A las siete de la tarde Bosch y Edgar llevaron a Samuel Delacroix al centro para acusarlo del cargo de homicidio en el Parker Center. Con la participación de Portugal habían interrogado a Delacroix durante casi otra hora entera, cosechando sólo unos pocos detalles sobre el crimen. El recuerdo del padre de la muerte de su hijo se había erosionado por veinte años de culpa y whisky.
Portugal salió de la sala, creyendo que el caso era pan comido. Bosch, en cambio, no estaba tan seguro. Nunca recibía de tan buen grado las confesiones voluntarias como otros detectives y fiscales. Creía que el auténtico remordimiento era algo raro en este mundo. Trataba las confesiones no anticipadas con extremo cuidado, buscando siempre lo que se ocultaba tras las palabras. Para él, cada caso era como un edificio en construcción. Cuando surgía una confesión, ésta se convertía en el bloque de hormigón sobre el que se apoyaba toda la estructura. Si estaba mal mezclado o mal vertido, la casa podría no resistir el embate del primer terremoto. Cuando llevaba a Delacroix al Parker Center, Bosch no pudo evitar pensar que había fisuras en los cimientos de la casa. Y que se avecinaba un terremoto.
El timbrazo del móvil interrumpió los pensamientos de Bosch. Era la teniente Billets.
—Os habéis ido antes de que pudiéramos hablar.
—Lo estamos llevando al centro.
—Estás contento.
—Bueno… no puedo hablar.
—¿Estás en el coche con él?
—Sí.
—Tengo a Irving y a Relaciones con los Medios llamándome. Supongo que ya se ha corrido la voz a través de la fiscalía de que se van a presentar cargos. ¿Cómo quieres que lo manejemos?
Bosch miró el reloj. Suponía que después de presentar cargos contra Delacroix podrían llegar a la casa de Sheila a las ocho. El problema era que un anuncio a los medios de comunicación podría suponer que los periodistas llegarían antes.
—¿Sabe qué le digo? Queremos llegar a la hija antes. ¿Puede contactar con la oficina del fiscal y ver si pueden esperar hasta las nueve? Y lo mismo con Relaciones con los Medios.
—No hay problema. Y mira, después de dejar al tipo, llámame cuando puedas hablar.
—Lo haré.
Cerró el teléfono y miró a Edgar.
—Lo primero que debe de haber hecho Portugal ha sido llamar a su oficina de prensa.
—Lo suponía. Probablemente es su primer caso grande. Va a sacarle todo el partido que pueda.
—Sí.
Condujeron en silencio durante unos minutos más. Bosch pensó en lo que le había insinuado a Billets. No podía determinar cuál era el motivo de su desazón. El caso estaba pasando del reino de la investigación policial al reino del sistema judicial. Todavía había un montón de trabajo de investigación que hacer, pero todos los casos cambiaban cuando se presentaban cargos contra un sospechoso, se ponía a éste bajo custodia y se iniciaba el proceso de acusación. La mayoría de las veces, Bosch tenía una sensación de alivio y plenitud en el momento en que se acusaba a un criminal. Se sentía como el príncipe de la ciudad, sentía que de alguna manera había marcado una diferencia. Pero no era así como se sentía y no estaba seguro del porqué.
Al final se sacudió los sentimientos que le producían sus pasos en falso y los movimientos incontrolables del caso. No tenía mucho que celebrar, ni motivos para sentirse el príncipe de la ciudad cuando el caso había costado tanto. Sí, tenían en el coche al homicida confeso de un chico e iban a llevarlo a la cárcel. Pero Nicholas Trent y Julia Brasher estaban muertos. Sus fantasmas siempre ocuparían las habitaciones de la casa que había construido con la investigación. Siempre le acecharían.
—¿Estaba hablando de mi hija? ¿Van a hablar con ella?
Bosch miró por el espejo. Delacroix estaba inclinado hacia adelante, porque tenía las manos esposadas a la espalda. Bosch tuvo que ajustar el retrovisor y encender la luz interior para verle los ojos.
—Sí. Iremos a darle la noticia.
—¿Tienen que hacerlo? ¿Tienen que meterla en esto?
Bosch observó al sospechoso por el retrovisor durante un momento. La mirada de Delacroix iba adelante y atrás.
—No tenemos elección —dijo Bosch—. Se trata de su hermano, de su padre.
Bosch se puso en el carril de salida de la autovía. Estarían en la entrada de atrás del Parker Center en cinco minutos.
—¿Qué van a decirle?
—Lo que usted nos ha contado. Que usted mató a Arthur. Queremos decírselo antes de que se entere por los periodistas o por las noticias.
Bosch miró el espejo. Vio que Delacroix asentía. Entonces los ojos del hombre se levantaron y miraron a Bosch en el espejo.
—¿Puede decirle algo de mi parte?
—¿Qué?
Bosch buscó en el bolsillo de la chaqueta la grabadora, pero recordó que no la llevaba. Maldijo en silencio a Bradley y su propia decisión de colaborar con Asuntos Internos.
Delacroix se quedó callado un momento. Movió la cabeza mientras miraba de un lado a otro como si buscara las palabras de lo que quería decirle a su hija. Entonces volvió a mirar al espejo y habló.
—Sólo dígale que lo siento por todo. Dígaselo así. Que lo siento por todo. Dígale eso.
—Lo siente por todo. Entendido. ¿Algo más?
—No, sólo eso.
Edgar se movió en su asiento para poder mirar a Delacroix.
—Lo siente, ¿eh? —dijo—. Parece un poco tarde después de veinte años, ¿no le parece?
Bosch dobló por Los Ángeles Street. No pudo ver la reacción de Delacroix en el espejo.
—Usted no sabe nada —replicó Delacroix de mal humor—. Llevo veinte años llorando.
—Sí —contraatacó Edgar—, llorando en su whisky. Pero no lo suficiente para hacer nada hasta que nosotros aparecimos. No lo suficiente para tirar la botella y entregarse y sacar a su hijo del polvo cuando aún quedaba lo bastante de él para enterrarlo como es debido. Ahora sólo quedan huesos, ¿sabe? Huesos.
Bosch miró por el espejo. Delacroix sacudió la cabeza y se inclinó todavía más hacia adelante, hasta que su cabeza quedó apoyada en el respaldo del asiento.
—No podía —dijo—. Ni siquiera…
Se detuvo y Bosch miró por el espejo cuando Delacroix se encogía de hombros. Estaba llorando.
—¿Ni siquiera qué? —preguntó Bosch en voz alta.
Entonces oyó que Delacroix vomitaba en el suelo de la parte de atrás.
—Ah, mierda —gritó Edgar—. Sabía que iba a pasar esto.
El coche se llenó del olor acre de una celda de borrachos: vómito de base alcohólica. Bosch bajó la ventanilla del todo, a pesar del frío aire de enero. Edgar hizo lo mismo. Bosch metió el coche en el Parker Center.
—Creo que es tu turno —dijo Bosch—. A mí me tocó la última vez. El testigo que sacamos del Bar Marmount.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Edgar—. Es justo lo que quería hacer antes de comer.
Bosch aparcó en uno de los huecos cercanos a las puertas de entrada que estaban reservadas para vehículos que llevaban detenidos. Un agente apostado en la puerta se acercó al coche.
Bosch se acordó de la queja de Julia Brasher por tener que limpiar el vómito de los coches patrulla. Era casi como si le estuviera dando un codazo en las costillas otra vez, haciéndole sonreír a pesar del dolor.