Habían recorrido ya más de la mitad del camino a través del desierto antes de que ninguno de los dos hablara.
—Harry —dijo Edgar—, no dices nada.
—Ya lo sé —dijo Bosch.
Si algo habían tenido siempre como compañeros era la habilidad de compartir largos silencios. Siempre que Edgar sentía la necesidad de romper el silencio, Bosch sabía que tenía algo en mente de lo que quería hablar.
—¿Qué pasa Jerry Edgar?
—Nada.
—¿El caso?
—No, tío, nada. Estoy bien.
—Vale.
Estaban pasando un molino de viento. La calma era total y las aspas no se movían.
—¿Tus padres se quedaron juntos? —preguntó Bosch.
—Sí, hasta el final —dijo Edgar. Entonces rió—. Creo que a veces no les faltaron ganas de separarse, pero sí, se quedaron juntos. Supongo que así va la cosa. Lo fuerte sobrevive.
Bosch asintió. Pese a que ambos estaban divorciados, rara vez hablaban de sus matrimonios fracasados.
—Harry, he oído lo tuyo con la novata. Corre la voz. Lo único que estoy diciendo es que tengas cuidado. Eres un superior de ella, ¿no?
—Sí, ya lo sé. Ya se me ocurrirá algo.
—Por lo que he oído y he visto, vale la pena correr el riesgo por ella. Pero has de ir con pies de plomo.
Bosch no dijo nada. Al cabo de unos minutos, pasaron un cartel que indicaba que se hallaban a quince kilómetros de Palm Springs. Estaba anocheciendo. Bosch esperaba llamar a la puerta de la casa de Christine Waters antes de que fuera oscuro.
—Harry, ¿tú vas a llevar el interrogatorio?
—Sí, tú puedes ser el indignado.
—Eso será fácil.
Ya en el término municipal de Palm Springs, compraron un plano en una gasolinera y recorrieron la ciudad hasta que encontraron Frank Sinatra Boulevard y subieron por esa vía hacia las montañas. Bosch llegó hasta la verja de seguridad de un lugar llamado Mountaingate Estates. Su mapa mostraba que la calle en la que vivía Christine Waters estaba en Mountaingate.
Un poli de alquiler uniformado salió de la garita mirando el coche blanco y negro en el que iban y sonriendo.
—Os habéis desviado un poco, chicos —dijo.
Bosch asintió y trató de ofrecer una sonrisa amable, pero sólo logró dar la sensación de que tenía algo agrio en la boca.
—Algo así —dijo.
—¿Qué ocurre?
—Venimos a hablar con Christine Waters, del trescientos doce de Deep Waters Drive.
—¿La señora Waters los espera?
—No, a no ser que sea vidente o usted se lo diga.
—Ése es mi trabajo. Un momento.
El vigilante volvió a entrar en la garita, y Bosch vio que levantaba un teléfono.
—Parece que Christine Delacroix ha prosperado en serio —dijo Edgar.
Estaba mirando a través del parabrisas algunas de las casas que eran visibles desde su posición. Todas eran enormes, con césped bien cuidado y jardines lo bastante grandes para jugar a fútbol.
El vigilante salió, apoyó ambas manos en la ventanilla del coche y se inclinó para mirar a Bosch.
—Quiere saber de qué se trata.
—Dígale que lo discutiremos en su casa en privado. Dígale que tenemos una orden judicial.
El vigilante se encogió de hombros y volvió a entrar. Bosch vio que hablaba por teléfono unos segundos más. Después de que hubo colgado, la verja se abrió lentamente. El guardia salió al umbral de la garita y les hizo una señal para que pasaran. Pero no sin decir la última palabra.
—Puede que esa pose de hombre duro le funcione bien en Los Ángeles, pero aquí en el desierto…
Bosch no escuchó el resto. Arrancó y pasó por la verja mientras subía la ventanilla.
Encontraron Deep Waters Drive en el extremo del complejo. Las casas parecían un par de millones de dólares más opulentas que las construidas junto a la entrada de Mountaingate.
