Bosch llegó a Venice bien pasada la medianoche. Aparcar en las callejuelas cercanas a los canales era imposible. Dio unas vueltas en busca de un lugar durante diez minutos y terminó en el aparcamiento de la biblioteca, en Venice Boulevard. Desde allí volvió caminando.
No todos los soñadores atraídos por Los Ángeles llegaron para hacer películas. Venice era el sueño centenario de un hombre llamado Abbot Kinney. Antes de que Hollywood y la industria del cine dieran sus primeros latidos, Kinney llegó a las marismas situadas junto al Pacífico. Imaginó un lugar construido en una red de canales, con puentes en arco y un casco urbano de arquitectura italiana. Sería un lugar que haría hincapié en la enseñanza artística y cultural. Y lo llamaría la Venecia de América.
Pero como la mayoría de los soñadores que habían llegado a Los Ángeles su visión no fue uniformemente compartida o realizada. La mayoría de los financieros e investigadores eran cínicos y renunciaron a la oportunidad de construir Venice, poniendo su dinero en proyectos de diseño menos elevado. La Venecia de América fue llamada el «capricho de Kinney».
Pero un siglo después muchos de los canales y los puentes en arco reflejados en sus aguas permanecían, mientras que hacía mucho que los financieros y los oráculos habían sido barridos por el tiempo junto con sus proyectos. A Bosch le complacía la idea de que el capricho de Kinney los hubiera sobrevivido a todos.
Bosch no había estado en los canales desde hacía muchos años, aunque durante un breve periodo de su vida, después de regresar de Vietnam, había vivido en un bungaló con otros tres hombres que conocía del ejército. En los años transcurridos, muchos de los bungalós habían sido borrados y reemplazados por modernas casas de dos y tres pisos valoradas en un millón de dólares o más.
Julia Brasher vivía en una casa situada en el extremo de los canales Eastern y Howland. Bosch esperaba que fuera una de las edificaciones nuevas. Suponía que ella habría usado el dinero del bufete para comprarla o incluso para construirla, pero cuando llegó a la dirección vio que se había equivocado. La casa era un pequeño bungaló de tablones blancos con un porche abierto en el frente que se asomaba a la intersección de los dos canales.
Bosch vio luces encendidas tras las ventanas de la casa. Era tarde, pero no tanto. Si ella trabajaba en el turno de tres a once, era poco probable que estuviera acostumbrada a acostarse antes de las dos.
Bosch entró en el porche, pero dudó antes de llamar a la puerta. Hasta que se habían entrometido las dudas de las últimas horas, sólo había tenido buenos sentimientos hacia Brasher y acerca de su incipiente relación. Sabía que era el momento de ser cuidadoso. Probablemente todo iba bien, y sin embargo podía echarlo a perder si daba un paso en falso. Finalmente, levantó la mano y llamó. Brasher abrió de inmediato.
—Me estaba preguntando si ibas a llamar o pensabas quedarte ahí toda la noche.
—¿Sabías que estaba aquí?
—El porche es viejo. Cruje. Lo he oído.
—Bueno, llegué aquí y pensé que era muy tarde. Tendría que haber llamado antes.
—Entra. ¿Pasa algo malo?
Bosch entró y echó un vistazo sin responder a la pregunta de Brasher. La sala de estar tenía un inconfundible sabor a playa, desde los muebles de bambú y rota hasta la tabla de surf apoyada en una esquina. La única desviación era el cinturón y la cartuchera colgados junto a la puerta. Era un error de novata dejarlos a la vista de esa forma, pero Bosch supuso que estaba orgullosa de la nueva profesión que había elegido y quería recordárselo a sus amigos que no pertenecían al mundo policial.
—Siéntate —dijo ella—. Tengo una botella de vino abierta. ¿Quieres una copa?
Bosch pensó un momento si mezclar vino con la cerveza que se había tomado una hora antes le produciría dolor de cabeza al día siguiente, que necesitaba estar concentrado.
—Es tinto.
