En el equipo de música sonaba Kind of Blue. Bosch sostenía una botella de cerveza y se recostó en el sillón reclinable con los ojos cerrados. Había sido un día confuso. En ese momento sólo quería que la música fluyera por su cuerpo y le limpiara por dentro. Estaba seguro de que lo que estaba buscando era algo que ya tenía. Era cuestión de ordenar la información y deshacerse de las cosas poco importantes que le tapaban la visión.
Él y Edgar habían trabajado hasta las siete antes de decidir irse a acostar temprano. Edgar no podía concentrarse. La noticia del traslado de Bosch le había afectado más que al propio interesado. Edgar lo percibía como un desprecio hacia él, porque no lo habían elegido para Robos y Homicidios. Bosch trató de calmarlo asegurándole que Robos y Homicidios era un nido de víboras, pero no sirvió de nada. Bosch desenchufó y le dijo a su compañero que se fuera a casa, se tomara una copa y disfrutara de una buena noche de sueño. Pasarían el fin de semana recogiendo información sobre Trent.
En ese momento era Bosch el que se estaba tomando una copa y quedándose dormido en el sillón. Sentía que estaba a las puertas de algo. Estaba a punto de empezar una época nueva y claramente definida de su vida. Una época de mayor peligro, apuestas más altas y recompensas superiores. Sonrió, sabiendo que nadie lo estaba observando.
Sonó el teléfono y Bosch se levantó de golpe. Apagó el equipo de música y fue a la cocina. Cuando contestó, una mujer le dijo que iba a pasarle con el subdirector Irving. Al cabo de un buen rato, la voz de Irving llenó la línea.
—¿Detective Bosch?
—¿Sí?
—¿Ha recibido hoy su orden de traslado?
—Sí, señor.
—Bien. Quería que supiera que yo he tomado la decisión de que vuelva a Robos y Homicidios.
—¿Por qué, jefe?
—Porque después de nuestra última conversación he decidido darle una última oportunidad. Su destino es esa oportunidad. Estará en una posición donde yo podré observar sus movimientos de muy cerca.
—¿Qué posición es ésa?
—¿No se lo han dicho?
—Sólo me han dicho que me presente en Robos y Homicidios el próximo día de pago. Nada más.
Hubo un silencio en la línea y Bosch pensó que estaba a punto de descubrir la arena en el motor. Volvía a Robos y Homicidios, pero ¿en calidad de qué? Trató de pensar cuál era el peor destino en el mejor destino.
Irving habló por fin.
—Va a recuperar su antiguo puesto. Homicidios especiales. Ha habido una vacante hoy cuando el detective Thornton ha entregado su placa.
—Thornton.
—Eso es.
—¿Voy a trabajar con Kiz Rider?
—Eso dependerá del teniente Henriques, pero la detective Rider no tiene compañero y usted tenía una relación de trabajo con ella.
Bosch asintió. La cocina estaba oscura. Estaba eufórico, pero no quería transmitir sus sentimientos por teléfono a Irving.
Como si adivinara estos pensamientos, el subdirector Irving dijo:
—Detective, puede que sienta que ha caído en la cloaca y ha salido oliendo a rosas. No lo crea. No haga suposiciones. No cometa errores. Si lo hace, yo estaré allí. ¿Entendido?
—Perfectamente.
Irving colgó sin decir ni una palabra más. Bosch se quedó de pie en la oscuridad, sosteniendo el teléfono pegado a la oreja hasta que empezó a oír un sonido agudo y molesto. Colgó y volvió a la sala. Pensó en llamar a Kiz y preguntarle a ella qué sabía, pero decidió esperar. Cuando se sentó en el sillón sintió que algo duro se le clavaba en la cintura. Sabía que no era la pistola, porque siempre se la quitaba. Buscó en el bolsillo y sacó su minigrabadora.
La encendió y escuchó su conversación con Surtain, la periodista, fuera de la casa de Trent, la noche en que éste se suicidó. Al filtrar lo de la historia de lo que había ocurrido, Bosch se sintió culpable y pensó que tal vez debería haber hecho o dicho más para detener a la periodista.
Después de oír en la cinta que la puerta del coche se cerraba, pulsó el botón de rebobinado. Se dio cuenta de que todavía no había oído el interrogatorio de Trent, porque había estado registrando la casa. Decidió escuchar la entrevista. Sería un punto de partida para la investigación del fin de semana.
Mientras escuchaba, Bosch trató de analizar las palabras y frases en busca de nuevos sentidos, cosas que revelaran a un asesino. Todo el tiempo lo hizo enfrentado con sus instintos. Mientras escuchaba a Trent hablando en tono casi desesperado, seguía convencido de que el hombre no era el asesino, de que sus protestas de inocencia habían sido legítimas. Y eso por supuesto se contradecía con lo que en ese momento sabía. El monopatín encontrado en la casa de Trent llevaba grabadas las iniciales del chico muerto y el año en que adquirió la tabla y fue asesinado.