—¿A quién se le ocurriría llamar Deep Waters Drive a una calle del desierto? —musitó Edgar.
—Tal vez a alguien llamado Waters.
Edgar lo entendió al fin.
—Joder. ¿Tú crees? Ha prosperado más de lo que creía.
La dirección de Christine Waters que Edgar había averiguado correspondía a una mansión de tejas rojas que se alzaba al final de un cul-de-sac en el término de Mountaingate Estates. Era sin duda el lote más privilegiado de la urbanización. La casa estaba ubicada en un promontorio que le proporcionaba una vista de todas las otras construcciones de la urbanización, así como una panorámica del campo de golf que la rodeaba.
La propiedad tenía su propia verja, pero ésta se hallaba abierta. Bosch se preguntó si estaría siempre abierta o la habían abierto para ellos.
—Esto va a ser interesante —comentó Edgar cuando se detuvieron en una rotonda de aparcamiento construida con adoquines entrecruzados.
—Recuerda —dijo Bosch— que la gente puede cambiar de dirección, pero no puede cambiar quién es.
—Sí. Abecé del detective.
Los detectives salieron y caminaron bajo el pórtico que conducía a la puerta de entrada de doble ancho. Antes de que llegaran les abrió una mujer con uniforme de sirvienta en blanco y negro, quien les dijo, con marcado acento hispano, que la señora Waters los esperaba en el salón.
El salón tenía el tamaño y aspecto de una pequeña catedral, con un techo de siete metros, con vigas a la vista. La parte superior de la pared orientada al este estaba ocupada por tres vidrieras: un tríptico que representaba la salida del sol, un jardín y la salida de la luna. En la pared opuesta había seis puertas correderas de extremo a extremo con vistas al campo de golf. El salón tenía dos grupos de muebles diferenciados, como para acomodar dos reuniones distintas de manera simultánea.
Sentada en medio de un sofá de color crema de la primera zona había una mujer rubia de rostro impenetrable. Sus ojos azul pálido siguieron a los hombres cuando éstos entraron y digirieron las dimensiones de la estancia.
—¿Señora Waters? —dijo Bosch—. Soy el detective Bosch y él es el detective Edgar. Somos del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Bosch tendió la mano y ella la tomó, pero no la estrechó, sólo la sostuvo un momento antes de pasar a la mano tendida de Edgar. Bosch sabía por el certificado de nacimiento que tenía cincuenta y seis años, pero parecía una década más joven y su rostro, suavemente bronceado, era un testamento de las maravillas de la ciencia médica moderna.
—Tomen asiento, por favor —dijo la mujer—. No puedo explicarles lo incómoda que me siento con ese coche aparcado en la puerta de mi casa. Supongo que la discreción no es una virtud del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Bosch sonrió.
—Bueno, señora, nosotros también estamos incómodos con eso, pero es lo que nuestros jefes nos dan. Y eso es lo que conducimos.
—¿De qué se trata? El vigilante dijo que tenían una orden judicial, ¿puedo verla?
Bosch se sentó en un sofá situado enfrente de ella y al otro lado de una mesita de café negra con incrustaciones de oro.
—Oh, debe de habernos entendido mal —dijo Bosch—. Le dije que podría conseguir una orden judicial si usted se negaba a vernos.
—Estoy segura de que el vigilante se ha confundido —dijo ella con un tono de voz que evidenciaba que no creía a Bosch en absoluto—. ¿Por qué quieren verme?
—Tenemos que hacerle preguntas sobre su marido.
—Mi marido murió hace cinco años. Además, él apenas viajaba a Los Ángeles. ¿Qué puede…?
—Su primer marido, señora Waters. Samuel Delacroix. También queremos hablar de sus hijos.
Bosch vio que la cautela asomaba inmediatamente a sus ojos.
—Yo… yo no los he visto ni he hablado con ellos en años. Casi treinta años.
—¿Quiere decir desde que fue a buscar un medicamento para el niño y se olvidó de volver? —preguntó Edgar.
