Bosch aparcó enfrente de la casa y estudió las ventanas en penumbra y el porche.
—Lo suponía —dijo Edgar—. El tipo ni siquiera va a estar. Probablemente ya se ha largado.
Edgar estaba enfadado con Bosch, quien le había llamado antes desde su casa. A juicio de Edgar, si los huesos habían permanecido enterrados veinte años, ¿qué mal iba a hacer esperar hasta el lunes por la mañana para hablar con el hombre? Pero Bosch le dijo que si no se presentaba iría él solo.
Edgar se presentó.
—No, está en casa —dijo Bosch.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y punto.
Miró el reloj y anotó la hora y la dirección en la libretita que llevaba. Se le ocurrió que la casa en la que se hallaban era la misma en la que había visto cerrarse la cortina en la tarde en que empezó todo.
—Vamos allá —dijo—. Tú hablaste con él la primera vez, así que lo llevas tú. Yo intervendré si hace falta.
Los dos detectives salieron y caminaron por el sendero de entrada. El hombre al que iban a visitar se llamaba Nicholas Trent. Vivía solo en la casa, situada al otro lado de la calle y dos casas más abajo del acceso a la colina donde se habían hallado los huesos. Trent tenía cincuenta y siete años. Le había dicho a Edgar en la entrevista llevada a cabo en el peinado del barrio que era decorador de escenarios para un estudio de Burbank. Estaba soltero y no tenía hijos. No sabía nada de los huesos en la colina y no pudo ofrecer pistas o sugerencias que resultaran útiles.
Edgar golpeó con fuerza en la puerta principal y ambos esperaron.
—Señor Trent, es la policía —dijo en voz alta—. El detective Edgar. Abra la puerta, por favor.
Edgar había levantado el puño para volver a llamar cuando se encendió la bombilla del porche. La puerta se abrió entonces y la luz iluminó el rostro de un hombre blanco, con la cabeza rapada.
—¿Señor Trent? Soy el detective Edgar. Él es mi compañero, el detective Bosch. Tenemos algunas preguntas de rutina que hacerle, si no le importa.
Bosch asintió, pero no extendió la mano. Trent no dijo nada y Edgar forzó la situación apoyando la mano en la puerta para abrirla.
—¿Le importa que pasemos? —preguntó, ya en el umbral.
—Sí, sí me importa —dijo Trent con rapidez.
Edgar se detuvo y puso cara de desconcierto.
—Señor, sólo queremos hacerle algunas preguntas más.
—¡Eso es mentira!
—¿Perdón?
—Todos sabemos lo que está pasando aquí. Ya he hablado con mi abogado. Su actuación es sólo eso, una actuación. Y muy mala.
Bosch se dio cuenta de que no iban a llegar a ninguna parte con esa estrategia. Subió el escalón y cogió a Edgar del brazo para que retrocediera. En cuanto su compañero dejó el umbral despejado, Bosch miró a Trent.
—Señor Trent, si sabía que íbamos a volver, entonces sabía que descubriríamos su pasado. ¿Por qué no se lo contó antes al detective Edgar? Supongo que entiende que su actitud resulta sospechosa.
—No se lo conté porque el pasado es el pasado. Yo nunca lo saco a relucir. Enterré el pasado, déjenlo así.
—No cuando hay huesos enterrados con él —dijo Edgar en tono acusatorio.
Bosch miró a Edgar con una expresión que pedía que usara más diplomacia.
—¿Lo ve? —dijo Trent—. Por eso les estoy diciendo que se vayan. No tengo nada que contarles. Nada. No sé nada de ese asunto.
—Señor Trent, usted abusó de un niño de ocho años —dijo Bosch.
—Eso fue en el año mil novecientos sesenta y seis y me castigaron por ello. Severamente. Es el pasado. He sido un ciudadano ejemplar desde entonces. No tengo nada que ver con esos huesos de allí arriba.
Bosch aguardó un momento y luego habló en un tono más calmado.
