A las dos en punto del viernes por la tarde, Bosch y Edgar se abrieron paso por la sala de la brigada hasta la mesa de homicidios. Habían viajado en silencio desde el Westside a Hollywood. Era el décimo día del caso. No estaban más cerca del asesino de Arthur Delacroix de lo que habían estado durante todos los años que los huesos del chico habían yacido silenciosamente en la colina de encima de Wonderland Avenue. Lo único que podían exhibir tras diez días era una agente de policía muerta y el suicidio de un pederasta aparentemente reformado.
Como era habitual había una pila de papelitos rosas de mensajes esperando a Bosch. También había un sobre de correo interno. Cogió primero el sobre, adivinando el contenido.
—Ya era hora —dijo.
Abrió el sobre y sacó la minigrabadora. Pulsó el botón de reproducción para comprobar las pilas. Inmediatamente escuchó su propia voz. Bajó el volumen y apagó el aparato. Se lo guardó en el bolsillo de la americana y dejó el sobre en la papelera que tenía a sus pies.
Repasó los mensajes de teléfono. Casi todos eran de periodistas. «Vivir por los medios, morir por los medios», pensó. Dejaría a la oficina de prensa que explicara al mundo cómo un hombre que había confesado y había sido acusado de homicidio un día era exonerado y puesto en libertad al día siguiente.
—¿Sabes? —le dijo Bosch a Edgar—. En Canadá los polis no han de decir ni una palabra a los periodistas hasta que termina un caso. Es como un bloqueo informativo en todos los casos.
—Además, tienen ese beicon redondo —replicó Edgar—. ¿Qué estamos haciendo aquí, Harry?
Había un mensaje del consejero familiar de la oficina del forense. Le decía a Bosch que los restos de Arthur Delacroix habían sido entregados a la familia para ser enterrados el domingo. Bosch lo apartó para poder llamar y averiguar los detalles del funeral y qué miembros de la familia habían reclamado los restos.
Volvió a los mensajes y se encontró con un papelito rosa que inmediatamente captó su atención. Se recostó en la silla y lo estudió, empezando a sentir una tensión en el cuero cabelludo que le bajaba por la nuca. El mensaje se había recibido a las tres treinta y era de un tal teniente Bollenbach de la Oficina de Operaciones, la 0-2, como se la conocía popularmente entre los mandos y la tropa. La 0-2 era donde se manejaban todas las asignaciones y transferencias. Una década antes, cuando Bosch fue trasladado a la División de Hollywood había recibido la orden de la 0-2. Lo mismo le había pasado a Kiz Rider cuando la habían enviado a Robos y Homicidios el año anterior.
Bosch pensó en lo que Irving le había dicho en la sala de interrogatorios tres días antes. Supuso que la 0-2 iba a empezar un esfuerzo para conseguir que se cumpliera el deseo del subdirector de que Bosch se retirara. Tomó el mensaje como una señal de que iba a ser trasladado de comisaría. Su nuevo puesto seguramente incluiría terapia de autopista: un lugar alejado de casa que requeriría largos trayectos para ir y volver del trabajo. Era una herramienta utilizada con frecuencia por la dirección para convencer a los polis de que podría ser mejor entregar la placa y dedicarse a otra cosa.
Bosch miró a Edgar. Su compañero estaba revisando su propia colección de mensajes telefónicos, ninguno de los cuales parecía haberle detenido como el que Bosch tenía en la mano. Decidió no devolver la llamada y no comentarlo con Edgar todavía. Dobló el mensaje y se lo guardó en el bolsillo. Echó un vistazo a la sala de la brigada, a la bulliciosa actividad de los detectives. Lo echaría de menos si su nuevo destino no era un lugar con el mismo flujo y reflujo de adrenalina. No le importaba la terapia de autopista. Podía encajar cualquier golpe sin preocuparse. Lo que importaba era el trabajo, la misión. Sabía que sin eso estaba perdido.
Volvió a los mensajes. El último de la pila, lo cual significaba que era el primero que se había recibido, era de Antoine Jesper, del laboratorio. Había llamado a las diez de la mañana.
—Mierda —dijo Bosch.
—¿Qué? —dijo Edgar.
—Voy a tener que ir al centro. Todavía tengo el dummy que pedí prestado ayer en el maletero. Creo que Jesper lo necesita.
Levantó el teléfono y estaba a punto de llamar a la División de Investigaciones Científicas cuando oyó que desde el otro extremo de la sala de la brigada gritaban su nombre y el de Edgar. Era la teniente Billets. Les hizo una seña para que fueran a su despacho.
—Allá vamos —dijo Edgar al levantarse—. Harry, te cedo los honores. Dile dónde estamos en el caso, o mejor dicho, dónde no estamos.
Bosch lo hizo. En cinco minutos puso a Billets al corriente del caso y de su último giro y falta de progreso.
—Entonces, ¿ahora adónde vamos? —preguntó la teniente.
—Volvemos a empezar, miraremos todo lo que tenemos para ver qué se nos ha pasado. Iremos a la escuela del chico para ver qué informes tienen, miraremos los anuarios, trataremos de contactar con compañeros de clase. Ese tipo de cosas.
