11

Julia Brasher estaba de pie en la sala de estar de la casa de Bosch y miró los cedés guardados junto al equipo de música.

—Me encanta el jazz.

En la cocina, Bosch sonrió al escuchar a Julia. Acabó de servir los dos martinis y entró en la sala de estar para pasarle un vaso.

—¿Quién te gusta?

—Umm, últimamente Bill Evans.

Bosch asintió, fue al mueble portadiscos y volvió con Kind of Blue. Lo puso en el equipo.

—Bill y Miles —dijo—. Por no mencionar a Coltrane y a algunos más. Insuperable.

Cuando la música empezó a sonar, Bosch levantó su martini y ella se acercó y brindó. En lugar de beber, se besaron. Ella empezó a reír en medio del beso.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Nada. Me siento imprudente. Y feliz.

—Sí, yo también.

—Creo que fue cuando me diste la linterna.

Bosch estaba desconcertado.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, fue tan fálico.

La expresión de Bosch la hizo reír de nuevo y derramó un poco del martini en el suelo.

Después, cuando ella estaba tumbada boca abajo en la cama, Bosch trazaba la silueta del sol en llamas que Julia tenía tatuado en la parte inferior de la espalda y pensaba en lo cómodo y al mismo tiempo extraño que se sentía con ella. Apenas sabía nada de Julia Brasher. Cada nuevo punto de vista sobre ella le reportaba una sorpresa, como el tatuaje.

—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.

—En nada. Sólo en el que hizo que te pusieras esto en la espalda. Supongo que me gustaría que hubiera sido yo.

—¿Por qué?

—Porque siempre habrá una parte de él en ti.

Ella se dio la vuelta, revelando sus pechos y su sonrisa. Se había soltado la trenza y el pelo le caía sobre los hombros. Eso también le gustó a Bosch. Julia se estiró y lo hizo bajar con un largo beso.

—Es lo más bonito que me han dicho en mucho tiempo.

Bosch apoyó la cabeza en la almohada de ella y aspiró el suave perfume y el olor a sudor y sexo.

—No tienes fotos en las paredes —comentó Brasher.

Bosch se encogió de hombros.

Julia se giró y le dio la espalda. Bosch pasó una mano bajo el brazo de ella, le cogió uno de los pechos y la atrajo de nuevo hacia sí.

—¿Puedes quedarte a dormir? —preguntó.

—Bueno… mi marido probablemente se preguntará dónde estoy, pero supongo que puedo llamarlo.

Bosch se quedó de piedra. Entonces ella se echó a reír.

—No me asustes de esa manera.

—Bueno, no me has preguntado si estaba comprometida.

—Tú tampoco.

—Tú eres obvio. El detective solitario. —Y con profunda voz masculina agregó—: Sólo los hechos, señora. No hay tiempo para damas. El asesinato es mi oficio. Tengo trabajo que hacer y…

Bosch pasó el pulgar por el costado de Julia, por encima de las costillas. Ella interrumpió sus palabras con una carcajada.

—Me prestaste la linterna —dijo Bosch—. Una mujer «comprometida» no habría hecho eso.

—Y yo tengo que darte noticias, tipo duro. Vi la MagLite en tu maletero. Antes de que taparas la caja. No estabas engañando a nadie.

Bosch rodó hasta la otra almohada, avergonzado. Sentía cómo se estaba poniendo colorado. Se llevó las manos a la cara para esconderse.

—Oh, Dios… el señor Obvio.

Julia le quitó las manos de la cara y lo besó en la barbilla.

—Me pareció bonito. Me alegró el día y me dio algo que esperar.

Ella le dio la vuelta a las manos de Bosch y miró las cicatrices de los nudillos. Eran viejas marcas, apenas perceptibles.

—Eh, ¿qué es esto?

—Cicatrices.

—Eso ya lo sé. ¿De qué?

—Tenía tatuajes y me los quité. Fue hace mucho tiempo.

—¿Cómo?

—Me los hicieron quitar cuando entré en el ejército.

Ella se echó a reír.

—¿Por qué? ¿Qué ponía, puta mili o algo así?

—No, nada parecido.

—¿Entonces qué? Vamos, quiero saberlo.

—Ponía «agárrate fuerte[1]».

—¿Agárrate fuerte?

—Bueno, es una historia bastante larga…

—Tengo tiempo, a mi marido no le importa. —Sonrió—. Vamos, quiero saberlo.

—No es gran cosa. Cuando era niño, una de las veces que me escapé terminé en San Pedro. Cerca de los muelles de pesca. Y allí muchos de los hombres que veía, los pescadores de atún, llevaban ese tatuaje. Agárrate fuerte. Le pregunté a uno y me dijo que era como su lema, su filosofía. Salían en esos barcos y pasaban semanas fuera de casa. Cuando las olas eran enormes y la cosa se ponía fea, sólo tenías que agarrarte fuerte.

Bosch cerró ambos puños y los levantó.

—Agárrate fuerte a la vida, a todo lo que tienes.

—Así que te hiciste el tatuaje. ¿Qué edad tenías?

—No lo sé. Dieciséis o algo así. —Bosch asintió y sonrió—. Lo que no sabía era que esos pescadores de atún lo copiaron de los soldados de la Marina. Así que al cabo de un año yo entré en el ejército con mi tatuaje y lo primero que me dijo el sargento fue que me lo quitara. No iba a tener ningún tatuaje de marinero en las manos de sus chicos.