Bosch terminó con la entrevista de Trent, pero no había nada en ella; ni siquiera las partes que no había escuchado previamente le dieron ninguna idea. Rebobinó la cinta y decidió escucharla de nuevo. Estaba empezando la segunda pasada cuando algo le llamó la atención e hizo que la cara se le pusiera roja, con una sensación casi de fiebre. Rápidamente rebobinó la cinta y escuchó el intercambio verbal entre Edgar y Trent que le había llamado la atención. Se recordó de pie en el pasillo de la casa de Trent y escuchando esa parte del interrogatorio.
«¿Le gustaba ver a los niños jugando en la arboleda, señor Trent?», preguntó Edgar.
«No, no podía verlos si estaban en la arboleda. En ocasiones iba conduciendo o paseando a mi perro (cuando aún vivía) y veía a los chicos subiendo allí. La niña de enfrente. Los Fosters de la casa de al lado. Todos los chicos de por aquí. Es un sendero municipal, la única parcela sin edificar del barrio. Así que subían a jugar. Algunos vecinos pensaban que los mayores subían a fumar cigarrillos y la preocupación era que se prendiera fuego en la colina».
Apagó la cinta y volvió al teléfono de la cocina. Edgar contestó la llamada al primer timbrazo. Todavía no se había dormido; sólo eran las nueve de la noche.
—No te has llevado a casa nada, ¿verdad?
—¿Como qué?
—Los callejeros.
—No, Harry, están en comisaría, ¿qué pasa?
—No lo sé. ¿Recuerdas de cuando hiciste el gráfico si había alguien llamado Foster en Wonderland?
—Foster. ¿Foster de apellido?
—Sí, de apellido.
Bosch aguardó. Edgar no dijo nada.
—Jerry, ¿te acuerdas?
—Tranquilo, Harry. Estoy pensando.
Más silencio.
—Eh —dijo al fin Edgar—. Ningún Foster que yo recuerde.
—¿Estás seguro?
—Vamos, Harry. No tengo el gráfico ni las listas aquí. Pero creo que me habría acordado del nombre. ¿Por qué es tan importante? ¿Qué está pasando?
—Volveré a llamarte.
Bosch se llevó el teléfono a la mesa del comedor, donde había dejado su maletín. Lo abrió y sacó el expediente del caso. Revisó rápidamente la lista de residentes actuales en Wonderland Avenue con sus direcciones y números de teléfono. No había ningún Foster en la lista. Cogió el teléfono y marcó un número. Al cabo de cuatro timbrazos contestó un hombre.
—Doctor Guyot, soy el detective Bosch. ¿Llamo muy tarde?
—Hola, detective. No, no es demasiado tarde para mí. Pasé cuarenta años de mi vida recibiendo llamadas a cualquier hora de la noche. ¿Las nueve en punto? Las nueve en punto es hora de aficionados. ¿Cómo están sus distintas heridas?
—Están bien, doctor. Tengo un poco de prisa y he de hacerle un par de preguntas sobre sus vecinos.
—Adelante.
—Pensando en mil novecientos ochenta o así, ¿hubo alguna vez una familia o una pareja llamada Foster?
Se produjo un silencio mientras Guyot meditaba la respuesta.
—No, no lo creo —dijo al final—. No recuerdo a nadie llamado Foster.
—De acuerdo. ¿Puede decirme entonces si había alguien en la calle que acogiera chicos[2]?
Esta vez Guyot contestó sin dudarlo.
—Ah, sí. Los Blaylock. Muy buena gente. Ayudaron a muchos niños a lo largo de los años, acogiéndolos en su casa. Yo los admiraba profundamente.
Bosch anotó el apellido en una hoja de papel delante del expediente. Luego pasó a la batida del vecindario y vio que no había nadie llamado Blaylock viviendo en ese momento en la manzana.
—¿Recuerda los nombres de pila?
—Don y Audrey.
—¿Y se acuerda de cuándo se fueron del barrio?
—Oh, eso fue hace al menos diez años. El último chico ya era mayor. Ya no necesitaban una casa tan grande. La vendieron y se mudaron.
—¿Tiene idea de adónde fueron? ¿Siguen en la ciudad?
Guyot no dijo nada. Bosch esperó.
—Estoy tratando de recordar. Sé que lo sé.
—Tómese su tiempo, doctor —dijo Bosch, aunque era la última cosa en el mundo que quería que hiciera Guyot.
—Ah, ¿sabe qué, detective? —dijo Guyot—. Las tarjetas de Navidad. Las guardo en una caja. Así sé a quién mandar al año siguiente. Mi mujer siempre lo hacía. Déjeme que vaya a buscar la caja. Audrey todavía me manda una tarjeta todos los años.
—Vaya a buscar esa caja, doctor. Esperaré.
Bosch oyó que colgaban el teléfono. Asintió para sus adentros. Iba a conseguirlo. Trató de pensar qué podía significar la nueva información, pero decidió esperar. Recopilaría la información y luego cavilaría al respecto.
Guyot tardó varios minutos en volver al teléfono. Durante todo ese tiempo Bosch aguardó con el bolígrafo preparado para escribir la dirección.
—De acuerdo, detective Bosch, ya lo tengo.
Guyot le dio la dirección a Bosch, y él casi suspiró en voz alta. Don y Audrey Blaylock no se habían mudado a Alaska o algún rincón del mundo. Todavía vivían a tiro de coche. Le dio las gracias a Guyot y colgó.