18

En la calle, enfrente de la casa de Nicholas Trent, había una pequeña nube de reporteros de televisión. Bosch aparcó detrás de la furgoneta de Channel Two, y salió con Edgar. Bosch no conocía a Edward Morton, pero no vio en el grupo a nadie con aspecto de abogado. Después de más de veinticinco años en la profesión, tenía un instinto infalible que le permitía identificar a abogados y periodistas. Bosch habló con Edgar antes de que los periodistas pudieran oírles.

—Si hemos de entrar, lo haremos por detrás, sin público.

—Entendido.

Los detectives caminaron hacia el sendero de entrada y de inmediato los abordaron los equipos de la prensa, que encendieron las cámaras y plantearon preguntas que quedaron sin respuesta. Bosch se fijó en que Judy Surtain, de Channel Four, no estaba entre los periodistas.

—¿Ha venido a detener a Trent?

—¿Puede hablarnos del chico de Nueva Orleans?

—¿Qué ocurre con la conferencia de prensa? Relaciones con los Medios no sabe nada de una conferencia de prensa.

—¿Trent es sospechoso o no?

Una vez que Bosch atravesó la multitud y llegó al sendero de entrada de la casa de Trent, se volvió de repente y se encaró a las cámaras. Dudó un momento como si estuviera ordenando sus pensamientos. Lo que en realidad estaba haciendo era darles tiempo de enfocar y prepararse. No quería que nadie se perdiera lo que iba a decir.

—No hay ninguna conferencia de prensa programada —anunció Bosch—. Todavía no se han identificado los huesos. El hombre que vive en esta casa fue interrogado anoche como todos los residentes de este barrio. En ningún momento fue calificado de sospechoso por los investigadores de este caso. La información filtrada a los medios por alguien ajeno a la investigación y que luego fue divulgada sin confirmarla antes con los auténticos investigadores ha sido completamente errónea y ha dañado a la investigación en curso. Eso es todo. Es todo cuanto voy a decir. Cuando dispongamos de información real y precisa la ofreceremos a través de Relaciones con los Medios.

Bosch se volvió y caminó con Edgar por el sendero de entrada hasta la casa. Los periodistas lanzaron más preguntas, pero Bosch no hizo señal alguna de estar oyéndolos.

En la puerta de la calle, Edgar llamó con fuerza y gritó el nombre de Trent, diciéndole que era la policía. Al cabo de un momento llamó otra vez e hizo el mismo anuncio. Esperaron de nuevo, pero no sucedió nada.

—¿Por detrás? —preguntó Edgar.

—Sí, o por el garaje. Tiene una puerta en el lado.

Los dos cruzaron el sendero y empezaron a avanzar por el lateral de la casa. Los periodistas gritaron más preguntas. Bosch supuso que estaban tan acostumbrados a lanzar preguntas que no eran contestadas que se había convertido para ellos en algo natural formularlas, y también les parecía natural que nadie las contestara. Como un perro que sigue ladrando en el patio trasero mucho después de que su amo se haya ido a trabajar.

Pasaron la puerta lateral del garaje y Bosch advirtió que estaba en lo cierto al recordar que había una única cerradura. Continuaron hasta el patio de atrás. La puerta de la cocina tenía una cerradura en el tirador. Había también una puerta corredera, que sería fácil de abrir. Edgar se acercó, pero miró a través del cristal al carril de deslizamiento interior y vio que había una espiga de madera colocada para impedir que la puerta pudiera abrirse desde fuera.

—Esto no va a funcionar, Harry —dijo.

Bosch tenía en el bolsillo un pequeño estuche que contenía un juego de ganzúas. No quería tener que forzar la cerradura de la puerta de la cocina.

—Vamos por el garaje, a no ser que…

Se acercó a la puerta de la cocina y probó a abrirla. No estaba cerrada, de modo que abrió. En ese momento supo que encontrarían a Trent muerto en el interior. Trent iba a ser el suicida amable, el que deja la puerta abierta para que nadie tenga que romper nada.

