Bosch y Edgar condujeron a Stokes a través de la sala de la brigada y por el corto pasillo que llevaba a las salas de interrogatorios. Lo pusieron en la sala 3 y lo esposaron a la anilla de acero atornillada en medio de la mesa.
—Volveremos —dijo Bosch.
—Eh, tío, no me dejes aquí —empezó Stokes—. Vendrán ellos.
—No va a venir nadie más que yo —dijo Bosch—. Quédate sentado.
Los detectives salieron de la sala y la cerraron con llave. Bosch fue a la mesa de homicidios. La brigada estaba completamente vacía. Cuando un poli caía, todo el mundo respondía en comisaría. Formaba parte de la religión azul. Si eras tú el herido, querías que todos acudieran. Así que respondías consecuentemente.
Bosch necesitaba un cigarrillo, necesitaba tiempo para pensar y necesitaba respuestas. No podía olvidarse de Julia y su estado, pero sabía que era algo que no estaba en sus manos y que la mejor manera de controlar sus pensamientos era concentrarse en algo que aún estaba en sus manos.
Sabía que disponía de poco tiempo antes de que la UIT siguiera la pista y se presentaran por él y por Stokes. Levantó el teléfono y llamó a la oficina de guardia. Contestó Mankiewicz. Probablemente era el último poli en comisaría.
—¿Qué novedad? —preguntó Bosch—. ¿Cómo está?
—No lo sé. He oído que está mal. ¿Dónde estás tú?
—En la brigada. Tengo al tipo aquí.
—Harry, ¿qué estás haciendo? La UIT está en el asunto. Deberías estar en la escena. Los dos.
—Digamos que temía que la situación se deteriora. Escucha, avísame en cuanto sepas algo de Julia, ¿vale?
—Claro.
Bosch estaba a punto de colgar cuando dijo:
—Y, Mank, escucha. Tu chico, Edgewood, trató de apalizar al sospechoso. Estaba esposado y en el suelo. Probablemente le ha roto cuatro o cinco costillas.
Bosch aguardó. Mankiewicz no dijo nada.
—Tú eliges. Puedo ir por la vía formal o puedo dejar que te ocupes a tu manera.
—Yo me ocuparé.
—Muy bien. Recuerda, cuéntame lo que sepas.
Bosch colgó y miró a Edgar, que hizo un ademán con la cabeza para expresar su aprobación del modo en que Bosch estaba manejando el asunto de Edgewood.
—¿Qué pasa con Stokes? —dijo Edgar—. Harry, ¿qué coño ha pasado en el garaje?
—No estoy seguro. Oye, voy a ir a hablar con él sobre Arthur Delacroix, a ver qué consigo antes de que irrumpan los de la UIT y se lo lleven. Cuando lleguen mira a ver si puedes entretenerlos.
—Sí, y este sábado le pegaré una paliza a Tiger Woods en Riviera.
—Sí, ya lo sé.
Bosch fue al pasillo de atrás y estaba a punto de entrar en la sala 3 cuando se dio cuenta de que la detective Bradley de Asuntos Internos no le había devuelto la grabadora. Quería grabar su entrevista con Stokes. Pasó la puerta de la sala 3 y entró en la antesala. Puso en marcha la cámara de vídeo y la grabación auxiliar y volvió a la sala de interrogatorios.
Bosch se sentó enfrente de Stokes. La vida parecía haberse escurrido de los ojos del joven. Hacía menos de una hora, estaba encerando un BMW, ganándose unos pavos. De pronto se enfrentaba a un regreso a prisión, si tenía suerte. Sabía que la sangre de un poli en el agua atraía a los tiburones azules. Muchos sospechosos recibían un disparo cuando trataban de huir o se colgaban inexplicablemente en salas como aquélla. O eso les contaban a los periodistas.
—Hazte un gran favor —dijo Bosch—. Cálmate de una puta vez y no digas ninguna estupidez. No hagas nada con esa gente que logre que te maten. ¿Lo entiendes?
Stokes asintió.
Bosch vio el paquete de Marlboro en el bolsillo del pecho del mono de Stokes. Se estiró por encima de la mesa y Stokes se encogió.
—Cálmate.
