Bosch identificó a los tres ocupantes de la sala de interrogatorios y anunció la fecha y la hora, aunque ambas cosas estarían impresas en la franja inferior del vídeo que registraba la sesión. Puso un documento con los derechos constitucionales en la mesa y le dijo a Delacroix que quería leerle sus derechos una vez más. Cuando hubo terminado, pidió a Delacroix que firmara el formulario y puso éste en un rincón de la mesa. Tomó un trago de café y empezó.
—Señor Delacroix, antes me ha expresado su deseo de hablar de lo que ocurrió con su hijo Arthur en mil novecientos ochenta. ¿Todavía quiere hablar con nosotros de eso?
—Sí.
—Empecemos con las preguntas básicas y luego podremos volver y cubrir todo lo demás. ¿Causó usted la muerte de su hijo Arthur Delacroix?
—Sí, lo hice.
Lo dijo sin vacilación ni emoción.
—¿Usted lo mató?
—Sí, lo maté. No quería, pero lo hice. Sí.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Fue en mayo, creo, de mil novecientos ochenta. Creo que fue entonces. Ustedes probablemente saben más que yo.
—Por favor, no suponga eso. Le ruego que conteste todas las preguntas lo mejor que sepa y recuerde.
—Lo intentaré.
—¿Dónde murió su hijo?
—En la casa donde vivíamos entonces. En su habitación.
—¿Cómo murió? ¿Le golpeó?
—Oh, sí, yo…
El frío planteamiento del interrogatorio que había adoptado Delacroix se erosionó y su rostro pareció cerrarse. Se secó la comisura de los ojos con la base de la mano.
—¿Le golpeó?
—Sí.
—¿Dónde?
—No sé, en todas partes.
—¿También en la cabeza?
—Sí.
—¿Ha dicho que eso fue en la habitación de su hijo?
—Sí, en su habitación.
—¿Con qué le golpeó?
—¿Qué quiere decir?
—¿Usó los puños o algún objeto?
—Sí, las dos cosas. Las manos y un objeto.
—¿Con qué objeto golpeó a su hijo?
—No puedo acordarme. Tendría que… era algo que tenía allí. En su habitación. Tengo que pensarlo.
—Volveremos sobre eso, señor Delacroix. ¿Por qué ese día…? Antes que nada, ¿cuándo ocurrió? ¿A qué hora del día?
—Era por la mañana. Después de que Sheila (mi hija) se hubiera ido a la escuela. Es lo único que recuerdo, que Sheila se había ido.
—¿Y su mujer, la madre del chico?
—Ah, ella se había ido hacía mucho. Ella es la razón por la que empecé…
Se detuvo. Bosch supuso que iba a culpar a su esposa de su alcoholismo, lo cual la culparía de todo lo que surgió de ese alcoholismo, incluido el asesinato.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con su esposa?
—Exesposa. No he hablado con ella desde el día que se marchó. Eso fue…
No terminó. No podía recordar cuánto tiempo hacía.
—¿Y su hija? ¿Cuándo habló con ella por última vez?
Delacroix apartó la mirada de Bosch y la bajó a las manos, que tenía en la mesa.
—Hace mucho —dijo.
—¿Cuánto?
—No me acuerdo. No hablamos. Ella me ayudó a comprar la caravana. Eso fue hace cinco o seis años.
—¿No ha hablado con ella esta semana?
Delacroix levantó la cabeza con expresión de sorpresa.
—¿Esta semana? No. ¿Por qué iba a…?
—Déjeme a mí hacer las preguntas. ¿Y las noticias? ¿Había leído algún diario o visto las noticias de la tele en las últimas dos semanas?
Delacroix negó con la cabeza.
—No me gusta lo que pasan ahora por televisión. Me gusta ver vídeos.
Bosch se dio cuenta de que se había desviado de la cuestión. Decidió volver a la historia principal. Lo importante en ese momento era conseguir una confesión clara y simple del asesinato de Arthur Delacroix. Tenía que ser lo bastante sólida y detallada para sostenerse. Bosch no dudaba de que después de que Delacroix consiguiera un abogado retiraría la confesión. Siempre sucedía lo mismo. Pondrían en cuestión todo, desde los procedimientos hasta el estado mental del sospechoso, y la obligación de Bosch era no sólo obtener la confesión, sino asegurarse de que sobreviviría y podría ser presentada a los doce miembros de un jurado.
—Volvamos a su hijo Arthur. ¿Recuerda con qué objeto le golpeó el día de su muerte?
—Estoy pensando que sería con el bate de béisbol pequeño que tenía. Era un bate en miniatura, un souvenir de un partido de los Dodgers.
Bosch asintió. Sabía de qué estaba hablando. Vendían bates en las paradas de recuerdos que eran como las viejas porras que llevaban los polis hasta que pasaron a los bastones metálicos. Podían ser letales.
—¿Por qué le pegó?
