49

A las ocho de la mañana del sábado, Bosch estaba sentado en su coche, mirando una casita de madera situada a una manzana de la calle principal de la localidad de Lone Pine, en las colinas de Sierra Nevada, a tres horas en coche hacia el norte de Los Ángeles. Estaba tomando café frío de un vaso de plástico y tenía otro igual preparado para cuando terminara ése. Le dolían los huesos por el frío y por una noche pasada conduciendo y tratando de dormir en el coche. Había llegado a la pequeña población montañosa demasiado tarde para encontrar un motel abierto. Además, sabía por experiencia que no era aconsejable ir a Lone Pine sin reserva en fin de semana.

Cuando empezó a asomar la luz del amanecer, vio que una montaña azul grisácea se alzaba en la niebla, detrás de la ciudad y reduciéndola a lo que era: insignificante ante el tiempo y el curso de la naturaleza. Bosch miró el monte Whitney, el pico más alto de California, y supo que había estado allí mucho antes de que los ojos humanos lo hubieran visto y que seguiría allí mucho después de que el último hombre desapareciera. De algún modo hacía más fácil saber todo lo que él sabía.

Bosch tenía hambre y quería ir a uno de los restaurantes del pueblo a comer un bistec con huevos. Pero no iba a abandonar su puesto. Cuando alguien se mudaba de Los Ángeles a Lone Pine no lo hacía sólo porque detestara las multitudes, la contaminación y el ritmo de la gran ciudad. Lo hacía también porque le gustaba la montaña. Y Bosch no iba a arriesgarse a que Don y Audrey Blaylock se fueran de excursión temprano mientras él desayunaba. Esperó cinco minutos a poner en marcha el coche y encender la calefacción. Llevaba toda la noche ahorrando calefacción y gasolina de ese modo.

Bosch observó la casa y esperó a que se encendiera una luz o alguien saliera a recoger el diario que dos horas antes habían tirado en el camino de entrada desde una furgoneta en marcha. Era un periódico enrollado fino. Bosch sabía que no era el L. A. Times. A la gente de Lone Pine no le preocupaba Los Ángeles ni tampoco sus asesinos o sus detectives.

A las nueve, Bosch vio que empezaba a salir humo por la chimenea de la casa. Al cabo de unos minutos, un hombre de unos sesenta años salió en camiseta y recogió el periódico. Después de cogerlo miró media manzana más abajo al coche de Bosch. Entonces se metió dentro.

Bosch sabía que su coche blanco y negro destacaba en la calle. No había tratado de ocultarse. Sólo estaba esperando. Arrancó el vehículo y fue a aparcar en el sendero de entrada de la casa de los Blaylock.

Cuando Bosch llegó a la puerta el hombre al que había visto antes abrió antes de que tuviera que llamar.

—¿Señor Blaylock?

—Sí, soy yo.

Bosch mostró su placa y su identificación.

—Me gustaría hablar con usted y su esposa unos minutos. Es sobre un caso en el que estoy trabajando.

—¿Viene solo?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí fuera?

Bosch sonrió.

—Desde las cuatro. Llegué demasiado tarde para conseguir habitación.

—Pase, estoy haciendo café.

—Si está caliente, no le diré que no.

Invitó a pasar a Bosch y le indicó que se sentara en una disposición de sillas y sofá situados junto a la chimenea.

—Iré a buscar a mi esposa y el café.

Bosch se acercó a la silla que estaba más próxima a la chimenea. Estaba a punto de sentarse cuando se fijó en todas las fotografías enmarcadas que había en la pared de detrás del sofá. Se acercó a examinarlas. Todas eran de niños y jóvenes. Los había de todas las razas. Dos tenían discapacidades físicas o mentales evidentes. Los niños acogidos. Se volvió, eligió el asiento más próximo al fuego y esperó.

Blaylock regresó enseguida con un tazón de café humeante. Una mujer entró en la sala tras él. Parecía algo mayor que su marido. Tenía los ojos todavía arrugados por el sueño, pero una cara bonita.

—Es mi mujer, Audrey —dijo Blaylock—. ¿Toma el café solo? Todos los policías que he conocido lo toman solo.