La mujer lo miró como si acabara de abofetearla. Bosch esperaba que Edgar usara un poco más de delicadeza en su actuación de poli indignado.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Señora Waters —dijo Bosch—. Quiero hacerle primero unas preguntas y después contestaré las suyas.
—No lo entiendo. ¿Cómo me han encontrado? ¿Qué están haciendo? ¿Por qué están aquí?
Su voz fue subiendo con la emoción de pregunta en pregunta. Una vida que había apartado treinta años antes estaba irrumpiendo de pronto en la existencia cuidadosamente ordenada en la que habitaba.
—Somos detectives de homicidios, señora. Estamos trabajando en un caso en el que podría estar involucrado su marido…
—Él no es mi marido. Me divorcié de él hace al menos veinticinco años. Es una locura que vengan aquí a preguntarme por un hombre al que ya ni siquiera conozco, y del que ni siquiera sabía que estaba vivo. Quiero que se vayan.
La señora Waters se levantó y extendió el brazo en la dirección por la que habían entrado.
Bosch miró a Edgar y luego de nuevo a la mujer, cuya ira había hecho que el bronceado de su rostro esculpido quedara desigual. Empezaban a formarse manchas, el signo de la cirugía plástica.
—Señora Waters, siéntese —dijo Bosch con voz severa—. Por favor, trate de calmarse.
—¿Calmarme? ¿Saben quién soy yo? Mi marido construyó este lugar. Las casas, el campo de golf, todo. No pueden presentarse aquí así. Puedo coger el teléfono y hablar con el jefe de policía en dos…
—Su hijo está muerto, señora —soltó Edgar—. El que dejó atrás hace treinta años. Así que siéntese y deje que hagamos nosotros las preguntas.
La mujer se derrumbó en el sofá como si le hubieran levantado los pies del suelo de una patada. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Sus ojos ya no estaban fijos en los detectives, sino en un recuerdo lejano.
—Arthur…
—Eso es —dijo Edgar—. Arthur. Me alegro de que aún lo recuerde.
Bosch y Edgar la miraron en silencio durante unos segundos. Todos los años y la distancia no bastaban. Estaba herida por la noticia. Malherida. Bosch lo había visto antes. El pasado tenía una forma de regresar, de desenterrarse. Siempre afloraba justo bajo tus pies.
Bosch sacó la libreta del bolsillo y la abrió por una página en blanco. Escribió «No te pases» y se la tendió a Edgar.
—Jerry, ¿por qué no tomas notas? Creo que la señora Waters quiere cooperar con nosotros.
La voz de Bosch sacó a Christine Waters de su triste ensueño. Miró a Bosch.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha sido Sam?
—No lo sabemos. Por eso estamos aquí. Arthur lleva mucho tiempo muerto. Sus restos se encontraron la semana pasada.
Ella lentamente se llevó una mano a la boca en forma de puño y empezó a golpearse suavemente los labios con él.
—¿Cuánto tiempo?
—Ha estado enterrado veinte años. Una llamada de su hija nos ayudó a identificarlo.
—Sheila.
Fue como si no hubiera pronunciado el nombre en tanto tiempo que tuvo que probar si aún funcionaba.
—Señora Waters, Arthur desapareció en mil novecientos ochenta. ¿Lo sabía?
La mujer negó con la cabeza.
—Yo me había ido. Me fui casi diez años antes.
—¿Y no tuvo ningún contacto con la familia?
—Pensé que…
No terminó la frase. Bosch esperó.
—¿Señora Waters?
—No podía llevármelos. Yo era joven y no podía asumir… la responsabilidad. Me fugué. Lo admito. Me escapé. Pensé que sería mejor para ellos no tener noticias mías, no saber nada de mí.
Bosch asintió de un modo que esperaba que mostrara que la entendía y estaba de acuerdo con lo que ella había pensado entonces. No importaba que no fuera así. No le importaba que su propia madre hubiera afrontado las malas adversidades de tener un hijo demasiado joven y en circunstancias difíciles, y en cambio se había aferrado a él y lo había protegido con una ferocidad que había inspirado su vida.