Julia le tomó las manos y las observó de cerca.

—No parece hecho con láser.

Bosch negó con la cabeza.

—Entonces no había láser.

—¿Qué hiciste?

—Mi sargento, se llamaba Rosser, me sacó de los barracones Y me llevó al edificio de administración. Allí había un muro de ladrillos. Me hizo que lo golpeara hasta que me destrocé todos los nudillos. Después cuando se hizo una costra, al cabo de una semana, me lo hizo repetir.

—Joder, eso es una barbaridad.

—No, es el ejército.

Bosch sonrió al recordarlo. No había sido para tanto. Se miró las manos. Se acabó la música y él se levantó y caminó desnudo por la casa para cambiar el disco. Cuando volvió a la habitación, Julia reconoció el disco.

—¿Clifford Brown?

Bosch asintió y fue hacia la cama. No recordaba ninguna otra mujer capaz de reconocer el jazz de ese modo.

—Quédate ahí.

—¿Qué?

—Deja que te mire. Háblame de esas otras cicatrices. La habitación estaba escasamente iluminada por una luz procedente del cuarto de baño, pero Bosch tomó conciencia de su desnudez. Estaba en buena forma, pero tenía más de quince años más que ella. Se preguntó si Julia había estado alguna vez con un hombre tan mayor.

—Harry, estás muy bien. Me pones un montón, ¿vale? ¿Qué me cuentas de las otras cicatrices?

Bosch se tocó la gruesa soga de piel situada sobre su cadera izquierda.

—¿Esto? Esto fue un cuchillo.

—¿Dónde te pasó?

—En un túnel.

—¿Y tu hombro?

—Una bala.

—¿Dónde?

Bosch sonrió.

—En un túnel.

—Uf, aléjate de los túneles.

—Lo intento.

Bosch se metió en la cama y subió la sábana. Ella le tocó el hombro, pasando el pulgar por la gruesa piel de la cicatriz.

—Justo en el hueso —dijo Julia.

—Sí, tuve suerte. No hubo daño permanente. Duele en invierno y cuando llueve. Eso es todo.

—¿Qué se siente? Me refiero a cuando te disparan.

Bosch se encogió de hombros.

—Duele muchísimo y luego todo se entumece.

—¿Cuánto tiempo estuviste de baja?

—Unos tres meses.

—¿No te dieron una baja por incapacidad?

—Me la ofrecieron, pero la rechacé.

—¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que me gusta el trabajo. Y pensé que si seguía adelante algún día me encontraría con esta preciosa poli jovencita que quedaría impresionada por mis cicatrices.

Ella le pegó en las costillas y el dolor le arrancó una mueca.

—Oh, pobrecito —dijo ella en tono de burla.

—Eso duele.

Ella le tocó el tatuaje que Bosch llevaba en el hombro.

—¿Qué se supone que es eso? ¿Mickey Mouse de ácido?

—Algo así. Una rata de los túneles.

La cara de Julia perdió toda nota de humor.

—¿Qué pasa?

—Estuviste en Vietnam —dijo ella, atando cabos—. Yo he estado en esos túneles.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando estuve de viaje. Pasé seis semanas en Vietnam. Ahora los túneles son una atracción turística. Si pagas puedes meterte. Tuvo que ser… Lo que tuviste que hacer debió de ser terrorífico.

—Era peor después. Pensar en ello.

—Ahora han puesto cuerdas para que nadie se pierda. Pero en realidad nadie te vigila. Así que yo pasé por debajo de la cuerda y me metí más adentro. Estaba muy oscuro, Harry.

Bosch examinó sus ojos.

—¿Y la viste? —preguntó con calma—. La luz perdida.

Ella sostuvo la mirada de Bosch un instante y asintió con la cabeza.

—La vi. Mis ojos se adaptaron y allí estaba la luz. Casi como un susurro. Pero fue suficiente para que encontrara el camino.

—Luz perdida. La llamábamos luz perdida. Nunca sabíamos de dónde venía. Pero allí estaba. Como humo colgando en la oscuridad. Alguna gente decía que no era luz, que era el fantasma de todos los que murieron en aquellos sitios. De ambos lados.

No hablaron más después de eso. Ambos se abrazaron y Julia no tardó en dormirse.

Bosch se dio cuenta de que no había pensado en el caso durante más de tres horas. Al principio eso le hizo sentirse culpable, pero luego lo dejó estar y no tardó en quedarse dormido él también. Soñó que avanzaba por un túnel. Pero no estaba arrastrándose. Era como si estuviera bajo el agua, moviéndose como una anguila en el laberinto. Llegó a un camino sin salida y allí había un niño sentado en la curva, contra la pared del túnel. Tenía las rodillas levantadas y la cabeza enterrada entre los brazos plegados.

—Ven conmigo —dijo Bosch.

El chico miró a Bosch a hurtadillas por debajo de un brazo. Una única burbuja de aire se levantó de su boca. Luego miró más allá de Bosch como si hubiera aparecido algo tras él. Bosch se volvió pero tras él sólo estaba la oscuridad del túnel.

Cuando volvió a mirar al niño, éste se había ido.