Bosch cogió el paquete de cigarrillos y encendió uno con una cerilla de un librito que estaba detrás del celofán. Acercó a la silla una papelera que había en la esquina de la sala y tiró en ella la cerilla.
—Si quisiera hacerte daño lo habría hecho en el garaje. Gracias por el cigarro.
Bosch saboreó el cigarrillo. Hacía al menos dos meses que no fumaba.
—¿Puedo fumar uno? —preguntó Stokes.
—No, no te lo mereces. No te mereces una mierda, pero voy a hacer un trato contigo.
Stokes levantó la mirada hacia Bosch.
—¿Te acuerdas de esa patadita en las costillas? Te hago un trato. Tú te olvidas de eso y lo encajas como un hombre y yo me olvido de que me has rociado en la cara con esa mierda.
—Me ha roto las costillas, tío.
—Aún me arden los ojos, tío. Era un producto químico. El fiscal conseguirá que te condenen por agresión a un policía más deprisa de lo que tú puedes decir de cinco a diez años en Corcoran. ¿Recuerdas cuando estuviste allí?
Bosch dejó que Stokes digiriera lo que acababa de decir.
—¿Entonces tenemos un trato?
Stokes asintió, pero dijo:
—¿Qué diferencia hay? Van a decir que yo le disparé. Yo…
—Pero yo sé que tú no lo hiciste.
Bosch vio que un brillo de esperanza retornaba a la mirada de Stokes.
—Y voy a decirles exactamente lo que vi.
—Vale. —La voz de Stokes era casi un susurro.
—Así que empecemos por el principio. ¿Por qué echaste a correr?
Stokes negó con la cabeza.
—Porque eso es lo que hago, tío. Echo a correr. Soy un convicto y tú eres poli. Corro.
Bosch cayó en la cuenta de que en medio de la confusión y la prisa, nadie había cacheado a Stokes. Le dijo que se levantara, lo cual el sospechoso sólo pudo hacer inclinándose sobre la mesa, porque tenía las muñecas esposadas. Bosch lo rodeó y empezó a registrarle los bolsillos.
—¿Tienes alguna jeringa?
—No, tío, ninguna jeringa.
—Bueno, no quiero clavarme nada. Si me clavo algo se acabaron los tratos.
Mientras lo registraba, Bosch mantuvo el cigarrillo entre los labios. El humo le hizo arder los ojos irritados. Bosch sacó una cartera, unas llaves y un fajo de billetes que sumaban un total de veintisiete dólares en billetes de uno. Las propinas del día de Stokes. No había nada más. Si Stokes llevaba drogas para su consumo o para traficar, las había tirado mientras trataba de escapar.
—Van a llevar perros —dijo Bosch—. Si has tirado un alijo, lo encontrarán y no habrá nada que pueda hacer por ti.
—Yo no he tirado nada. Si encuentran algo es porque lo han plantado ellos.
—Sí, como con O. J. —Bosch volvió a sentarse—. ¿Qué fue lo primero que te dije? Te dije «sólo quiero hablar». Era verdad. Todo esto…
Bosch hizo un gesto de barrido con las manos.
—Podríamos habernos ahorrado todo esto si hubieras escuchado.
—Los polis nunca quieren hablar. Siempre quieren algo más.
Bosch asintió. Nunca le había sorprendido la precisión del conocimiento callejero de los expresidiarios.
—Háblame de Arthur Delacroix.
La confusión tensó los ojos de Stokes.
—¿Qué? ¿Quién?
—Arthur Delacroix. Tu colega de skate. De los días en Miracle Mile, ¿te acuerdas?
—Joder, tío, eso fue…
—Hace mucho tiempo. Ya lo sé. Por eso te lo estoy preguntando.
—¿Qué pasa con él? Hace mucho que se fue, tío.
—Háblame de él. Háblame de cuando desapareció.
Stokes se miró las manos esposadas y negó con la cabeza.
—Eso fue hace mucho tiempo. No me acuerdo.
—Inténtalo. ¿Por qué desapareció?
—No lo sé. No pudo seguir tragando mierda y se largó.
—¿Te dijo que iba a largarse?
—No, tío, sólo se largó. Un día ya no estaba. Y nunca volví a verlo.
