30

Bosch y Edgar pasaron el resto de la mañana actualizando informes del expediente y llamando a hospitales de toda la ciudad para cancelar las búsquedas de registros que habían solicitado mediante orden judicial el lunes por la mañana. A mediodía Bosch ya estaba cansado de trabajo burocrático y dijo que tenía que salir de la comisaría.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó Edgar.

—Estoy harto de esperar —dijo Bosch—. Vamos a echar un vistazo al padre.

Usaron el coche personal de Edgar, porque no había coches sin marcar en el aparcamiento. Fueron por la 101 hasta el valle de San Fernando y luego tomaron la 405 en dirección norte hasta la salida de Van Nuys. El parque de caravanas de Manchester estaba en Sepúlveda, cerca de Victory. Pasaron por delante una vez antes de dar la vuelta y entrar.

No había verja, sólo un badén amarillo. El camino del parque rodeaba la propiedad y la caravana de Sam Delacroix estaba en el fondo, apoyada contra el muro de seis metros contiguo a la autovía. La pantalla acústica estaba diseñada para apagar el incesante rugido de la autovía, pero lo único que lograba era redireccionarlo y modificar el tono.

La caravana era de ancho sencillo y de casi todos los remaches de acero resbalaban manchas de óxido por la chapa de aluminio. Había un toldo con una mesa de picnic y una barbacoa de carbón detrás. Una cuerda de tender iba desde uno de los postes que sujetaban el toldo hasta una esquina de la caravana vecina. Cerca de la parte de atrás del estrecho espacio había un trastero de aluminio, del tamaño aproximado de un retrete exterior, apoyado contra la pantalla acústica.

Las ventanas y la puerta de la caravana estaban cerradas. No había ningún vehículo en el solitario lugar de aparcamiento. Edgar mantuvo una velocidad constante de diez por hora.

—Parece que no hay nadie en casa.

—Probemos en el campo de golf —dijo Bosch—. Si está por allí, puedes tirar un cubo de bolas.

—Siempre me gusta practicar.

Había pocos clientes en el campo cuando llegaron, pero daba la sensación de que había sido una mañana movida. Las bolas de golf salpicaban todo el range, que tenía trescientos metros de longitud y se extendía hasta la misma pantalla acústica que hacía de fondo del parque de caravanas. En el extremo de la propiedad se habían elevado unas redes sobre unos postes altos para proteger a los conductores de la autovía de las bolas perdidas. Un pequeño tractor con recogedor de bolas en la parte trasera atravesaba lentamente el extremo del range. El conductor estaba protegido por una jaula de seguridad.

Bosch se quedó un momento mirando sólo hasta que Edgar llegó con medio cubo de pelotas y su bolsa de golf, que llevaba en el maletero.

—Supongo que es él —dijo Edgar.

—Sí.

Bosch fue a sentarse en un banco para observar a su compañero golpeando algunas bolas desde el cuadradito de hierba artificial. Edgar se había quitado la corbata y la americana. No parecía demasiado fuera de lugar. Unos cuantos lugares más allá había dos hombres con pantalones de traje y camisa que obviamente aprovechaban la hora de comer para afinar su juego.

Edgar apoyó la bolsa en un soporte de madera y eligió uno de los hierros. Se puso un guante, que había sacado de la bolsa, hizo unos cuantos movimientos de calentamiento y empezó a golpear bolas. Las primeras fueron bolas rasas que le arrancaron maldiciones. Luego empezó a levantarlas un poco más y se mostró complacido.

Bosch se estaba divirtiendo. Nunca había jugado al golf en su vida y no era capaz de entender el atractivo que tenía para muchos hombres; de hecho, la mayoría de los detectives de la brigada jugaban religiosamente, y había toda una red de torneos policiales a lo largo y ancho del estado. Disfrutaba viendo que Edgar se ponía nervioso, aunque golpear bolas en el range no contara.

—A ver si le das —le pidió a Edgar después de considerar que ya había hecho el calentamiento y estaba preparado.

—Harry —dijo Edgar—. Ya sé que no juegas, pero tengo que darte una noticia. En golf tiras al hoyo, a la bandera. No hay blancos en movimiento.

—¿Entonces cómo es que los expresidentes siempre le están dando a alguien?

—Porque ellos tienen derecho.

—Vamos, tú dices que todo el mundo intenta darle al tío del tractor. Inténtalo.

—Todos menos los golfistas serios.

Sin embargo, Bosch supo por la forma en que Edgar colocó el cuerpo que iba a intentar darle al tractor cuando llegaba al final de un cruce y daba un giro en redondo. A juzgar por los marcadores, el tractor estaba a ciento cuarenta metros.

Edgar se balanceó, pero la bola volvió a salir rasa.

—¡Mierda! Lo ves, Harry, esto puede perjudicar mi juego.

Bosch se echó a reír.

—¿De qué te estás riendo?

—Sólo es un juego, tío. Vuelve a intentarlo.

—Olvídalo. Es una chiquillada.

—Pégale a la bola.

Edgar no dijo nada. Curvó su cuerpo otra vez, apuntando al tractor, que estaba en medio del range. Se balanceó y asestó un golpe seco, pero la bola pasó a unos seis metros del tractor.

—Buen golpe —dijo Bosch—. A no ser que estuvieras apuntando al tractor.