El marido y la esposa se sentaron juntos en el sofá.

—Solo está bien. ¿Ha conocido a muchos policías?

—Sí, cuando vivía en Los Ángeles. Trabajé de bombero treinta años. Me retiré como jefe de estación, después de los disturbios del noventa y dos. Ya había tenido bastante. Entré justo antes de Watts y me fui después del noventa y dos.

—¿De qué quiere hablar con nosotros? —preguntó Audrey, al parecer impaciente con la charla intrascendente de su marido.

Bosch asintió. Ya tenía el café y las presentaciones estaban hechas.

—Trabajo en Homicidios, en la División de Hollywood. Estoy en…

—Yo trabajé seis años en el cincuenta y ocho —dijo Blaylock, refiriéndose a la estación de bomberos que estaba detrás de la comisaría de policía.

Bosch asintió otra vez.

—Don, deja que este hombre nos diga qué lo ha traído hasta aquí —dijo Audrey.

—Disculpe, continúe.

—Estoy trabajando en un caso, un homicidio en Laurel Canyon. Su antiguo barrio, de hecho, y estamos contactando con toda la gente que vivía allí en mil novecientos ochenta.

—¿Por qué entonces?

—Porque fue entonces cuando se cometió el homicidio.

Los dos miembros del matrimonio miraron a Bosch con ojos de desconcierto.

—No recuerdo que pasara nada en el barrio entonces —dijo el señor Blaylock.

—El cadáver no se descubrió hasta hace dos semanas. Estaba enterrado en la arboleda. En la colina.

Bosch examinó sus rostros. Nada revelador, sólo sorpresa.

—Oh, Dios mío —dijo Audrey—. ¿Quiere decir que durante todo el tiempo que vivimos en el barrio, había alguien muerto allí? Nuestros chicos jugaban allí. ¿A quién mataron?

—Era un chico. Un chico de doce años. Se llamaba Arthur Delacroix. ¿Les suena ese nombre?

Tanto el marido como la mujer buscaron primero en los archivos de sus memorias y luego se miraron y confirmaron los resultados negando con la cabeza.

—No, no conozco ese nombre —dijo Blaylock.

—¿Dónde vivía? —preguntó Audrey Blaylock—. En el barrio no, no creo.

—No, vivía en la zona de Miracle Mile.

—Es horrible —dijo Audrey—. ¿Cómo lo mataron?

—Lo mataron a golpes. Si no le importa, verá, entiendo su curiosidad, pero necesito hacer primero las preguntas.

—Oh, lo siento —dijo Audrey—. Por favor, continúe. ¿Qué más puede decirnos?

—Bueno, estamos tratando de hacer un perfil de Wonderland Avenue en ese momento. Para saber quién era quién y quién estaba allí. Es realmente rutina. —Bosch sonrió y supo al momento que la sonrisa no se vio sincera—. Y ha sido bastante duro por el momento. El barrio ha cambiado bastante desde entonces. De hecho, el doctor Guyot y un hombre que vive al final de la calle llamado Hutter son los únicos residentes que todavía viven desde mil novecientos ochenta.

Audrey sonrió con calidez.

—Oh, Paul, es tan buen hombre. Todavía recibimos tarjetas de Navidad suyas, después de que su esposa murió.

Bosch asintió.

—Por supuesto, era demasiado caro para nosotros. Llevábamos a los chicos a los hospitales, pero si había una emergencia en fin de semana o cuando Paul estaba en casa, nunca dudaba. Hoy algunos doctores tienen miedo de hacer algo porque pueden… Lo siento, me estoy desviando del tema como mi marido, y no es eso lo que usted quiere oír.

—No se preocupe, señora Blaylock. Uh, usted ha mencionado a sus chicos. He oído por algunos de los vecinos que tenían una casa de acogida, ¿es cierto?

—Oh, sí —dijo ella—. Don y yo acogimos a chicos durante veinticinco años.

—Es algo admirable. ¿Cuántos chicos tuvieron?