—Uh, sólo un poquito.
—Hay que estar fresco mañana, ¿eh?
—Supongo.
Ella fue a la cocina mientras Bosch se sentaba en el sofá. Bosch observó la sala y se fijó en un pez con una espada larga y blanca colgado sobre la chimenea de ladrillo blanco. El pez era de un azul brillante que viraba a negro y con la parte inferior blanca y amarilla. Los peces disecados no le molestaban del mismo modo que las cabezas de caza, pero tampoco le hacía gracia la mirada permanente de los ojos del pez.
—¿Lo pescaste tú? —preguntó en voz alta.
—Sí. En El Cabo. Me costó tres horas y media subirlo. —Julia apareció con dos copas de vino—. Veintidós kilos. Es un buen ejercicio.
—¿Qué es?
—Un marlín negro.
Brasher brindó con el pez con su copa y luego con Bosch.
—Agárrate fuerte.
Bosch la miró.
—Es mi nuevo brindis —dijo ella—. Agárrate fuerte. Sirve para todo.
Brasher se sentó en la silla más próxima a Bosch. Tras ella estaba la tabla de surf. Era blanca, con un dibujo de arco iris en una orla que recorría los bordes. Era una tabla corta.
—Así que también haces surf.
Ella miró a la tabla y luego a Bosch y sonrió.
—Lo intento. La compré en Hawai.
—¿Conoces a John Burrows?
Ella negó con la cabeza.
—Hay muchos surfistas en Hawai. ¿A qué playa va?
—No, me refiero a aquí. Es poli. Trabaja en Homicidios, en la División del Pacífico. Vive aquí cerca, en una calle peatonal, al lado de la playa. Hace surf. En su tabla pone: «Para proteger y surfear».
Ella se rió.
—Está muy bien. Me gusta. Pediré que me lo pongan en mi tabla.
Bosch asintió.
—John Burrows, ¿eh? Tendré que echarle un vistazo. —Brasher lo dijo con un toque de provocación.
Bosch sonrió. Le gustaban las bromas de ella. Se sentía a gusto, y eso le hacía sentirse aún peor por el motivo que le había llevado hasta allí. Miró su copa de vino.
—He estado pescando todo el día y no he pescado nada —dijo—. Sobre todo microfichas.
—Te he visto en las noticias esta noche —dijo ella—. ¿Vas a ir a por ese tipo, el pederasta?
Bosch tomó un sorbo de vino para darse tiempo a pensar. Ella había abierto la puerta. Sólo tenía que entrar con mucho cuidado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Bueno, al darle a esa periodista su historial delictivo. Supongo que estabas preparando algo, presionándolo para que hable. Parece arriesgado.
—¿Por qué?
—Bueno, para empezar, fiarse de un periodista siempre es arriesgado. Eso lo sé de cuando era abogada y salí escaldada. Y en segundo lugar…, en segundo lugar, nunca sabes cómo va a reaccionar la gente cuando sus secretos dejan de ser secretos.
Bosch la observó un momento y negó con la cabeza.
—Yo no se lo dije —declaró—. Otra persona lo hizo.
Bosch observó la expresión de Brasher por si ésta la delataba. Nada.
—Va a haber problemas —agregó.
Ella alzó las cejas sorprendida. Nada que la delatara todavía.
—¿Por qué? Si tú no le diste la información, ¿por qué iba a haber…?
Se detuvo y esta vez Bosch se dio cuenta de que ella ataba cabos. Vio la decepción en los ojos de Brasher.
—Oh, Harry…
Bosch trató de dar marcha atrás.
—¿Qué? No te preocupes. No me pasará nada.
—No fui yo, Harry. ¿Por eso has venido? ¿Para ver si la filtración había salido de mí?
Ella dejó abruptamente la copa en la mesita de café y el vino salpicó en la mesa. No hizo nada para limpiarlo. Bosch sabía que no había forma de evitar la colisión. Había metido la pata.
