25

Bosch se acercó a la taquilla del museo y le dijo a la mujer que la atendía su nombre y que tenía una cita en el laboratorio de antropología con el doctor William Golliher. Ella levantó un teléfono e hizo una llamada. Al cabo de unos minutos la mujer repiqueteó en el cristal con su anillo de casada hasta que captó la atención de un vigilante de seguridad. El guardia se acercó y la mujer le pidió que acompañara a Bosch al laboratorio.

El vigilante no dijo ni una palabra mientras recorrían el museo en penumbra, pasando junto al mamut y la pared de cráneos de lobos. Bosch nunca había estado en el museo, aunque había ido varias veces de excursión a los pozos de alquitrán de La Brea cuando era niño. El museo lo construyeron después, para albergar y exhibir todos los hallazgos que surgieron de los pozos.

Cuando Bosch había llamado al móvil de Golliher después de recibir el historial médico de Arthur Delacroix, el antropólogo le había explicado que ya estaba trabajando en otro caso y que no podía ir al centro, a la oficina del forense, hasta el día siguiente. Bosch le dijo que no podía esperar. Golliher tenía consigo copias de los rayos X y fotografías del caso de Wonderland, de manera que si Bosch se acercaba, él podría hacer las comparaciones y darle una respuesta no oficial.

Bosch aceptó el ofrecimiento y se dirigió hacia los pozos de alquitrán mientras Edgar se quedaba en la comisaría de Hollywood, trabajando con el ordenador para tratar de localizar a la madre de Arthur y Sheila Delacroix, así como para encontrar al amigo de Arthur, John Stokes.

Bosch sintió curiosidad por saber cuál era el nuevo caso en el que estaba trabajando Golliher. Los pozos de alquitrán eran un antiguo agujero donde los animales habían ido a morir durante siglos. En una lamentable reacción en cadena, los animales pillados en el miasma se convertían en presa de otros animales, que a su vez quedaban atrapados y lentamente se hundían en el lodo. En una extraña forma de equilibrio natural, los huesos afloraban de nuevo de la oscuridad y eran recogidos y estudiados por el hombre moderno. Todo esto sucedía al lado de una de las calles más transitadas de Los Ángeles: un constante recordatorio del apabullante paso del tiempo.

Bosch fue conducido a través de unas puertas dobles hasta un atestado laboratorio donde los huesos eran identificados, clasificados, fechados y limpiados. Parecía haber cajas de huesos en todas las superficies planas. Media docena de personas con batas blancas trabajaban limpiando y examinando los huesos.

Golliher era el único que no utilizaba bata. Llevaba otra camisa hawaiana, ésta con papagayos, y estaba trabajando en una mesa situada en la esquina más alejada de la puerta. Al acercarse, Bosch vio que había dos cajas de madera en la mesa de trabajo que tenía delante. En una de ellas había un cráneo.

—Detective Bosch, ¿cómo está?

—Bien, ¿qué es eso?

—Esto, como estoy seguro que usted sabrá, es un cráneo humano. Lo encontraron junto con algunos huesos hace dos días en el asfalto que excavaron hace treinta años para hacer sitio a este museo. Me han pedido mi opinión antes de hacerlo público.

—No entiendo. ¿Es… antiguo o… de hace treinta años?

—Oh, es bastante antiguo. Lo han fechado con carbono. Tiene unos nueve mil años, de hecho.

Bosch asintió. El cráneo y los huesos de la otra caja parecían de caoba.

—Eche un vistazo —dijo Golliher, y sacó el cráneo de la caja.

Lo giró de forma que el hueso occipital quedó de cara a Bosch y trazó con el dedo un círculo alrededor de una fractura en forma de estrella situada en la base del cráneo.

—¿Le suena?

—¿Fractura causada por un golpe seco?

—Exactamente. Muy semejante a su caso. Esto lo demuestra.

Golliher volvió a dejar suavemente el cráneo en la caja de madera.

—¿Qué demuestra?

—Las cosas no cambian tanto. Esta mujer (al menos creemos que era una mujer) fue asesinada hace nueve mil años y su cuerpo probablemente fue arrojado al pozo de alquitrán como forma de ocultar el crimen. La naturaleza humana no cambia.

Bosch miró la calavera.

—No es la primera —dijo Golliher. Bosch lo miró.

—En mil novecientos catorce —explicó el antropólogo— encontraron los huesos de otra mujer (de hecho era un esqueleto más completo) en el alquitrán. Tenía la misma fractura de estrella en el mismo lugar del cráneo. Los huesos los dataron con carbono catorce. Eran de hace nueve mil años. La misma franja de tiempo que ella.

