Musso and Frank’s era una institución que había estado sirviendo martinis a los ciudadanos de Hollywood —famosos e infames— durante un siglo. El salón delantero formado por reservados de cuero rojo era un feudo de conversación tranquila, donde camareros antiguos ataviados con chaquetillas rojas se movían con lentitud. En la sala de atrás estaba la barra, donde la mayoría de las noches los clientes tenían que competir por la atención de bármanes con edad suficiente para ser los padres de los camareros. Cuando Bosch y Brasher entraron en el bar, dos clientes bajaron de sus taburetes para salir. Bosch y Brasher se apresuraron y ganaron el lugar a dos tipos de cuero negro de la industria del cine. Un barman que reconoció a Bosch se acercó y ambos pidieron martinis de vodka, un poco cargados.
Bosch ya se sentía cómodo con Brasher. Habían comido juntos en las mesas de picnic de la escena del crimen los últimos dos días y ella nunca había estado lejos de su campo visual durante las búsquedas por la colina. Habían ido a Musso’s juntos en el coche de Bosch y daba la sensación de que era una tercera o cuarta cita. Charlaron de la comisaría y de los detalles del caso que Bosch quería compartir. Cuando el barman les puso los vasos de martini junto con las botellas de boca ancha, Bosch estaba preparado para olvidarse de huesos, sangre y bates de béisbol durante un rato.
Brindaron y Brasher dijo:
—Por la vida.
—Sí —dijo Bosch—. Por haber superado otro día.
—Más o menos.
Bosch sabía que era el momento de preguntarle a ella qué le preocupaba. Si ella no quería hablar, no insistiría.
—Ese tipo al que has llamado Kiko en el aparcamiento, ¿por qué te dijo que te animaras?
Ella bajó los hombros y al principio no respondió.
—Si no quieres hablar…
—No, no es eso. Más bien es que no quiero pensar en eso.
—Conozco la sensación. Olvida la pregunta.
—No, está bien. Mi compañero va a redactar un informe, y como estoy a prueba, puede costarme caro.
—Un informe ¿por qué?
—Por cruzar el tubo.
«Cruzar el tubo» era una expresión táctica que significaba pasar por delante del cañón de la escopeta o de otra arma empuñada por un compañero.
—¿Qué ocurrió? Bueno, si quieres contármelo.
Ella se encogió de hombros y ambos tomaron sendos largos tragos.
—Oh, era un doméstico (odio los domésticos) y el tío se encerró en el dormitorio con un arma. No sabíamos si iba a usarla contra sí mismo, contra su esposa o contra nosotros. Esperamos refuerzos y luego nos dispusimos a entrar.
Brasher tomó otro trago. Bosch la observó. La tormenta interior se reflejaba claramente en sus ojos.
—Edgewood llevaba una escopeta. A Kiko le tocaba la patada. Fennel, el compañero de Kiko, y yo teníamos la puerta. Así que lo hicimos. Kiko es grande y abrió la puerta de una sola patada. Fennel y yo entramos. El tío estaba desmayado en la cama. No parecía que hubiera ningún problema, pero Edgewood la tomó conmigo. Dijo que había cruzado el tubo.
—¿Lo hiciste?
—Creo que no. Pero si lo hice, también lo hizo Fennel, y a él no le dijo ni mu.
—La novata eres tú. Tú eres la que está a prueba.
—Sí, y te aseguro de que ya me estoy cansando. ¿Cómo lo conseguiste, Harry? Ahora haces un trabajo que marca la diferencia. Lo que hago yo, día y noche pendiente de la radio, yendo de saco de mierda en saco de mierda, es como escupir a un incendio. No hacemos progresos en la calle y encima tengo a este neuras machito diciéndome cada dos minutos cómo la he cagado.
Bosch sabía cómo se sentía. Todos los polis de uniforme pasaban por eso. Uno recorre la cloaca cada día y pronto se convence de que es lo único que existe. Un abismo. Por eso él nunca podría volver al trabajo de patrulla. Patrullar era ir poniendo tiritas en agujeros de bala.
