La arboleda estaba oscura mucho antes de que el sol se escondiera. El dosel creado por los pinos de Monterrey bloqueaba la mayor parte de la luz antes de que llegara al suelo. Bosch se valió de la linterna para abrirse camino y empezó a trepar en la dirección en la que había oído que la perra se movía entre los arbustos. Avanzaba despacio y no era tarea fácil. Había una capa de pinaza de al menos un palmo de grosor sobre la cual las botas de Bosch resbalaban. Pronto tuvo las manos pegajosas de resina de agarrarse a las ramas para mantenerse en pie.
Tardó casi diez minutos en recorrer treinta metros por la colina. Entonces el suelo empezó a nivelarse y la luz aumentó al tiempo que raleaban los árboles. Bosch buscó a la perra con la mirada, pero no la vio. La llamó en dirección a la calle, aunque ya no veía al animal ni al doctor Guyot.
—Doctor Guyot, ¿me oye?
—Sí, le oigo.
—Silbe a su perra.
Bosch oyó entonces un silbido en tres partes. Se distinguía con claridad, aunque muy bajo, porque el sonido tenía el mismo problema en pasar entre los árboles y el matorral que la luz del sol. Bosch trató de repetirlo y al cabo de unos cuantos intentos pensó que ya lo tenía. Pero la perra no acudió.
Bosch insistió, quedándose en el terreno nivelado, porque creía que si alguien iba a enterrar o abandonar un cadáver lo haría en terreno llano y no en una pendiente pronunciada. Siguiendo un camino más fácil, llegó a una zona de acacias e inmediatamente a otra donde la tierra había sido removida recientemente, como si una herramienta o un animal hubieran escarbado al azar en el suelo. Bosch estaba apartando la suciedad y las ramitas con el pie cuando se dio cuenta de que no eran ramitas.
Se dejó caer de rodillas y estudió a la luz de la linterna los huesecitos marrones esparcidos en un palmo cuadrado de polvo. Creía que estaba mirando a los dedos despiezados de una mano. Una manita. La mano de un niño.
Bosch se levantó y se dio cuenta de que su interés en Julia Brasher lo había distraído. No había llevado consigo nada para recoger los huesos. Cogerlos y cargarlos colina abajo violaría todos los principios de recopilación de pruebas.
Llevaba la cámara Polaroid al cuello, colgada de un cordón. La levantó y sacó un primer plano de los huesos. Luego retrocedió y tomó una imagen más amplia del emplazamiento, bajo las acacias.
Bosch oyó débilmente el silbido del doctor Guyot en la distancia. Se puso manos a la obra con la cinta para delimitar la escena del crimen. Ató un tramo corto al tronco de una de las acacias y procedió a trazar un perímetro alrededor de los árboles. Pensando en cómo abordaría el caso a la mañana siguiente, salió de debajo de las acacias y buscó algo que pudiera utilizar como señal aérea. Encontró unos brotes de artemisa. Envolvió la parte superior del matorral con cinta amarilla.
Cuando hubo terminado, ya casi había oscurecido. Echó otro vistazo rápido por la zona, a pesar de que sabía que una búsqueda con la linterna resultaría inútil y que sería preciso llevar a cabo una batida exhaustiva por la mañana.
Empezó a cortar trozos de un metro de cinta amarilla valiéndose de una navajita enganchada a su llavero.
Al bajar de nuevo por la colina fue atando la cinta en ramas y arbustos. Oyó voces al aproximarse más a la calle y las utilizó de guía para mantener la dirección. En un punto de la pendiente el suelo blando cedió y Bosch cayó y se golpeó con fuerza en la base de un pino. El árbol impactó en su diafragma, rasgándole la camisa y arañándole el costado.
Bosch se quedó quieto durante unos segundos. Pensó que tal vez se había roto alguna costilla del lado derecho.
Respiraba con dificultad y le dolía. Gimió sonoramente y se incorporó con apuros apoyándose en el tronco, de manera que pudo continuar siguiendo las voces.
