Bosch iba escuchando el partido de los Lakers en la radio del coche mientras se dirigía hacia el cañón y luego ascendía por Lookout Mountain y Wonderland Avenue. No era un gran seguidor del baloncesto, pero quería saber cómo estaban las cosas por si tenía que llamar a su compañero, Jerry Edgar. Bosch estaba trabajando sólo porque Edgar había tenido la fortuna de conseguir un par de entradas para el partido. Había aceptado ocuparse de las llamadas y no molestar a Edgar a no ser que surgiera un homicidio o algo que no pudiera solucionar sin ayuda.
Además, Bosch estaba sólo porque el tercer miembro de su equipo, Kizmin Rider, había sido ascendida a la División de Robos y Homicidios casi un año antes y todavía no había sido sustituida.
Acababa de iniciarse el tercer cuarto y el partido con los Trail Blazers estaba igualado. Aunque Bosch no era ningún fanático, sabía por lo que Edgar había comentado del partido y por su insistencia en disponer del día libre que era un encuentro importante con uno de los principales rivales del equipo de Los Ángeles. Decidió no llamar al busca de Edgar hasta después de llegar a la escena y haber evaluado la situación. Apagó la radio cuando empezó a perder la señal de la emisora de AM en el cañón.
El ascenso era empinado. Laurel Canyon abría una brecha en las montañas de Santa Mónica. Las carreteras secundarias subían hasta la cresta de las montañas. Wonderland Avenue era una vía sin salida que acababa en un lugar remoto, donde las casas de medio millón de dólares estaban rodeadas de un espeso bosque y terreno desnivelado. Bosch sabía por instinto que buscar huesos en esa zona se convertiría en una pesadilla logística. Se detuvo detrás de un coche patrulla en la dirección que Mankiewicz le había proporcionado y consultó el reloj. Eran la cuatro y treinta y ocho, y lo anotó en una página en blanco de su bloc. Calculó que quedaba menos de una hora de luz diurna.
Una agente a la que no conocía contestó a su llamada a la puerta. Según la placa identificativa se llamaba Brasher. La mujer lo condujo hasta un despacho donde su compañero, al que Bosch sí conocía y que se llamaba Edgewood, estaba hablando con un hombre de pelo blanco que se hallaba sentado tras un escritorio repleto. Había una caja de zapatos destapada sobre la mesa.
Bosch dio un paso adelante y se presentó. El hombre del pelo blanco dijo que era el doctor Paul Guyot, un médico de cabecera. Al inclinarse, Bosch vio que la caja de zapatos contenía el hueso que los había reunido. Era marrón oscuro y parecía uno de esos troncos retorcidos que arrastra el mar.
Bosch también vio un perro acostado junto a la silla de escritorio del doctor. Era un perro grande de pelaje amarillo.
—Así que es esto —dijo Bosch, volviendo a mirar en la caja.
—Sí, detective, es su hueso —dijo Guyot—. Y como verá…
El doctor se estiró hasta un estante situado tras el escritorio y extrajo un pesado volumen de la Anatomía de Gray. Lo abrió por un lugar previamente señalado. Bosch advirtió que el médico llevaba unos guantes de látex.
En la página se veía la ilustración de un hueso, en vistas anterior y posterior. En la esquina de la hoja había un pequeño diagrama de un esqueleto en el que aparecían resaltados los húmeros de ambos brazos.
—El húmero —dijo Guyot, dando un golpecito en el libro—. Y ahora tenemos el ejemplar recuperado.
Buscó en la caja de zapatos y levantó cuidadosamente el hueso. Sosteniéndolo encima de la ilustración del libro inició una comparación punto por punto.
—El epicóndilo medio, la tróclea, las dos tuberosidades —dijo—. Exacto. Y ahora mismo estaba explicando a estos dos agentes que conozco mis huesos sin necesidad del libro. Este hueso es humano, detective. Sin ninguna duda.
Bosch observó el rostro de Guyot. Había un ligero temblor, quizá la primera insinuación del Parkinson.