—¿Les escribió notas antes de irse? A sus hijos, quiero decir.
—¿Cómo lo sabe?
—Sheila nos lo dijo. ¿Qué decía en la carta a Arthur?
—Sólo… sólo decía que lo quería y que siempre lo llevaría en mi corazón, pero que no podía estar con él. No recuerdo exactamente todo lo que decía. ¿Es importante?
Bosch se encogió de hombros.
—No lo sé. Su hijo llevaba una carta encima. Podría ser la que usted le dejó. Estaba deteriorada. Probablemente nunca lo sabremos. En la demanda de divorcio que presentó varios años después de irse de casa, citaba el maltrato físico como una de las causas. Necesito que nos hable de eso. ¿Cuál era ese maltrato físico?
Ella negó con la cabeza otra vez, en esta ocasión con desdén, como si la pregunta le hubiera molestado o fuera estúpida.
—¿Usted qué cree? A Sam le gustaba darme. Se emborrachaba y era como caminar sobre cáscaras de huevo. Cualquier cosa lo hacía saltar: el bebé llorando, Sheila hablando en voz demasiado alta… Y yo siempre era el objetivo.
—¿Le pegaba?
—Sí, me pegaba. Se convirtió en un monstruo. Ésa fue una de las razones por las que tuve que marcharme.
—Pero dejó a los niños con el monstruo —apostilló Edgar.
Esta vez ella no reaccionó como si le hubieran golpeado. Fijó sus ojos pálidos en Edgar con una mirada letal que obligó a Edgar a desviar su mirada de indignación. Le habló con mucha calma.
—¿Quién es usted para juzgar a nadie? Tenía que sobrevivir y no podía llevármelos conmigo. Si lo hubiera intentado ninguno de nosotros habría sobrevivido.
—Estoy seguro de que eso lo entendieron —dijo Edgar.
La mujer se levantó de nuevo.
—Creo que no voy a seguir hablando con ustedes. Estoy segura de que sabrán encontrar la salida.
La mujer se dirigió hacia la puerta en arco situada en el extremo de la sala.
—Señora Waters —dijo Bosch—. Si no habla con nosotros ahora, iremos a buscar la orden judicial.
—Muy bien —dijo ella, sin volver la mirada—, hágalo. Pediré a uno de mis abogados que se ocupe de eso.
—Y se hará público en la corte municipal.
Era un farol, pero Bosch pensó que podría pararla. Supuso que la vida de Christine Waters en Palm Springs estaba construida enteramente sobre secretos y que no le gustaría que nadie bajara al sótano. A las cotillas de la alta sociedad, como a Edgar, les costaría mucho ver las cosas del modo en que ella las planteaba. En su fuero interno, también a ella le costaba mucho convencerse, incluso después de tantos años.
La señora Waters se detuvo bajo la arcada, se calmó y regresó al sofá. Mirando de nuevo a Bosch, dijo:
—Sólo hablaré con usted. Quiero que él se vaya.
Bosch negó con la cabeza.
—Él es mi compañero. Es nuestro caso. Él se queda, señora Waters.
—Sólo voy a contestar sus preguntas.
—De acuerdo. Siéntese, por favor.
Ella lo hizo, esta vez, en la parte del sofá más alejada de Edgar y más próxima a Bosch.
—Sé que quiere ayudarnos a encontrar al asesino de su hijo. Trataremos de terminar can esto lo antes posible.
La mujer asintió una vez.
—Háblenos de su exmarido…
—¿Quiere que le cuente toda la historia sórdida? —preguntó retóricamente—. Les daré la versión abreviada. Lo conocí en una clase de arte dramático. Yo tenía dieciocho años. Él tenía siete años más que yo, y ya había trabajado en alguna película y además era muy guapo. Podría usted decir que pronto caí bajo su embrujo. Y antes de cumplir las diecinueve yo estaba embarazada.