—Si eso es verdad, entonces déjenos entrar y hacerle unas preguntas. Cuanto antes lo exoneremos antes podremos pasar a otras posibilidades. Pero tiene que entender algo. Los huesos de un chico fueron encontrados a cien metros de la casa de un hombre que abusó de un niño en el sesenta y seis, No me importa qué clase de ciudadano ha sido desde entonces, hemos de hacerle unas preguntas. Y vamos a hacérselas. No tenemos elección. Depende de usted que lo hagamos ahora mismo en su casa o que lo hagamos más tarde con su abogado en la comisaría y con todas las cámaras de las noticias esperando fuera.
Bosch hizo una pausa. Trent lo miró con ojos asustados.
—Así que usted puede entender nuestra situación, señor Trent, y nosotros claramente entendemos la suya. Queremos movernos con rapidez y discreción, pero no podremos hacerlo si no coopera.
Trent negó con la cabeza como si supiera que no importaba lo que hiciera, que su vida tal y como la conocía estaba en peligro y probablemente quedaría permanentemente alterada. Al final dio un paso atrás e invitó a entrar a Bosch y a Edgar.
Trent iba descalzo y llevaba unos shorts negros anchos que dejaban a la vista unas piernas muy blancas y sin vello alguno. Encima llevaba una camisa de seda suelta sobre su torso delgado. Tenía la misma constitución que una escalera, todo ángulos marcados. Condujo a los detectives a una sala de estar repleta de antigüedades y tomó asiento en el centro de un sofá. Bosch y Edgar se acomodaron en los dos sillones de cuero que había enfrente. Bosch decidió mantener el control, porque no le gustaba la actitud que Edgar había adoptado en la puerta.
—Para ser cautos y cuidadosos, voy a leerle sus derechos constitucionales —dijo—. Después le pediré que firme el documento. Esto nos protege tanto a usted como a nosotros. También voy a grabar esta conversación para que nadie termine poniendo palabras en boca de otro. Si desea una copia de la cinta se la proporcionaré.
Trent se encogió de hombros y Bosch lo tomó como un consentimiento a regañadientes. Cuando Bosch tuvo el formulario firmado, lo guardó en el maletín y sacó una minigrabadora. Después de ponerla en marcha, identificó a los presentes, dijo la fecha y la hora e hizo una señal a Edgar para que se hiciera cargo del interrogatorio. Bosch tomó esta decisión porque pensó que la observación de Trent y su ambiente iban a ser más importantes que las respuestas que pudiera dar en ese momento.
—Señor Trent, ¿cuánto tiempo hace que vive en esta casa?
—Desde mil novecientos ochenta y cuatro. —Se echó a reír.
—¿Cuál es la gracia? —preguntó Edgar.
—Mil novecientos ochenta y cuatro. ¿No se da cuenta? George Orwell. El Gran Hermano.
Hizo un gesto hacia Bosch y Edgar como si ellos fueran los testaferros del Gran Hermano. Edgar aparentemente no lo entendió y continuó con las preguntas.
—¿Alquiler o compra?
—Compra. Bueno, al principio la alquilé, luego compré la casa en el ochenta y siete.
—De acuerdo, y es usted diseñador de escenarios en la industria del entretenimiento.
—Decorador de escenarios. Es diferente.
—¿Cuál es la diferencia?
—El diseñador planifica y supervisa la construcción del escenario. El decorador es el que pone los detalles, las últimas pinceladas. Los utensilios, las pertenencias de los personajes, esas cosas.
—¿Desde cuándo trabaja en esto?
—Desde hace veintiséis años.
—¿Enterró a ese chico en la colina?
Trent se levantó indignado.
—Rotundamente no. Ni siquiera he puesto nunca un pie en esa colina. Y ustedes están cometiendo un gran error si pierden el tiempo conmigo cuando el verdadero asesino de esa pobre alma sigue libre en alguna parte.
Bosch se inclinó hacia adelante en su sillón.
—Siéntese, señor Trent —dijo.
La fervorosa forma en que Trent negó su implicación hizo que Bosch pensara que o bien era inocente o uno de los mejores actores con los que se había encontrado en el ejercicio de su profesión. Trent volvió a sentarse lentamente en el sofá.