—¿Está usted jubilado, doctor?
—Sí, pero eso no significa que no reconozca un hueso cuando lo veo…
—No lo pongo en duda, doctor Guyot. —Bosch trató de sonreír—. Usted dice que es humano y yo le creo, ¿de acuerdo? Sólo trato de formarme una idea del terreno que piso. Ya puede dejarlo otra vez en la caja si lo desea.
Guyot volvió a colocar el hueso en la caja de zapatos.
—¿Cómo se llama su perro?
—Es hembra. Se llama Calamidad.
Bosch miró a la perra, que parecía dormida.
—De cachorro era una fuente de problemas.
Bosch asintió.
—Bueno, si no le importa explicarlo de nuevo, cuénteme qué ha sucedido.
Guyot se agachó y alborotó el pelo del pescuezo a la perra. El animal levantó la mirada hacia su dueño un instante y luego volvió a bajar la cabeza y cerró los ojos.
—Llevé a Calamidad a dar su paseo de la tarde. Normalmente cuando llego a la rotonda le suelto la correa y la dejo que corra por el bosque. Le gusta.
—¿De qué raza es? —preguntó Bosch.
—Labrador —respondió Brasher desde detrás.
Bosch se volvió y la miró. La policía se dio cuenta de que había cometido un error al entrometerse, asintió con la cabeza y retrocedió hasta la puerta del despacho, donde estaba su compañero.
—Marchaos si tenéis otras llamadas —dijo Bosch—. Puedo seguir solo.
Edgewood asintió e hizo una señal a su compañera.
—Gracias doctor —dijo el policía al salir.
—De nada.
Bosch pensó en algo.
—Eh, chicos.
Edgewood y Brasher se volvieron.
—Nada de esto por radio, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Brasher, manteniendo los ojos en Bosch hasta que él desvió la mirada.
Después de que los agentes se marcharon, Bosch volvió a mirar al médico y advirtió que el temblor facial era ligeramente más pronunciado.
—Ellos tampoco me creyeron al principio —dijo.
—Verá, recibimos muchas llamadas como la suya. Pero le creo, doctor, ¿por qué no continúa con su relato?
Guyot asintió.
—Bueno, estaba en la rotonda y le solté la correa. Ella se metió en el bosque, como le gusta. Está bien adiestrada. Cuando silbo, vuelve. El problema es que ya no puedo silbar muy fuerte. Así que si se aleja hasta donde no puedo oírla tengo que esperar.
—¿Y eso es lo que ocurrió cuando encontró el hueso?
—Silbé y ella no regresó.
—O sea que estaba bastante lejos.
—Sí, exactamente. Esperé. Silbé unas cuantas veces más, y al final salió de entre los árboles que hay al lado de la casa del señor Ulrich. Llevaba el hueso en la boca. Al principio pensé que era un palo, y que quería que jugara a lanzárselo. Pero cuando se acercó reconocí la forma. Se lo quité (me costó bastante) y entonces llamé a su gente después de que me hube asegurado.
«Su gente», pensó Bosch. Siempre lo decían así, como si los policías fueran de otra especie. La especie azul, que llevaba una armadura que los horrores del mundo no podían perforar.
—Cuando llamó le dijo al sargento que el hueso tenía una fractura.
—Sin duda.
Guyot volvió a coger el húmero, sosteniéndolo con suavidad. Lo giró y pasó el dedo por una estriación vertical que recorría su superficie.
—Observe la línea de desgarro, detective. Es una fractura curada.
—Entiendo. Bosch señaló la caja y el médico volvió a guardar el hueso.
—Doctor, le importaría ponerle la correa a su perra y acompañarme hasta la rotonda.
—Encantado. Sólo tengo que cambiarme los zapatos.
—Yo también he de cambiarme. ¿Qué le parece si nos encontramos en la puerta?
—Ahora mismo.
—Me llevaré esto. —Bosch tapó la caja de zapatos y luego la cogió con las dos manos, con cuidado de no dar la vuelta a la caja ni golpear su contenido.