Bosch miró a Edgar para ver si estaba anotando algo. Edgar captó la mirada y empezó a escribir.
—Nos casamos y nació Sheila. Ya no seguí con mi carrera. Tengo que admitir que no estaba demasiado entregada. Entonces actuar sólo me parecía algo que hacer. Tenía buena imagen, pera pronto me di cuenta de que todas las chicas de Hollywood tenían buena imagen. Me quedé feliz en casa.
—¿Qué le pareció a su marido?
—Al principio muy bien. Él tenía un papel en Primero de Infantería. ¿La vio alguna vez?
Bosch asintió. Era una serie de televisión sobre la Segunda Guerra Mundial que se había pasado entre mediados y finales de los sesenta, hasta que el sentimiento del público sobre la guerra de Vietnam y sobre las guerras en general llevó a un declive en los índices de audiencia y la emisión se canceló. La serie narraba semanalmente las aventuras de una brigada tras las líneas alemanas. A Bosch le gustaba y siempre trataba de verla, ya fuera en las casas de acogida o en el orfanato.
—Sam era uno de las alemanes. Era rubio y tenía aspecto de ario. Estuvo dos años en la serie. Justo hasta que me quedé embarazada de Arthur. —Dejó que un silencio puntuara la frase—. Entonces cancelaron la serie por esa estúpida guerra de Vietnam. La cancelaron y Sam tuvo problemas para encontrar trabajo. Quedó encasillado en el papel de alemán. Fue entonces cuando empezó a beber y a pegarme. Se pasaba los días yendo a los castings y sin conseguir nada. Después pasaba las noches bebiendo y furioso conmigo.
—¿Por qué con usted?
—Porque era yo la que se quedó embarazada. Primero de Sheila y después de Arthur. Ninguno de los embarazos fue planeado y eso le sumó mucha presión a él. Se descargó con quien tenía más cerca.
—¿La agredió sexualmente?
—¿Agredir sexualmente? Suena muy clínico. Pero sí, me agredió sexualmente. Muchas veces.
—¿Alguna vez lo vio pegar a las niños?
Era la pregunta crucial que habían venida a formular. Todo la demás era decoración.
—No específicamente —dijo ella—. Cuando estaba embarazada de Arthur me pegó una vez en el estómago… Rompí aguas. Me puse de parto seis semanas antes de fecha. Arthur no pesó ni dos kilos y medio al nacer.
Bosch aguardó. Ella estaba hablando de un modo que insinuaba que podía decir más siempre que él le diera espacio para hacerlo. Miró par la puerta corredera al campo de golf. Había una profunda trampa de arena que protegía el green. Un hombre con camisa roja y pantalón de cuadros escoceses estaba en el bunker, sacudiendo un palo ante una bola invisible. Se veía saltar arena, pera la bola no asomaba.
En la distancia otros tres golfistas estaban bajando de los carritos aparcados al otro lado del green. El bunker los ocultaba de la vista del hombre de la camisa roja. Mientras Bosch observaba, el hombre miró arriba y abajo de la calle en busca de testigos. Al no ver a nadie, se agachó, cogió su bola y la lanzó al green, dándole el bonito arco de un buen golpe. Luego salió de la trampa, sosteniendo el palo con ambas manos cerradas sobre el grip, en una postura que sugería que acababa de golpear la bola.
Finalmente, Christine Waters continuó hablando y Bosch la miró.
—Arthur no llegó a los dos kilos y medio cuando nació. Durante todo el primer año fue pequeño y muy enfermizo. Nunca hablamos de eso, pero los dos sabíamos que lo que Sam había hecho lastimó al niño. No estaba bien.
—¿Aparte de ese incidente en el que le pegó a usted, nunca vio a su marido pegando a Arthur o a Sheila?
—Puede que le pegara algún bofetón a Sheila. No lo recuerdo. Él nunca pegaba a los niños. Quiero decir, me tenía a mí.