—Es difícil mantener la pista de todos. A algunos los tuvimos durante años, otros sólo algunas semanas. En gran parte estábamos a merced del capricho de los tribunales de menores. Me partía el corazón cuando estábamos empezando con un chico, ¿sabe?, haciéndole sentir cómodo, y entonces le ordenaban que volviera a su casa o con el otro progenitor o lo que fuera. Siempre decía que para hacer trabajo de acogida había que tener un corazón muy grande con un callo muy grande.

Audrey miró a su marido y asintió. Él le devolvió el gesto y se estiró para cogerle la mano. Miró de nuevo a Bosch.

—Una vez los contamos —dijo—. Tuvimos a un total de treinta y ocho niños en un momento u otro. Pero siendo realistas, educamos a diecisiete. Ésos fueron los chicos que estuvieron con nosotros el tiempo suficiente para que les causáramos impacto. Verá, de dos años a… un chico estuvo catorce años con nosotros.

Se volvió hacia la pared de detrás del sofá y se estiró para señalar a un chico en silla de ruedas. Era enclenque y con gafas gruesas. Tenía las muñecas dobladas en un extraño ángulo y la sonrisa torcida.

—Ése es Benny —dijo.

—Asombroso —dijo Bosch.

Sacó una libreta del bolsillo y la abrió por una hoja en blanco. Sacó un bolígrafo. Justo en ese momento sonó el móvil.

—Es el mío —dijo—. No se preocupe.

—¿No quiere contestar? —preguntó Blaylock.

—Pueden dejar un mensaje. Ni siquiera pensaba que hubiera un servicio claro tan metidos en las montañas.

—Sí, incluso tenemos televisión.

Bosch miró al señor Blaylock y cayó en la cuenta de que de algún modo lo había insultado.

—Disculpe, no quería ofenderle. Me preguntaba si podría decirme qué niños vivían con ustedes en mil novecientos ochenta.

Hubo un momento en el que todos se miraron entre sí sin decir nada.

—¿Alguno de nuestros chicos está implicado en esto? —preguntó Audrey.

—No lo sé, señora. No sé quién vivía con usted. Como he dicho, estamos tratando de elaborar un perfil de ese barrio. Necesitamos saber exactamente quién vivía allí. Ése será el punto de partida.

—Bueno, estoy seguro de que el Departamento de Menores podrá ayudarle.

Bosch asintió.

—No van a poder ayudarnos hasta el lunes, como pronto, señora Blaylock. Estamos hablando de un homicidio. Necesitamos la información ahora.

De nuevo hubo una pausa cuando todos se miraron.

—Bueno —dijo finalmente Don Blaylock—, va a ser difícil recordar exactamente quién vivía con nosotros en un momento dado. Hay algunos que son obvios. Como Benny, Jodi y Frances. Pero como ha dicho Audrey cada año nos dejaban unos cuantos chicos y luego se los llevaban. Eran los más difíciles. Veamos, en mil novecientos ochenta…

Se levantó y se volvió para poder mirar todas las fotos de la pared. Señaló una, un chico negro de unos ocho años.

—William. Estaba en mil novecientos ochenta. Él…

—No, no estaba —dijo Audrey—. Él vino en el ochenta y cuatro. ¿No te acuerdas de los Juegos? Le hiciste aquella antorcha de papel de plata.

—Ah, sí, el ochenta y cuatro.

Bosch se inclinó hacia adelante en su asiento. Empezaba a tener calor por estar tan cerca del fuego.

—Empecemos con los tres que han mencionado. Benny y los otros dos. ¿Cuáles eran sus apellidos?

Le dieron sus apellidos y cuando preguntó cómo podía contactar con ellos, le dieron los números de dos pero no el de Benny.

—Benny murió hace seis años —dijo Audrey—. Tenía esclerosis múltiple.

—Lo siento.

—Era muy querido para nosotros.

Bosch asintió y dejó pasar un apropiado silencio.

—Eh, ¿quién más? ¿No guardan registro de los chicos que estuvieron y por cuánto tiempo?

—Sí, pero no los tenemos aquí —dijo el señor Blaylock—. Están depositados en Los Ángeles.

De pronto chascó los dedos.

