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Encontraron los niños de Nicholas Trent cuando registraron su casa después del levantamiento del cadáver. En la sala había un pequeño escritorio, que Bosch no había registrado la noche anterior, con dos cajones llenos de carpetas con fotografías y documentos financieros, entre ellos varios sobres de banco gruesos que contenían cheques emitidos. Trent había estado enviando mensualmente pequeñas cantidades a diversas organizaciones de caridad dedicadas a alimentar y vestir a niños. Desde los Apalaches a la selva amazónica o Kosovo, Trent había estado enviando cheques durante años. Bosch no vio ningún cheque por importe superior a doce dólares. Encontró decenas de fotografías de los niños a los que supuestamente ayudaba, así como pequeñas notas manuscritas de ellos.

Bosch había visto varios anuncios de interés público de organizaciones de caridad en la televisión nocturna. Él siempre había sido suspicaz. No acerca de si unos pocos dólares podían evitar que un niño pasara hambre o careciera de ropa, sino acerca de si esos pocos dólares llegaban realmente a los niños. Se preguntó si las fotos que Trent mantenía en los cajones eran las mismas fotos de catálogo que enviaban a todos aquellos que contribuían y si las notas de agradecimiento en caligrafía infantil eran falsas.

—Tío —dijo Edgar mientras revisaba el contenido del escritorio—, este tipo, creo que este tío estaba cumpliendo una penitencia, enviando dinero.

—Sí, penitencia ¿por qué?

—Puede que nunca lo sepamos.

Edgar volvió a buscar en el segundo dormitorio. Bosch examinó algunas de las fotos que había esparcido por encima del escritorio. Había niños y niñas. Ninguno parecía mayor de diez años, aunque resultaba difícil de determinar porque todos tenían los ojos vacíos y viejos característicos de niños que habían pasado por la guerra, el hambre y la indiferencia. Cogió la foto de un pequeño y le dio la vuelta. La información decía que el niño había quedado huérfano durante los combates de Kosovo. Había resultado herido por el fuego de mortero que había matado a sus padres. Se llamaba Milos Fidor y tenía diez años.

Bosch había quedado huérfano a los once años. Miró los ojos del niño y vio los suyos.

A las cuatro de la tarde cerraron la casa de Trent y se llevaron al coche tres cajas de material confiscado. Un reducido grupo de periodistas se quedó toda la tarde merodeando por el exterior de la casa, a pesar de que Relaciones con los Medios había anunciado que toda la información sobre los acontecimientos del día se distribuiría desde el Parker Center.

Los periodistas se aproximaron a ellos con preguntas, pero Bosch rápidamente dijo que no estaba autorizado a hacer comentarios sobre la investigación. Los detectives pusieron las cajas en el maletero y se alejaron en el coche en dirección al centro, donde el subdirector Irvin Irving los había convocado a una reunión.

Bosch se sentía incómodo consigo mismo mientras conducía. Estaba inquieto porque el suicidio de Trent —y no tenía dudas de que se trataba de un suicidio— había servido para desviar el avance en la investigación de la muerte del chico. Bosch había pasado la mitad del día revisando las pertenencias de Trent cuando lo que le habría gustado hacer era establecer con certeza la identidad del chico, siguiendo la pista que había recibido en las llamadas.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Edgar en un momento del recorrido.

—¿Qué?

—No sé. Pareces taciturno. Ya sé que probablemente es tu disposición natural, pero normalmente lo disimulas un poco.

Edgar sonrió, pero no obtuvo una sonrisa de respuesta por parte de Bosch.

—Sólo estoy pensando en algunas cosas. Este tipo podría estar vivo hoy si hubiésemos manejado la situación de otro modo.

—Vamos, Harry. ¿Te refieres a si no lo hubiéramos investigado? Eso era imposible. Hacemos nuestro trabajo y las cosas siguen su curso. No podíamos hacer nada. Si hay alguien responsable es Thornton, y lo va a pagar. Pero si te interesa mi opinión, creo que el mundo está mejor sin alguien como Trent. Tengo la conciencia tranquila, tío. Muy tranquila.

—Me alegro por ti.

Bosch pensó en su decisión de dejarle a Edgar el día libre en domingo. Si no lo hubiera hecho, Edgar habría sido el encargado de comprobar los nombres en el ordenador. Kiz Rider habría quedado fuera del lazo y la información nunca habría llegado a Thornton.

Bosch suspiró. Todo parecía funcionar siempre en una teoría del dominó. Si, entonces, si, entonces, si, entonces.

—¿Qué te dice tu instinto? —preguntó a Edgar.

—¿Te refieres a si mató al chico de la colina?

Bosch asintió.

—No lo sé —dijo Edgar—. Habrá que ver lo que dicen en el laboratorio del barro y lo que dice la hermana del skate. Si es que es la hermana y conseguimos identificarlo.

Bosch no dijo nada, pero siempre le molestaba tener que confiar en informes de laboratorio para determinar qué camino seguir en una investigación.

—¿Y tú, Harry?

Bosch pensó en las fotos de todos los niños a los que Trent creía que estaba cuidando. Su acto de penitencia. Su oportunidad de redimirse.

—Creo que estamos acelerando en el barro —dijo—. No es el asesino.