El sótano del Parker Center, la sede central del Departamento de Policía de Los Ángeles, albergaba el archivo de todos los casos de los que el departamento había redactado informes en la era moderna. Hasta mediados de los noventa, los registros se mantenían en papel durante un periodo de ocho años y luego se transferían a microfichas para su almacenamiento permanente. Los documentos actuales se guardaban en soporte informático y el departamento también estaba colocando viejos archivos en bancos de almacenamiento digitales. Pero el proceso era lento y no se había remontado más allá de finales de los ochenta.
Bosch llegó al mostrador de archivos a la una en punto. Llevaba dos cafés y dos sándwiches de rosbif de Philippe’s en una bolsa de papel. Miró al conserje y sonrió.
—Lo crea o no tengo que ver las fichas de personas desaparecidas entre mil novecientos setenta y cinco y mil novecientos ochenta y cinco.
El conserje, un hombre mayor con palidez de sótano, silbó y dijo:
—Cuidado, Christine, que vienen.
Bosch asintió y sonrió, aunque no tenía idea de lo que significaba el comentario del hombre. No parecía que hubiera nadie más detrás del mostrador.
—Lo bueno es que los han dividido —dijo el conserje—. Creo que eso es bueno. ¿Busca adultos o menores?
—Menores.
—Eso lo recorta un poco.
—Gracias.
—No hay de qué.
El conserje desapareció y Bosch aguardó. Al cabo de cuatro minutos el hombre volvió con diez pequeños sobres que contenían las microfichas solicitadas por Bosch. En total la pila era de unos diez centímetros de alto.
Bosch se acercó a un lector y copiador de microfichas, sacó un sándwich y los dos cafés y llevó el segundo sándwich al mostrador. El conserje lo rechazó en un primer momento, pero lo aceptó cuando Bosch le dijo que era de Philippe’s.
Bosch volvió a la máquina y se metió en faena, comenzando por el año 1985. Estaba buscando informes de personas desaparecidas y fugadas correspondientes a jóvenes varones en el rango de edad de la víctima. En cuanto le pilló el truco a la máquina pudo avanzar deprisa a través de los informes. En primer lugar buscaba el sello de cerrado que indicaba que la persona desaparecida había regresado a su domicilio o sido localizada. Si no había sello, comprobaba las casillas de sexo y edad del formulario. Si coincidían con el perfil de la víctima, leía el resumen y pulsaba el botón de fotocopiar de la máquina para obtener una copia impresa.
Las microfichas también contenían registros de informes de personas desaparecidas enviados al departamento por agencias externas que buscaban gente de la que sospechaban que se había trasladado a Los Ángeles.
A pesar de su velocidad, Bosch tardó más de tres horas en revisar los informes de los diez años solicitados. Cuando concluyó tenía copias en papel de más de trescientos informes en la bandeja situada al lado de la máquina, Y no tenía ni idea de si su esfuerzo había merecido la pena o no.
Bosch se frotó los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Le dolía la cabeza de mirar la pantalla y leer historia tras historia de agonía paterna y angustia juvenil. Se dio cuenta de que no se había comido el sándwich.
Devolvió la pila de sobres con las microfichas al conserje y decidió llevar a cabo la búsqueda informática en el Parker Center en lugar de conducir de nuevo hasta Hollywood. Desde el Parker Center podía tomar la autovía 10 y llegar enseguida a Venice para cenar en casa de Julia Brasher. Sería más fácil.
La sala de la brigada de la División de Robos y Homicidios estaba vacía a excepción de los detectives de guardia que se hallaban sentados delante de un televisor, viendo un partido de fútbol americano. Uno de ellos era la antigua compañera de Bosch, Kizmin Rider. Al otro no lo reconoció. Rider se levantó sonriendo cuando vio que era Bosch.
—Harry, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Trabajando en un caso. Quiero usar un ordenador, ¿puedo?
—¿El caso de los huesos?
Bosch asintió.
—He oído las noticias. Harry, éste es Rick Thornton, mi compañero.
Bosch le tendió la mano y se presentó.
—Espero que te haga quedar tan bien como a mí.
Thornton se limitó a asentir y sonreír, y Rider se mostró avergonzada.
—Vamos a mi mesa —dijo—. Puedes usar mi ordenador.
Rider le mostró el camino y le cedió su silla.
—No tenemos nada que hacer aquí. No pasa nada. Ni siquiera me gusta el fútbol.
—No te quejes de los días flojos. ¿Nunca te lo había dicho nadie?
—Sí, mi antiguo compañero. Es lo único que dijo que tenía sentido.
—Apuesto a que sí.
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
—Sólo estoy comprobando los nombres. Lo habitual.
Bosch abrió el maletín y sacó el expediente del asesinato. Lo abrió por una página donde había elaborado una lista de los nombres, direcciones y fechas de nacimiento de los residentes en Wonderland Avenue que habían sido entrevistados. Era una cuestión de rutina comprobar los nombres de todas las personas que surgían en una investigación.
—¿Quieres un café o algo? —preguntó Rider.
—No, gracias, Kiz. —Hizo un ademán en dirección a Thornton, que les daba la espalda y estaba en el otro extremo de la sala—. ¿Cómo van las cosas?
Rider se encogió de hombros.
—De cuando en cuando me deja hacer un poco de trabajo de detective —contestó en un susurro.
—Bueno, siempre puedes volver a Hollywood —comentó Bosch también susurrando y con una sonrisa.
Bosch empezó a teclear para entrar en el ordenador del índice Nacional de Delitos. Inmediatamente Rider hizo un sonido de escarnio.
—Harry, ¿todavía escribes con dos dedos?
—No sé más, Kiz. Llevo casi treinta años escribiendo así. ¿Esperas que de repente aprenda a escribir con todos los dedos? Todavía no hablo bien castellano ni tampoco sé bailar. Hace sólo un año que te fuiste.
—Anda, dinosaurio, levántate. Déjame a mí. No quiero que te pases aquí toda la noche.
Bosch alzó las manos en ademán de rendición y se levantó. Kizmin Rider se sentó y se puso a trabajar. Bosch sonrió en secreto a su espalda.
—Como en los viejos tiempos —dijo.
—No me lo recuerdes. Siempre me tocaba lo peor. Y borra esa sonrisa.
Ella no había levantado la vista. Sus dedos se desdibujaban sobre el teclado. Bosch la observó admirado.
—Oye, no lo había planeado. No sabía que ibas a estar aquí.
—Sí, y Tom Sawyer tampoco sabía que tenía que pintar una valla.
—¿Qué?
—No importa. Cuéntame de tu ligue.
Bosch se quedó de piedra.
—¿Qué?
—¿Es lo único que puedes decir? Ya me has oído. De la novata que, eh…, estás viendo.
—¿Cómo coño lo sabes ya?
—Soy una experta en recabar información. Y todavía tengo fuentes en Hollywood.
Bosch salió del cubículo y sacudió la cabeza.
—Bueno, ¿es guapa? Es lo único que quiero saber. No tengo intención de entrometerme.
Bosch volvió a entrar.
—Sí, es guapa. Apenas la conozco. Parece que tú estás más informada que yo.
—¿Vas a cenar con ella esta noche?
—Sí, voy a cenar con ella.
—Eh, ¿Harry?
La voz de Rider había perdido todo asomo de humor.
—¿Qué?
—Aquí hay algo.
Bosch se inclinó y miró la pantalla. Después de digerir la información dijo:
—No creo que llegue a tiempo a cenar esta noche.