—¡Mierda!

Edgar se acercó, sacando la pistola de la cartuchera.

—No vas a necesitarla —dijo Bosch.

Entró en la casa y ambos atravesaron la cocina.

—¿Señor Trent? —gritó Edgar—. ¡Policía! ¡Policía en la casa! ¿Está usted aquí, señor Trent?

—Tú mira en el salón —dijo Bosch.

Se separaron y Bosch recorrió el corto pasillo hasta las habitaciones del fondo. Encontró a Trent en la ducha a pie llano del cuarto de baño principal. Había cogido dos colgadores de alambre y había improvisado una soga que había atado a la cañería. Luego se había echado hacia atrás contra la pared alicatada y había dejado caer su peso hasta asfixiarse. Seguía vestido con la misma ropa que llevaba la noche anterior y sus pies descalzos estaban sobre el mosaico. No había ninguna indicación de que Trent se hubiera arrepentido de su decisión en ningún momento. Teniendo en cuenta que no se había colgado en suspensión, podía haber frenado su muerte en cualquier instante. Trent no lo hizo.

Bosch tendría que dejar eso para el equipo del forense, pero a juzgar por el oscurecimiento de la lengua del cadáver, que estaba hinchada, Trent llevaba al menos doce horas muerto. Eso situaría su fallecimiento a primeras horas del día, no mucho después de que Channel Four anunciara al mundo su pasado oculto y lo calificara de sospechoso en el caso de los huesos.

—¿Harry?

Bosch casi dio un salto. Se volvió y vio a Edgar.

—No me hagas esto, tío. ¿Qué?

Edgar estaba mirando el cadáver mientras hablaba.

—Ha dejado una nota de tres páginas en la mesita de café.

Bosch salió de la ducha y pasó junto a Edgar. Se encaminó hacia la sala de estar, sacando un par de guantes de látex del bolsillo y soplando para abrirlos antes de ponérselos.

—¿La has leído toda?

—Sí, dice que no mató al niño. Dice que se suicida porque la policía y los periodistas le han destruido y ya no puede continuar. Algo así. Y también hay algo raro.

Bosch fue a la sala de estar. Edgar estaba situado unos pasos detrás de él. Bosch vio tres hojas manuscritas desparramadas en la mesita del café. Se sentó en el sofá delante de ellas.

—¿Es así como estaban?

—Sí, no las he tocado.

Bosch empezó a leer las páginas. Lo que presumía que eran las últimas palabras de Trent constituían una intrincada negación del asesinato del chico de la colina y una expiación de la ira por lo que le habían hecho a él.

¡Ahora TODOS lo sabrán! Vosotros me habéis arruinado, me habéis MATADO. ¡Vosotros estáis manchados de sangre, no yo! Yo no lo hice, no lo hice, no, no. ¡NO! Nunca hice daño a nadie. Nunca, nunca, nunca. Ni a un alma de esta tierra. Yo siento amor por los niños. ¡AMOR! No, fuisteis vosotros los que me heristeis. Vosotros. Pero soy yo el que no puede vivir con el dolor que despiadadamente me habéis causado. No puedo.

Era repetitivo, casi parecía la trascripción literal de una diatriba extemporánea más que el escrito de alguien que se había sentado con lápiz y bolígrafo a plasmar sus pensamientos. En la mitad de la segunda página había un recuadro en cuyo interior figuraban unos nombres bajo un encabezamiento que decía: «Los responsables». La lista, que encabezaba Judy Surtain, incluía al presentador del telediario de las noticias de la noche de Channel Four, a Bosch, Edgar y tres nombres que Bosch no reconoció: Calvin Stumbo, Max Rebner y Alicia Felzer.

—Stumbo era el poli y Rebner el fiscal del primer caso —dijo Edgar—. En los sesenta.

Bosch asintió.

—¿Y Felzer?

—A ésa no la conozco.