—Usted es una persona inteligente —dijo Bosch, decidiendo intervenir—. Sabe exactamente lo que estamos haciendo aquí. Tenemos que acusarlo o exonerarlo. Es así de simple. Así que ¿por qué no nos ayuda? En lugar de bailar con nosotros, por qué no nos dice cómo exculparlo.
Trent levantó las manos.
—¡No sé cómo! ¡No sé nada del caso! ¿Cómo puedo ayudarles si no sé nada?
—Muy bien, para empezar, puede dejarnos echar un vistazo. Si puedo empezar a sentirme cómodo con usted, señor Trent, entonces tal vez pueda empezar a ver las cosas desde su punto de vista. Pero ahora mismo…, como he dicho, lo tengo a usted con sus antecedentes y tengo los huesos al otro lado de la calle. —Bosch alzó las dos manos como si estuviera sosteniendo ambas cosas—. No tiene muy buena pinta desde donde lo veo yo.
Trent se levantó e hizo un gesto con la mano hacia el interior de la casa.
—¡Muy bien! Faltaría más. Miren a su antojo. No encontrarán nada, porque yo no tengo nada que ver con eso. ¡Nada!
Bosch miró a Edgar y le hizo una señal con la cabeza para que mantuviera a Trent ocupado mientras él echaba un vistazo.
—Gracias, señor Trent —dijo Bosch al tiempo que se levantaba.
Mientras se dirigía al pasillo que conducía a la parte de atrás de la casa, escuchó a Edgar preguntando si Trent había visto alguna actividad inusual en la colina donde se habían hallado los huesos. Bosch miró por encima del hombro para asegurarse de que la luz roja de la grabadora continuaba encendida.
—¿Le gustaba ver a los niños jugando en la arboleda, señor Trent? —preguntó Edgar. Bosch se quedó en el pasillo, fuera del campo visual de Trent, pero escuchando su respuesta.
—No, no podía verlos si estaban en la arboleda. En ocasiones iba conduciendo o paseando a mi perro (cuando aún vivía) y veía a los chicos subiendo allí. La niña de enfrente. Los Fosters de la casa de al lado. Todos los chicos de por aquí. Es un sendero municipal, la única parcela sin edificar del barrio. Así que subían a jugar. Algunos vecinos pensaban que los mayores subían a fumar cigarrillos y la preocupación era que se prendiera fuego en la colina.
—¿De qué año estamos hablando?
—Cuando me mudé aquí. Yo no me impliqué. Se ocuparon los vecinos que llevaban más tiempo.
Bosch recorrió el pasillo. Era una casa pequeña, no mucho mayor que la suya. Al final del pasillo había tres puertas. Había habitaciones a izquierda y derecha y un armario de ropa blanca en el fondo. Revisó el armario en primer lugar. No encontró nada inusual y pasó al dormitorio de la derecha. Era el dormitorio de Trent. Estaba muy ordenado, pero encima de las dos cómodas idénticas y de las mesillas de noche había todo tipo de pequeños objetos. Bosch supuso que Trent los usaba en su trabajo para que los escenarios se convirtieran en lugares reales para la cámara.
Bosch miró en el armario. Había varias cajas de zapatos en el estante superior. Bosch empezó a abrirlas y descubrió que contenían zapatos usados. Al parecer Trent tenía el hábito de comprarse zapatos nuevos y guardar los viejos en sus cajas en las estanterías. Bosch supuso que también formaban parte de su almacén de trabajo. Abrió una caja y encontró un par de botas de faena. Se fijó en que se había secado barro en los cordones. Pensó en el suelo oscuro donde había descubierto los huesos. Se habían recogido muestras de ese suelo.
Volvió a dejar las botas y mentalmente tomó nota para la orden de registro. Su presente búsqueda era simplemente un vistazo superficial. Si pasaban a la siguiente fase con Trent y éste se convertía en un sospechoso sólido, entonces volverían con una orden de registro y literalmente desmontarían la casa en busca de pruebas que lo vincularan con los huesos. Las botas de faena podían ser un buen punto de partida. Ya lo tenían en cinta diciendo que nunca había estado en aquella colina. Si el barro de los cordones coincidía con las muestras del suelo tomadas en la excavación, tendrían a Trent pillado en una mentira. Lo principal de lidiar con los sospechosos era cerrar una historia. A partir de ahí, el investigador buscaba las incongruencias.