—¿Qué mierda?
—¿Qué quieres decir?
—Has dicho que no podía seguir tragando mierda y que se largó. Esa mierda. ¿De qué estás hablando?
—Oh, ya sabes, toda la mierda de su vida.
—¿Tenía problemas en casa?
Stokes se rió. Imitó a Bosch en tono de burla.
—«¿Tenía problemas en casa?». ¿Y quién no los tenía?
—Lo maltrataban en casa, ¿físicamente? A eso me refiero.
Más risas.
—¿Y a quién no? Mi viejo prefería soltarme una hostia que hablar conmigo. Cuando tenía doce años me dio con una lata de cerveza llena y me mandó al otro lado de la habitación. Sólo porque me comí un taco que él quería. Le retiraron la custodia por eso.
—Es una pena, ¿sabes?, pero estamos hablando de Arthur Delacroix. ¿Te dijo alguna vez que su padre le pegaba?
—No tenía que decirlo, tío. Veía los moretones. El chaval siempre tenía un ojo morado. Eso es lo que recuerdo.
—Eso era de hacer skate. Se caía mucho.
Stokes negó con la cabeza.
—Ni de coña. Artie era el mejor. Era lo único que hacía. Era demasiado bueno para hacerse daño.
Los pies de Bosch estaban en el suelo y por las vibraciones repentinas que le llegaban a través de las suelas supo que había gente en la brigada. Se estiró y apretó el botón que cerraba la puerta.
—¿Te acuerdas de cuando estuvo en el hospital? Se había hecho daño en la cabeza. ¿Te dijo que eso fue por un accidente con la tabla?
Stokes frunció el ceño y miró hacia abajo. Bosch había despertado un recuerdo directo. Lo sabía.
—Joder, recuerdo que llevaba la cabeza afeitada y puntadas como una cremallera. No recuerdo lo que…
Alguien trató de abrir desde fuera y luego se produjo un fuerte golpe en la puerta. Se oyó una voz apagada.
—Detective Bosch, soy el teniente Gilmore, UIT. Abra la puerta.
Stokes retrocedió de repente, con el pánico llenándole la mirada.
—¡No! No dejes que…
—¡Cállate!
Bosch se inclinó sobre la mesa, agarró a Stokes por el cuello del mono y tiró de él.
—Escúchame, esto es importante.
Hubo otro golpe en la puerta.
—¿Me estás diciendo que Arthur nunca te dijo que su padre le pegaba?
—Oye, tío, cuida de mí y diré lo que coño quieras que diga, ¿vale? Su padre era un capullo. Si quieres que diga que Artie me dijo que su padre le pegaba con el palo de la escoba, lo diré. ¿Quieres que sea un bate de béisbol? Bueno, diré…
—No quiero que digas nada más que la verdad, maldita sea. ¿Te dijo eso alguna vez o no?
La puerta se abrió. Habían conseguido una llave en el escritorio de la entrada. Entraron dos hombres de traje: Gilmore, a quien Bosch reconoció y otro detective de la UIT al que Bosch no conocía.
—Muy bien, esto se ha acabado —anunció Gilmore—. Bosch, ¿qué coño está haciendo?
—¿Lo hizo? —preguntó Bosch a Stokes.
El otro detective de la UIT sacó las llaves del bolsillo y empezó a quitarle las esposas a Stokes.
—Yo no he hecho nada —empezó a protestar Stokes—. Yo no…
—¿Te lo dijo alguna vez? —gritó Bosch.
—Sácalo de aquí —espetó Gilmore al otro detective—. Mételo en otra sala.
El detective levantó a Stokes de su silla y medio cargándolo, medio empujándolo, lo sacó de la sala. Las esposas de Bosch se quedaron en la mesa. Bosch las miró con los ojos en blanco, pensando en las respuestas de Stokes y sintiendo un terrible peso en el pecho ante la certeza de que todo había llevado a un callejón sin salida. Stokes no aportaba nada al caso. Julia estaba herida y era por nada.
Al final miró a Gilmore, quien cerró la puerta y se volvió hacia Bosch.
—Ahora, como he dicho, ¿qué coño estaba haciendo, Bosch?