Pronto regresó a la calle donde el doctor Guyot lo esperaba en compañía de su perra y otro hombre. Los dos hombres parecieron conmocionados al ver sangre en la camisa de Bosch.
—Oh, Dios mío, ¿qué ha ocurrido? —gritó Guyot.
—Nada, me he caído.
—Su camisa… ¡Tiene sangre!
—Son gajes del oficio.
—Déjeme que le mire el pecho.
El doctor se acercó para examinado, pero Bosch levantó las manos.
—Estoy bien. ¿Quién es él?
El otro hombre respondió.
—Soy Victor Ulrich. Vivo aquí.
Señaló la casa vecina a la parcela. Bosch asintió.
—Acabo de salir para ver qué estaba pasando.
—Bueno, ahora no está pasando nada. Pero hay una escena del crimen allí arriba. O la habrá. Probablemente no volveremos a trabajar hasta mañana por la mañana. Pero les necesito para que no se acerque nadie. Y no cuenten nada a nadie. ¿De acuerdo?
Los dos vecinos hicieron un ademán de conformidad.
—Y, doctor, no le suelte la correa a la perra durante unos días. Tengo que volver al coche para hacer una llamada.
Señor Ulrich, estoy seguro de que querremos hablar con usted mañana. ¿Estará por aquí?
—Sí, cuando quiera. Trabajo en casa.
—¿Haciendo qué?
—Escribo.
—Muy bien, le veremos mañana.
Bosch se encaminó de nuevo calle abajo acompañado de Guyot y la perra.
—Tengo que echarle un vistazo a esa herida —insistió Guyot.
—Estoy bien.
Bosch miró a su izquierda y le pareció ver que una cortina se cerraba rápidamente en la casa que acababan de pasar.
—Por la manera como se sujeta al caminar, se ha lastimado una costilla —dijo Guyot—. Tal vez se la haya roto.
Puede que más de una.
Bosch pensó en los huesos pequeños y delgados que acababa de ver bajo las acacias.
—No hay nada que pueda hacer por una costilla, esté rota o no.
—Puedo ponerle un vendaje. Respirará mucho mejor. También le limpiaré esa herida.
Bosch cedió.
—De acuerdo, doctor, saque su maletín, yo voy a buscar mi otra camisa.
Unos minutos más tarde, en la casa de Guyot, el doctor limpió el profundo arañazo del costado de Bosch y le vendó las costillas. El detective se sentía mejor, pero seguía doliéndole. Guyot dijo que ya no podía extenderle una receta, pero de todos modos recomendó a Bosch que no tomara nada más fuerte que una aspirina.
Bosch recordó que tenía un frasco con algunas pastillas de Vicodin que le habían sobrado de cuando le quitaron la muela del juicio unos meses antes. Si quería, le quitarían el dolor.
—Estaré bien —dijo—. Gracias por curarme.
—No hay de qué.
Bosch se puso la camisa limpia y observó a Guyot mientras éste cerraba su botiquín. Se preguntó cuánto tiempo hacía que el médico no utilizaba sus aptitudes con un paciente.
—¿Cuánto hace que se jubiló?
—Hará doce años el mes que viene.
—¿Lo echa de menos?
Guyot se volvió para mirarlo. El temblor había desaparecido.
—Todos los días. Mire, no es que eche de menos el trabajo en sí, los casos. Pero era una profesión que marcaba una diferencia. Echo de menos eso.
Bosch pensó en cómo Julia Brasher había descrito antes el trabajo en homicidios. Asintió para mostrar a Guyot que entendía lo que estaba diciendo.
—¿Ha dicho que hay una escena del crimen allí arriba? —preguntó el médico.
—Sí, he encontrado más huesos. Voy a hacer una llamada para ver qué tenemos que hacer. ¿Puedo usar su teléfono? No creo que mi móvil funcione aquí.
—No, nunca funcionan en el cañón. Use el teléfono del despacho, así tendrá un poco más de intimidad.