Fuera de la casa, Bosch vio que el coche patrulla todavía no había partido. Los dos agentes estaban sentados en el interior, aparentemente escribiendo sus informes. Bosch fue a su coche y puso la caja de zapatos en el asiento del pasajero.
Como estaba en casa, no se había puesto traje. Llevaba una cazadora, vaqueros y una camisa Oxford. Se quitó la cazadora, la dobló del revés y la dejó en el asiento trasero. Se fijó en que el gatillo del arma que llevaba en la cadera había hecho un agujero en el forro de la prenda, y eso que todavía no tenía ni un año. Pronto le agujerearía el bolsillo. Casi siempre gastaba las cazadoras de dentro afuera.
También se quitó la camisa, revelando una camiseta blanca. Entonces abrió el maletero para sacar un par de botas de su caja de material para las escenas de crímenes. Cuando se apoyó en el parachoques y se cambió el calzado vio que Brasher salía del coche patrulla y se le acercaba.
—Parece que tiene razón, ¿no?
—Eso creo, aunque lo tendrá que confirmar alguien de la oficina del forense.
—¿Vas a echar un vistazo?
—Voy a intentarlo. Aunque no queda mucha luz. Probablemente volveré mañana por la mañana.
—Por cierto, soy Julia Brasher. Soy nueva en la división.
—Harry Bosch.
—Ya lo sé. He oído hablar de ti.
—Lo niego todo.
Ella le rió la broma y le tendió la mano, pero Bosch estaba atándose una de las botas. Se detuvo y le estrechó la mano.
—Lo siento —dijo ella—. Hoy voy a contratiempo.
—No te preocupes.
Bosch terminó de atarse la bota.
—Cuando solté la respuesta sobre el perro allí dentro, me di cuenta enseguida de que estabas tratando de establecer una relación con el doctor. Me equivoqué, lo siento.
Bosch la observó un momento. Tendría unos treinta y cinco años, pelo oscuro recogido en una trenza que dejaba una corta cola en la nuca. Tenía los ojos de color marrón oscuro. Bosch supuso que le gustaba estar fuera, porque lucía un buen bronceado.
—Ya te he dicho que no te preocupes.
—¿Estás solo?
Bosch vaciló.
—Mi compañero está trabajando en otro caso mientras yo me ocupo de esto.
Vio que el médico salía por la puerta principal de la casa con la perra sujeta a la correa. Decidió no ponerse el mono que utilizaba en las escenas del crimen. Miró a Julia Brasher, que estaba observando el perro que se aproximaba.
—¿No tenéis llamadas?
—No, está tranquilo.
Bosch miró la MagLite de su caja de material. Miró a Brasher y luego cubrió la linterna con un trapo. Sacó un rollo de cinta amarilla y la Polaroid, luego cerró el maletero y se volvió hacia Brasher.
—Entonces, ¿te importa prestarme tu Mag? Yo, eh…, he olvidado la mía.
—No hay problema.
Brasher sacó su linterna MagLite del cinturón y se la entregó a Bosch.
El médico y la perra se les acercaron.
—Preparado.
—De acuerdo, doctor. Quiero que nos lleve hasta el lugar donde dejó a Calamidad y veremos adónde va.
—No estoy seguro de que pueda seguirla.
—Ya me preocuparé luego, doctor.
—Entonces, por aquí.
Subieron por la rampa hasta la rotonda que servía para dar la vuelta donde Wonderland llegaba a su final. Brasher hizo una señal a su compañero del coche y caminó con ellos.
—¿Sabe?, tuvimos un poco de emoción aquí hace unos años —dijo Guyot—. Siguieron a un hombre hasta aquí desde el Hollywood Bowl y lo mataron en un asalto.
—Lo recuerdo —dijo Bosch. Sabía que la investigación seguía abierta, pero no lo mencionó. No era su caso.
El doctor Guyot caminaba con paso firme que no se ajustaba con su edad y su estado aparente. Dejó que la perra marcara el ritmo y pronto estuvo varios metros por delante de Bosch y Brasher.
