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Una secretaria de la oficina de Sheila Delacroix les dijo a Bosch y Edgar que ella estaba trabajando en una oficina de producción provisional en el Westside, donde estaba haciendo el casting de un episodio piloto para una serie de televisión titulada Los liquidadores.

Bosch y Edgar aparcaron en un estacionamiento reservado lleno de Jaguar y BMW y fueron a un almacén que había sido dividido en dos niveles de oficinas. Había carteles de papel enganchados a la pared con la palabra «Casting» y flechas que indicaban el camino. Recorrieron un largo pasillo y subieron por la escalera del fondo.

Cuando llegaron al segundo piso accedieron a otro largo pasillo en el que había una fila de hombres con trajes oscuros arrugados y pasados de moda. Algunos de los hombres llevaban gabardina y sombrero. Unos caminaban y hablaban en voz baja para sus adentros.

Bosch y Edgar siguieron las flechas y entraron en una larga sala llena de sillas en la que habían más hombres con trajes estropeados. Todos miraban mientras sus compañeros se acercaban a un escritorio situado al fondo de la sala donde había una joven sentada, estudiando los nombres que tenía escritos en un sujetapapeles. Había pilas de fotos de 20 x 25 en el escritorio y páginas con los diálogos de un guión. Bosch oyó el sonido ahogado de voces tensas procedente de detrás de una puerta cerrada situada a espaldas de la mujer.

Esperaron hasta que la mujer levantó la cabeza de su sujetapapeles.

—Hemos de ver a Sheila Delacroix —dijo Bosch.

—¿Sus nombres?

—Detectives Bosch y Edgar.

Ella se echó a reír, y Bosch sacó la placa y se la mostró.

—Sois buenos —dijo ella—. ¿Tenéis ya los sides?

—¿Perdón?

—Los sides. ¿Y dónde están vuestras fotos?

Bosch lo entendió.

—No somos actores. Somos polis de verdad. ¿Puede hacer el favor de decirle que necesitamos hablar con ella ahora mismo?

La mujer continuó sonriendo.

—¿Es de verdad ese corte en la mejilla? —dijo ella—. Parece real.

Bosch miró a Edgar e hizo una señal con la cabeza en dirección a la puerta. Simultáneamente rodearon el escritorio de la secretaria uno por cada lado y se acercaron a la puerta.

—¡Eh! ¡Está tomando una prueba! No pueden…

Bosch abrió la puerta y entró en la salita. Sheila Delacroix estaba sentada tras un escritorio, observando a un hombre sentado en una silla plegable situada en el centro de la estancia. Estaba leyendo una página de guión. En una esquina había una mujer joven tras una cámara de vídeo instalada en un trípode. En otra esquina había dos hombres sentados en sillas plegables observando la lectura.

El hombre que leía el guión no se detuvo cuando entraron Bosch y Edgar.

—¡La prueba está en el pudin, estúpido! —dijo—. Ha dejado su ADN en toda la escena del crimen. Ahora levántese y póngase contra la…

—Vale, vale —dijo Delacroix—. Alto ahí, Frank.

Sheila miró a Bosch y Edgar.

—¿Qué es esto?

La mujer del escritorio entró a trompicones tras Bosch y Edgar.

—Lo siento, Sheila, estos tipos acaban de colarse como si fueran polis de verdad.

—Hemos de hablar con usted, Sheila —dijo Bosch—. Ahora mismo.

—Estoy en medio de una prueba. ¿No se dan cuenta de que…?

—Nosotros estamos en medio de una investigación de asesinato, ¿recuerda?

Sheila dejó el bolígrafo en la mesa y levantó los brazos. Se volvió hacia la mujer que manejaba la cámara de vídeo, que estaba enfocada a Bosch y Edgar.

—Jennifer, corta —dijo—. Todo el mundo, necesito unos minutos. Frank, lo siento mucho. Lo estabas haciendo muy bien. ¿Puedes esperar unos minutos? Prometo empezar por ti, en cuanto termine.

Frank se levantó y sonrió brillantemente.