El médico salió, llevándose el botiquín de primeros auxilios. Bosch rodeó el escritorio y se sentó. La perra estaba en el suelo, al lado de la silla. El animal levantó la mirada y pareció sorprendido al ver a Bosch en la silla de su amo.
—Calamidad —dijo Bosch—. Creo que hoy has hecho honor a tu nombre.
Bosch se agachó y frotó el pescuezo de la perra. Calamidad gruñó y él rápidamente apartó la mano, preguntándose si la perra reaccionaba así por su adiestramiento o bien algo de él había provocado esa respuesta hostil.
Levantó el auricular y llamó a la casa de su supervisora, la teniente Grace Billets. Explicó lo que había ocurrido en Wonderland Avenue y su descubrimiento de la colina.
—Harry, ¿cómo de viejos te parecen esos huesos? —preguntó Billets.
Bosch miró la polaroid que había sacado de los pequeños huesos que había hallado en el polvo. Era una foto mala y el fogonazo del flash la había sobreexpuesto porque estaba demasiado cerca.
—No lo sé, me parecen viejos. Creo que estamos hablando de años.
—Muy bien, o sea que lo que haya en la escena del crimen no es reciente.
—Puede que recién descubierto, pero no, ya estaba allí.
—Eso es lo que estoy diciendo. Así que creo que deberíamos marcarlo y ponernos en marcha por la mañana. Lo que esté en esa colina no va a irse a ninguna parte esta noche.
—Sí —dijo Bosch—. Yo estaba pensando lo mismo. Ella se quedó un momento en silencio antes de hablar.
—Esta clase de casos, Harry…
—¿Qué?
—Agotan el presupuesto, agotan al personal… y son los más difíciles de cerrar, si es que se cierran.
—Muy bien, volveré a subir, cubriré los huesos y le diré al doctor que no suelte a la perra de la correa.
—Vamos; Harry, ya sabes lo que quiero decir. —Billets suspiró sonoramente—. Es el primer día del año y vamos a empezar en el pozo.
Bosch se quedó en silencio, dejando que Billets elaborara sus frustraciones administrativas. No tardó mucho. Era una de las cosas que a Bosch le gustaban de ella.
—Vale, ¿ha pasado algo más hoy?
—No demasiado. Un par de suicidios, por el momento.
—Muy bien, ¿cuándo vas a empezar mañana?
—Me gustaría llegar allí temprano. Haré algunas llamadas para ver qué puedo preparar. Y llevaré el hueso que encontró la perra del doctor para que lo confirmen antes de empezar.
—Muy bien, tenme informada.
Bosch le dijo que así lo haría y colgó. A continuación llamó a Teresa Corazon, la forense del condado, a su casa. Aunque la relación extralaboral entre ambos había concluido hacía varios años y ella se había mudado al menos dos veces desde entonces, conservaba el mismo número y Bosch lo conocía de memoria. Le vino bien esta vez. Explicó a la forense lo que tenía entre manos y le dijo que necesitaba una confirmación oficial de que el hueso era humano antes de poner en marcha el proceso. También le dijo que si se confirmaba necesitaría un equipo arqueológico para trabajar en la escena del crimen lo antes posible.
Corazon puso la llamada en espera durante casi cinco minutos.
—Bueno —dijo cuando regresó a la línea—. No localizo a Kathy Kohl, no está en casa.
Bosch sabía que Kohl era la arqueóloga del equipo. Su especialidad y la razón de su inclusión como empleada a tiempo completo era recuperar huesos de los cadáveres que arrojaban en el desierto del norte del condado, algo que sucedía cada semana. Bosch sabía que la llamarían para que buscara huesos en Wonderland Avenue.
—Entonces, ¿qué hago? Quiero confirmar esto esta noche.
—Cálmate, Harry. Siempre eres muy impaciente. Eres como un perro con un hueso, y perdona por el chiste.
—Es un niño, Teresa. ¿No puedes ser seria?
—Ven aquí. Miraré ese hueso.
