35

Cuando iba a entregar una orden judicial, Jerry Edgar tenía una forma de llamar a la puerta que asustaba. Igual que un atleta bien dotado podía concentrar toda la fuerza de su cuerpo en un batazo o en un mate de baloncesto, Edgar podía cargar todo su peso y su cuerpo de metro ochenta en su golpe a la puerta. Era como si pudiera concentrar todo el poder y la furia de los justos en el puño de su enorme mano izquierda. Edgar había plantado los pies firmemente y estaba de pie de lado a la puerta. Levantó el brazo izquierdo, dobló el codo a menos de treinta grados y golpeó la chapa con la parte carnosa del puño. Fue un golpe de revés, pero fue capaz de disparar los pistones de su máquina muscular con tanta rapidez que sonó como el staccato de una ametralladora. Sonó como el día del Juicio.

La caravana de chapa de aluminio de Samuel Delacroix pareció estremecerse de punta a punta cuando Edgar golpeó la puerta con el puño a las tres y media de ese jueves por la tarde. Edgar esperó unos segundos y volvió a golpear, esta vez anunciando: «¡Policía!», y luego retrocediendo por la escalera, formada por varios bloques de cemento separados.

Esperaron. Ninguno de los dos había sacado un arma, pero Bosch tenía la mano bajo la chaqueta y estaba agarrando la pistola en su cartuchera. Era su procedimiento habitual cuando entregaba una orden a una persona que no consideraba peligrosa.

Bosch escuchó por si oía movimientos dentro, pero el zumbido de la autovía próxima era demasiado audible. Comprobó las ventanas; ninguna de las cortinas cerradas se movía.

—¿Sabes? —susurró Bosch—. Estoy empezando a pensar que será un alivio cuando dices que es la poli después de golpear. Al menos sabrán que no es un terremoto.

Edgar no contestó. Probablemente sabía que sólo era charla nerviosa de Bosch. No era ansiedad por la llamada a la puerta; Bosch esperaba que Delacroix fuera dócil. Estaba ansioso porque sabía que el caso dependía de las próximas horas con Delacroix. Registrarían la caravana y luego tendrían que tomar una decisión, comunicada en código de compañeros, sobre si detener o no a Delacroix por el asesinato de su hijo. En alguna parte de ese proceso necesitarían hallar pruebas o conseguir la confesión que cambiaría un caso construido sobre teorías en un caso basado en hechos y resistente a los abogados.

Así, en la mente de Bosch se estaban aproximando rápidamente al momento de la verdad, y eso siempre lo ponía nervioso.

Antes, en la reunión para revisar el estado del caso con la teniente Billets, se había decidido que era el momento de hablar con Sam Delacroix. Era el padre de la víctima y el principal sospechoso. Las escasas pruebas de que disponían apuntaban a él. Pasaron la siguiente hora redactando una orden de registro para la caravana de Delacroix y llevándola a los tribunales del centro, a un juez que normalmente era fácil.

Pero incluso a ese juez había que convencerlo. El problema era que el caso era viejo, las pruebas que implicaban directamente al sospechoso débiles y el lugar que Bosch y Edgar querían registrar no era el posible escenario del homicidio y ni siquiera estaba ocupado por el sospechoso en el momento de la muerte.

Lo que los detectives tenían a su favor era el impacto emocional que causaba la lista de heridas reveladas por los huesos del niño en su corta vida. Al final, fueron todas esas fracturas las que vencieron al juez y le empujaron a firmar la orden.

Habían ido antes al campo de entrenamiento de golf, pero les informaron de que Delacroix había terminado de conducir el tractor hasta el día siguiente.

—Llama otra vez —dijo Bosch a Edgar fuera de la caravana.

—Creo que lo oigo venir.

—No me importa. Quiero que se ponga nervioso.

Edgar volvió a subir los escalones y golpeó otra vez la puerta. Los bloques de cemento temblaron y él no apoyó los pies con firmeza. El golpe resultante no tuvo la potencia terrorífica de los dos primeros asaltos a la puerta.

Edgar volvió a bajar.

—Eso no era la policía, era un vecino quejándose por el perro o algo así.

—Lo siento, yo…

La puerta se abrió y Edgar se calló. Bosch se puso alerta. Las caravanas eran peligrosas. A diferencia de la mayoría de las estructuras, las puertas se abrían hacia afuera para que el espacio interior no tuviera que reducirse. Bosch estaba situado en el lado ciego, de forma que quien respondiera vería a Edgar, pero no a él. El problema era que Bosch tampoco podía ver al que había abierto la puerta. Si había problemas la función de Edgar era advertir a Bosch y ponerse a salvo. En ese caso, Bosch vaciaría el cargador de la pistola en la puerta de la caravana sin dudarlo. Las balas atravesarían el aluminio y a quien estuviera detrás como si fueran de papel.

