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Bosch detuvo el coche enfrente de la alcantarilla y paró el motor. No quería atraer la atención de los residentes de Wonderland Avenue. A pesar de la exposición que suponía ir en un coche blanco y negro, esperaba que fuera lo bastante tarde para que todas las cortinas estuvieran echadas.

Bosch estaba solo en el coche, porque su compañero ya se había ido a casa. Se agachó y apretó el botón que levantaba el maletero. Se inclinó hacia la ventanilla y miró a la colina. La unidad de servicios especiales ya había estado allí y había retirado la red de rampas y escaleras que conducían a la escena del crimen. Eso era lo que quería Bosch. Quería que la situación fuera lo más parecida posible a cuando Samuel Delacroix había arrastrado el cadáver de su hijo colina arriba en plena noche.

La linterna se encendió y sorprendió a Bosch momentáneamente: no se había dado cuenta de que tenía el pulgar en el botón. La apagó y observó las tranquilas casas de la rotonda. Bosch estaba siguiendo su instinto al volver al lugar donde había empezado todo. Tenía a un hombre en el calabozo por un asesinato cometido hacía más de veinte años, pero no se sentía cómodo. Algo iba mal y él iba a empezar en la colina.

Después de apagar la luz interior, Bosch abrió la puerta en silencio y salió con la linterna.

En la parte de atrás del coche miró en torno una vez más y levantó el capó. En el maletero tenía el dummy que había pedido a Jesper en el laboratorio de criminalística. En ocasiones se utilizaban dummies en la reconstrucción de los crímenes, particularmente en los suicidios por salto que resultaban sospechosos y en los atropellos con fuga. La División de Investigaciones Científicas tenía un surtido variado en tamaño, de niño a adulto. El peso de los dummies podía manipularse agregando o quitando sacos de arena de medio kilo de los bolsillos con cremalleras del torso y las extremidades.

El dummy que había en el maletero de Bosch tenía las siglas de la división grabadas en el pecho. No tenía rostro. En el laboratorio, Bosch y Jesper habían usado las bolsas de arena para que pesara treinta y cinco kilos, el peso de Arthur Delacroix según la estimación que había hecho Golliher basándose en el tamaño de los huesos y las fotos del chico. El muñeco llevaba una mochila similar a la que se había recuperado en las excavaciones. Estaba llena de trapos viejos del maletero del coche para conseguir un equivalente de las ropas enterradas junto con los huesos.

Bosch dejó la linterna, agarró el dummy por los antebrazos y lo sacó del maletero. Lo sopesó y se lo cargó al hombro izquierdo. Dio un paso atrás para equilibrarse y cogió de nuevo la linterna. Era barata de drugstore, como la que Samuel Delacroix había usado la noche que enterró a su hijo, según él mismo les había dicho. Bosch la encendió, pisó la acera y se encaminó a la colina.

Empezó a escalar, sin embargo, inmediatamente se dio cuenta de que necesitaba ambas manos para agarrarse de las ramas y ayudarse a subir la pendiente. Puso la linterna en uno de los bolsillos de delante, pero su haz iluminó las copas de los árboles y le resultó inútil.

Se cayó dos veces en los primeros cinco minutos y quedó exhausto antes de subir diez metros por la pendiente. Sin la linterna iluminando el camino no vio una pequeña rama sin hojas y ésta le hizo un corte en la mejilla. Bosch maldijo, pero siguió adelante.

A los quince metros, Bosch se tomó el primer descanso, dejando el dummy junto al tronco de un pino de Monterrey y sentándose en el pecho del muñeco. Se sacó la camiseta por fuera de los pantalones y usó la prenda para a contener el flujo de sangre de su mejilla. La herida le escocía por el sudor que le resbalaba por el rostro.

—Muy bien, muchacho, vamos —dijo cuando recuperó el aliento.

Durante los siguientes seis metros tiró del muñeco por la pendiente. Avanzaba con más lentitud, pero era más fácil que cargar todo el peso, y además era la forma que Delacroix les había dicho que recordaba.

Después de otro descanso, Bosch avanzó los últimos diez metros hasta el terreno llano y arrastró el dummy al claro que había bajo las acacias. Se dejó caer de rodillas y se sentó en los talones.

—Y una mierda —dijo mientras jadeaba—. Esto es mentira.

No se imaginaba a Delacroix haciendo eso. Él era probablemente diez años mayor que Delacroix cuando supuestamente había conseguido la misma hazaña, pero Bosch se mantenía en buena forma para un hombre de su edad. También estaba sobrio, algo que Delacroix afirmaba no haber estado aquella noche.

Aunque Bosch había conseguido llevar el muñeco al lugar de la sepultura, su instinto le decía que Delacroix les había mentido. No lo había hecho de la forma en que lo había explicado. O bien no había subido el cuerpo a la colina o alguien le había ayudado. Y había una tercera posibilidad, que Arthur Delacroix hubiera estado vivo y hubiera subido la colina por su propio pie.