Bosch asintió. La conclusión no expresada era que una vez que ella se fue, cualquiera podía ser el nuevo objetivo. Bosch pensó en los huesos desplegados sobre la mesa de autopsias y todas las heridas que el doctor Golliher había descrito.
—Está mi mari… ¿Han detenido a Sam?
Bosch la miró.
—No. Estamos en la fase de determinar los hechos. Los restos de su hijo revelan una historia de maltrato físico crónico. Estamos tratando de entender las cosas.
—¿Y Sheila? ¿A ella…?
—No se lo hemos preguntado específicamente. Lo haremos. Señora Waters, cuando su marido le pegaba, ¿siempre lo hacía con la mano?
—A veces me pegaba con cosas. Recuerdo que una vez me pegó con un zapato. Me sujetó en el suelo y me pegó con el zapato. Y una vez me tiró su maletín. Me dio en el costado. —La señora Waters negó con la cabeza.
—¿Qué?
—Nada. Sólo ese maletín. Lo llevaba a todas sus audiciones. Como si fuera tan importante. Y todo lo que llevó allí fueron cuatro fotos suyas y una petaca.
La amargura quemaba en su voz incluso al cabo de tantos años.
—¿Fue usted alguna vez a un hospital o a una sala de urgencias? ¿Existe algún registro del maltrato?
Ella negó con la cabeza.
—Nunca me pegó tanto como para tener que ir, excepto cuando tuve a Arthur, y entonces mentí. Dije que me había caído y había roto aguas. Verá, detective, no era algo que quisiera que el mundo supiera.
Bosch asintió.
—Cuando se fue, ¿lo planeó? ¿O simplemente se fue?
Ella se quedó unos segundos sin responder, mientras repasaba el recuerdo en su pantalla interior.
—Escribí las cartas para mis hijos mucho antes de irme. Las llevaba en mi bolso en espera del momento adecuado. La noche que me fui, se las dejé debajo de las almohadas y me marché con el bolso y con lo puesto. Y me llevé el coche que nos había regalado mi padre cuando nos casamos. Eso fue todo. Ya había tenido bastante. Le dije que necesitábamos medicinas para Arthur. Él había estado bebiendo. Me dijo que fuera a buscarlas.
—Y nunca volvió.
—Nunca. Un año después, antes de venir a Palm Springs, pase en coche por la casa una noche. Vi las luces encendidas y no me detuve.
Bosch asintió. No se le ocurría ninguna pregunta más. Aunque la mujer recordaba bien esa primera etapa de su vida, sus recuerdos no iban a ayudar a construir un caso contra su exmarido por un asesinato cometido diez años después de la última vez que lo había visto. Quizá Bosch había sabido desde el principio que no sería una parte vital del caso. Quizá sólo quería calibrar a una mujer que había abandonado a sus hijos, dejándolos con un hombre al que creía un monstruo.
—¿Qué aspecto tiene?
Bosch se quedó momentáneamente desconcertado por la pregunta.
—Mi hija.
—Uh, es rubia como usted. Un poco más alta, más fuerte. No tiene hijos ni está casada.
—¿Cuándo enterrarán a Arthur?
—No lo sé. Tendría que llamar a la oficina del forense. O podría llamar a Sheila para ver si… —Se detuvo. No podía inmiscuirse en tratar de remendar los agujeros de treinta años en las vidas de la gente—. Creo que hemos terminado, señora Waters. Le agradecemos su cooperación.
—Sin duda —dijo Edgar, con una indisimulada nota de sarcasmo.
—Han recorrido un camino muy largo para hacer tan pocas preguntas.
—Creo que es porque usted tiene muy pocas respuestas —dijo Edgar.
Caminaron hasta la puerta y ella los siguió unos pasos más atrás. Fuera, bajo el pórtico, Bosch se volvió a mirar a la mujer que estaba de pie en el umbral. Se sostuvieron la mirada un momento. Bosch trató de pensar en algo que decir, pero no tenía nada para ella. La señora Waters cerró la puerta.