—¿Y qué me dices de mañana?
—Pondré todo en marcha. Le he dejado un mensaje a Kathy y en cuanto cuelgue la llamaré a la oficina y al busca. Dirigirá la excavación en cuanto salga el sol y podamos llegar allí. Cuando recuperemos los huesos llamaremos a un antropólogo forense de la UCLA con el que tenemos contacto. Y yo misma estaré allí. ¿Satisfecho?
Esta última parte dio que pensar a Bosch.
—Teresa —dijo al fin—, quiero llevar esto con la máxima discreción posible durante el máximo tiempo posible.
—¿Y qué insinúas?
—Que no estoy seguro de que la forense del condado de Los Ángeles tenga que estar allí. Y que no te he visto en la escena de un crimen sin un cámara detrás desde hace mucho tiempo.
—Harry, es un videógrafo privado, ¿de acuerdo? Lo que graba es para mi exclusivo uso posterior y está controlado únicamente por mí. No va a acabar en las noticias de las seis.
—Ya. Sólo pensaba que necesitábamos evitar las complicaciones en este caso. Es un niño. Y ya sabes cómo se ponen.
—Tú ven aquí con el hueso. Tengo que salir dentro de una hora.
Corazon colgó abruptamente.
Bosch lamentó no haber sido un poco más diplomático con Corazon, pero estaba satisfecho de haber dicho lo que tenía que decir. Corazon era una personalidad, que aparecía con regularidad en Court TV y en las cadenas de noticias en calidad de experta forense. También había adoptado la costumbre de llevar un cámara consigo por si podía transformar los casos en documentales para su emisión en alguno de los shows legales y policiales del amplio espectro que ofrecían el cable y el satélite. Bosch no podía y no iba a permitir que los objetivos de ella como forense célebre interfirieran con sus objetivos como investigador de lo que podía ser el homicidio de un niño.
Bosch decidió que llamaría a los servicios especiales del departamento y a las unidades con perros después de obtener la confirmación del hueso. Se levantó y fue a la sala en busca de Guyot.
El médico estaba en la cocina, sentado ante una mesita y escribiendo en un cuaderno de espiral. Levantó la mirada hacia Bosch.
—Estaba escribiendo unas notas sobre su tratamiento. He llevado el historial de todos los pacientes que he tratado.
Bosch se limitó a asentir, aunque le pareció extraño que Guyot escribiera sobre él.
—Tengo que irme, doctor. Volveremos mañana. Con un equipo, espero. Puede que necesitemos otra vez a su perra. ¿Estará usted aquí?
—Estaré aquí y encantado de ayudar. ¿Cómo van las costillas?
—Duele.
—Sólo cuando respira, ¿verdad? Le durará una semana.
—Gracias por cuidarme. No necesita que le devuelva la caja de zapatos, ¿no?
—No, ya no la quiero.
Bosch se volvió para dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo y miró de nuevo a Guyot.
—Doctor, ¿vive usted solo aquí?
—Ahora sí. Mi esposa murió hace dos años. Un mes antes de nuestras bodas de oro.
—Lo siento.
Guyot asintió y dijo:
—Mi hija tiene su familia en Seattle. Los veo en ocasiones especiales.
Bosch estuvo tentado de preguntarle que por qué sólo en ocasiones especiales, pero no lo hizo. Le dio las gracias al hombre de nuevo y se marchó.
Al conducir por el cañón hacia la casa de Teresa Corazon en Hancock Park, Bosch mantuvo la mano en la caja de zapatos para que no saltara ni se resbalara del asiento. En su interior, la sensación de terror iba en aumento. Sabía que era porque el destino ciertamente no le había sonreído ese día. Le había tocado el peor caso que le podía tocar. El caso de un niño.
Los casos infantiles siempre acechaban. Dejaban cicatriz y lo vaciaban a uno por dentro. No existía chaleco antibalas lo bastante grueso para evitar que te perforara. Los casos infantiles te hacían saber que el mundo estaba lleno de luz perdida.