No había nada más en el armario que justificara la atención de Bosch. Lo mismo ocurrió en el dormitorio y en el baño en suite. Bosch, por supuesto, sabía que si Trent era el asesino había tenido muchos años para cubrir sus huellas. También había tenido los últimos tres días —desde el primer interrogatorio de Edgar— para prepararse.
Trent utilizaba el otro dormitorio como despacho y almacén. En las paredes había carteles enmarcados de películas en las que, según supuso Bosch, había trabajado Trent. Aunque rara vez iba al cine, Bosch había visto algunas en televisión. Reparó en que uno de los marcos contenía el cartel de una película titulada El arte de la capa. Años atrás, Bosch había investigado el asesinato del productor de esa película. Había oído que después de eso los carteles se habían convertido en artículos de colección en el Hollywood underground.
Cuando hubo concluido de mirar en la parte de atrás de la casa, Bosch pasó al garaje desde la puerta de la cocina. Había dos espacios, en uno de los cuales estaba aparcado el monovolumen de Trent. El otro lugar estaba lleno de cajas etiquetadas con los nombres de las habitaciones de una casa. Al principio Bosch se quedó desconcertado ante la idea de que Trent todavía no hubiera concluido con su mudanza al cabo de casi veinte años, pero pronto se dio cuenta de que el contenido de las cajas era material que utilizaba en el proceso de decorar un escenario.
Al volverse, Bosch se vio ante una pared llena de cabezas de piezas de caza, con sus ojos de mármol negro mirándolo. Bosch sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Desde pequeño había sentido repulsión por las cabezas disecadas. No estaba seguro de la razón.
Bosch pasó unos minutos más en el garaje, la mayor parte del tiempo revisando una caja de la pila en la que ponía:
«Habitación de niño de 9 a 12».
La caja contenía juguetes, aviones de aeromodelismo, una tabla de skate y una pelota de fútbol. Sacó la tabla y la examinó sin dejar de pensar en la camiseta de Solid Surf hallada en la mochila. Al cabo de un momento volvió a dejar el monopatín en la caja y cerró ésta.
Había una puerta lateral en el garaje que daba a un sendero. Éste llevaba al patio de atrás, donde una piscina ocupaba la mayor parte del terreno nivelado. Más allá, el patio iniciaba una pronunciada pendiente hacia la colina arbolada. Estaba demasiado oscuro para ver y Bosch decidió que tendría que examinar la parte exterior durante las horas de luz.
Veinte minutos después de iniciada su búsqueda, Bosch volvió a la sala con las manos vacías. Trent lo miró con expectación.
—¿Satisfecho?
—Estoy satisfecho por ahora, señor Trent. Aprecio su…
—¿Lo ve? Nunca termina. «¿Satisfecho por ahora?». Ustedes nunca se rinden, ¿verdad? Si hubiera sido traficante de drogas o hubiera atracado un banco, mi deuda estaría saldada y me dejarían en paz, pero como toqué a un niño hace casi cuarenta años soy culpable para siempre.
—Creo que hizo algo más que tocarlo —dijo Edgar—, pero conseguiremos el expediente del caso, no se preocupe.
Trent hundió la cara en sus manos y murmuró que había sido un error cooperar. Bosch miró a Edgar, quien hizo una señal para indicarle que había terminado. Bosch se acercó y recogió la grabadora. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, pero no la apagó. Había aprendido una valiosa lección en un caso del año anterior: algunas veces las cosas más importantes y reveladoras se dicen después de que la entrevista supuestamente haya acabado.
—Señor Trent, gracias por su cooperación. Ahora nos vamos, pero puede que queramos hablar con usted mañana. ¿Estará trabajando mañana?
—Dios, no. ¡No me llame al trabajo! Necesito este trabajo y lo va a estropear. Lo va a echar a perder todo.