—No hay problema, Sheila. Estaré aquí fuera.

Todo el mundo salió de la sala, dejando a Bosch y Edgar solos con Sheila.

—Bueno —dijo después de que se cerró la puerta—. Con una entrada así, deberían ser actores.

Sheila trató de sonreír, pero no funcionó. Bosch se acercó al escritorio. Continuaba de pie. Edgar se apoyó en la puerta. Habían decidido que Bosch manejaría la situación.

—Estoy haciendo un casting para una serie de dos detectives a los que llaman «Los liquidadores» —dijo ella—, porque tienen un historial impecable de cerrar casos que nadie más parece capaz de cerrar. Supongo que no hay nada parecido en la vida real, ¿no?

—Nadie es perfecto —dijo Bosch—. Ni mucho menos.

—¿Qué es tan importante para que tengan que irrumpir aquí, avergonzándome de este modo?

—Un par de cosas. Pensé que le gustaría saber que encontré lo que estaba buscando anoche…

—Le dije que no estaba…

—… y que su padre ha quedado en libertad hace una hora.

—¿Qué quiere decir en libertad? Anoche dijo que no podría pagar la fianza.

—No habría podido hacerlo, pero ya no se lo acusa de nada.

—Pero él confesó. Dijo que…

—Bueno, ha retirado la confesión esta mañana. Eso fue después de que le dijéramos que íbamos a ponerle en un polígrafo y mencionamos que fue usted quien nos llamó y nos dio la pista que condujo a la identificación de su hermano.

Ella sacudió ligeramente la cabeza.

—No lo entiendo.

—Yo creo que sí, Sheila. Su padre creía que usted había matado a Arthur. Usted era la que siempre le pegaba, la que lo hería, la que hizo que terminara en el hospital aquella vez después de pegarle con un bate. Cuando Arthur desapareció, su padre creyó que tal vez al final había recorrido todo el camino, creyó que lo había matado y había escondido el cadáver. Su padre incluso fue a la habitación de Arthur y se deshizo del pequeño bate por si había vuelto a usarlo.

Sheila puso los codos en el escritorio y ocultó la cara entre las manos. Bosch no se detuvo.

—Así que cuando nosotros nos presentamos empezó a confesar. Quería cargar con el castigo por usted para reparar lo que le había hecho. Por esto.

Bosch sacó del bolsillo el sobre que contenía las fotos. Lo dejó caer en el escritorio, entre los codos de ella. Ella lentamente bajó las manos y lo recogió. No abrió el sobre. No le hacía falta.

—¿Qué tal para una audición, Sheila?

—Ustedes… ¿Es esto lo que hacen? ¿Invadir las vidas de la gente de esta forma? Sus secretos, todo.

—Somos los liquidadores, Sheila. A veces tenemos que serlo.

Bosch vio una caja con botellas de agua en el suelo, al lado de la mesa. Se agachó y abrió una para ella. Miró a Edgar, que negó con la cabeza, Bosch se cogió otra para él, acercó la silla que había usado Frank al escritorio de Sheila y se sentó.

—Escúcheme, Sheila. Usted fue una víctima. Usted era una niña. Él era su padre, era fuerte y tenía el control. No tiene que avergonzarse por haber sido una víctima.

Ella no respondió.

—Sea cual sea el peso con el que carga, es hora de deshacerse de él. Cuéntenos lo que ocurrió. Todo. Creo que hay más de lo que nos ha dicho. Estamos de nuevo en la casilla número uno y necesitamos su ayuda. Estamos hablando de su hermano.

Bosch abrió la botella y tomó un largo trago de agua. Por primera vez se dio cuenta del calor que hacía en la sala. Sheila habló mientras él se tomaba el segundo trago.

—Ahora entiendo algo…

—¿Qué es?

Sheila tenía la mirada en sus manos. Habló como si se estuviera dirigiendo a ella misma. O a nadie.

—Después de que Arthur despareció, mi padre no volvió a tocarme. Yo nunca… Creía que era porque ya no era deseable para él. Estaba gorda, fea. Ahora creo que a lo mejor era porque… temía lo que yo había hecho o lo que era capaz de hacer.