—¿Dónde estabas antes? —preguntó Bosch a Brasher.
—¿Qué quieres decir?
—¿Has dicho que eras nueva en la División de Hollywood? ¿Y antes?
—Oh, la academia.
Bosch se sorprendió. Volvió a mirarla, pensando que tal vez había calculado mal su edad.
Ella asintió y dijo:
—Soy vieja, ya lo sé.
Bosch se sintió avergonzado.
—No, no estaba diciendo eso. Sólo pensé que habías estado en algún sitio más. No pareces una novata.
—No ingresé hasta los treinta y cuatro.
—¿En serio? Vaya.
—Sí. Me entró el gusanillo un poco tarde.
—¿Qué hacías antes?
—Varias cosas. Viajar, sobre todo. Me costó bastante darme cuenta de lo que quería hacer. ¿Y sabes qué es lo que más me gusta?
Bosch la miró.
—¿Qué?
—Lo que haces tú. Homicidios.
Bosch no sabía qué decir, si animarla o disuadirla.
—Bueno, buena suerte —dijo.
—No sé, ¿no te parece el oficio más gratificante que has hecho? Mira lo que haces, quitas de la fórmula a la gente más malvada.
—¿La fórmula?
—La sociedad.
—Sí, supongo. Cuando tenemos suerte.
Alcanzaron al doctor Guyot, que se había detenido con la perra en la rotonda.
—¿Éste es el sitio?
—Sí. La solté y subió hacia allí.
El médico señaló una parcela vacía y llena de maleza que empezaba al nivel de la calle, pero que rápidamente se elevaba hacia la cima de la colina. Había una gran tubería de hormigón que explicaba por qué nunca se había edificado en la parcela. Era propiedad municipal, utilizada para canalizar el agua de tormenta que caía de las casas a las calles. Muchas de las calles del cañón eran antiguos lechos fluviales. Cuando llovía volverían a su propósito original de no ser por la red de alcantarillado.
—¿Va a subir por ahí? —preguntó el doctor.
—Voy a intentarlo.
—Te acompaño —dijo Brasher.
Bosch la miró y luego se volvió al oír un coche. Era el coche patrulla. Se detuvo y Edgewood bajó la ventanilla.
—Tenemos una pelea, compañera, doble D.
Hizo un ademán hacia el asiento vacío del pasajero.
Brasher torció el gesto y miró a Bosch.
—Odio las disputas domésticas.
Bosch sonrió. Él también las detestaba, especialmente cuando acababan en homicidio.
—Lo siento.
—Bueno, tal vez la próxima vez.
Ella se dirigió hacia la puerta del coche.
—Toma —dijo Bosch, sosteniendo la MagLite.
—Tengo otra en el coche —dijo ella—. Ya me la devolverás.
—¿Estás segura? —Estuvo a punto de pedirle el teléfono.
—Sí. Buena suerte.
—Lo mismo digo. Ten cuidado.
Ella le sonrió y se apresuró a entrar en el coche. El vehículo arrancó y Bosch volvió a centrarse en Guyot y la perra.
—Una mujer atractiva —dijo Guyot.
Bosch no contestó, aunque se preguntó si el médico había hecho el comentario basándose en su reacción con Brasher. Esperaba no haber resultado tan transparente.
—Bueno, doctor —dijo—, suelte la perra y yo intentaré seguirla.
Guyot soltó la correa y acarició el pecho del animal.
—Ve a buscar el hueso, pequeña. Trae un hueso. ¡Vamos!
La perra salió como una exhalación hacia la parcela y se perdió de vista antes de que Bosch hubiera dado un paso.
Estuvo a punto de echarse a reír.
—Supongo que tenía razón, doctor.
Miró por encima del hombro para asegurarse de que el coche patrulla se había ido y Brasher no había visto a la perra salir disparada.
—¿Quiere que silbe?
—No. Me meteré y echaré un vistazo, a ver si la atrapo. Encendió la linterna.