Le dio a Bosch el número del busca. Bosch lo anotó y se dirigió hacia la puerta. Miró a Edgar.
—¿Le has preguntado por los viajes? No piensa irse a ningún sitio, ¿no?
Edgar miró a Trent.
—Señor Trent, usted trabaja en películas, así que ya se conoce el diálogo. Llámenos si piensa salir de la ciudad. Si no lo hace y tenemos que encontrarle… No le va a gustar.
Trent habló en tono monocorde, con la mirada perdida.
—No voy a ir a ninguna parte. Ahora por favor, váyanse. Déjenme solo.
Edgar y Bosch salieron y Trent cerró la puerta con fuerza tras ellos. Al final del sendero de entrada había una gran buganvilla en flor que bloqueó a Bosch la vista del lado izquierdo de la calle hasta que llegó allí.
De repente una luz brillante se encendió ante el rostro de Bosch. Una periodista con un cámara tras ella se acercó a los dos detectives. Bosch quedó momentáneamente cegado hasta que sus ojos se adaptaron a la luz.
—Hola, detectives. Soy Judy Surtain de las noticias de Channel Four. ¿Hay alguna pista en el caso de los huesos?
—Sin comentarios —gruñó Edgar—. Sin comentarios y apague ese maldito foco.
Bosch finalmente vio a la periodista bajo el brillo de la luz. La reconoció de la televisión y del grupo de periodistas reunidos en la rotonda al principio de esa semana. También reconoció que un «sin comentarios» no era la forma de salir de esa situación. Tenía que difuminarlo y mantener a la prensa alejada de Trent.
—No —dijo—. No hay ninguna pista. Sólo estamos siguiendo procedimientos de rutina.
Surtain colocó el micrófono que llevaba en la cara de Bosch.
—¿Por qué están de nuevo en el barrio?
—Estamos acabando con el peinado rutinario de los residentes. No había tenido oportunidad de hablar con este vecino antes. Acabamos de terminar, eso es todo.
Hablaba en tono aburrido, con la esperanza de que ella le creyera.
—Lo siento —añadió—. No hay ninguna gran noticia esta noche.
—¿Ha sido útil a la investigación este vecino o algún otro?
—Bueno, aquí todo el mundo ha cooperado mucho con nosotros, pero no ha habido pistas en la investigación. La mayoría de esta gente ni siquiera vivía en el barrio cuando los huesos fueron enterrados. Eso lo complica. —Bosch hizo un gesto hacia la casa de Trent—. Este caballero, por ejemplo. Acabamos de descubrir que no compró su casa hasta mil novecientos ochenta y siete y estamos seguros de que esos huesos ya estaban allí arriba entonces.
—¿Así que de vuelta al principio?
—Algo así, y de verdad que es lo único que puedo decirle. Buenas noches.
Bosch pasó al lado de la periodista y se encaminó a su coche. Al cabo de un momento Surtain estaba junto a la puerta del coche, sin el cámara.
—Detective, necesitamos su nombre.
Bosch abrió la billetera, le dio una tarjeta de las que llevaban impreso el número general de la comisaría y le dio de nuevo las buenas noches.
—Mire, si hay algo que pueda decirme off the record, le protegeré —dijo Surtain—. Ya sabe, sin cámara, como ahora, lo que quiera.
—No, no hay nada —dijo Bosch mientras abría la puerta—. Buenas noches.
Edgar maldijo en el momento en que se cerraron las puertas del coche.
—¿Cómo coño sabía que estábamos aquí?
—Probablemente por algún vecino —dijo Bosch—. Estuvo aquí los dos días de la excavación. Es famosa. Cae bien a los residentes. Hizo amigos. Además, llevamos un puto Shamu. Es como convocar una conferencia de prensa.
Bosch pensó en la inanidad de tratar de hacer trabajo de detective en un coche pintado de blanco y negro. El departamento, en un programa concebido para hacer que la policía fuera más visible en la calle, había asignado a los detectives de las divisiones a coches blancos y negros que no llevaban las luces de emergencia encima, pero resultaban igual de visibles.
Ambos miraron mientras la periodista y su cámara se dirigían a la puerta de la casa de Trent.