Señaló con la cabeza hacia la caja.

—¿Me está diciendo que hace nueve mil años hubo aquí un asesino en serie?

—Es imposible saberlo, detective. Lo único que tenemos aquí son huesos.

Bosch miró de nuevo el cráneo. Pensó en lo que Julia Brasher había dicho de su trabajo, de cómo acababa con el mal en el mundo. Pero a ella se le escapaba una verdad que Bosch conocía desde mucho tiempo atrás: que el verdadero mal nunca puede extirparse del mundo. A lo sumo, uno podía chapotear en las oscuras aguas abisales con dos cubos agujereados en las manos.

—Pero usted tiene otras cosas en mente, ¿verdad? —dijo Golliher, interrumpiendo las cavilaciones de Bosch—. ¿Ha traído el historial clínico del hospital?

Bosch puso el maletín en la mesa de trabajo y lo abrió. Le pasó un archivador a Golliher y se sacó del bolsillo las fotos que él y Edgar habían pedido prestadas a Sheila Delacroix.

—No sé si esto ayuda —dijo—. Pero éste es el chico.

Golliher cogió las fotos. Las fue pasando rápidamente y se detuvo en el retrato posado de Arthur Delacroix con americana y corbata. Fue hasta una silla que tenía una mochila colgada del reposabrazos para sacar su propia carpeta y volvió a la mesa de trabajo. Abrió la carpeta y sacó una foto de 20 x 25 del craneo de Wonderland Avenue. Durante un buen rato sostuvo las fotos de Arthur Delacroix y del cráneo una junto a la otra y las examinó.

Al final dijo:

—El malar y la formación del arco supraciliar parecen coincidir.

—No soy antropólogo, doctor.

Golliher puso las fotos en la mesa. Se explicó pasando el dedo por la ceja izquierda del chico y luego trazando la forma del ojo.

—El arco de la ceja y la órbita exterior —dijo— son más anchos de lo habitual en el espécimen recuperado. Mirando esta foto del chico, observamos que su estructura facial está en concordancia con lo que vemos aquí.

Bosch asintió.

—Veamos los rayos X —dijo Golliher—. Hay un aparato aquí.

Golliher recogió los archivos y condujo a Bosch a una mesa de luz. Abrió el expediente del hospital, cogió las placas de rayos X y empezó a leer el historial del paciente.

Bosch ya había leído el documento. Según el informe hospitalario, el chico había ingresado en urgencias a las 17.40 del 11 de febrero de 1980. Lo había llevado su padre, quien explicó que lo había encontrado aturdido y conmocionado después de una caída del monopatín en la cual se había golpeado en la cabeza. Se llevó a cabo neurocirugía para aliviar la presión craneal causada por una inflamación del cerebro. El chico permaneció diez días en observación antes de ser entregado a su padre. Dos semanas después fue ingresado de nuevo para que le practicaran otra operación en la que se le extrajeron los clips utilizados para mantener el cráneo unido después de la neurocirugía.

En ningún lugar del expediente se mencionaba que el niño se hubiera quejado de haber sido maltratado por su padre o por otra persona. Mientras se recuperaba de la primera operación una asistente social le hizo una entrevista de rutina. El informe de la entrevista ocupaba menos de media página y explicaba que el chico decía que se había herido mientras practicaba skate. No hubo interrogatorio de seguimiento ni derivación a las autoridades de menores ni a la policía.

Golliher negó con la cabeza mientras finalizaba su repaso del documento.

—¿Qué pasa? —preguntó Bosch.

—Nada, y ése es el problema. No hubo investigación. Creyeron la palabra del chico. Probablemente su padre estaba allí al lado, en la misma sala, mientras lo entrevistaban. ¿Sabe lo difícil que habría sido para él decir la verdad? Así que lo curaron y volvieron a enviarlo con la persona que le estaba haciendo daño.

—Doctor, nos lleva un poco de ventaja. Identifiquémoslo, y si es que es él, trataremos de descubrir quién hacía daño al niño.

—Bien. Es su caso. Simplemente es algo que he visto cientos de veces.

Golliher dejó los informes y cogió los rayos X. Bosch lo observó con una sonrisa de desconcierto. Daba la sensación de que Golliher estaba molesto porque Bosch no había saltado a las mismas conclusiones que él con la misma rapidez.

Golliher puso dos radiografías en la mesa de luz. Entonces fue a su archivo y trajo dos placas que habían tomado del cráneo de Wonderland. Encendió la luz de la mesa y las tres radiografías se iluminaron. Golliher señaló la que había sacado de su propio archivo.

