca-Cola, pero los agentes sólo se preocuparon por sujetarle los brazos. Y lo condujeron hacia su humillación ante los demás periodistas. Bosch observó un momento y luego sacó la tarjeta de prensa del bolsillo de atrás de sus pantalones y la tiró en el cubo de basura.
Volvió a reunirse con Brasher en la fila. Ya sólo tenían dos cadetes delante.
—¿De qué ha ido eso? —preguntó Brasher.
—Infracción de las normas sanitarias. No se había lavado las manos.
Brasher se echó a reír.
—Hablo en serio. Por lo que a mí respecta, la ley es la ley.
—Dios, espero que me den el sándwich antes de que veas una cucaracha y les cierres el chiringuito.
—No te preocupes, creo que acabo de deshacerme de la cucaracha.
Transcurridos diez minutos, y después de que Bosch sermoneara al dueño del camión por colar a los medios de comunicación en la escena del crimen, Bosch y Brasher se llevaron los sándwiches y las bebidas a una de las mesas de picnic que los servicios especiales habían instalado en la rotonda. Era una mesa que habían reservado para el equipo de investigación, pero a Bosch no le importó permitir que Brasher se sentara. Edgar estaba allí con Kohl y uno de los miembros del equipo de excavación. Bosch presentó a Brasher a quienes no la conocían y mencionó que ella había atendido la llamada inicial del caso y que le había ayudado la noche anterior.
—Bueno, ¿dónde está la jefa? —preguntó Bosch a Kohl.
—Ah, ella ya ha comido. Creo que ha salido para grabarse y entrevistarse a sí misma.
Bosch sonrió y asintió.
—Creo que voy a repetir —dijo Edgar mientras salía del banco y se alejaba con su bandeja.
Bosch mordió su sándwich de beicon, lechuga y tomate y lo saboreó. Estaba famélico. No pensaba hacer otra cosa que comer y descansar durante el rato que tenía libre, sin embargo, Kohl le preguntó si quería que le presentara sus conclusiones iniciales sobre la excavación.
Bosch tenía la boca llena. Después de que hubo tragado, le pidió que aguardara hasta que regresara su compañero. Hablaron en líneas generales sobre el estado de los huesos y cómo Kohl creía que la naturaleza poco profunda de la tumba había permitido que los animales desenterraran los restos y desperdigaran los huesos; posiblemente durante años.
—No vamos a encontrarlos todos —dijo ella—. Ni mucho menos. Pronto alcanzaremos un punto en que los gastos y los esfuerzos no se verán compensados con resultados.
Edgar regresó con otra bandeja de pollo frito. Bosch hizo una señal a Kohl, que miró la libreta que tenía en la mesa de su izquierda. Revisó algunas de sus anotaciones y empezó a hablar.
—Lo que quiero que tengáis en cuenta es la profundidad de la tumba y la localización del terreno. Creo que son los aspectos clave. Van a tener algo que ver en quién era ese chico y qué le ocurrió.
—¿Chico? —preguntó Bosch.
—Por el espacio de la cadera y la cinturilla de la ropa interior.
Kohl explicó que entre la ropa podrida y en descomposición estaba la goma de la cinturilla, que era lo único que quedaba de la ropa interior que llevaba la víctima cuando fue enterrada. Los fluidos de descomposición del cuerpo habían contribuido al deterioro de la ropa, pero la goma de la cinturilla se había conservado casi intacta y parecía proceder de un calzoncillo.
—De acuerdo —dijo Bosch—. ¿Estabas hablando de profundidad de la tumba?
—Sí, bueno, creemos que la cadera y la región lumbar de la columna vertebral estaban en la misma posición que cuando las descubrimos. Sobre esta base, estamos hablando de una sepultura que no tenía más de quince centímetros de profundidad. Una sepultura tan poco profunda implica prisa, pánico, una serie de factores indicativos de una escasa planificación. Pero… —Kohl levantó un dedo—, de igual modo, la localización (muy remota y dificultosa) refleja lo contrario. Muestra una planificación cuidadosa. Así que aquí tenéis una contradicción. La localización parece haber sido elegida porque es muy difícil llegar hasta ahí, en cambio, la tumba parece haber sido cavada de forma rápida y furiosa. Este chico estaba literalmente cubierto únicamente con tierra suelta y hojas de pino. Sé que señalar todo esto no necesariamente va a ayudaros a detener al culpable, pero quiero que veáis lo que estoy viendo yo. Esta contradicción.
Bosch asintió.
—Es bueno saberlo. Lo tendremos en cuenta.
—La otra contradicción, la menor, es la mochila. Enterrarla con el cadáver fue un error. El cuerpo se descompone mucho más deprisa que la lona. Así que si encontráis en la mochila algo que sirva para identificar a la víctima será un error del culpable. Otra vez pobre planificación en medio de un buen plan. Sois buenos detectives, estoy segura de que lo entenderéis.
Kohl sonrió a Bosch y luego volvió a estudiar su bloc, levantando la tapa para mirar debajo.
—Creo que es todo. Lo demás lo comentaremos in situ. Diría que el trabajo está yendo muy bien allí arriba. Al final del día, habremos terminado con la tumba principal. Mañana tomaremos muestras en otras cuadrículas. Pero probablemente terminaremos mañana. Como he dicho, no vamos a conseguirlo todo, pero obtendremos lo suficiente para hacer lo que tenemos que hacer.
