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Bosch se asomó al despacho de la teniente Billets. Ella estaba de lado en su escritorio, trabajando con el ordenador de la mesa auxiliar. Había despejado el escritorio y estaba preparada para irse a casa.

—¿Sí? —dijo sin levantar la cabeza para ver quién era.

—Parece que tenemos suerte —dijo Bosch.

Ella se volvió del ordenador y vio que era Bosch.

—Déjame adivinarlo. Delacroix os invita a pasar, se sienta y confiesa.

Bosch asintió.

—Más o menos.

Los ojos de la teniente se abrieron por la sorpresa.

—Me estás tomando el pelo.

—Dice que lo hizo. Hemos tenido que hacerle callar para poderlo traer aquí y grabarlo. Es como si hubiera estado esperando a que nos presentásemos.

Billets hizo algunas preguntas más y Bosch terminó de narrarle toda la visita a la caravana, incluido el problema que habían tenido al no disponer de una grabadora para registrar la confesión de Delacroix. Billets estaba cada vez más preocupada y enfadada, tanto con Bosch y Edgar por no estar preparados como con Bradley y Asuntos Internos porque no habían devuelto la grabadora de Bosch.

—Lo único que puedo decir es que es mejor no vender la pieza antes de cazarla —dijo Billets, refiriéndose a la posibilidad de un desafío legal a cualquier confesión porque las palabras iniciales de Delacroix no estaban en cinta—. Si perdemos el caso por una cagada nuestra…

No terminó la frase, pero no era necesario.

—Mire, creo que irá todo bien. Edgar copió todo lo que él dijo al pie de la letra. Paramos en cuanto vimos que teníamos lo suficiente para detenerlo y ahora lo grabaremos todo con sonido y vídeo.

Billets pareció aplacarse mínimamente.

—¿Y qué hay del caso Miranda? Estás seguro de que no tendremos problemas por no leerle los derechos —dijo ella, la última parte no como una pregunta sino como una orden.

—No me lo parece. Empezó a largar antes de que tuviéramos tiempo de aconsejarle. Después siguió hablando. Algunas veces la cosa va así. Estás preparado para echar la puerta abajo y ellos van y te invitan a entrar. El abogado que se consiga puede tener un ataque al corazón y ponerse a gritar, pero no sacará nada. Estamos limpios, teniente.

Billets asintió, una señal de que Bosch la estaba convenciendo.

—Ojalá todos fueran tan fáciles —dijo ella—. ¿Y la fiscalía?

—Ahora voy a llamarlos.

—Muy bien, ¿en qué sala por si quiero echar un vistazo?

—En la tres.

—Vale, Harry. A por él.

Ella se volvió a su ordenador. Bosch le lanzó un saludo y estaba a punto de escabullirse cuando se detuvo. Billets sintió que no se había marchado y se volvió a mirarlo.

—¿Qué pasa?

Bosch se encogió de hombros.

—No lo sé. Todo el camino he estado pensando en lo que podríamos haber evitado si hubiéramos ido directos a por él en lugar de recoger cuerda.

—Harry, sé en lo que estás pensando y no hay modo en el mundo de que hubieras podido saber que este tipo (después de veintitantos años) estuviera esperando a que llamarais a su puerta. Lo has llevado de la forma correcta y si tuvieras que hacerlo otra vez volverías a hacerlo igual. Acorralas a la presa. Lo que le ocurrió a la agente Brasher no tiene nada que ver con la forma en que has llevado el caso.

Bosch miró un momento a su teniente y asintió. Lo que ella acababa de decir le serviría para apaciguar su conciencia.

Billets se volvió de nuevo a su ordenador.

—Como te he dicho, a por él.

Bosch volvió a la mesa de homicidios para llamar a la oficina del fiscal del distrito y comunicar que se había realizado una detención en un caso de asesinato y que iba a tomarse una confesión. Habló con una supervisora llamada O’Brien y le dijo que él o su compañero irían a presentar cargos a final del día. O’Brien, que sólo conocía el caso por la prensa, dijo que quería enviar un fiscal a la comisaría para supervisar cómo se manejaba la confesión y los posteriores pasos a dar en el caso.

Bosch sabía que con la hora punta de tráfico pasarían al menos cuarenta y cinco minutos antes de que el fiscal llegara a la comisaría. Le dijo a O’Brien que el fiscal sería bienvenido, pero que no iba a esperar a nadie para tomar la confesión del sospechoso. O’Brien le sugirió que debería hacerlo.

—Mire, este tipo quiere hablar —dijo Bosch—. Dentro de cuarenta y cinco minutos o una hora puede ser otra historia. No podemos esperar. Dígale a su hombre que llame a la puerta tres cuando llegue aquí. Le dejaremos entrar en cuanto podamos.

En un mundo perfecto el fiscal estaría allí durante el interrogatorio, pero con los años de trabajo Bosch sabía que una conciencia culpable no siempre se mantenía así. Cuando alguien te dice que quiere confesar un asesinato, no esperas, enciendes la grabadora y le dices: «Cuéntamelo».