—¿Creías que sería distinto? Me refiero a cuando estabas en la academia.
—No sé lo que pensaba. Lo que creo ahora es que no sé si lograré avanzar hasta un punto en que piense que estoy haciendo algo que sirva.
—Creo que podrás. Los dos primeros años son duros. Pero si insistes acabas viendo a largo plazo. Tú eliges tus batallas y eliges tu camino. Lo harás bien.
No sé sentía seguro para darle ánimos con la típica charla. Bosch también había pasado por largos periodos de indecisión sobre él mismo y sus elecciones. Decirle que aguantara le hizo sentirse un poco falso.
—Hablemos de otra cosa —dijo ella.
—Por mí vale —dijo Bosch.
Bosch tomó un largo trago, tratando de pensar en cómo desviar la conversación en otra dirección. Dejó el vaso, se volvió y sonrió a Brasher.
—Así que tú estabas escalando en los Andes y te dijiste: «Sí, voy a ser poli».
Brasher se rió, sacudiéndose al parecer la tristeza de sus comentarios anteriores.
—No fue exactamente así. Y nunca he estado en los Andes.
—Bueno, ¿qué hay de esa vida rica y completa que vivías antes de tener placa? ¿Me dijiste que habías viajado por el mundo?
—Nunca fui a Suramérica.
—¿Los Andes están en Suramérica? Siempre había pensado que estaban en Florida.
Ella volvió a reírse y Bosch se sintió bien por haber cambiado de tema con éxito. Le gustaba mirarle la dentadura a Brasher cuando ella se reía. Tenía los dientes levemente doblados, de una forma que hacía que parecieran perfectos.
—Bueno, en serio, ¿qué hacías?
Ella giró en el taburete, de forma que quedaron hombro con hombro, mirándose en el espejo situado detrás de las botellas de colores alineadas en la pared.
—Fui abogada durante un tiempo; no abogada defensora, no te pongas nervioso. Derecho civil. Entonces me di cuenta de que eso era una farsa y lo dejé y empecé a viajar. Trabajé por el camino. Hice cerámica en Venecia, fui guía ecuestre en los Alpes suizos. Fui cocinera en un barco que hacía cruceros de un día en Hawai. Hice otras cosas y vi casi todo el mundo… menos los Andes. Entonces volví a casa.
—¿A Los Ángeles?
—Nací y me crié aquí. ¿Tú?
—Lo mismo. En el Queen of Angels.
—Cedars.
Ella alzó el vaso y brindaron.
—Por los elegidos, los orgullosos, los valientes —dijo Brasher.
Bosch se terminó el vaso y vertió en él el contenido de la jarra. Le llevaba bastante ventaja a Brasher, pero no le importó. Se notaba relajado. Le sentaba bien olvidarse de problemas durante un rato. Era un alivio estar con alguien que no se hallaba directamente vinculado con el caso.
—Naciste en Cedars, ¿eh? —preguntó—. ¿Dónde creciste?
—No te rías. En Bel Air.
—¿Bel Air? Intuyo que hay un papá que no está contento con que su hija haya entrado en la poli.
—Sobre todo porque era suyo el bufete del que se marchó un día y no volvió a dar señales de vida en dos años.
Bosch sonrió y levantó su vaso. Ella brindo otra vez.
—Buena chica.
Después de dejar los vasos, ella dijo:
—Basta de preguntas.
—Vale —dijo Bosch—. ¿Y qué hacemos?
—Llévame a tu casa, Harry.
Él se detuvo un momento, mirando los ojos azules y brillantes de Brasher. Las cosas avanzaban muy deprisa, sobre los rieles bien engrasados del alcohol. Pero ésa era muchas veces la forma en que sucedía entre los polis, entre gente que sentía que era parte de una sociedad cerrada, que se guiaba por sus instintos y que iba a trabajar cada día sabiendo que el modo en que se ganaban la vida podía matarlos.
—Sí —dijo al fin Bosch—. Yo estaba pensando en lo mismo.
Se inclinó y la besó en la boca.