—¿Qué? —dijo una voz de hombre.

Edgar levantó la placa. Bosch examinó a su compañero en busca de alguna señal de peligro.

—Señor Delacroix, policía.

Al no ver señal de alarma alguna, Bosch dio un paso adelante, agarró el pomo y abrió la puerta del todo. Mantuvo la chaqueta hacia atrás y la mano en la culata de la pistola.

El hombre que había visto en el campo de golf el día anterior estaba allí. Llevaba un par de viejos pantalones cortos de cuadros escoceses y una camiseta granate gastada con manchas permanentes bajo las axilas.

—Tenemos una orden de registro que nos autoriza a registrar esta propiedad —dijo Bosch—. ¿Podemos entrar?

—Ustedes —dijo Delacroix—. Ustedes estaban ayer en el campo de golf.

—Señor —dijo Bosch con energía—, he dicho que tenemos una orden de registro para esta caravana. ¿Podemos entrar y cumplir con la orden?

Bosch sacó la orden doblada de su bolsillo y la sostuvo en alto, pero lejos del alcance de Delacroix. Ése era el truco. Para obtener la orden habían tenido que mostrar todas sus cartas al juez, pero no querían mostrar las mismas cartas a Delacroix. Todavía no. Así, aunque Delacroix estaba autorizado a leer y examinar la orden antes de permitir la entrada a los detectives, Bosch esperaba entrar en la caravana sin que eso ocurriera. Delacroix pronto conocería los hechos del caso, pero Bosch deseaba controlar la entrega de la información para poder hacer juicios en base a las reacciones del sospechoso.

Bosch empezó a guardarse la orden en el bolsillo de la chaqueta.

—¿De qué va esto? —preguntó Delacroix en una protesta débil—. ¿Puedo leerla?

—¿Es usted Samuel Delacroix? —replicó Bosch con rapidez.

—Sí.

—Ésta es su caravana, ¿verdad?

—Sí, es mi caravana. La alquilo. Quiero leer la…

—Señor Delacroix —dijo Edgar—. Preferiríamos no estar discutiendo esto aquí a la vista de sus vecinos. Estoy seguro de que usted también. ¿Va a permitimos ejecutar legalmente el registro o no?

Delacroix miró de Bosch a Edgar y luego otra vez a Bosch. Asintió con la cabeza.

—Supongo.

Bosch fue el primero en subir. Entró colándose junto a Delacroix en el umbral y percibiendo el aliento a bourbon y el olor a orín de gato.

—¿Ha empezado pronto, señor Delacroix?

—Sí, me he tomado una copa —dijo Delacroix con una mezcla de desafío y autocompasión en su voz—. Ya he hecho mi trabajo. Tengo derecho.

Edgar entró entonces —tuvo que apretarse aún más a Delacroix— y él y Bosch examinaron lo que podía verse de la caravana tenuemente iluminada. A la derecha de la puerta estaba la sala. Era de paneles de madera y tenía un sofá de escay verde y una mesita de café con trozos del contrachapado levantados que dejaban a la vista el conglomerado. Había una mesita de luz a juego, sin lámpara, y un soporte para la tele con un televisor torpemente colocado sobre un vídeo. Bosch vio varias cintas apiladas sobre la tele. Al otro lado de la mesita de café había un viejo sillón reclinable con la parte superior rasgada (probablemente por un gato) y el relleno sobresaliendo. Debajo de la mesita de café había una pila de periódicos, la mayoría de cotilleo y sensacionalistas con titulares estridentes.

A la izquierda se abría una cocina como las de los barcos, con fregadero, armarios, fogón, horno y nevera en un lado y un comedor para cuatro personas a la derecha. Había una botella de bourbon Ancient Age en la mesa. En el suelo, debajo de la mesa había unos cuantos restos de comida de gato en una bandeja y un tubo de margarina viejo lleno de agua hasta la mitad. No había ninguna señal del gato, salvo el olor a orín.

Detrás de la cocina se extendía un estrecho pasillo que conducía a una de las dos habitaciones y un baño.

—Dejemos la puerta abierta y abramos algunas ventanas —dijo Bosch—. Señor Delacroix, ¿por qué no se sienta en el sofá?

Delacroix fue hasta el sofá y dijo:

—Miren, no tienen que registrar este lugar, ya sé por qué están aquí.

Bosch miró a Edgar y luego a Delacroix.

—¿Sí? —preguntó Edgar—. ¿Por qué estamos aquí?

Delacroix se dejó caer pesadamente en medio del sofá. Los muelles estaban rotos. Se hundió en la parte central y los dos lados se elevaron en el aire como las proas de unos Titanic gemelos hundiéndose.

—La gasolina —dijo Delacroix—. Pero ya casi no uso. No voy a ninguna parte, sólo voy y vuelvo del range. Tengo un permiso restringido porque me hicieron soplar.

