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Las comparecencias ante el juez en el centro siempre eran un circo. Cuando Bosch entró en la sala a las nueve menos diez del viernes por la mañana, no vio a ningún juez en el estrado, pero sí una nube de abogados departiendo y moviéndose por el centro de la sala como hormigas en un hormiguero pateado por un niño. Hacía falta ser un veterano experto para conocer y entender lo que estaba ocurriendo en la sala de comparecencias.

Bosch en primer lugar buscó a Sheila Delacroix entre las filas del público, pero no la vio. Después buscó a su compañero y a Portugal, el fiscal, pero tampoco se hallaban en la sala. Sí que vio a dos cámaras preparando el equipo junto a la mesa del alguacil. Su posición les daría una buena perspectiva de los prisioneros cuando empezara la sesión.

Bosch avanzó y pasó por la verja. Sacó la placa y se la mostró al alguacil, que estaba examinando un listado del orden del día.

—¿Tiene a Samuel Delacroix? —preguntó.

—¿Detenido el miércoles o el jueves?

—El jueves, ayer.

El alguacil pasó la hoja superior y recorrió la lista con el dedo. Se detuvo en el nombre de Delacroix.

—Aquí está.

—¿Cuándo le toca?

—Aún nos quedan algunos casos del miércoles. Cuando lleguemos al jueves dependerá de quién sea su abogado. ¿Privado o de oficio?

—Creo que de oficio.

—Van por orden. Una hora, al menos. Y eso si el juez empieza a las nueve. Que yo sepa todavía no ha llegado.

—Gracias.

Bosch se acercó a la mesa de la acusación. Tuvo que rodear a dos grupos de abogados defensores que se explicaban batallitas mientras esperaban a que el juez ocupara su lugar. En la primera posición de la mesa había una mujer a quien Bosch no conocía. Sería la ayudante asignada a la sala. Rutinariamente ella manejaría el ochenta por ciento de los casos, puesto que la mayoría eran menores en naturaleza y no se asignaban a fiscales. Enfrente de ella, en la mesa, había una pila de archivos (los casos de la mañana) de diez centímetros de alto. Bosch volvió a mostrar la placa.

—¿Sabe si George Portugal va a venir a la comparecencia de Delacroix? Es del jueves.

—Sí, va a venir —dijo ella sin levantar la vista—. Acabo de hablar con él.

La mujer levantó la cabeza en ese momento y Bosch notó que su mirada iba hacia el corte de su mejilla. Se había quitado el apósito antes de la ducha de esa mañana, pero la herida seguía siendo muy visible.

—Tardará al menos una hora. Delacroix tiene un abogado de oficio. Eso tiene que doler.

—Sólo cuando sonrío. ¿Me deja usar el teléfono?

—Hasta que salga el juez.

Bosch cogió el teléfono y llamó a la oficina del fiscal, que estaba tres pisos más arriba. Preguntó por Portugal y le pasaron.

—Sí, soy Bosch. ¿Le va bien que suba? Tenemos que hablar.

—Estaré aquí hasta que me llamen para las comparecencias.

—Tardo cinco minutos.

De camino a la salida, Bosch le dijo al alguacil que si se presentaba un detective llamado Edgar lo mandara a la oficina del fiscal. El alguacil le aseguró que así lo haría.

El pasillo estaba repleto de abogados y ciudadanos con algún asunto pendiente con la justicia. Todo el mundo parecía enganchado al móvil. El suelo de mármol y los techos altos recogían las voces y las multiplicaban en una cacofonía de ruido blanco. Bosch se coló en un pequeño bar y tuvo que esperar más de cinco minutos sólo para comprar un café. Después subió por las escaleras de incendios porque no quería perder otros cinco minutos esperando a uno de los ascensores espantosamente lentos.

Cuando entró en el pequeño despacho de Portugal, Edgar ya estaba allí.

—Ya nos estábamos preguntando dónde estaba —dijo Portugal.

—¿Qué diablos te ha pasado? —agregó Edgar al ver la mejilla de Bosch.

—Es una larga historia y ahora voy a explicarla.

Tomó la otra silla, que estaba enfrente del escritorio de Portugal, y dejó el café en el suelo, a su lado. Cayó en la cuenta de que tendría que haber traído para Portugal y Edgar, de manera que decidió no tomárselo delante de ellos.