El bolígrafo con el que aparentemente se había escrito la larga nota estaba en la mesa, junto a la última hoja. Bosch no lo tocó porque quería que comprobaran si tenía huellas de Trent.

Mientras continuaba leyendo, Bosch se fijó en que cada una de las páginas estaba firmada en la parte inferior con la rúbrica de Trent. Al final de la última página, Trent hacía una extraña petición que Bosch no entendió de inmediato.

Sólo lo lamento por mis niños. ¿Quién cuidará de mis niños? Necesitan comida y ropa. Tengo algo de dinero. El dinero es para ellos. Todo lo que tenga. Ésta es mi última voluntad y mi testamento firmado. Dad el dinero a los niños. Que Morton les dé el dinero y no me acuséis de nada. Hacedlo por los niños.

—¿Sus niños? —preguntó Bosch.

—Sí, ya sé —dijo Edgar—. Es extraño.

—¿Qué están haciendo aquí? ¿Dónde está Nicholas?

Bosch y Edgar miraron al umbral que separaba la sala de la cocina. Un hombre bajito con traje, que Bosch supuso que era abogado y que no podía ser sino Morton estaba allí. Bosch se levantó.

—Está muerto. Parece un suicidio.

—¿Dónde?

—En el cuarto de baño principal, pero yo no…

Morton ya había salido en dirección al cuarto de baño. Bosch gritó tras él.

—No toque nada.

Hizo una señal a Edgar para que lo siguiera y se asegurara. Bosch se sentó y miró de nuevo las hojas. Se preguntó cuánto tiempo había tardado Trent en decidir que suicidarse era lo único que podía hacer y luego elaborar la nota de tres páginas. Era la nota de suicidio más larga que había encontrado en toda su carrera.

Morton volvió a la sala de estar, con Edgar pegado a sus talones. Estaba cabizbajo y tenía el rostro ceniciento.

—Traté de decirle que no fuera a verlo —dijo Bosch.

Los ojos del abogado se clavaron en Bosch. Estaban llenos de ira, y parecieron devolver algo de color a su rostro.

—¿Ahora están satisfechos? Lo han destruido por completo. Dieron el secreto de un hombre a los buitres, ellos lo hicieron público y esto es lo que han conseguido.

Hizo un gesto con la mano en dirección al cuarto de baño.

—Señor Morton, está equivocado, pero esencialmente parece que eso es lo que ha sucedido. De hecho, probablemente le sorprendería lo mucho que coincido con usted.

—Ahora que está muerto, es fácil para usted decirlo. ¿Eso es una nota? ¿Ha dejado una nota?

Bosch se levantó e hizo un gesto para que ocupara su lugar en el sofá enfrente de las tres páginas.

—No toque las hojas.

Morton se sentó, abrió unas gafas de lectura y empezó a examinar las páginas.

Bosch se acercó a Edgar y le dijo en voz baja:

—Voy a usar el teléfono de la cocina para hacer las llamadas.

Edgar asintió.

—Será mejor avisar a Relaciones con los Medios. Esto va a salpicar.

—Sí.

Bosch levantó el teléfono de la cocina y vio que tenía un botón de rellamada. Lo pulsó y aguardó. Reconoció la voz que contestó como la de Morton. Era un contestador. Morton decía que no estaba en casa y que dejara el mensaje.

Bosch llamó a la línea directa de la teniente Billets. Ella contestó de inmediato y Bosch supo que estaba comiendo.

—Bueno, lamento decirle esto mientras está comiendo, pero estamos en la casa de Trent. Parece que se ha suicidado.

Hubo un silencio durante un largo momento y luego la teniente le preguntó a Bosch si estaba seguro.

—Estoy seguro de que está muerto y casi seguro de que lo ha hecho él mismo. Se ahorcó con un par de colgadores en la ducha. Hay una nota de tres páginas. Niega cualquier relación con los huesos. Culpa de su muerte a Channel Four y a la policía, a mí y a Edgar en particular. Es la primera a quien llamo.