Delacroix bajó la mirada a sus manos. Bosch se fijó en que ya no le quedaban uñas. Dolía de sólo mirarlo.
—¿Eh? No lo recuerdo. Probablemente estaba borracho. Yo…
Otra vez las lágrimas brotaron en un estallido y él hundió la cara en sus torturadas manos. Bosch aguardó hasta que dejó caer las manos y continuó.
—Él… Él tendría que haber estado en la escuela. Y no estaba. Entré en la habitación y lo vi allí. Me enfurecí. Pagaba mucho dinero (dinero que no tenía) para que fuera a esa escuela. Empecé a gritar. Empecé a pegarle y entonces…, entonces cogí el bate y le pegué. Supongo que le pegué demasiado fuerte. No quería.
Bosch aguardó otra vez, pero Delacroix no continuó.
—¿Estaba muerto?
Delacroix asintió.
—¿Eso significa que sí?
—Sí. Sí.
Hubo un suave golpe en la puerta. Bosch le hizo una señal a Edgar y éste se levantó y salió. Bosch supuso que era el fiscal, pero no iba a interrumpirse para hacer presentaciones. Continuó.
—¿Qué hizo después? Después de que Arthur estuviera muerto.
—Lo saqué por detrás y bajé las escaleras hasta el garaje. Nadie me vio. Lo puse en el maletero del coche. Luego volví a su habitación, la limpié y puse algunas prendas de ropa en una bolsa.
—¿Qué clase de bolsa?
—Era la bolsa de su escuela. Una mochila.
—¿Qué prendas puso dentro?
—No lo recuerdo. Lo que saqué del cajón.
—Muy bien. ¿Puede describir esa mochila?
Delacroix se encogió de hombros.
—No me acuerdo. Era una mochila normal.
—Muy bien, después de que puso la ropa, ¿qué hizo?
—Puse la mochila en el maletero y lo cerré.
—¿Qué coche era?
—Era mi Impala del setenta y dos.
—¿Todavía lo tiene?
—Ojalá. Era un clásico. Pero lo destrocé. Fue la primera vez que me detuvieron por conducir borracho.
—¿Qué quiere decir que lo destrozó?
—Siniestro total. Lo estampé contra una palmera de Beverly Hills. Quedó como un acordeón. Lo llevaron a un depósito de chatarra.
Bosch sabía que seguir la pista a un coche de treinta años era muy difícil, pero la noticia de que el vehículo había sido desguazado terminó con toda esperanza de encontrarlo y buscar indicios en el maletero.
—Entonces volvamos a su historia. Tenía el cadáver en el maletero. ¿Cuándo se deshizo de él?
—Esa noche. Tarde. Al no volver de la escuela empezamos a buscarlo.
—¿Empezamos?
—Sheila y yo. Dimos una vuelta en coche y buscamos. Fuimos a todos los sitios donde hacían skate.
—¿Y todo ese tiempo el cadáver de Arthur estaba en el maletero del coche en el que iban?
—Eso es. Verá, no quería que ella supiera lo que yo había hecho. La estaba protegiendo.
—Entiendo. ¿Presentó denuncia de la desaparición en la policía?
Delacroix negó con la cabeza.
—No. Fui a la comisaría de Wilshire y hablé con el poli de la entrada. Me dijo que Arthur probablemente se había fugado y volvería. Que le diera unos días. Así que no hice la denuncia.
Bosch trataba de cubrir todos los marcadores posibles, revisando los hechos de la historia que podían ser verificados a fin de utilizarlos para respaldar la confesión cuando Delacroix y su abogado la retiraran y la negaran. La mejor manera de hacerlo era con pruebas sólidas o hechos científicos, pero cruzar historias también era importante. Sheila Delacroix ya había explicado a Edgar y Bosch que ella y su padre habían ido en coche hasta la comisaría de policía la noche que Arthur no había vuelto a casa. El padre entró mientras ella esperaba en el coche. Pero Bosch no había encontrado ninguna denuncia de desaparición. La explicación de Delacroix encajaba.
—Señor Delacroix, ¿se siente cómodo hablando conmigo?
—Sí, claro.
—¿No se está sintiendo coaccionado o amenazado de algún modo?
—No, estoy bien.
—Está hablándome con libertad, ¿verdad?
—Eso es.
—De acuerdo, ¿cuándo sacó el cadáver de su hijo del maletero?
—Más tarde. Después de que Sheila se fuera a dormir, volví a coger el coche y fui a buscar un sitio para esconder el cuerpo.
—¿Y dónde fue eso?
—En las colinas. En Laurel Canyon.
—¿Recuerda el lugar concreto?
—No demasiado. Subí por Lookout Mountain, más arriba de la escuela. Subí por allí. Estaba oscuro y yo…, bueno, estaba borracho porque me sentía mal por el accidente, ¿sabe?
—¿Accidente?
—Le había pegado a Arthur demasiado fuerte.