Abrió el maletín en su regazo y sacó una sección doblada del Los Ángeles Times. Cerró el maletín y lo dejó en el suelo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Portugal, claramente ansioso por conocer el motivo de la reunión.

Bosch empezó a desdoblar el diario.

—Lo que pasa es que estamos acusando al hombre equivocado y que es mejor que lo solucionemos antes de que comparezca ante el juez.

—Mierda. Sabía que iba a decir algo parecido —dijo Portugal—. No sé si quiero oír esto. Va a estropear un caso claro, Bosch.

—No me importa. Si no lo hizo, no lo hizo.

—Pero nos dijo que lo hizo. Varias veces.

—Mire —dijo Edgar a Portugal—. Deje que Harry diga lo que tenga que decir. No queremos estropear nada.

—Puede que sea demasiado tarde para el fiscal que no quiere estropear un caso claro.

—Harry, continúa. ¿Qué pasa?

Bosch les habló de cómo había subido el dummy por Wonderland Avenue y había recreado la supuesta escalada de Delacroix por la empinada pendiente.

—Por poco no llego —dijo, tocándose la mejilla—. Pero la cuestión es que Dela…

—Pero llegó —dijo Portugal—. Si lo hizo, Delacroix también pudo hacerlo. ¿Cuál es el problema con eso?

—El problema es que yo estaba sobrio cuando lo hice y el dice que no lo estaba. Yo también sabía adónde estaba yendo. Sabía que arriba el terreno se nivelaba. Él no lo sabía.

—Eso son menudencias, tonterías.

—No, lo que es una tontería es la historia de Delacroix. Nadie arrastró el cadáver del chico hasta allí arriba.

Portugal negó con la cabeza, frustrado.

—Todo esto son conjeturas aventuradas, detective Bosch. No voy a parar todo este proceso porque…

—Son conjeturas, no conjeturas aventuradas.

Bosch miró a Edgar, pero su compañero no le devolvió la mirada. Tenía una expresión apesadumbrada. Bosch volvió a concentrarse en Portugal.

—Escuche, no he terminado. Hay más. Cuando volví a casa anoche me acordé del gato de Delacroix. Lo dejamos en su caravana y le dije que nos ocuparíamos de él, pero nos olvidamos. Así que volví.

Bosch oyó que Edgar respiraba pesadamente y sabía cuál era el problema. Edgar había quedado fuera de la investigación por decisión de su propio compañero. Para él era vergonzoso enterarse de esa información al mismo tiempo que Portugal. En condiciones normales, Bosch le habría dicho lo que tenía antes de acudir al fiscal, pero no había tiempo para eso.

—Lo único que iba a hacer era dar de comer al gato, pero cuando llegué ya había alguien en la caravana. Era la hija.

—¿Sheila? —dijo Edgar—. ¿Qué estaba haciendo ella allí?

Al parecer la noticia sorprendió a Edgar lo suficiente para que dejara de preocuparse por si Portugal sabía que había quedado fuera de los últimos movimientos de la investigación.

—Estaba registrando la caravana. Dijo que ella también estaba allí por el gato, pero estaba registrando el lugar cuando yo llegué allí.

—¿Para qué? —dijo Edgar.

—Ella no me lo dijo. Dijo que no estaba buscando nada, pero cuando ella se fue yo me quedé y encontré algunas cosas.

Bosch levantó el diario.

—Es la sección metropolitana del domingo. Tiene un artículo bastante largo sobre el caso, más que nada datos genéricos sobre la investigación forense de casos como éste. Pero una fuente no identificada aporta muchos detalles del caso. Sobre todo de la escena del crimen.

La noche anterior, después de leer el artículo por primera vez en la caravana de Delacroix, Bosch había pensado que la fuente era probablemente Teresa Corazon, puesto que la citaban por su nombre en el artículo en relación con información genérica sobre casos de huesos. Bosch conocía los tratos entre periodistas y fuentes; atribución directa por alguna información, no atribución por otra información. Pero la identidad de la fuente no era importante en ese momento y no sacó el tema a colación.

—Así que había un artículo —preguntó Portugal—. ¿Y eso qué significa?

—Bueno, explica que los huesos estaban en una sepultura poco profunda y que parecía que el cadáver había sido enterrado sin utilizar herramientas. También decía que se había enterrado una mochila junto con el cuerpo, y muchos otros detalles. También había detalles que no se mencionaban, por ejemplo no se hablaba del monopatín del chico.