—Mira, sólo cuatro personas sabían…
—Y yo era una de ellas, así que pensaste que podías venir aquí de incógnito y descubrir que era yo.
Ella esperó una respuesta. Al final, lo único que Bosch pudo hacer fue asentir.
—Bueno, pues no fui yo. Y creo que ahora deberías irte.
Bosch asintió y dejó la copa. Se levantó.
—Mira, lo siento. La he cagado. Pensé que la mejor forma de no embarrarlo todo entre tú y yo era…
Hizo un ademán de impotencia con los brazos mientras se encaminaba a la puerta.
—Era venir de incógnito —continuó—. No quería estropearlo, eso es todo. Pero tenía que saberlo. Creo que a ti en mi lugar te habría pasado lo mismo.
Bosch abrió la puerta y volvió a mirar a Brasher.
—Lo siento, Julia. Gracias por el vino.
Se dio la vuelta para salir.
—Harry.
Se volvió. Ella se le acercó y le agarró con ambas manos las solapas de la americana. Lentamente tiró hacia adelante y después hacia atrás, como si le estuviera dando una paliza a cámara lenta. La mirada de ella se fijó en el pecho de Bosch mientras su mente trabajaba y tomó una decisión.
Brasher dejó de zarandearlo, pero no le soltó la americana.
—Supongo que podré superarlo —dijo.
Ella lo miró a los ojos y tiró de él para besarle en la boca durante un largo instante antes de empujarlo de nuevo. Lo soltó.
—Eso espero. Llámame mañana.
Bosch asintió y salió. Cerró la puerta.
Bosch recorrió el porche hasta la acera que discurría junto al canal. Observó el reflejo de las luces de todas las casas en el agua. Una pasarela en forma de arco, iluminada únicamente por la luna, cruzaba el canal veinte metros más abajo, con su reflejo perfecto en el agua. Se volvió y desanduvo sus pasos hasta el porche. Volvió a dudar en la puerta, pero Brasher no tardó en abrirla.
—El porche cruje, ¿recuerdas?
Bosch asintió y ella aguardó. No estaba seguro de cómo decir lo que tenía que decir. Finalmente, empezó:
—Una vez, cuando estaba en uno de esos túneles de los que hablamos anoche, me encontré de cara con un tipo. Era un vietcong. Mono negro, cara engrasada. Nos miramos el uno al otro una fracción de segundo y supongo que los instintos tomaron el mando. Los dos levantamos el arma y disparamos al mismo tiempo. Fue simultáneo. Y entonces nos alejamos a toda prisa en direcciones opuestas. Los dos estábamos muertos de miedo, gritando en la oscuridad.
Hizo una pausa mientras pensaba en la historia, viéndola más que recordándola.
—Es igual, pensé que tenía que haberme dado. Estaba casi a quemarropa, demasiado cerca para fallar. Yo pensé que mi pistola se había encasquillado. El retroceso fue raro. Cuando pude levantarme lo primero que hice fue comprobar que no estaba herido. No había sangre ni dolor. Me desnudé y me revisé. Nada. Había fallado. A quemarropa y de alguna forma el tío había fallado.
Ella salió al umbral y se apoyó contra la pared frontal, bajo la luz del porche. No dijo nada y Bosch continuó:
—Es igual, entonces revisé mi cuarenta y cuatro para ver si se había encasquillado y descubrí por qué no me había dado. La bala del tipo estaba en el cañón de mi arma. Con la mía. Nos habíamos apuntado el uno al otro y su disparo entró justo por el cañón de mi arma. ¿Cuáles son las posibilidades de eso? ¿Una entre un millón? ¿Una entre mil millones?
Mientras hablaba, Bosch mantenía su mano vacía como si fuera una pistola, apuntándola a ella. Tenía la mano extendida enfrente del pecho. La bala de ese día en el túnel buscaba el corazón de Bosch.
—Supongo que sólo quería que supieras que sé lo afortunado que he sido contigo esta noche.
Asintió con la cabeza y luego se volvió y bajó los escalones.