—¿La gasolina? —preguntó Edgar—. ¿Qué está…?

—Señor Delacroix, no estamos aquí porque robe gasolina —dijo Bosch.

Cogió una de las cintas de vídeo de la pila que estaba sobre la tele. Había una cinta con algo escrito en el lateral. Primero de Infantería, episodio 46. Volvió a dejarla y leyó el título de algunas de las otras cintas. Todos eran episodios de la serie de televisión en la que Delacroix había actuado hacía más de treinta años.

—Eso no es asunto nuestro —añadió, sin mirar a Delacroix.

—¿Entonces qué? ¿Qué quieren?

Esta vez Bosch lo miró.

—Estamos aquí por su hijo.

Delacroix lo miró unos segundos antes de que su boca se abriera lentamente exponiendo unos dientes amarillentos.

—Arthur —dijo finalmente.

—Sí. Lo hemos encontrado.

Los ojos de Delacroix se apartaron de Bosch y parecieron dejar la caravana para examinar un recuerdo lejano. En su mirada había conocimiento. Bosch lo vio. Su instinto le decía que Delacroix ya sabía lo que iba a decirle a continuación. Miró a Edgar para ver si él lo había captado. Edgar hizo una señal de asentimiento.

Bosch volvió a mirar al hombre del sofá.

—No parece muy entusiasmado para ser un padre que no ha visto a su hijo desde hace más de veinte años —dijo.

Delacroix lo miró.

—Supongo que es porque sé que está muerto.

Bosch lo examinó durante un largo momento, conteniendo la respiración en sus pulmones.

—¿Por qué dice eso? ¿Qué le hace pensarlo?

—Porque lo sé. Lo he sabido siempre.

—¿Qué ha sabido?

—Que no volvería.

La cosa no iba según ninguno de los escenarios que Bosch había previsto. Le pareció que Delacroix los había estado esperando, tal vez durante años. Pensó que tal vez tenía que cambiar de estrategia, detener a Delacroix y leerle sus derechos.

—¿Estoy detenido? —preguntó Delacroix, como si le hubiera leído el pensamiento a Bosch.

Bosch miró a Edgar otra vez, preguntándose si su compañero había percibido que el plan se les estaba escurriendo entre las manos.

—Pensábamos hablar primero. Ya sabe, informalmente.

—Podrían detenerme —dijo Delacroix con calma.

—¿Eso cree? Significa eso que no quiere hablar con nosotros.

Delacroix negó con la cabeza lentamente y volvió a sumirse en la mirada perdida.

—No, hablaré con ustedes —dijo—. Se lo contaré todo.

—¿Contarnos qué?

—Cómo pasó.

—¿Cómo pasó qué?

—Mi hijo.

—¿Sabe cómo pasó?

—Claro que lo sé. Yo lo hice.

Bosch casi maldijo en voz alta. El sospechoso acababa de confesar literalmente antes de que le hubieran leído sus derechos, incluido el derecho a no hacer declaraciones que lo incriminaran.

—Señor Delacroix, vamos a cortar esto aquí. Voy a leerle sus derechos ahora.

—Sólo quiero…

—No, por favor, señor, no diga nada más. Todavía no. Acabemos con este asunto de los derechos y luego estaremos encantados de escuchar lo que tenga que decirnos.

Delacroix hizo un gesto con la mano como si no le importara, como si nada le importara.

—Jerry, ¿dónde está tu grabadora? Los de Asuntos Internos no me devolvieron la mía.

—Ah, en el coche. Aunque no sé cómo están las pilas.

—Ve a comprobarlo.

Edgar salió de la caravana y Bosch esperó en silencio. Delacroix puso los codos en las rodillas y la cara entre las manos. Bosch examinó su pose. No ocurría con mucha frecuencia, pero no sería la primera que vez que había obtenido la confesión de un sospechoso en la primera entrevista.

Edgar volvió con una grabadora, pero negó con la cabeza.

—No tengo pilas. Creía que tenías la tuya.

—Mierda. Entonces toma notas.

Bosch sacó la placa y una de sus tarjetas. Las había encargado con los derechos constitucionales en la parte de atrás, junto con una línea para firmar. Leyó la declaración de advertencia y preguntó a Delacroix si conocía sus derechos.

Delacroix asintió.

—¿Es eso un sí?

—Sí, es un sí.

—Entonces firme debajo de lo que acabo de leerle.

Bosch le dio a Delacroix la tarjeta y un bolígrafo. Una vez firmada, Bosch volvió a guardarse la tarjeta en la cartera. Se acercó y se sentó en el borde del sillón reclinable.

—Ahora, señor Delacroix, ¿quiere repetir lo que acaba de decirnos hace unos minutos?

Delacroix se encogió de hombros como si eso no fuera gran cosa.