—¿Y? —preguntó Portugal con tono de aburrimiento.

—Que si alguien quería preparar una falsa confesión allí tenía mucha de la información que necesitaba.

—Oh vamos detective. Delacroix nos dio mucho más que los detalles de la escena del crimen. Nos dio el crimen en sí, el viaje en coche con el cadáver, todo eso.

—Todo eso era fácil. No puede probarse que fuera así o no. No había testigos. Nunca encontraremos el coche porque lo aplastaron y lo redujeron al tamaño de una caja de cerillas en algún desguace del valle de San Fernando. Lo único que tenemos es su historia. Y el único punto en que su historia se une a las pruebas físicas es en la escena del crimen. Y todos los detalles que nos ofreció podía haberlos sacado de esto.

Tiró el diario al escritorio de Portugal, pero el fiscal ni siquiera lo miró. Apoyó los codos en la mesa, juntó las palmas de las manos y separó los dedos. Bosch vio que tensaba los músculos bajo las mangas de la camisa y se dio cuenta de que estaba realizando algún tipo de gimnasia para hacer en la oficina. Portugal habló mientras apretaba una mano con la otra.

—Así relajo la tensión.

Al final se detuvo, soltando el aire sonoramente y apoyándose de nuevo en su silla.

—Muy bien, tenía la capacidad de urdir una confesión si quería hacerlo. ¿Por qué iba a querer hacerlo? Estamos hablando de su propio hijo. ¿Por qué iba a decir que mató a su propio hijo si no lo hizo?

—Por esto —dijo Bosch.

Buscó en el bolsillo interior de la americana y sacó un sobre que estaba doblado por la mitad. Se inclinó y suavemente lo dejó encima del periódico en el escritorio de Portugal.

Cuando Portugal cogió el sobre y empezó a abrirlo, Bosch dijo:

—Creo que esto era lo que Sheila estaba buscando anoche en la caravana. Lo encontré en la mesita, al lado de la cama del padre. Estaba debajo del último cajón. Había un escondite allí. Había que sacar el cajón para verlo. Ella no lo hizo.

Portugal sacó del sobre una pila de fotos polaroid. Empezó a revisarlas.

—Oh, Dios —dijo casi inmediatamente—. ¿Es ella? ¿La hija? Yo no quiero ver esto.

Pasó rápidamente las fotos que quedaban y las dejó en el escritorio. Edgar se levantó y se inclinó sobre el escritorio. Con un dedo esparció las fotos para poder verlas. Su mandíbula se tensó, pero no dijo nada.

Las fotos eran viejas. Los marcos blancos estaban amarillentos y el color de las imágenes casi lavado por el tiempo. Bosch usaba constantemente polaroids en su trabajo. Sabía por la degradación de los colores que las fotos del escritorio tenían mucho más de una década y algunas parecían más viejas que otras. Había catorce fotos en total. El denominador común de todas ellas era una niña desnuda. Basándose en los cambios físicos del cuerpo de la niña y la longitud del cabello, Bosch había adivinado que las fotos eran de un periodo de cinco años. La niña sonreía inocentemente en algunas de las fotos. En otras, había tristeza y quizá incluso furia evidente en sus ojos. Bosch supo desde el momento en que las vio por primera vez que eran fotos de Sheila Delacroix.

Edgar se sentó pesadamente. Bosch ya no sabía si estaba enfadado por haber quedado tan atrasado en el caso o por el contenido de las fotos.

—Ayer era pan comido —dijo Portugal—. Hoy es una caja de gusanos. Supongo que va a decirme cuál es su teoría sobre esto, detective Bosch.

Bosch asintió.

—Empezamos con una familia —dijo.

Mientras hablaba, se inclinó para recoger las fotos, cuadró las esquinas y las volvió a meter en el sobre. No le gustaba que estuvieran expuestas. Se quedó con el sobre en la mano.

—Por una razón u otra, la madre es débil —dijo—. Demasiado joven para casarse, demasiado joven para tener hijos. El chico es difícil de llevar. Ve adónde va su vida y decide que no quiere terminar allí. Se larga y deja a Sheila… para que cuide del chico y para que se las apañe con el padre.

Bosch miró primero a Portugal y luego a Edgar para ver cómo estaba yendo. Ambos hombres parecían cautivados por la historia. Bosch levantó el sobre con las fotos y continuó:

—Por supuesto una vida infernal. ¿Y qué podía hacer ella? Podía culpar a la madre, al padre, al hermano. Pero ¿contra quién podía arremeter? Su madre se había ido. Su padre era más fuerte y tenía el control. Eso sólo dejaba… a Arthur.