—Bueno, todos sabemos que no fuiste tú quien…

—Está bien, teniente, no necesito la absolución. ¿Qué quiere que haga?

—Haz las llamadas de rutina. Yo llamaré al despacho de Irving y le diré lo que pasa. Esto se va a poner caliente.

—Sí, ¿qué hay de Relaciones con los Medios? Ya hay una bandada de periodistas en la calle.

—Yo los llamaré.

—¿Ha hecho algo con Thornton?

—Ya está en su canal. La mujer de Asuntos Internos, Bradley, lo está llevando. Con esta última noticia, apuesto a que Thornton no sólo ha perdido el empleo, sino que puede que lo acusen de algo.

Bosch asintió. Thornton se lo merecía. No se arrepintió de la trampa que había urdido.

—Muy bien, nos quedaremos aquí. Al menos un rato.

—Avísame si encuentras algo que lo conecte con los huesos.

Bosch pensó en las botas con el barro en los cordones y en el monopatín.

—Lo haré —dijo.

Bosch colgó e inmediatamente llamó a la oficina del forense y a la División de Investigaciones Científicas.

En la sala, Morton había terminado de leer la nota.

—Señor Morton, ¿cuándo fue la última vez que habló con el señor Trent? —preguntó Bosch.

—Anoche. Me llamó a casa después de las noticias de Channel Four. Su jefa las había visto y lo había llamado.

Bosch asintió. Eso explicaba la última llamada.

—¿Conoce el nombre de su jefa?

Morton señaló la página de en medio de las que estaban en la mesa.

—Está en la lista. Alicia Felzer. Le dijo que iba a pedir su despido. El estudio hace películas para niños. Ella no podía tenerlo en un escenario con niños. ¿Lo ve? La filtración de sus antecedentes a los medios, destruyó a este hombre. Usted despiadadamente cogió la vida de un hombre y…

—Deje que sea yo el que haga las preguntas, señor Morton. Puede guardarse su rabia para cuando salga y hable con los periodistas, y estoy seguro de que lo hará. ¿Qué me dice de la última página? Menciona a los niños. Sus niños. ¿Qué significa eso?

—No tengo ni idea. Obviamente estaba emocionalmente consternado cuando escribió la nota. Puede que no signifique nada.

Bosch se quedó de pie, observando al abogado.

—¿Por qué lo llamó anoche?

—¿Usted qué cree? Para decirme que habían estado aquí, que había salido todo en las noticias, que su jefa lo había visto y que quería despedirlo.

—¿Le dijo si había enterrado a ese chico en la colina?

Morton puso su mejor expresión de indignación.

—Ciertamente dijo que no tenía absolutamente nada que ver con eso. Creía que lo estaban persiguiendo por un error del pasado, un error de hacía mucho tiempo, y diría que estaba en lo cierto.

Bosch asintió.

—Muy bien, señor Morton, ahora puede irse.

—¿De qué está hablando? Yo no voy a…

—Ahora esta casa es la escena de un crimen. Estamos investigando la muerte de su cliente para confirmar o negar que haya sido obra suya. Ya no es usted bienvenido aquí. ¿Jerry?

Edgar se acercó al sofá e hizo una señal a Morton para que se levantara.

—Vamos. Es hora de salir y poner su cara en la tele. Será bueno para el negocio, ¿no?

Morton se levantó y salió enfurruñado. Bosch caminó hasta la ventana y descorrió unos centímetros la cortina.

El abogado recorrió el lateral de la casa hasta el sendero de entrada e inmediatamente caminó hasta el centro del nido de periodistas y empezó a hablar airadamente. Bosch no pudo oír lo que decía. No le hacía falta.

Cuando Edgar volvió a entrar en la sala, Bosch le dijo que llamara a la oficina de guardia y que enviaran un coche patrulla a Wonderland para controlar a la multitud. Tenía la sensación de que la turba de los medios de comunicación, como un virus que se replica, iba a empezar a crecer y a sentirse cada más insaciable.