De pronto Bosch pensó en la pregunta de Victor Frizbe al cadete en el camión del cátering y se dio cuenta de que el periodista podía llevarle la delantera.
—¿Muestras? ¿Creéis que hay más de un cadáver enterrado aquí?
Kohl negó con la cabeza.
—No tengo nada que lo indique. Pero hemos de asegurarnos. Tomaremos algunas muestras y hundiremos algunas sondas de gas. Es rutina. Lo más probable (sobre todo vista la escasa profundidad de la sepultura) es que se trate de un único caso, pero hemos de estar seguros. Todo lo posible.
Bosch asintió. Se alegró de haberse comido casi todo el sándwich, porque de repente había perdido el apetito. La expectativa de montar una investigación con múltiples víctimas era sobrecogedora. Miró al resto de los presentes.
—Esto no ha de salir de esta mesa. Ya he pescado a un periodista husmeando en busca de un asesino en serie, no queremos la histeria de los medios. Aunque les digáis que lo que estamos haciendo es rutina y sólo para asegurarse, será el titular. ¿De acuerdo?
Todos asintieron, incluida Brasher. Bosch estaba a punto de decir algo cuando se oyó un estrépito procedente de la fila de urinarios portátiles situados en el tráiler de servicios especiales al otro lado del círculo. Alguien se había quedado encerrado en uno de los retretes del tamaño de una cabina telefónica y estaba golpeando en la chapa de aluminio. Después de un momento, Bosch oyó la voz de una mujer detrás del fuerte golpeteo. Reconoció la voz y se levantó de un salto.
Bosch corrió por la rotonda y subió los escalones que conducían a la plataforma del camión. Enseguida determinó el retrete del que procedía el sonido y se acercó a la puerta. El cerrojo exterior, utilizado para asegurar el urinario durante el transporte, había sido cerrado y asegurado con un hueso de pollo.
—Ya va, ya va —gritó Bosch.
Trató de sacar el hueso de pollo, pero estaba grasiento y se le resbalaba. Los porrazos y los gritos continuaron. Bosch miró en torno en busca de una herramienta de algún tipo, pero no vio nada. Al final, sacó la pistola de la cartuchera, comprobó el seguro y usó la culata del arma a modo de martillo para pasar el hueso por el aro, siempre con cuidado de que el cañón del arma apuntara al suelo.
Cuando el hueso saltó por fin, apartó la pistola y abrió el cerrojo. La puerta se abrió de golpe y Teresa Corazon casi se lo llevó por delante. Bosch la sujetó para mantener el equilibrio, pero ella lo apartó sin contemplaciones.
—¡Has sido tú!
—¿Qué? ¡No! Yo estaba allí…
—¡Quiero saber quién ha sido!
Bosch bajó la voz. Sabía que probablemente todas las miradas del campamento estaban fijas en ellos. Y las de los periodistas del otro lado de la calle también.
—Oye, Teresa, cálmate. Era una broma, ¿vale? El que haya sido lo ha hecho en broma. Sé que te agobian los espacios cerrados, pero ellos no. Alguien quería rebajar la tensión un poco, y resultó que…
—Es porque tienen envidia, por eso.
—¿Qué?
—Tienen envidia de quién soy y de lo que he hecho.
Bosch se quedó de piedra.
—Lo que tú digas.
Ella se dirigió hacia las escaleras, pero entonces se volvió de repente y regresó hacia él.
—Me voy, ¿estás contento?
Bosch negó con la cabeza.
—¿Contento? Aquí no hay ningún motivo para estar contento. Trato de dirigir una investigación, y si quieres que te diga la verdad, ahorrarnos la distracción de que estés tú y tu cameraman por aquí puede ayudar.
—Entonces lo has conseguido. ¿Y sabes el teléfono al que me llamaste anoche?
Bosch asintió.
—¿Qué pasa con el teléfono?
—Bórralo.
Ella bajó los escalones, hizo una señal con el dedo al cámara con gesto enfadado y se encaminó hacia su coche oficial. Bosch la miró marchar.
Cuando volvió a la mesa de picnic, sólo quedaban allí Edgar y Brasher. Su compañero había reducido su segunda ración de pollo frito a huesos. Estaba sentado con una mueca de satisfacción en el rostro.
Bosch tiró el hueso que había sacado del aro en la bandeja de Edgar.
—Se había encajado bien —dijo.
Miró a Edgar con una mirada que decía que sabía que había sido él. Pero Edgar no se delató.
—Cuanto más grande es el ego, más dura es la caída —dijo Edgar—. Me pregunto si su cameraman lo habrá grabado en vídeo.
—Sabes, habría estado bien mantenerla de aliada —dijo Bosch—. Valía la pena soportarla para que estuviera de nuestro lado si la necesitábamos. Edgar recogió su bandeja y se afanó para deslizar su largo cuerpo por la mesa de picnic.
—Te veo en la colina —dijo.
Bosch miró a Brasher. Ella alzó las cejas.
—¿Quieres decir que ha sido él?
Bosch no respondió.