—Ah. Así que más arriba de la escuela, ¿se acuerda de en qué calle estaba?
—Wonderland.
—Wonderland. ¿Está seguro?
—No, pero creo que era esa calle. He pasado todos estos años… He tratado de olvidar lo máximo posible.
—¿Entonces está diciendo que estaba borracho cuando escondió el cadáver?
—Estaba borracho. ¿Cree que no tendría que haberme emborrachado?
—No importa lo que yo piense.
Bosch sintió el primer temblor de peligro. A pesar de que Delacroix estaba ofreciendo una confesión completa, Bosch había obtenido información que también podía dañar el caso. El hecho de que Delacroix estuviera borracho podría explicar por qué el cuerpo había sido tirado apresuradamente en la colina boscosa y cubierto rápidamente con tierra suelta y pinaza. Pero Bosch recordaba las dificultades que él mismo había tenido para subir la colina y no podía imaginar a un hombre ebrio haciendo lo mismo mientras cargaba y arrastraba el cadáver de su propio hijo.
Por no hablar de la mochila. ¿La había llevado junto con el cuerpo o Delacroix había subido la colina una segunda vez con la mochila, encontrando de algún modo el mismo lugar donde había dejado el cadáver en la oscuridad?
Bosch observó a Delacroix, tratando de decidir qué dirección tomar. Tenía que ser cuidadoso. Sería un suicidio para el caso obtener una respuesta que luego un abogado defensor podría explotar durante días en el tribunal.
—Lo único que recuerdo —dijo Delacroix, desatado de repente— es que tardé mucho. Me pasé casi toda la noche. Y recuerdo que lo abracé con todas mis fuerzas antes de ponerlo en el hoyo. Fue casi como un funeral para él.
Delacroix asintió y miró a Bosch a los ojos, como si estuviera buscando el reconocimiento de que lo había hecho bien. Bosch no expresó nada en su mirada.
—Empecemos con eso —dijo—. El hoyo donde lo puso. ¿Qué profundidad tenía?
—No era muy profundo. Medio metro o poco más.
—¿Cómo lo cavó? ¿Llevaba herramientas?
—No, no pensé en eso. Así que tuve que hacerlo con mis propias manos. Tampoco era muy largo.
—¿Y la mochila?
—Eh, también la puse allí, en el hoyo. Pero no estoy seguro.
Bosch asintió.
—Vale. ¿Recuerda algo más del lugar? ¿Era empinado, llano, embarrado?
Delacroix negó con la cabeza.
—No me acuerdo.
—¿Había casas?
—Había algunas muy cerca, sí, pero nadie me vio, si se refiere a eso.
Bosch finalmente concluyó que se estaba adentrando en un camino peligroso de cara al juicio. Tenía que parar, retroceder y aclarar algunos detalles.
—¿Y el monopatín de su hijo?
—¿Qué pasa?
—¿Qué hizo con él?
Delacroix se inclinó hacia adelante para considerarlo.
—¿Sabe?, no me acuerdo.
—¿Lo enterró con él?
—No puedo… No lo recuerdo.
Bosch esperó un largo rato para ver si surgía algo. Delacroix no dijo nada.
—Bien, señor Delacroix, vamos a tomarnos un descanso mientras hablo con mi compañero. Quiero que piense en lo que estábamos hablando ahora. Sobre el lugar al que llevó a su hijo. Necesito que recuerde más del lugar y también del monopatín.
—Vale, lo intentaré.
—Le traeré más café.
—Gracias.
Bosch se levantó y se llevó los vasos vacíos. Inmediatamente fue a la sala de visionado y abrió la puerta. Allí estaba Edgar con otro hombre. El hombre, a quien Bosch no reconoció, estaba mirando a Delacroix por el espejo monodireccional. Edgar estaba estirándose para apagar el vídeo.
—No lo apagues —dijo Bosch con rapidez.
Edgar se detuvo.
—Déjalo en marcha. Si empieza a recordar algo más, no quiero que nadie intente decir que se lo dijimos nosotros.
Edgar asintió. El otro hombre se volvió desde la ventana y tendió la mano. No aparentaba más de treinta años. Tenía el pelo oscuro peinado hacia atrás y una piel muy pálida. Sonreía abiertamente.
—Hola, soy George Portugal, ayudante del fiscal del distrito.
Bosch dejó los vasos vacíos en la mesa y le estrechó la mano.
—Parece que tienen un caso interesante —dijo Portugal.
—Cada vez más —dijo Bosch.
—Bueno, por lo que he visto en los últimos diez minutos, no tienen de qué preocuparse. Es pan comido.
Bosch asintió, pero no le devolvió la sonrisa. Se aguantó las ganas de reírse de la inanidad de la afirmación de Portugal. Sabía que no debía fiarse del instinto de los fiscales jóvenes. Pensó en todo lo que había ocurrido antes de llevar a Delacroix al otro lado del cristal. Y sabía que no había nada que fuera pan comido.