—Yo maté a mi hijo Arthur. Yo lo maté. Sabía que algún día vendrían. Han tardado mucho.

Bosch miró a Edgar. Estaba tomando notas en un bloc. Tendrían cierto registro de la confesión de Delacroix. Miró de nuevo al sospechoso y aguardó, confiando en que el silencio fuera una invitación para que Delacroix hablara más. Pero no lo hizo. En cambio, el sospechoso volvió a enterrar la cara en sus manos. No tardó en sacudir los hombros cuando rompió a llorar.

—Yo lo hice… que Dios me perdone.

Bosch volvió a mirar a Edgar y enarcó las cejas. Su compañero levantó rápidamente los pulgares. Ya tenían más que suficiente para pasar a la siguiente etapa, el escenario de una sala de interrogatorios en una comisaría de policía.

—Señor Delacroix, ¿tiene usted un gato? —Preguntó Bosch—. ¿Dónde está su gato?

Delacroix asomó sus ojos húmedos entre los dedos.

—Está por aquí. Probablemente está durmiendo en la cama. ¿Por qué?

—Bueno, vamos a llamar a la protectora de animales y ellos vendrán y se ocuparán de él. Va a tener que acompañarnos. Vamos a detenerle y seguiremos hablando en la comisaría.

Delacroix dejó caer las manos y pareció nervioso.

—No, la protectora de animales no se ocupará de él. Lo gasearán en cuanto sepan que no voy a volver.

—Bueno, podemos dejarlo aquí.

—La señora Kresky lo cuidará. Vive aquí al lado. Ella puede venir y darle de comer.

Bosch negó con la cabeza. Todo se estaba yendo a pique por culpa de un gato.

—No podemos hacerlo. Hemos de precintar el lugar hasta que podamos registrarlo.

—¿Para qué tienen que registrarlo? —dijo Delacroix con furia real en su voz—. Les estoy diciendo lo que necesitan saber. Yo maté a mi hijo. Fue un accidente. Le pegué demasiado fuerte, supongo. Yo…

Delacroix hundió una vez más la cara entre las manos y murmuró entre lágrimas:

—Dios… ¿Qué hice?

Bosch miró a Edgar, que estaba escribiendo. Bosch se levantó. Quería llevar a Delacroix a comisaría y ponerlo en una sala de interrogatorios. Su ansiedad había desaparecido, reemplazada por una sensación de urgencia. Los ataques de conciencia y culpa eran efímeros. Quería tener a Delacroix encerrado y en cinta (vídeo y audio) antes de que decidiera hablar con un abogado y antes de que se diera cuenta de que estaba ganándose una celda de tres por dos para el resto de su vida.

—Bueno, solucionaremos lo del gato después —dijo—. Dejaremos bastante comida por ahora. Levántese señor Delacroix, nos vamos.

Delacroix se levantó.

—¿Puedo ponerme algo más bonito? Esto es algo viejo que llevaba por aquí.

—No, no se preocupe por eso —dijo Bosch—. Después le llevaremos ropa.

No se molestó en decirle que esas ropas no serían suyas. Lo que ocurriría sería que le darían un mono de una celda del condado con un número en la espalda. Su mono sería amarillo, el color de los custodiados en la planta de máxima seguridad: los asesinos.

—¿Van a esposarme? —preguntó Delacroix.

—Es la política del departamento —dijo Bosch—. Tenemos que hacerlo.

Rodeó la mesita de café y esposó a Delacroix con las manos a la espalda.

—Yo era actor, ¿sabe? Una vez hice de prisionero en un episodio de El fugitivo. La primera serie, con David Janssen. Era un papel pequeño. Me sentaba en el banquillo, al lado de Janssen. No hacía nada más. Creo que se suponía que estaba drogado.

Bosch no hizo ningún comentario. Empujó suavemente a Delacroix hacia la estrecha puerta de la caravana.

—No sé por qué me acabo de acordar de eso —dijo Delacroix.

—No pasa nada —dijo Edgar—. La gente recuerda las cosas más extrañas en momentos así.

—Tenga cuidado con los escalones —dijo Bosch.

Lo condujeron afuera, con Edgar delante y Bosch detrás.

—¿Hay alguna llave? —preguntó Bosch.

—En la encimera de la cocina —dijo Delacroix.

Bosch volvió a entrar en la caravana y encontró las llaves. Entonces empezó a abrir los armarios de la cocina hasta que encontró la caja de comida para el gato. La abrió y tiró el contenido en la bandeja de papel que había debajo de la mesa. No quedaba mucha comida. Bosch sabía que tendría que hacer algo con el animal más tarde.

Cuando Bosch salió de la caravana, Edgar ya había metido a Delacroix en la parte trasera del coche. Vio que un vecino miraba desde la puerta abierta de una caravana vecina. Se volvió y cerró con llave la puerta de la de Delacroix.