La respiración de Bosch volvió finalmente a la normalidad. Bosch reclinó la cabeza y miró a través de la abertura en la cúpula arbórea. Veía el cielo nocturno y una parte de la luna tras una nube. Se dio cuenta de que olía a madera ardiendo en la chimenea de una de las casas de la rotonda.

Sacó la linterna del bolsillo y se agachó hasta una correa cosida en la espalda del dummy. Puesto que bajar el muñeco por la colina no formaba parte de la prueba, pretendía llevarlo por la correa. Estaba a punto de levantarse cuando oyó movimiento en el suelo a unos diez metros a la izquierda.

Bosch inmediatamente extendió la linterna en la dirección del sonido y captó una fugaz visión de un coyote moviéndose entre los arbustos. El animal se apartó velozmente del haz de luz y desapareció. Bosch hizo un barrido con la linterna, pero no volvió a localizarlo. Se levanto y empezó a arrastrar el dummy hacia la pendiente.

La ley de la gravedad hizo que bajar fuera más sencillo que subir, pero no menos traicionero. Mientras cuidadosa y lentamente elegía sus pasos, Bosch se preguntó por el coyote. No sabía cuánto tiempo vivían los coyotes ni si el que él se había encontrado había visto a otro hombre veinte años antes mientras enterraba un cadáver en el mismo lugar.

Bosch bajó la colina sin caerse. Cuando cargaba con el dummy saliendo de la curva vio al doctor Guyot y a su perra al lado de su coche. La perra iba con correa. Bosch fue rápidamente al maletero, echó dentro el muñeco y cerró de golpe. Guyot rodeó el coche.

—Detective Bosch.

Se lo pensó mejor antes de preguntarle a Bosch qué estaba haciendo.

—Doctor Guyot, ¿cómo está?

—Mejor que usted, me temo. Ha vuelto a hacerse daño. Parece una laceración dolorosa.

Bosch se tocó la mejilla. Todavía le escocía.

—No pasa nada, es sólo un arañazo. Será mejor que deje a Calamidad con su correa. Acabo de ver un coyote allí arriba.

—Sí, nunca le suelto la correa por la noche. Las colinas están llenas de coyotes. Los oímos por la noche. Será mejor que me acompañe a casa. Puedo curarle eso. Si no lo hace bien le quedará cicatriz.

Un recuerdo de Julia Brasher preguntándole por sus cicatrices asaltó de repente la mente de Bosch. Miró a Guyot.

—De acuerdo.

Dejaron el coche en la rotonda y bajaron caminando hasta la casa de Guyot. En el despacho de atrás Bosch se sentó al escritorio mientras el doctor le limpiaba el corte en la mejilla y luego usaba dos apósitos para cubrirla.

—Creo que se pondrá bien —dijo Guyot mientras cerraba su maletín de primeros auxilios—. Aunque no sé si puedo decir lo mismo de su camiseta.

Bosch miró la camiseta, cuya parte inferior estaba teñida de sangre.

—Gracias por curarme, doctor. ¿Cuánto tiempo tengo que llevar esto puesto?

—Unos días, si puede soportarlo.

Bosch se tocó la mejilla con suavidad. Se le estaba hinchando ligeramente, pero la herida ya no le escocía. Guyot se volvió de su maletín de primeros auxilios y miró a Bosch, quien supo que quería decir algo. Creyó que iba a preguntarle por el muñeco.

—¿Qué pasa, doctor?

—La agente que estuvo aquí esa primera noche. ¿Fue la mujer que murió?

Bosch asintió.

—Sí, fue ella.

Guyot sacudió la cabeza en un gesto de genuina tristeza. Lentamente rodeó el escritorio y se hundió en el sillón.

—Es curioso cómo son a veces las cosas —dijo—. Reacción en cadena. El señor Trent del otro lado de la calle. Esa agente. Todo porque un perro encontró un hueso. La cosa más natural del mundo.

Bosch sólo pudo asentir. Empezó a meterse la camiseta para ver si podía ocultar la parte manchada de sangre.

Guyot miró a su perra, que estaba tumbada al lado de la silla de escritorio.

—Ojalá nunca le hubiera soltado la correa —dijo—. Ojalá.

Bosch rodó con la silla para separarse del escritorio y se levantó. Se miró el torso. La mancha de sangre quedaba oculta, pero poco importaba porque la camiseta estaba empapada de sudor.

—No lo sé, doctor Guyot —dijo Bosch—. Creo que si empieza a pensar así, nunca podría volver a salir por esa puerta.

Ambos se miraron e intercambiaron expresiones de asentimiento. Bosch se señaló la mejilla.

—Gracias por esto —dijo—. Encontraré la salida. —Se volvió hacia la puerta.

Guyot lo detuvo.

—En el avance informativo han dicho que la policía ha anunciado una detención en el caso. Iba a verlo a las once.

Bosch lo miró desde el umbral.

—No crea todo lo que dicen por televisión.