—Va a intentar hablar con él —dijo Edgar.
Bosch buscó rápidamente en su maletín y sacó su teléfono. Estaba a punto de marcar el número de Trent para decirle que no abriera cuando se dio cuenta de que no había señal.
—Maldición —dijo.
—Demasiado tarde de todos modos —dijo Edgar—. Esperemos que sea listo.
Bosch vio a Trent en el portal, completamente bañado en la luz de la cámara. Dijo unas palabras y luego hizo un gesto con la mano y cerró la puerta.
—Bien —dijo Edgar.
Bosch arrancó el coche, dio la vuelta y se dirigió por el cañón hacia la comisaría.
—¿Y ahora qué? —preguntó Edgar.
—Hemos de obtener el expediente de su condena y ver de qué se trataba.
—Será lo primero que haga.
—No, primero quiero entregar las órdenes de búsqueda en los hospitales. Tanto si Trent encaja como si no, necesitamos identificar al chico para conectarlo con él. Encontrémonos en el juzgado de Van Nuys a las ocho. Que nos las firmen y luego nos las repartimos.
Bosch eligió el juzgado de Van Nuys porque Edgar vivía cerca y desde allí podían separarse por la mañana, después de que el juez aprobara las órdenes.
—¿Y qué me dices de una orden de registro para la casa de Trent? —dijo Edgar—. ¿Has visto algo?
—No mucho. Tiene un skate en una caja en el garaje. Con las cosas de trabajo para los decorados. Estaba pensando en la camiseta de nuestra víctima cuando lo vi. Y había unas botas de faena con barro en los cordones. Podría coincidir con las muestras de la colina. Pero no confío en que un registro nos ayude. El tipo ha tenido veinte años para asegurarse de que está a salvo. Si es que es el asesino.
—¿No lo crees?
Bosch negó con la cabeza.
—Las fechas no cuadran. El ochenta y cuatro está en el extremo, es el límite de nuestra horquilla.
—Pensaba que estábamos buscando entre el setenta y cinco y el ochenta y cinco.
—Así es. En general. Pero has oído a Golliher, de veinte a veinticinco años. Eso es principios de los ochenta en la parte alta. No creo que el ochenta y cuatro sea principios de los ochenta.
—Bueno, quizá se mudó aquí por el cadáver. Enterró al chico allí antes y quería estar cerca y por eso se mudó al vecindario. Joder, Harry, estos tíos están enfermos.
Bosch asintió.
—Sí, pero es una cuestión de vibraciones. Yo le creí.
—Harry, tu instinto ha fallado antes.
—Ah, sí…
—Yo creo que es él. Es el asesino. Escucha cómo dijo «porque toqué a un niño». Probablemente para él, sodomizar a un niño de nueve años es estirar la mano y tocar a alguien.
Edgar estaba siendo reaccionario, pero Bosch no le llamó la atención. Él era padre, Bosch no.
—Bueno, buscaremos el expediente y veremos. También tenemos que ir al ayuntamiento para comprobar los callejeros y ver quién vivía entonces en la calle.
En el archivo municipal se conservaba una colección de los listines telefónicos ordenados por nombre y también por calles de todos los años. Éstos permitirían que los detectives determinaran quién residía en Wonderland Avenue entre 1975 y 1985, el periodo en el que se situaba la fecha de la muerte del chico.
—Va a ser muy divertido —dijo Edgar.
—Desde luego —dijo Bosch—. No puedo esperar.
Condujeron en silencio durante el resto del camino. Bosch se deprimió. Estaba descontento por la forma en que había llevado la investigación hasta entonces. Descubrieron los huesos el miércoles y la investigación completa se puso en marcha el jueves. Sabía que tendría que haber comprobado los nombres —una parte básica de la investigación— antes del domingo. Al retrasarlo le había dado ventaja a Trent. Había tenido tres días para esperar y prepararse para el interrogatorio. Le había asesorado un abogado e incluso podía haber estado practicando sus respuestas ante un espejo. Bosch sabía lo que decía su detector de mentiras interno, sin embargo, también sabía que un buen actor podía superarlo.