O’Brien aceptó de mala gana, citando sus propias experiencias, y ambos colgaron. Bosch inmediatamente volvió a levantar el teléfono, llamó a Asuntos Internos y preguntó por Carol Bradley. Le pasaron.

—Soy Bosch, de la comisaría de Hollywood, ¿dónde está mi puta grabadora?

Hubo silencio por respuesta.

—¿Bradley? ¿Hola? Me está…

—Estoy aquí. Tengo aquí su grabadora.

—¿Por qué se la llevó? Le dije que escuchara la cinta, no que se llevara mi grabadora que no la necesitaba más.

—Quería revisarla y comprobar la cinta para asegurarme de que era continua.

—Entonces ábrala y saque la cinta. No se lleve la grabadora.

—Detective, a veces necesitan la grabadora original para autentificar la cinta.

Bosch negó con la cabeza, frustrado.

—Joder, ¿por qué está haciendo eso? Saben de dónde ha salido la filtración, ¿por qué pierde tiempo?

Otra vez una pausa precedió a la respuesta.

—Tengo que comprobarlo todo. Detective, tengo que llevar a cabo mi investigación según mis criterios.

Esta vez Bosch se quedó callado unos segundos, preguntándose si se estaba perdiendo algo, si había algo más en juego. Al final decidió que no podía preocuparse por eso. Tenía que mantener la concentración en su presa, en su caso.

—Comprobarlo todo, eso está muy bien —dijo—. Bueno, yo casi me he perdido una confesión hoy porque no tenía mi grabadora. Le agradecería mucho que me la devolviera.

—He terminado con ella y voy a ponerla en un correo interno ahora mismo.

—Gracias. Adiós.

Bosch colgó justo cuando Edgar apareció en la mesa con tres tazas de café. Le hizo pensar a Bosch en algo que tenían que hacer.

—¿Quién está de guardia? —preguntó.

—Estaba Mankiewicz —dijo Edgar—. Y también Young.

Bosch pasó el café del vaso de plástico a una taza que sacó de su cajón. Entonces levantó el teléfono y marcó el número de la oficina de guardia. Contestó Mankiewicz.

—¿Tienes a alguien en la cueva de los murciélagos?

—¿Bosch? Pensaba que ibas a tomarte unos días.

—Pensabas mal. ¿Qué me dices de la cueva?

—No, no hay nadie hasta las ocho. ¿Qué necesitas?

—Estoy a punto de conseguir una confesión y no quiero que un abogado pueda abrir la caja después de que yo la cierre. Mi hombre huele a Ancient Age, pero creo que está bien. Me gustaría tomar una lectura, de todos modos.

—¿Es el caso de los huesos?

—Sí.

—Mándamelo y yo lo haré. Estoy autorizado.

—Gracias, Mank.

Colgó y miró a Edgar.

—Llevémoslo a la cueva y que sople. Sólo para estar seguros.

—Buena idea.

Ambos se llevaron los cafés a la sala de interrogatorios número 3, donde antes habían esposado a Delacroix a la anilla del centro de la mesa. Le soltaron las esposas y le dejaron que tomara unos sorbos de café antes de llevarlo al pequeño calabozo de la comisaría. El calabozo consistía básicamente en dos grandes celdas para borrachos y prostitutas. Los detenidos por cuestiones más importantes normalmente eran transportados a la cárcel de la ciudad o del condado. Había una tercera celda conocida como la cueva de murciélagos, porque medían el alcohol en sangre.

Se reunieron con Mankiewicz en el pasillo y lo siguieron a la cueva, donde el sargento conectó el aparato e instruyó a Delacroix para que soplara por un tubo de plástico conectado a la máquina. Bosch se fijó en que Mankiewicz llevaba una cinta de luto por Brasher en su placa.

En unos segundos tuvieron el resultado. Delacroix sopló 0,003, lejos del límite legal para conducir. No había un criterio fijo para confesar un asesinato.

Cuando sacaron a Delacroix del calabozo, Bosch notó que Mankiewicz le tocaba el brazo desde detrás. Se volvió para mirarlo cuando Edgar enfilaba de nuevo el pasillo con Delacroix.

Mankiewicz hizo un gesto de condolencia con la cabeza.

—Harry, sólo quería decirte que siento lo que pasó.

Bosch sabía que estaba refiriéndose a Brasher.

—Sí, gracias. Es muy duro.

—Tenía que ponerla allí, ¿sabes? Sabía que estaba verde, pero…

—Oye, Mank, hiciste lo que tenías que hacer. No le des más vueltas.

Mankiewicz asintió.

—Tengo que irme —dijo Bosch.

Mientras Edgar devolvía a Delacroix a su lugar en la sala de interrogatorios, Bosch entró en la sala de vídeo, enfocó la cámara a través del cristal monodireccional y puso una nueva cinta que sacó del armarito. Entonces puso en marcha la cámara y el sonido de respaldo. Todo estaba listo. Volvió a la sala de interrogatorios para terminar de envolver el paquete.