—Ésta es una placa radiológica que tomé para mirar el interior del hueso del cráneo, pero podemos usarla para la comparación. Mañana, cuando vuelva a la oficina del forense utilizaré el propio cráneo.

Golliher se inclinó sobre la mesa de luz y alcanzó un pequeño ocular que estaba en una estantería próxima. Sostuvo un extremo en el ojo y apretó el otro contra una de las imágenes. Al cabo de unos segundos pasó a una de las radiografías del hospital y situó el ocular sobre el mismo lugar del cráneo. Pasó de una radiografía a otra numerosas veces, haciendo una comparación tras otra.

Cuando hubo concluido, Golliher se enderezó, apoyó la espalda contra la mesa de trabajo y plegó los brazos.

—El Queen of Angels era entonces un hospital subvencionado por el gobierno. El presupuesto siempre era ajustado. Deberían haber sacado más de dos radiografías del cráneo de este chico. Si lo hubieran hecho, habrían visto algunas de estas otras lesiones.

—De acuerdo, pero no lo hicieron.

—Exacto, no lo hicieron. Pero basándome en lo que sí hicieron y lo que tenemos aquí, he podido hacer varias comparaciones en la cisura, el patrón de la fractura y la sutura del hueso temporal. No tengo ninguna duda. —Hizo un gesto hacia la radiografía que todavía brillaba en la mesa de luz—. Coincide con Arthur Delacroix.

Bosch asintió.

Golliher se acercó a la mesa de luz y empezó a recoger las radiografías.

—¿Cuánta seguridad tiene? —preguntó Bosch.

—Como le he dicho, no hay ninguna duda. Mañana miraré el cráneo cuando vaya al centro, pero puedo decirle ahora mismo que es él. Coincide.

—Entonces, si detenemos a alguien y vamos a juicio con él, no habrá sorpresas, ¿verdad?

Golliher miró a Bosch.

—Ninguna sorpresa. Estos hallazgos no pueden ponerse en duda. Como sabe, lo que puede objetarse es la interpretación de las heridas. Yo miro a este chico y veo algo espantoso, horrible. Y eso testificaré. Y lo haré con ganas. Pero luego tiene usted estos registros oficiales.

Hizo un ademán de desdén hacia la carpeta abierta que contenía el historial clínico.

—Allí dice monopatín, y es ahí donde habrá lucha.

Bosch asintió. Golliher volvió a colocar las dos radiografías en la carpeta, cerró ésta y se la guardó en el maletín.

—Bueno, doctor, gracias por hacerse un hueco para recibirme aquí. Creo que…

—¿Detective Bosch?

—¿Sí?

—El otro día pareció muy incómodo cuando yo mencioné la necesidad de tener fe en lo que hacemos. Básicamente, cambió de tema.

—Es cierto que no es un tema en el que me sienta a gusto.

—Yo diría que en su línea de trabajo sería fundamental tener una espiritualidad sana.

—No lo sé. A mi compañero le gusta culpar a los alienígenas del espacio exterior de todo lo malo. Supongo que eso también es sano.

—Está usted evitando la cuestión.

Bosch se sintió cada vez más molesto y el sentimiento no tardó en convertirse en ira.

—¿Cuál es la pregunta, doctor? ¿Por qué le importo tanto yo y lo que crea o deje de creer?

—Porque es importante para mí. Yo estudio huesos. El marco de la vida. Y he llegado a creer que existe algo más que la sangre, los tejidos y los huesos. Hay algo que lo mantiene todo unido. Yo tengo algo dentro que nunca verá con los rayos X, algo que me mantiene unido y me ayuda a seguir adelante. Por eso, cuando encuentro a alguien que tiene un vacío allá donde yo llevo la fe, me asusto por él.

Bosch se lo quedó mirando unos segundos.

—Se equivoca conmigo. Yo tengo fe y tengo una misión. Llámelo religión azul, o como usted quiera. Es la fe en que esto no quedará impune. En que esos huesos han salido a la superficie por una razón. Han salido a la superficie para encontrarme y para que yo haga algo. Y eso es lo que me mantiene unido y me ayuda a seguir adelante. Y eso tampoco saldrá en ninguna radiografía, ¿de acuerdo?

Miró a Golliher en espera de una respuesta, pero el antropólogo no dijo nada.

—Tengo que irme, doctor —dijo Bosch finalmente—. Gracias por su ayuda. Me ha dejado las cosas muy claras.

Bosch dejó a Golliher allí, rodeado de los huesos oscuros sobre los que se había construido la ciudad.