—¿Sabe? Tenemos una lista de todos los chicos a los que ayudamos o tratamos de ayudar. No está por años, pero podríamos descartar a unos cuantos, ¿eso le serviría?

Bosch se fijó en que Audrey dedicaba a su marido una mirada de enfado. El marido no la captó, pero Bosch sí. Bosch sabía que el instinto de ella era proteger a sus chicos de la amenaza, real o no, que representaba Bosch.

—Sí, eso me ayudará mucho.

Blaylock salió de la sala y Bosch miró a Audrey.

—No quiere que me dé esa lista, ¿por qué señora Blaylock?

—Porque no me parece que esté siendo honrado con nosotros. Está buscando algo. Algo que encaje en sus necesidades. No ha conducido tres horas de noche desde Los Ángeles para una entrevista de rutina, como usted la ha llamado. Sabe que estos chicos venían de medios difíciles. No todos eran ángeles cuando los recibimos. Y yo no quiero que acusen a uno de ellos sólo por lo que fueron o por el lugar de donde llegaron.

Bosch esperó para estar seguro de que la mujer había terminado.

—Señora Blaylock, ¿alguna vez ha estado en el orfanato de McClaren?

—Por supuesto. Varios de nuestros chicos llegaron de allí.

—Yo también salí de allí. Y de varias casas de acogida en las que nunca estuve mucho tiempo. Así que sé cómo eran esos chicos, porque yo también fui uno de ellos, ¿de acuerdo?, y sé que muchas casas de acogida pueden estar llenas de amor y que otras pueden ser igual de malas o peores que el lugar del que te sacan. Sé que algunos padres de acogida están comprometidos con los chicos y otros lo están con los cheques de subsistencia del servicio de menores.

La mujer se quedó unos segundos en silencio antes de responder.

—Eso no importa —dijo—. Usted sigue buscando para acabar su rompecabezas con cualquier pieza que encaje.

—Está equivocada, señora Blaylock. Se equivoca en eso y se equivoca conmigo.

Don Blaylock volvió a la sala con lo que parecía una carpeta escolar verde. La dejó en la mesita de café cuadrada y la abrió. Los bolsillos estaban llenos de fotos y cartas. Audrey continuó a pesar del regreso de su marido.

—Mi marido trabajaba para el ayuntamiento igual que usted, así que no querrá escucharme decir esto, pero, detective, no me fío de usted ni de las razones por las que dice que ha venido aquí. No está siendo sincero con nosotros.

—¡Audrey! —gritó el señor Blaylock—. Este hombre sólo trata de cumplir con su trabajo.

—Y dirá cualquier cosa para hacerlo. Y le hará daño a cualquiera de nuestros chicos para hacerlo.

—Audrey, por favor.

Don Blaylock centró su atención en Bosch y le tendió una hoja de papel. Había una lista de nombres escrita a mano. Antes de que Bosch pudiera leerla, Blaylock la retiró de nuevo y la puso en la mesa. Empezó a marcar con lápiz algunos de los nombres. Habló mientras trabajaba.

—Hicimos esta lista para poder seguirles la pista. Le sorprendería, uno puede amar a alguien más que a su propia vida, pero cuando se trata de recordar veinte o treinta cumpleaños siempre se olvida de alguno. Los que estoy tachando son los que llegaron después de mil novecientos ochenta. Audrey lo comprobará cuando termine.

—No, no lo haré.

Ninguno de los dos hombres hizo caso de este comentario. Los ojos de Bosch se movían más deprisa que el lápiz de Blaylock por la lista. Antes de que llegara a dos tercios del final, Bosch se inclinó y puso su dedo en un nombre.

—Hábleme de él.

Blaylock miró a Bosch y luego a su mujer.

—¿Quién es? —preguntó ella.

—Johnny Stokes —dijo Bosch—. Lo tenían en su casa en mil novecientos ochenta, ¿verdad?

Audrey miró un momento a Bosch.

—¿Lo ves? —dijo a su marido, sin dejar de mirar a Bosch—. Ya conocía a Johnny antes de venir. Yo tenía razón. No es un hombre sincero.