Billets asintió. Si sabía algo de la llamada de 0-2 no lo dejó traslucir.
—Creo que lo más importante es ese lugar en lo alto de la colina —agregó Bosch.
—¿Por qué?
—Creo que el chico estaba vivo cuando subió allí. Fue allí donde lo mataron. Tenemos que averiguar qué o quién lo llevó hasta allí. Vamos a tener que retroceder en el tiempo en toda esa calle. Hacer un perfil de todo el barrio. Llevará tiempo.
Billets negó con la cabeza.
—Bueno, no podemos trabajar a tiempo completo —dijo—. Lleváis dos semanas fuera de la rotación: Esto no es Robos y Homicidios. Es el máximo tiempo que he podido reservar a un equipo desde que estoy aquí.
—¿Entonces volvemos a entrar?
Ella asintió.
—Y ahora es vuestro turno: el próximo caso es vuestro.
Bosch dijo que sí con la cabeza. Suponía que iba a pasar eso. En los diez días que llevaban con la investigación, los otros dos equipos de homicidios de Hollywood habían asumido casos. Había llegado su turno. Era raro disponer de tanto tiempo para un caso en una división. Había sido un lujo y Bosch pensó que era una pena que no hubieran resuelto el caso.
Bosch también sabía que al ponerlos de nuevo en la rotación Billets estaba haciendo un reconocimiento tácito de que no esperaba cerrarlo. Con cada día que permanecía abierto un caso, las posibilidades de resolverlo caían en picado. Era un hecho en homicidios y le pasaba. A todo el mundo. No había liquidadores.
—Bien —dijo Billets—. ¿Alguna otra cosa de la que queráis hablar?
Billets miró a Bosch enarcando una ceja. De repente, Bosch pensó que tal vez sabía algo de la llamada de 0-2. Dudó un momento, pero negó con la cabeza al mismo tiempo que lo hacía Edgar.
—Gracias, chicos.
Volvieron a la mesa y Bosch llamó a Jesper.
—El dummy está a salvo —dijo cuando el criminalista contestó la llamada—. Te lo llevaré más tarde.
—Tranquilo, tío. Pero no te llamaba por eso. Sólo quería decirte que puedo refinar un poco el informe que te envié sobre el monopatín. Eso por si todavía importa.
Bosch dudó un momento.
—En realidad no, pero ¿qué querías refinar, Antoine?
Bosch abrió el expediente del caso y pasó las hojas hasta encontrar el informe en cuestión. Lo miró mientras Jesper hablaba.
—Bueno, en el informe decía que podía situar la manufactura del monopatín entre febrero del setenta y ocho y junio del ochenta y seis, ¿no?
—Sí, lo estoy mirando.
—Bueno, ahora puedo recortar más de la mitad de ese periodo. Esta plancha en concreto la fabricaron entre el setenta y ocho y el ochenta. Dos años. No sé si eso significa algo para el caso o no.
Bosch revisó el informe. La corrección de Jesper no tenía importancia, puesto que habían descartado a Trent como sospechoso y el monopatín nunca se había vinculado a Arthur Delacroix. Pero Bosch sentía curiosidad de todos modos.
—¿Cómo lo has sabido? Aquí pone que el mismo modelo se fabricó hasta el ochenta y seis.
—Así fue. Pero esta plancha en particular lleva una fecha. Mil novecientos ochenta.
Bosch estaba desconcertado.
—Espera un momento. ¿Dónde? Yo no vi ninguna…
—Le quité los ejes. Tuve un rato libre aquí y quería ver si había algunas marcas de fábrica. Patentes o algún código interno. No había. Pero entonces vi que alguien había marcado la fecha en la madera. Como si lo hubiera grabado en la parte de abajo y luego hubiera quedado cubierto por el ensamblaje de las ruedas.
—¿Te refieres a cuando hicieron la plancha?
—No, no lo creo. No es un trabajo profesional. De hecho me costó leerlo. Tuve que ponerlo debajo de un cristal y con luz angulada. Creo que era la forma que eligió el propietario original para marcar su plancha en secreto por si había alguna disputa sobre la propiedad. Por si alguien se la robaba. Como decía en el informe, las planchas Boney fueron durante un tiempo las más buscadas. Eran difíciles de conseguir: habría sido más fácil robar una que conseguirla en la tienda. Así que el chico que tenía ésta sacó el eje trasero (las ruedas originales, no éstas) y grabó la fecha. Mil novecientos ochenta A. D.
Bosch miró a Edgar. Estaba al teléfono, hablando tapando el auricular con la mano. Una llamada personal.
—¿Has dicho A. D.?
—Sí, quiere decir Anno Domine, es latín. Significa «año del Señor». Lo he buscado.
—No. Significa Arthur Delacroix.
—¿Qué? ¿Quién es ése?
—Es la víctima, Antoine. Arthur Delacroix, A. D.
—¡Maldita sea! No tenía aquí el nombre de la víctima, Bosch. Enviaste todas estas pruebas cuando era anónimo y nunca lo corregiste, tío. Ni siquiera sabía que lo habíais identificado.
Bosch tenía una sensación de absoluta taquicardia que le impedía escuchar.
—Antoine, no te muevas. Voy para allí.
—Aquí estaré.