Edgar lo miró con cara de pocos amigos, pero no dijo nada. Durante los cinco minutos siguientes, golpeó bola tras bola apuntando al tractor, pero nunca se acercó a menos de diez metros de éste. Bosch no volvió a decir nada, pero la frustración de Edgar fue en aumento hasta que se volvió y dijo enfadado:

—¿Quieres probar tú?

Bosch fingió desconcierto.

—Ah, ¿todavía estabas intentando darle? No me había dado cuenta.

—Venga, vámonos.

—Aún te quedan la mitad de las bolas.

—No me importa. Voy a retroceder un mes en mi juego.

—¿Sólo un mes?

Edgar metió el palo que había estado usando en la bolsa con cara de enfado y fulminó a Bosch con la mirada. Bosch tuvo que contenerse para no romper a reír.

—Vamos, Jerry. Quiero echar un vistazo al tipo. ¿Puedes pegarle a unas cuantas más? Parece que va a terminar pronto.

Edgar miró el range. El tractor estaba cerca de los marcadores de las cincuenta yardas. Si había comenzado en la pantalla acústica, terminaría pronto. No había suficientes bolas en juego —sólo Edgar y los dos hombres de negocios— para garantizar que volviera a hacer todo el range.

Edgar transigió en silencio. Sacó una de sus maderas y volvió al cuadrado verde de hierba artificial. Hizo un precioso golpe que casi llegó al muro.

—¡Bésame el culo, Tiger Woods! —exclamó.

El siguiente golpe lo clavó en la hierba de verdad, a tres metros del tee.

—Mierda.

—Cuando jugáis de verdad, ¿arrancáis esa hierba falsa?

—No, Harry, no. Esto es entrenamiento.

—Ah, o sea que en el entrenamiento no recreáis la situación real del juego.

—Algo así.

El tractor salió del range y se dirigió a un cobertizo que estaba detrás de la concesión, donde Edgar había pagado por su cubo y sus bolas. La puerta de la jaula se abrió y salió un hombre de poco más de sesenta años. El hombre empezó a sacar cestas de alambre llenas de bolas del recogedor y a llevarlas a la caseta. Bosch le dijo a Edgar que siguiera practicando para no quedar en evidencia. Bosch caminó con aire despreocupado hacia la caseta de la concesión y compró otro medio cubo de pelotas. Esto lo puso a cinco metros del hombre que había estado conduciendo el tractor.

Era Samuel Delacroix. Bosch lo reconoció por la foto del carnet de conducir que Edgar le había mostrado. El hombre que había interpretado a un soldado ario de ojos azules y que había enamorado a una chica de dieciocho años se había convertido en algo tan distinguido como un bocadillo de mortadela. Seguía siendo rubio, pero obviamente gracias a un tinte y exhibía una calva en la coronilla. Tenía barba de un día que brillaba al sol y una nariz hinchada por los años y el alcohol y pellizcada por unas gafas que le sentaban mal. La barriga cervecera que lucía le habría valido la baja en cualquier ejército.

—Dos cincuenta.

Bosch miró a la mujer que se hallaba tras la caja registradora.

—Por las bolas.

—Sí.

Bosch pagó y cogió el cubo por el asa. Echó una última ojeada a Delacroix, quien de repente se fijó en Bosch. Sus miradas se encontraron durante un instante y Bosch apartó la suya con indiferencia. Se dirigió de vuelta hacia Edgar. Fue entonces cuando sonó su móvil.

Rápidamente le pasó el cubo a Edgar y sacó el teléfono del bolsillo de atrás. Era Mankiewicz, el sargento de guardia del turno de día.

—Eh, Bosch, ¿qué estás haciendo?

—Un poco de golf.

—Lo suponía. Vosotros os divertís mientras nosotros hacemos todo el trabajo.

—¿Has encontrado a mi chico?

—Eso creemos.

—¿Dónde?

—Trabaja en el Washateria.

El Washateria era un servicio de lavado de coches de La Brea. Empleaba jornaleros que lavaban y pasaban la aspiradora a los coches. Trabajaban básicamente por las propinas y por lo que podían robar sin ser descubiertos.

—¿Quién lo ha localizado?

—Un par de tíos de Antivicio. Están seguros al ochenta por ciento. Quieren saber si quieres que hagan el movimiento ellos o prefieres estar presente.

—Diles que esperen que vamos en camino. Y, oye, Mank. Creemos que este tipo es una liebre. ¿Tienes alguna unidad que podamos usar de refuerzo por si se escapa?

—Um…

Hubo un momento de silencio y Bosch supuso que Mankiewicz estaba comprobando su plano de despliegue.

—Bueno, tienes suerte. Tengo un par de tres once que han empezado pronto. Saldrán de la reunión del turno en quince minutos. ¿Te sirve?

—Perfecto. Diles que se reúnan con nosotros en el aparcamiento del Checkers, en La Brea y Sunset. Que los chicos de Antivicio también se reúnan con nosotros allí.

Bosch hizo a Edgar señal de que iban a marcharse.

—Ah, una cosa —dijo Mankiewicz.

—¿Qué pasa?

—En el refuerzo, uno de ellos es Brasher. ¿Va a ser un problema?

Bosch se quedó un momento en silencio. Quería decirle a Mankiewicz que pusiera a otro, pero sabía que no debía meterse. Si trataba de influir en el despliegue o en cualquier otra cosa en base a su relación con Brasher, sería blanco de las críticas y abriría la posibilidad de una investigación de Asuntos Internos.

—No, no hay problema.

—Mira, no lo haría, pero está verde. Ha cometido algunos errores y necesita este tipo de experiencia.

—He dicho que no hay problema.