Se fijó en una sutil sacudida de la cabeza de Edgar.

—¿Qué estás diciendo, que Sheila lo mató? Eso no tiene sentido. Fue ella quien nos llamó y nos dio la identificación.

—Ya lo sé. Pero el padre no sabe que nos llamó ella.

Edgar frunció el ceño. Portugal se inclinó hacia adelante y empezó a hacer su ejercicio con las manos.

—Creo que me he perdido, detective —dijo—. ¿Qué tiene que ver eso con si mató a su hijo o no?

Bosch también se inclinó hacia adelante y se mostró más animado. Levantó de nuevo el sobre, como si fuera la respuesta a todo.

—¿No lo ve? Los huesos. Todas las heridas. Estábamos equivocados. No era el padre el que le pegaba. Era ella. Sheila. Abusaban de ella y ella se daba la vuelta y se convertía en maltratadora. De Arthur.

Portugal dejó caer las manos en la mesa y negó con la cabeza.

—Entonces me está diciendo que mató al chico y que veinte años después llamó para dar una pista clave en la investigación. No irá a decirme que tiene amnesia y no se acuerda de haber matado al chico, ¿verdad?

Bosch no hizo caso del sarcasmo.

—No, estoy diciendo que ella no lo mató. Pero su historial de abusos llevó al padre a sospechar que lo hizo. Durante todos estos años en que Arthur ha faltado, el padre pensaba que había sido ella. Y sabía por qué. —Una vez más Bosch presentó el sobre con las fotos—. Y así ha cargado con la culpa de saber que lo que le había hecho a Sheila era la causa. Entonces aparecieron los huesos, él lo leyó en el diario y sumó dos y dos. Nos presentamos y el padre empezó a confesar antes de que entráramos un metro en su casa.

Portugal levantó las manos.

—¿Por qué?

Bosch había estado cavilando sobre eso desde que había encontrado las fotos.

—Redención.

—Venga, por favor.

—Hablo en serio. El tipo se está haciendo viejo, está agotado. Cuando tienes más para mirar atrás que lo que te queda por delante, empiezas a pensar en lo que has hecho. Tratas de arreglar las cosas. Él cree que su hija mató a su hijo por culpa de sus actos. Así que ahora quiere cargar con el castigo por ella. Después de todo, ¿qué tiene que perder? Vive en una caravana al lado de una autovía y trabaja en el campo de golf. Es un tipo que una vez tuvo ocasión de probar la fama y la fortuna. Mírelo ahora. Podría ver esto como la última oportunidad para arreglado todo.

—Y está equivocado respecto a ella pero no lo sabe.

—Exacto.

Portugal apartó la silla con ruedas del escritorio de una patada y dejó que golpeara la pared de detrás.

—Tengo a un tipo esperando allí abajo al que podría meter en una celda con una mano atada a los cojones y usted entra aquí y me dice que quiere que lo suelte.

Bosch asintió.

—Si estoy equivocado siempre puede acusarlo otra vez. Pero si tengo razón se va a declarar culpable allí abajo. Sin juicios, sin abogados. Nada. Quiere declararse culpable, y si el juez le deja estamos perdidos. Quien realmente mató a Arthur estará a salvo.

Bosch miró a Edgar.

—¿Qué opinas?

—Creo que tu instinto está funcionando.

Portugal sonrió, pero no porque encontrara nota alguna de humor en la situación.

—Dos contra uno. Eso no es justo.

—Hay dos cosas que podemos hacer —dijo Bosch—. Para asegurarnos. Probablemente está abajo en el calabozo ahora. Podemos bajar y decirle que fue Sheila quien nos dio la identificación y preguntarle directamente si la está protegiendo.

—¿Y la otra?

—Pedirle que acepte el polígrafo.

—No sirven para nada. No se admite en…

—No estoy hablando del juicio. Estoy hablando de engañarle. Si está mintiendo no aceptará.

Portugal volvió a acercar la silla a su escritorio. Cogió el periódico y ojeó un instante el artículo. Sus ojos parecieron vagar por el escritorio antes de tomar una decisión.

—De acuerdo —dijo al final—. Vamos a hacerlo. No presentaré cargos. Por ahora.