Ella volvió a dejar el sobre en la mesa. Bosch se inclinó de nuevo hacia adelante.

—Sheila, ¿hay algo más sobre aquella época que no nos haya contado antes? ¿Algo que pueda ayudamos?

Ella asintió muy ligeramente y luego bajó la cabeza, ocultándola detrás de sus puños levantados.

—Yo sabía que iba a irse —dijo ella lentamente—. Y no hice nada para detenerlo.

Bosch avanzó hasta el borde de la silla y le habló en voz baja.

—¿Cómo es eso, Sheila?

Hubo una larga pausa antes de que ella respondiera.

—Cuando volví de la escuela ese día, él estaba allí. En su habitación.

—¿Entonces sí volvió a casa?

—Sí, un rato. Tenía la puerta entreabierta y yo miré. Él no me vio. Estaba poniendo cosas en su mochila. Ropa y cosas así. Yo sabía lo que estaba haciendo. Estaba preparando la mochila para marcharse. Yo sólo… Me metí en la habitación y cerré la puerta. Yo quería que se fuera. Supongo que lo odiaba. No lo sé. Pero quería que se fuera. Me quedé en la habitación hasta que se cerró la puerta de la calle.

Sheila levantó la cara y miró a Bosch. Tenía los ojos húmedos, pero Bosch había visto muchas veces antes que con la purga de la culpa y la verdad llegaba la fuerza. Bosch la vio en sus ojos.

—Podría haberlo detenido, pero no lo hice. Y ahora voy a tener que vivir con eso. Ahora que sé lo que le ocurrió…

Su ojos se posaron más allá de Bosch, en algún lugar por encima de su hombro, donde ella podía ver la ola de culpa que se le venía encima.

—Gracias, Sheila —dijo Bosch con suavidad—. ¿Sabe alguna cosa más que pueda ayudarnos?

Ella negó con la cabeza.

—Ahora la dejaremos sola.

Bosch se levantó y devolvió la silla a su lugar en el centro de la sala. Luego volvió al escritorio y cogió el sobre que contenía las polaroids. Se dirigió hacia la puerta del despacho y Edgar la abrió.

—¿Qué le pasará a él? —preguntó Sheila.

Los dos detectives se volvieron. Edgar cerró la puerta. Bosch sabía que se estaba refiriendo a su padre.

—Nada —dijo—. Lo que le hizo a usted hace tiempo que prescribió. Vuelve a su caravana.

Ella asintió sin mirar a Bosch.

—Sheila, puede que en un momento fuera destructivo y temible, pero el tiempo encuentra la forma de cambiar las cosas. Es un círculo. Quita el poder a unos y se lo da a aquellos que no lo tenían. Ahora mismo es su padre el que está destruido. Créame. Ya no puede hacerle daño. No es nada.

—¿Qué harán con las fotografías?

Bosch miró el sobre que tenía en la mano y luego a ella.

—Tienen que quedar en el archivo. Nadie las verá.

—Quiero quemarlas.

—Queme los recuerdos.

Sheila asintió. Bosch se estaba volviendo para salir cuando la oyó reír y se volvió a mirarla. Estaba sacudiendo la cabeza.

—¿Qué?

—Nada. Es que tengo que sentarme aquí todo el día y escuchar a gente que trata de hablar y sonar como ustedes. Y ahora sé que nadie se acercará. Nadie lo hará bien.

—Así es el negocio del espectáculo —dijo Bosch.

Cuando se dirigieron por el pasillo a la escalera, Bosch y Edgar pasaron otra vez al lado de los actores. En la escalera el que se llamaba Frank estaba diciendo su papel en voz alta. Sonrió a los verdaderos detectives cuando pasaron.

—Eh, chicos, ustedes son de verdad, ¿no? ¿Cómo creen que lo he hecho allí dentro?

Bosch no contestó.

—Has estado genial, Frank —dijo Edgar—. Eres un liquidador, tío. La prueba está en el pudin.